lunes, 22 de abril de 2013

Escritores malditos tatuados en la piel

¿Qué pueden tener en común Manfred Von Richthofen, Edgar Allan Poe, César Vallejo y yo?

Bueno, en principio, Poe y Vallejo son grandes escritores: éste, quizá, el más grande y universal poeta peruano; aquel, uno de los cuentistas norteamericanos más sobresalientes del siglo XIX, obvia y preclara influencia de generaciones y generaciones de escritores. Yo, pues me considero un escritor (aunque no lo sea), un escritor que admira tanto a Poe, por morir pobre y alcohólico, cuanto a Vallejo, por morir pobre y sin reconocimiento. Pero, hay que ser condenadamente bueno para escribir “y tu pena me ha dicho […] que hay un viernesanto más dulce que ese beso”. Putamadre, pónganse a pensar en esa figura. Qué manera tan ingeniosa y sentida de expresar que ese beso (del poeta a su amada) ha estado cargado de tanto dolor y pesar que aquello que sufrió Jesús en el Viernes Santo le ha quedado chico.



Admiro a Abraham Valdelomar porque fue todo lo amanerado, posero y adelantado que quiso ser en una Lima que le quedaba pueblerina. Lo admiro porque, cierto día, tuvo el atrevimiento de confesarle a Luis Alberto Sánchez: “Querido Sánchez, si para llamar la atención tuviera que salir vestido de amarillo, lo haría sin titubear. ¿O cree usted que un zambo como yo atraería de otra manera la atención de estos cholos gordos, espesos y universitarios de su Lima?”



Admiro a David Foster Wallace por el artículo que escribió sobre los camarones, porque dicen que su obra es tremenda (aunque no la haya leído toda) y porque se suicidó en lo mejor de su carrera literaria. Cuando niño, hablabla gramaticalmente mejor que sus compañeros de clase, hecho que le granjeó no pocas enemistades. Cuando adulto, conservó esta manía por escribir y expresarse correctamente. Manía que no refleja otra cosa que la búsqueda del saber. David trabajó como profesor universitario y, además de su genial novela "The infinite jest", consiguió méritos académicos tales como el Máster en Bellas Artes en escritura creativa de la Universidad de Arizona. Tenía la frescura de dar sus clases y charlas tal cual lo vemos en la foto. Más importante que todo lo anterior: solía irse a la cama con alguna que otra de sus alumnas universitarias.  



Admiro a Bukowski por su brutal franqueza en “La senda del perdedor” y porque le fue fiel al alcohol hasta el último de sus putos días, cuando murió a causa de la leucemia, a los 73 años de su edad. Hubieras sido más leyenda si te suicidabas, compare.


Admiro a Ribeyro porque escribía sobre perdedores (como yo).


Admiro a Nietzsche porque fue un verdadero filósofo punk que no se adhirió a corriente alguna, no se encasilló en grupo alguno, detestó el nacionalismo y siguió la filosofía de su corazón.


Por eso admiro a Roberto Bolaño, porque sintiór aversión de formar parte de algún grupo, grupete o grupúsculo (claro, esa convicción la concibió en la madurez de su fugaz vida, porque no olvidemos que durante su juventud fundó el “infrarrealismo”). Lo admiro porque, muy a su pesar, tuvo que morirse joven.


Admiro a Arguedas por sus “Ríos profundos”, gran novela. Pero también porque, cierto día de noviembre de 1969, tuvo el arrojo de meterse un tiro en la sien en el baño de la Universidad Agraria. Se ha dicho de él que dejaba la sangre en lo que escribía, y no lo dudo: un escritor suicida siempre escribirá con las manos enfangadas en sus propias vísceras.


Admiro a Wilde por las mismas razones por las que admiro a Valdelomar.


Le tengo simpatía a Vargas Llosa por las inspiradoras lecturas de “Conversación en la Catedral” (esa novela de mierda siempre me recordará a Jeannet, wherever you might be, my old beloved dear), “La ciudad y los perros” y “La guerra del fin del mundo”. Si dejara de manifestarse políticamente, lo admiraría, como antes. Me resulta muy dogmático, muy inflexible. Y la gente dogmática siempre causa cismas. Estuvo en contra de Humala. Luego lo apoyó, aun a sabiendas de que el presidente tenía su corazoncito chavista. Ahora, ¡oh, sorpresa!, Vargas Llosa se da cuenta de que su defendido es chavista y ha avalado la presidencia de Maduro en Venezuela. Dedíquese a escribir, don Mario. Los que todavía lo estimamos, lo queremos ver en el terreno de las letras. Por si acaso, Mario es la excepción del Malditismo.



Admiro a Bayly por su valentía, su ironía y sus novelas. Basta leer algo como esto: http://peru21.pe/impresa/hazme-lo-que-quieras-2127533, para darse cuenta de que Bayly encarna al escritor que lo cuenta todo (y qué bien lo cuenta), sin importarle lo que el resto de seres humanos pusilánimes pueda pensar o decir; incluso, si eso que cuenta puede afectarlo de alguna manera ¿Y eso no es lo que un suicida hace: disparar contra sí mismo?


Manfred Von Richthofen fue el “Barón Rojo”: leyenda de la aviación alemana durante la primera guerra mundial. Conocido y temido porque en el aire era invencible. Ningún avión enemigo pudo liquidarlo.

Pero las cosas son así:

Manfred Beingolea es tatuador en “Galeras”, o sea, en Galerías Brasil. Su viejo, gemanófilo compulsivo, lo bautizó en honor a aquel as del bimotor. Es amigo de mi esposa -y sobrino nieto del no bien ponderado escritor Manuel Beingolea (1881-1953), y es bajista de la añeja banda "Epilepsia"-. Gracias a esa amistad, Manfred está tatuándome -con grandes descuentos económicos, claro- los rostros de los escritores que he mencionado. Los primeros han sido Poe y Vallejo. Ellos y el resto de esos “pobres barros pensativos” (como diría Vallejo, ¿ven qué genial es este Vallejito?) mencionados cubrirán la sosa piel de mis dos brazos.




¿Por qué hago esto? Mentiría si dijera que es para rendirles un homenaje a tan magníficos escritores. Más bien, hago esto porque, como Valdelomar, quiero llamar la atención. Ya lo dijo el “Conde de Lemos”: “Yo comprendí a tiempo que un escritor necesita, ante todo, una gran popularidad, un gran público que se interese por él, un mercado para sus obras”.

Si luego de tatuarme a los que aquí he mencionado, todavía queda un espacio decente en mi brazo, colocaré a algunos más que se me han quedado en el tintero.

viernes, 19 de abril de 2013

"El único vicio saludable" - (Esmórgasbord, Marco Aurelio Denegri)




Fue una saludable decisión la de realizar el trayecto, desde la madriguera en que vivo con mi familia (Wendy y Morgana) hasta los headquarters de mi trabajo, a pie. Así, no solo ahorro un sol en el pasaje de la combi –toda atestada de gente- sino que gano cuarenta minutos (a paso normal, el trayecto puede realizarse en veinte minutos; a paso veloz –corriendo casi-, en diez; y remolonamente –como lo hago yo-, en cuarenta), gano cuarenta minutos, decía, para leer. No hay mejor manera que empezar el día con unas buenas líneas enviadas directamente al cerebro (no, estimados amigos cocainómanos, me refiero a las líneas negritas de los textos).

Uno de los artículos que componen “Esmórgasbord”, obra del polígrafo Marco Aurelio Denegri, se titula “El único vicio saludable”. El artículo es ameno y, para aquellos peramantes1 de la lectura, muy motivador; aunque para mí, al mismo tiempo –sentimientos encontrados dirían algunos- desalentador.



Marco Aurelio Denegri riendo estruendosamente luego de leer este artículo. Luego dirá que Daniel Gutiérrez debe dejar urgentemente la escritura para dedicarse a otros menesteres.

¿Por qué este artículo es, en cierta medida, desalentador para este escribidor de pacotilla (o sea, yo; no Denegri, huelga la aclaración)? Porque el genial Marco Aurelio nos noticia sobre las costumbres y modos de lectura de algunos personajes principales de la historia de la humanidad. Creo que no exagero al atribuirles tal principalía a personajes tales como Honoré de Balzac, prolífico y gran escritor; Francisco de Quevedo cuyo poema “Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con los ojos a los muertos” es uno de los epígrafes con los cuales Denegri abre el texto; o Marcelino Menéndez y Pelayo, sabio español del siglo XIX.

Pero, aún no he respondido a la pregunta de por qué las tan interesantes y ricas experiencias de lectura de estos egregios hombres me causa, en cierto sentido, un profundo desasosiego.

La respuesta es sencilla: Porque jamás leeré la cantidad de libros que ellos podían leer por hora, por mes, etc.; y porque jamás tendré la capacidad de concentración y retención que estos hombres poseían.

Cuenta el Doctor Denegri que:

Honoré de Balzac “fue también lector notabilísimo y omnívoro, puesto que devoraba libros de toda clase: obras religiosas, de historia, filosofía, física, etcétera; y su mirada abarcaba siete u ocho líneas a la vez, y solía bastarle una sola palabra de la frase para captar su sentido. Su mente apreciaba el sentido con una voluntad similar a la de la mirada.”

Francisco de Quevedo “sazonaba siempre su comida con la lectura, y que ni aun cuando iba por la calle dejaba de leer.”

Para Marcelino Menéndez y Pelayo, “un volumen corriente de 300 o 400 páginas no duraba para su atención de lector más que unos quince a treinta minutos, y a veces menos.” Esto último sobre Menéndez y Pelayo lo relata el notable médico, escritor, historiador y filósofo español don Gregorio Marañón.

Leo sobre la voracidad literaria de estos hombres y me siento pequeño: con las justas leo un libro de 300 páginas a la semana; mientras la cantidad de libros en mi biblioteca crece y crece desmesuradamente.

Cuentan –está citado en el libro del doctor Marco Aureeeelio (aplicar la voz de Martha Hildebrandt a la entonación)- que, en su lecho de muerte, poco antes de pasar a mejor vida (si en el otro mundo existe la literatura, definitivamente habrá mejor vida), Menéndez y Pelayo, “contempló melancólicamente los estantes repletos de su biblioteca, y exclamó: «¡Qué lástima tener que morirme cuando me queda tanto por leer!»”

Sin duda, todos estos personajes tienen en común, no solo haber dejado una impronta en la Historia, sino compartir “el único vicio saludable: el de la lectura”2

Me quedan poco más de 10 años de vida y, definitivamente, no leeré todo aquello que me hubiera gustado leer. C'est la vie!



Notas al pie de página

1. Leer a Marco Aureeelio es siempre interesantísimo, porque el Doctor no solo nos descubre hechos ignotos para la mayoría de sus seguidores sino que, además, da cátedra sobre el modo correcto de escribir y hablar, lo cual siempre se agradece. Así, dejaré que él mismo nos explique el porqué de “peramante”: “Como prefijo de intensidad, y tanto en latín cuanto en español, per- encarece la idea que encierra la palabra simple a la que va unido; verbigracia, peramicus, muy amigo, amicísimo.”

2. Se cuenta que Jim Morrison también fue voraz lector desde muy niño. La literatura y la poesía lo habían capturado para siempre. No está probado, pero dice la leyenda que el coeficiente intelectual de Jim era de 149. Leía textos tan complejos que, en cierta ocasión, uno de sus profesores acudió a la Biblioteca del Congreso para tratar de hallar los libros que Jim mencionaba durante las conversaciones que sostenía con los profesores de la universidad.

lunes, 15 de abril de 2013

¡Asumare! ¡Qué tal gente de mierda!

No digo ¡Asumare!, pero digo ¡Conchesumare!, cuando compruebo hasta qué punto se ha deshumanizado la gente en esta ciudad. Supongo que esta comprobación puede extenderse allende sus fronteras.

Son las 2:05 pm. Ha terminado la hora del refrigerio y tengo que regresar a la oficina. Hago mi cola en el vestíbulo del edificio donde trabajo para ingresar en uno de los dos ascensores que me llevará la piso 6. Tengo un marciano en la mano, cuya longitud se acorta considerablemente luego de las apuradas mordidas que le doy1. En la otra, “Trilce”. Detrás de mí, las voces de una mujer y dos hombres hablan sobre la película “¡Asumare!” La mujer les dice que ya compró cuatro entradas para el pre-estreno. Está entusiasmada. Los hombres comparten su entusiasmo y aseguran que muy pronto comprarán también sus respectivas entradas. Están cansados de trabajar, dicen, les gustaría tomarse unas prolongadas vacaciones para ver más películas. Yo volteo ligeramente para verles las caras. Veo que los tres trabajan para la empresa en que yo trabajo. Lo sé por los fotochecks –con su código de barras- que cuelgan de sus pantalones. Éstos les dan, a las personas que los llevan, la apariencia de objetos o mercancías que llenan los almacenes de un supermercado. Noto que, en cierto modo, disfrutan de ostentar sus códigos de barra a la altura de la cintura. Se sienten orgullosos de estar “marcados”, “codificados”, como el envase de un insecticida o de un lavavajilla2.

Esto me hizo reflexionar: “Hay mucha gente, como los desdichados que conversan detrás de mí, que preferirían no llevar las vidas que llevan sino la de aquellos que mediante la música, la pintura, el cine o la literatura nos invitan a vivir vidas mejores y más nutritivas. Definitivamente, estos desdichados saben que sus rutinarios trabajos no son edificantes para nadie más, si acaso, solo para ellos mismos. Reconocen que vivirán y morirán sin haber movido el alma y la subjetividad del resto de personas. Habrán generado algún dinero –dinero que acabará esfumándose- para sus hijos o nietos, pero no habrán dejado otra huella más profunda en sus semejantes. Habrán vivido para el trabajo y muerto en el más vil y penoso anonimato. Sus vidas habrán sido perfectamente intercambiables, remplazables. Vidas anodinas y fútiles.”

Enseguida, la mujer les cuenta que las entradas que ha comprado les permitirán ver la película, a ella y sus invitados, en pantalla HD. “¿Qué, ya hay pantalla HD en los cines?”, inquiere, sorprendido, uno de los hombres. “Claro”, dice la mujer y el rollo se extiende por los amplios corredores del tema tecnológico. La conversación versa ahora sobre los televisores: el mío tiene conexión a internet, el mío te dice a qué hora debes ejercitarte y te sintoniza canales de aeróbicos, el mío tiene una pantalla tan clara que puedes verles los chupos, barros y espinillas a la gente de la farándula.

Entramos en el ascensor. La mujer y los hombres son los últimos en ocuparlo y están, por eso mismo, más cerca de la puerta, que ya se cierra. Yo estoy detrás de ellos. Prefiero no verles la cara y trato de concentrarme en los versos de “El traje que vestí mañana no lo ha lavado mi lavandera. Lo lavaba en sus venas otilinas, en el chorro de su corazón, y hoy no he preguntarme si yo dejaba el traje turbio de injusticia”. Pero es imposible. Continúan conversando sobre sus televisores todistas3 y gigantescos.

Esto me hizo reflexionar: “Gracias a Dios, no siento mucho apego por el animal humano. Por eso como, camino y vivo, manteniéndome al margen de esa bestia que pulula por el mundo. ¿Para qué dejaría mi libro a un lado y me uniría al hombre en un almuerzo de camaradería? ¿Para oír sus estupideces sobre qué televisor me procuraría mayor solaz? ¿Así se entretiene esa bestia? ¿Con un televisor y un celular? Ni loco cambiaría la compañía de Vallejo por la de uno de esos animales que ven en la obtención de un automóvil de lujo y de un departamento en La Molina el non plus ultra de la realización personal. Mil veces me quedo con Vallejo, quien hasta el último de sus días vivió viajando en tranvía, allá en París; que durmió en las bancas de los parques, que viajaba siempre colgado de los pasamanos del tranvía para no gastar sus posaderas en los asientos.”

Piso 6. Acá bajo, pienso. Se abre la puerta del ascensor. La mujer y los hombres continúan enfrascados en sus hondas disquisiciones. “Permiso, por favor”, les digo, para que abran un espacio por el cual pueda salir. Pero no digo “permiso, por favor” como una salmodia, como si fuera una fórmula. Lo digo con la entonación y cariz de una súplica cordial y amable, como si les pidiera perdón por existir e interrumpir sus elevadas chácharas. Sin embargo, ellos, que tienen un inmenso espacio adelante, apenas si se mueven. Ni me miran. Prácticamente, tengo que escurrirme entre ellos para abandonar el ascensor. Se cierra la puerta del ascensor y yo quedo desconcertado. Esta gente de mierda está tan desconcertada con sus televisores y sus celulares ahítos de Facebook, Messenger, y demás huevadas, que ya han olvidado darle la importancia correspondiente a la expresión cortés: “por favor”.


Notas de pie de página:

1. Era muy común, en mis años adolescentes, joder a cualquiera que comiera un marciano, sobre todo cuando no quería compartirlo con los sedientos y pobres muchachos que no teníamos cincuenta céntimos para adquirirlo, exclamando ¡au! ¡ay! ¡con cuidado!, tocándonos al mismo tiempo nuestra pichula –por supuesto, por encima de nuestros shorts o pantalones- cada vez que el propietario del marciano le daba una mordida a su cilíndrico confite. Así, para mofarnos del compañero del marciano, creábamos la imaginaria situación de que estaba devorando nuestros enhiestos y juveniles penes.

2. Estos dos elementos son los que uso frecuentemente en la casa en la que vivo con Wendy y Morgana. Yo estoy encargado de lavar los platos y, los fines de semana, de limpiar el baño. Wendy está encargada de cocinar todos los días. Morgana está encargada de hacernos la vida más llevadera con su infinita dulzura. Antes de entrar en la cocina para efectuar el minucioso lavado de platos, mato con el insecticida a las cucarachas que ya merodean por los platos. El departamento es viejo y, por ende, la cuna de pequeñas cucarachas. Antes, eliminaba a las cucarachas quemándolas. Luego, me di cuenta de que ese método era poco conveniente porque quedaban muchas cenizas regadas por las mayólicas blancas. Además, en cierto modo, aspiraba las emanaciones de las cucarachas, lo cual, pensándolo bien, no resultaba muy agradable. Más agradable es respirar el veneno del insecticida. Una vez despejada la cocina de la presencia molesta de esos insectos, lavo con meticulosidad cada plato, taza, olla o cuchara. Pongo especial cuidado cuando lavo el biberón de Morganita, a quien suelo llamar Muyu, Mogana, Morganuda, Morguis, Moyis, según se me antoje.

3. Llevado por la verborragia, acuño este término para referirme a aquello que hace todo.