martes, 10 de noviembre de 2015

Sucedió entre dos párpados - Fernando Ampuero

 
 
Ha bajado mi ritmo de lectura. La mina me deja poco tiempo para llevar a cabo esa ociosa actividad. Llego a la cama del cuarto con fuerzas que destino solo para escribir una novela que no sé si concluiré o que no sé si alguien leerá cuando la concluya.
 
Trato de mantenerme informado de las movidas literarias en la ciudad. Me entero de la reciente publicación de "Sucedió entre dos párpados", de Fernando Ampuero.
 
Estoy en Lima desde hace cinco días. El jueves regreso a la mina. Es así. Prisión, libertad, prisión, libertad.
 
Compré el libro. Lo leí. Su brevedad, más que su contenido o el interés de la historia o la pericia que inyecto el autor en desarrollarla, me motivó a terminarla.
 
Supongo que estoy acostumbrado al Ampuero de prosa directa y barrial. Después de "Loreto", parece que "Sucedió entre dos párpados" es otro pasito más en esa pendiente negativa por la que parece resbalar el escritor.

viernes, 2 de octubre de 2015

La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina - Stieg Larsson



Segunda parte de la trilogía “Millenium”. La terminé hace unos días. Desde las primeras páginas, Larsson captura la atención del lector y nos hace seguidores de una historia que no deja indiferente a nadie. Imposible olvidarse de Lisbeth Salander y Mikael Blomkvist, además de algunos villanos que aparecían de refilón en la primera parte pero que en esta adquieren dimensiones muy reales. 

Magallanes - Stefan Zweig



Con “Magallanes”, me quedó claro que Stefan Zweig fue un escritor genial. El libro no solo es la biografía de un tipo valiente y visionario, sino la de una época en la que vivir era una actividad bastante arriesgada. Si bien hoy “el estrecho de Magallanes” es un paso olvidado e inútil, su descubrimiento fue la prueba de lo que el ser humano es capaz de lograr a pesar de las adversidades. 

La distancia que nos separa - Renato Cisneros



De todos los libros de Renato Cisneros, “Nunca confíes en mí” continuará siendo mi preferido, no solo por la historia de traiciones y desencuentros que narra, sino por la desenvoltura con que es contada.

Luego del fiasco de “Raro”, Cisneros regresó con “La distancia que nos separa”, novela basada en la relación del escritor con su padre, militar y político peruano apodado “El gaucho” Cisneros.


Me dormía en el recuento que hacía Cisneros sobre sus relaciones sentimentales o afectivas. Cabeceaba cuando relataba el proceso de investigación que lo acercó más a aquel padre con el cual interactuó poco durante su vida. Fueron muchísimo más interesantes, sin embargo, las anécdotas políticas de “El gaucho”, un tipo que se caracterizó por ofrecer sus opiniones frontalmente, sin reparar en la impopularidad o popularidad de sus declaraciones.

Don Manuel - Luis Alberto Sánchez



“Don Manuel” de Luis Alberto Sánchez fue un viaje a la Lima fines del XIX y principios del XX. Muchas de sus páginas las leí en el mismo Centro de Lima, escenario de la mayoría de situaciones que protagonizó uno de los peruanos más celebrados y odiados de su tiempo. A pesar de provenir de una familia aristocrática, don Manuel González Prada tuvo la lucidez necesaria para despercudirse las taras que separaban a los individuos de todo un país.

“Don Manuel” es un repaso por la historia política y social de una Lima que, a pesar del tiempo transcurrido, aún sufre de las mismas injusticias y desigualdades de hace varios siglos.


Si hubiera escrito este brevísimo recuento apenas hube terminado de leer el libro (o sea, hace siete meses), los detalles, que fueron reveladores y noticiantes, hubieran aparecido por doquier. Ahora, casi los he olvidado.    

miércoles, 2 de septiembre de 2015

En el bus


El bus sale a las 4:38 am. Yo había llegado al paradero a las 4:30 am, bañado, en mangas de camisa. La temperatura del lugar apenas alcanzaba un grado centígrado. El resto de los viajantes estaba bien abrigado. Éramos cinco varones y dos mujeres. Una de ellas era ella.

Hacía dos días, ella, en un acto de inopinada confesión voluntaria, me había contado algunas cosas sobre la relación no formal que sostuvo con uno de mis buenos amigos de la mina. Este amigo jamás me había contado una sola palabra al respecto en las muchas veces que tomamos unas chelas en su cuarto del hotel de la mina.

Mientras ella me relataba cómo se inició el idilio, cómo llegaron a elaborar una química que, para cualquiera en la mina, pasaba inadvertida, mi alma se enturbiaba con algo que podía llamarse celos.

¿Por qué se enganchó con el feo de mi amigo? Yo sabía por qué. Ambos éramos o somos feos, pero el tipo tenía o tiene una personalidad y encanto innatos, demoledores. Yo, feo desde siempre, no tenía o no tengo personalidad y ni una pizca de carisma.

Puede ser feo y caminar como achorado, me decía ella, pero su personalidad lo hace guapísimo. Para mí, es un churro. Me derrito a su lado.

La escuché unos minutos más, hasta que el frío, que arreciaba, nos mandó a nuestras casas.

Hoy viajamos juntos. Nos sentamos en uno de los últimos asientos del bus. El resto de viajantes estaban desperdigados en los sitios de adelante. Escuchamos Papa Roach, Blind Melon, Bullet For My Valentine. Cantábamos algunos temas que nos eran conocidos. Juntaba mi cabeza a la de ella para poder escuchar las melodías que salían de mis audífonos que ella, arrebatándomelos, se había colocado. Entre canciones, hablamos de él, de mi amigo. En cierto momento, nos besamos. Nos besamos algunas veces más.

Acompáñame el viernes a un evento, me dijo. Le dije que ya, que normal.

Bajé en Metro de Alfonso Ugarte. Nos despedimos con otro beso, un beso, como los demás, furtivo. Nadie debía enterarse.   

Así es la mina, uno nunca sabe qué puede pasar.

Mientras escribo esto, bebo el Anís Najar, seco especial, etiqueta verde, que Alan llevó hace cuatro semanas y que ayer bebimos hasta dejarlo casi vacío. Dejamos un poquito, un poquito que ya estoy terminando. Debo estar lo suficientemente adormecido para tatuarme a Vargas Llosa. Sobrio no me tatúo ni cagando.

jueves, 30 de julio de 2015

Primer día de encierro

Primer día de trabajo. Primer día de encierro. En esta mina, teóricamente, trabajas catorce días y descansas siete. Pero, en la práctica, esos catorce días generalmente se convierten en veinte o veintitrés. Nunca depende de ti sino de fuerzas mucho más poderosas. Los días de descanso siempre son los mismos. A algunos, se los acortan. Les dicen que los necesitan urgentemente, que suban rápido, carajo. Hasta el momento, no me han acortado los días (felizmente). Será porque no me necesitan (felizmente).

El primer día llamo a mi esposa. Le digo que me cuente cosas de Morgana, nuestra hija: ¿qué está haciendo? ¿ya comió? Estamos dejando la casa de la calle López Albújar para mudarnos a una un poco más grande en la calle Ernest Malinowski. En realidad, mi esposa es quien se está encargando de transportar nuestros pocos pero muy pesados enseres al nuevo hogar.

Por el Whatsapp, le pido que me mande fotos de la bebe en la nueva casa. A sus tres añitos, por fin, este irresponsable padre le dará a su bebe un cuarto propio.

Así son los primeros días de trabajo en la mina, desesperado pidiéndole fotos de la bebe a mi esposa. La sonrisa de mi hija es mi cura. Sin sus fotos, me dejaría abrumar por la soledad y reciedumbre de este lugar.


Al menos, tienes trabajo, me dice mi esposa.   

lunes, 20 de julio de 2015

La Fanta

Tomamos una Fanta en mi cumpleaños.

Hubo alitas broster.

Hubo canchita.

Hubo una torta asquerosa (sin embargo, se agradece el gesto cuando se sabe que existe un contrato de por medio mediante el cual la misma proveedora ofrece la misma torta para todos los cumpleaños. Esto le sale muy a cuenta a la mina).

Sobró una Fanta.

Me la llevé a la oficina.

Llevo días mirando la Fanta.

No me provoca tomarla.

Los días se suceden, uno más jodido que el otro. Ya van diecisiete (se supone que solo serían catorce).

En la mina, nunca sabes qué podrá pasar al minuto siguiente: alguien irrumpe en el cuarto que llaman tu oficina y te dice algo que te desordena los esquemas.

Falta poco para volver a ver a mi hija.

¿Dos días son poco?

Miro la Fanta.

Tengo la garganta llena de flemas. Me los trago. Tienen buen sabor.

Hace dos días que no me baño porque el huevón encargado de los campamentos no halla la solución al problema del agua. El agua desaparece entre diez de la noche y seis de la mañana.

Cuando no me baño, me enfermo y el pelo se me pone tieso.

Miro la Fanta.

Me paro, camino hasta ella, la cargo (está en el piso), la destapo y vierto su contenido en este vaso de plástico.

La Fanta resbala por la garganta y endulza mis flemas.

Apenas llegue a Lima, me tatuo a Bolaño.

Apenas llegue a Lima, paseo con Morgana.


Así es la mina.

martes, 26 de mayo de 2015

El crimen de lord Arthur Savile - Oscar Wilde



“El crimen de lord Arthur Savile”, “El príncipe feliz” y “El amigo fiel” son tres de las deliciosas obras del gran Óscar Wilde que leí en un libro que compré en la librería del señor Luna, en Quilca. La primera historia muestra que la mente humana es fácilmente manipulable si esa mente es propensa a las supercherías y persuasiones; la segunda es un bello relato de la grandeza de los corazones nobles y la podredumbre e hipocresía de la humanidad. Wilde le restriega a la humanidad que hasta un gorrión y una estatua (un animal y un objeto inanimado) son capaces de alcanzar una grandeza moral que difícilmente ella podría. En “El amigo fiel” asistimos a la meridiana definición de la palabra amigo. Wilde, en esa historia, desenmascara al falso amigo, a aquel que abusa de la amistad para su propio beneficio.   

El entretejido inteligente y mordaz de cada historia así como la llanura de su prosa provocan la plena satisfacción del lector. Siempre he hallado remunerativa la narrativa de Wilde; en “El crimen de lord Arthur Savile”, por ejemplo, encontré las siguientes sutiles e ingeniosas sentencias:

-Lo que es interesante no es nunca correcto-dijo lady Windermere.
-Si una mujer no puede hacer deliciosos sus errores, es una criatura infeliz-le respondió.
El mundo es un escenario, pero tiene un reparto deplorable.


Luego de la lectura del libro, resuelvo una vez más los cubos de Rubik, mis nuevos vicios: el conocidísimo 3x3x3, el 5x5x5 y el aparentemente caótico axis.  


martes, 19 de mayo de 2015

El francotirador - Jaime Bayly

Cada una de las crónicas de este libro está escrita con demoledora e irónica sinceridad. La capacidad de Bayly para convertir cualquier evento cotidiano de la vida en un relato atrayente alcanza en El francotirador la cima. Porque en este libro no se da cuenta de cualquier hecho de la cotidianidad, no, en este volumen, Bayly narra el detrás de cámaras de la campaña electoral del 2001. La bestialidad y terquedad de Toledo para negarse a reconocer su innegable paternidad, los desmanes ególatras de Alan García, son algunas de las delicias de este libro, el cual, más que un volumen de crónicas, es la Historia misma perpetuada en letras de molde, historia con enjundia, con detalles, con más de una demostración de lo miserable y pendeja que puede ser la condición humana, sobre todo si ella se desarrolla en el ambiente político, ambiente cargado de insidias, rencores, puñales y dobles y hasta triples discursos.



Jaime Bayly tiene el don de fotografiar, como si hiciera zoom, cada pormenor de la naturaleza humana. Su personaje, que es él mismo, se defiende en ese medio pantanoso, blandiendo la única arma que maneja con destreza: una sinceridad y franqueza insólitas en una Lima en donde la hipocresía y la doble moral son los atuendos que todo ciudadano viste diariamente de pies a cabeza.

Sobre Bayly, ya había escrito Roberto Bolaño, uno de los más preclaros e innovadores narradores del siglo XXI:

Qué alivio leer a Bayly después de tantos personajes hieráticos o patéticos que confundían realismo con dogmatismo, información con proclama. Qué alivio la literatura de Bayly después de la cola interminable de machitos latinoamericanos sin nada de talento, de pitucos de prosa encorsetada, de tonantes héroes burocráticos del proletariado. Qué alivio leer a alguien que tiene la voluntad narrativa de no esquivar casi nada.

Cierro el libro, satisfecho por la noticiosa y placentera lectura. Le confieso a mi esposa mi inusitado antojo: tallarines a lo Alfredo. Es de noche y ella ve una telenovela turca, tan de moda en estos días.

¿Te acuerdas cuando vivíamos en San Martín y me preparabas casi todos los días esos tallarines?, evoco.

Claro, ¿quieres?, me sorprende.

Mientras ella se afana en la cocina, interrumpiendo, por mí, su telenovela, me doy cuenta de que mi esposa es más feliz no siendo o no sintiéndose ya mi esposa. Es más feliz dedicando su corazón a la persona que ama de verdad. Yo compruebo que nada es más peligroso en una relación que empezar esa relación y, aún peor, nimbarla con la papelería del matrimonio.

Minutos después, disfruto de unos tallarines a lo Alfredo extraordinarios. Un vaso helado de Coca Cola acompaña los bocados desmesurados que apuro, extasiado, gracias al incomparable sabor de la sazón de mi esposa.

sábado, 16 de mayo de 2015

La pasajera - Alonso Cueto

A mi esposa ya no le causan celos mis salidas. Podría decirse que ya no le importa el asunto.

Ella tenía clases en su instituto. Yo, en la sombra, urdía un encuentro con Kathy. A decir verdad, no tenía por qué guarecerme en las tinieblas, puesto que a mi esposa le importa un rábano lo que haga o dejé de hacer con mi pichula, pero uno no deja de guardar ciertos resquemores. Hay que conservar las formas, ¿no? La recogería en su instituto e iríamos al Chili’s de Plaza Norte a tomar unos tragos y conversar. Le adelanté, por supuesto, que no tenía plata. Ni un puto sol. No te preocupes; yo pago, me dijo cariñosamente.

Cierro la conversa. Le digo a mi esposa que voy a salir más tarde. No hay problema, me dice. Ahorita sirvo la comida: He hecho arrocito, puré de frejoles, con tu paltita y tu ensalada de lechuga. Te vas a comer hasta el plato.

Le agradecí y le di un beso en la mejilla. Me tiré sobre el sofá, como el gran vago que soy, y terminé de leer “La pasajera”. Me costaba terminar (o empezar) esta nueva novela de Cueto. El tema del terrorismo ya me tenía hinchado. Es decir, la forma en cómo se enfoca este tema en la literatura actual peruana me parece demasiado intelectual y bombardeado de lugares comunes. No sé. Como no me gusta dejar una lectura a medias, sobre todo si se trata de un libro de pocas hojas, continué. A ver, un ex militar, dedicado, luego de la guerra interna, al noble oficio del taxi, cierto día, tiene como pasajera a Delia, la mujer a quien un grupo de soldados, bajo el mando de este ex militar, quien a su vez seguía las órdenes de su inescrupuloso coronel, violó salvajemente. Este encuentro casual le despiertan a Arturo (nombre del ex militar) aquellos infaustos recuerdos que, al parecer, no tenía del todo olvidados. El contrito militar se propone hallar nuevamente a Delia para resarcir su error. El destino, el azar, la habían colocado en su camino luego de tantos años de calamidades espirituales y ahora se proponía él arrebatarle las riendas al destino para ajustar él mismo las deudas con su conciencia.



El desenlace de la novela me pareció poco real, fingido. Sentí que los personajes vivían atados, que seguían un libreto, el libreto que debe seguir todo personaje “afectado” por la guerra interna. Ni bien lees esas páginas, percibes que los personajes se mueven dentro de parámetros, que no hay espontaneidad.

Terminé la novela y almorcé como los dioses. Mi esposa tiene una estupenda sazón.

La salida con Kathy estuvo amena. Para no aburrirla, recurrí a mi vieja estrategia: entrevistarla. Una persona se siente a gusto cuando la dejas hablar de su vida, cuando le haces preguntas que azucen o espoleen sus lenguas. Los seres humanos somos unos animales sumamente egoístas. Unos lo reconocemos; otros no.

Luego del Chili’s, fuimos a su casa. El propósito era pasar la noche con ella resolviendo unos crucigramas. Sin embargo, el plan fracasó. Su papá todavía estaba despierto y merodeando por la sala de la casa. Una incursión hubiera sido bastante temeraria, creía yo. Me mojaba los pantalones, tal como lo hizo Ollanta Humala cuando se rehusó a recibir a Capriles en Lima para no enojar al todavía vivo Chávez, su mentor. Decidí retirarme y agradecerle los tragos y la conversación.

Hoy le escribo un mensaje: buenos días.

Hola, me responde, ayer hubiera sido bonito que te quedaras conmigo.

No hay problema, replico. Quizás fue mejor: seguro me quedaba dormido, acoto. Ella se ríe.



     

viernes, 15 de mayo de 2015

El loco de los balcones - Mario Vargas Llosa

Kathy me escribe; yo le escribo. Se lo cuento a Rosa. Se pone celosa. Me quiere solo para ella. Yo no puedo ya ser solo de una persona. No podría. Esas cosas terminaron para mí a los veintitantos años. Luego descubrí esto de escribir para destruirme.

Hace dos días me sentí vacío. Hacía tiempo que no me sentía de ese modo. Había pasado la noche con Rosa. Estuvimos hasta tarde bebiendo cervezas en un bar. Ella tenía que trabajar al día siguiente. Tuvo que faltar. Le dijo a su jefe que estaba enferma. Él compró el cuento. Yo estoy de vago. La huelga en la mina continúa. No tenía nada que perder. Terminamos en un bar de la Plaza San Martín. Había un borracho molesto. No paraba de joder a los pocos parroquianos que habían ido a parar allí para beber tranquilamente. Como había leído mucho Bukowski, me envalentoné y le lancé un derechazo cuando se acercó a nuestra mesa. El tipo cayó de espaldas sobre la mesa contigua. Sacaron al borracho. Rosa y yo bebimos algunas horas más.

De rato en rato pensaba: “¿Qué mierda hago aquí? Debería estar con mi hija, carajo. ¿Así aprovecho mis días libres? ¿Qué chucha hago bebiendo cerveza cuando mi niña me extraña en la casa?” Rosa había pagado todas las cervezas. No podía desairarla largándome así como así. Ella pidió un Machupicchu.

En los momentos en los que ella iba al baño, yo aprovechaba para terminar de leer “El loco de los balcones”. El profesor Brunelli es un idealista que ha empeñado su vida, y la de su hija, en rescatar los balcones coloniales y republicanos de Lima. Unas cuantas ancianas y algunos jóvenes entusiastas conforman su séquito de cruzados. Cada balcón que recupera va a parar al cementerio de los balcones, que no es más que el corralón, en La Victoria, que también es vivienda de Brunelli. Estamos en la Lima de los cincuenta del siglo pasado. Los sueños del profesor Aldo Brunelli, amante de los balcones, terminarán estrellándose contra el pragmatismo de sus conciudadanos.



Brunelli monologa y dice:

“Anticuada, pintoresca, multicolor, promiscua, excéntrica, miserable, suntuosa, pestilente. Así eres, putanilla. Mi mujer no podía entender que tú y yo fuéramos novios. Ileana tampoco, por lo visto. Pero a ti y a mí nos daba lo mismo que ellas no lo entendieran ¿cierto? Nos hemos llevado bien.”

Cierto, muy cierto.

Todavía sigo esperando. Cada día espero algo más. Hasta hace poco solo esperaba la respuesta de la visa de trabajo. Ahora también espero a que me llamen de la mina, que me digan que la huelga ha terminado.


Queda leer y seguir escribiendo.

martes, 12 de mayo de 2015

"La senda del perdedor" y "Sin destino" (más cuento)

Éramos tres. Preguntamos por el bus de las ocho. No habría bus. La huelga en la mina todavía continuaba. Había empezado al día siguiente de mi regreso a Lima, el martes pasado. Según nos dijeron, todos los ingenieros fueron devueltos a sus lugares de residencia, hasta nuevo aviso.

Me jode estar de para por la huelga: los días que esté holgazaneando los cobrará la mina a cambio de mis futuros días libres.

En dos días de frenética lectura, terminé de releer “La senda del perdedor”. Las ironías y enseñanzas oscuras de Bukowski mejoran con el tiempo y, estoy seguro, perdurarán en él. Luego de asimilar las líneas del maestro del malditismo, ves la vida tal cual es: un circo. Y dejas de tomártela tan en serio.



Durante los dos primeros días de mi estancia en esta nueva mina, hace ya más de mes y medio, me dejé atrapar por la historia de Imre Kertész, un relato casi autobiográfico en el cual el autor húngaro y Nobel de Literatura del 2002 da cuenta de su experiencia como recluso en los campos de concentración y aniquilación de Auschwitz, Buchenwald y Zeits.



Esos primeros días sufrí uno de los peores dolores de cabeza de mi vida. El soroche fue despiadado. Leía “Sin destino” entre siesta y siesta, en cada tregua en la que el dolor se descuidaba de mí. En cada sueño, revivía lo que acababa de leer, como si yo fuera el chibolo de 14 años que tuvo que ver morir y padecer a varios de sus paisanos judíos durante su encierro.

El quince de mayo empecé una relación con una ex enamorada. Terminamos hace unos días. Mi pobreza económica me impedía invitarle una gaseosa. Ella había pagado el último hotel. Gastó 150 soles. Con ese dinero yo vivo un mes.

Visité a Dani. Pasamos una noche juntos. Recordamos viejos momentos. La volví a buscar un par de días después. Un viernes. Nos encontramos en un recital de poesía en la Casa de la Literatura. El recital fue lamentable. Un recinto lleno de ayayeros. Fuimos al Queirolo. Fumamos un pucho y bebimos una chela. No había plata para más.

Con “La senda del perdedor” bajo el brazo, me refugié en el Nuclear Bar. Pedí una cerveza y me ensimismé en el relato del gran Bukowski. A las dos de la mañana del sábado, abandoné el Nuclear y me dirigí a la discoteca gay. Mismo Hemingway, estaba dispuesto a levantarme miles y miles de experiencias. Cada novela me exige una exhaustiva investigación de los hechos.

Retomo el contacto con Rose. Le pido disculpas por haberme portado groseramente en el Whatsapp. Para hacerla reír, le cuento que en la mina (obviamente a mis espaldas) me dicen Perro Chusco. Ella ríe (o escribe jajajaja, que supongo que es lo mismo) y todo está bien otra vez.

Mi esposa se deprime. Me quiere fuera de su vida. Soy un impedimento para la rehechura de su vida. Le digo que yo soy feliz si ella es feliz. Le digo que retome la relación con su ex enamorado. Yo no me hago problemas, amor. No me cree. Cree que soy el ser más perverso del mundo. Quizá tenga razón.


Mi esposa odia mis libros. Me odia cuando leo o escribo. Quiere quemar mi biblioteca, tal y cual hicieron los chilenos con la del gran Ricardo Palma. Quiere partir la laptop y terminar de una vez por todas con mi tecleo frenético.

jueves, 19 de febrero de 2015

Aves sin nido - Clorinda Matto de Turner

“Aves sin nido”. El ejemplar que tengo en casa me lo regaló Jeannet, mi enamorada de la universidad. Aunque no es exacto decir que me lo regaló; más bien, como que forcé las cosas para que me lo regalase.

Estamos en su sala, ¿o en su cuarto?, no lo recuerdo; el hecho es que veo un montoncito de libros. Los reviso. Eran libros de cualquier laya, de cualquier tema. Solo uno me interesó, ese de Clorinda Matto. ¿Me lo puedo llevar? Y como a ella le llegaban altamente sus libros (cosa que debe ser así, pues no hay nada más asqueroso que adherirse a muerte a los objetos inanimados, como nos adherimos algunos vulgares como yo), dejó que me lo llevara.

Esto ocurrió hace siete u ocho años. Ahora ella está casada, delgada, tetona como siempre, y muy guapa. Yo estoy casado, gordo, quedándome sin pelo, y feo como siempre.

Desde aquella vez, hasta hace poco, no había abierto ese libro para nada. A lo mucho lo hojeé un par de veces, pero ahí quedaba la cosa.

Hace unos días, lo cogí y lo leí. Voy a leer esta huevada de una vez, carajo.

“Aves sin nido”, según algunos, la primera novela indigenista peruana, es la historia del desamparo y el abuso, del maltrato del indio por parte de los terratenientes y autoridades eclesiásticas que lo mantienen oprimido con impuestos onerosos y arbitrarios, sujetos a crueldades físicas y vejámenes raciales. Clorinda Matto volcó toda su experiencia como hacendada para describir en detalle el maltrato que sufría el indio peruano. A pesar del vivo conservadurismo de la época (segunda mitad del siglo XIX), Clorinda Matto tuvo los cojones para publicar una historia en la que cuestiona, no solo a la autoridad corrupta destacada en las serranías, sino a aquellos personajes que debieran servir como el soporte moral del poblador indígena: del cura católica. En la novela, el cura Pascual Vargas es un pedófilo redomado, que no duda en hacer suya a las niñas humildes del pueblecito de Kíllac.

En “Aves sin nido” no hay espacio para la felicidad ni la esperanza. Los momentos felices son diminutos corpúsculos de luz en medio de una oscuridad farragosa que termina devorando tanto al débil cuanto al fuerte. En esta novela, como en la vida, el dolor y la acritud terminan imperando.

El contenido de “Aves sin nido” no ha perdido actualidad: el abuso y la explotación del débil por el tirano todavía es práctica común.

Cierro el libro. Por fin lo leí, carajo.

En realidad, lo he leído hace ya varios días. Los ajetreos de estos días me impedían escribir esta tira de estupideces. Dentro de pocas horas, el sábado 21, a la 1 y 10 de la madrugada, un avión de United me transportará a los Estados Unidos.


La primera parada será en Houston. Estaré botado por allí un par de horas. Luego, otro avión de la misma aerolínea surcará los turbulentos aires de la región oeste de Norteamérica para tratar de dejarme en San Francisco. Después de una hora de merodear por el aeropuerto de esa ciudad, tendré que tomar otro avión, supongo que más chico pero de la misma United, que me botará en Fresno: el destino final. 

¿Llegaré a viajar? ¿Los gringos evitarán que un cholo pise su territorio? ¿Me apalearán en Texas una banda de justicieros blancos? ¿Estará mal escrito mi nombre en los boletos de los aviones? Enterése de esto y más en los siguientes capítulos de esta su serie: My life sucks. 

viernes, 6 de febrero de 2015

Sacando la visa para los Estados Unidos (cuento)

Había llegado el momento: estaba frente a frente con el señor que decidiría mi suerte. Una lámina de vidrio nos separaba. La comunicación se lograría a través de un achacoso intercomunicador.

Ningún recuerdo o imagen vino a mi mente, como suele pasar cuando uno se encuentra debatiéndose en lo que podría ser el suceso más importante de su vida. No, no recordé ni rememoré absolutamente nada. Solo me repetía que tenía que estar tranquilo. Expulsar los nervios. Que me dejen de sudar las putas manos.

*

Salí de la casa a las seis y media de la mañana. Había discutido ligeramente con mi esposa, aunque nos calmamos y nos fundimos en un abrazo después. Me deseó suerte. Nunca he tenido suerte, le dije. Claro que la tienes, sino mira, me dijo y señaló una foto de nuestra hija. Por eso, le respondí, en Morganita gasté toda mi suerte.

Desde la cumbre de uno de mis libreros, San Judas Tadeo observa la escena desde atrás del vidrio que protege su urna. Lo toco con mi índice y mi anular. Gracias, susurro.



*

Qué atrevido e insolente es andarle pidiendo cosas a Dios. A Dios solo se le agradece por lo que nos dio, nos da, y nos dará. Que se haga siempre Su voluntad. Cuando pedimos corremos el riesgo de convertir a Dios en un simple amuleto de la buena suerte. Evitemos pedir y solo agradezcamos.

*

Caminar hasta la Bolívar. Llegar al paradero de la cuadra diez. Un sol hasta Arenales con Cuba. Alcanzar la Arequipa. Caminar tres cuadras hasta alguno de los paraderos autorizados del Corredor Azul. ¿Cuánto es el pasaje, maestro? Sol veinte. Bajar en Angamos. Chapar una combi hasta el puente Primavera. Caminar, bajo un sol implacable, veinte cuadras hasta la Embajada de los Estados Unidos. Ocho y cuarto de la mañana. Llegar a la Embajada. Buscar algo de sombra. Es fresco aquí, bajo la copa de este árbol joven y delgado.

*

Mi entrevista está programada para las diez y media de la mañana. Estoy a dos horas de esa hora, acodado en uno de los grandes maceteros de la Embajada, viendo cómo funcionan las colas, tomando tiempos.

La primera cola (fila 1) es la más nutrida. Debes formar parte de ella media hora antes de tu entrevista. Después del tiempo señalado, llegarás a una ventanilla en donde, a cambio de tu pasaporte y la hoja de confirmación, el diligente burócrata te entregará un ticket blanco y una tarjeta verde. Consérvalos. En el ticket blanco, figura el número del grupo según el cual serás llamado para comparecer ante tu entrevistador. La tarjeta verde la entregarás al celoso guardián que te esperará al finalizar la siguiente fila. Pase a la fila 2, oirás.
La fila 2 es la última cola que harás antes de entrar en territorio americano. No te preocupes, esta fila avanza bien rápido. Cuando llegues al final, entrégale la tarjeta verde al atento guardián peruano. Conserva el ticket blanco.

*

Quítese la correa y cualquier otra cosa metálica. ¿Es ese su celular? Démelo. Con esta tarjeta roja la reclamará después.

La oficial que coloca mi correa y mi mochilita guinda putona en una bandeja plástica es una mujer bastante robusta, casi musculosa. Calculo que en dos segundos me podría hacer una llave mortal.

Pase debajo del detector. Recoja sus cosas y siga de frente.

Salgo de la oficina de revisiones, doy unos pasos y, apoyado en un muro bajo de cemento, me colocó calmadamente la correa, como si hoy no fuese uno de los días más importantes de mi vida. Me acomodo la correa con tranquilidad. Nadie te apura, choche. ¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Regresar a la mina e internarse diaria y maquinalmente en las entrañas de la Tierra? No, eso no puede pasar. Saco la estampa de San Judas. Por tercera vez, leo la plegaria del reverso. La primera vez la recé en la cuadra uno de La Encalada; la segunda, en la cuadra catorce. En ambas ocasiones, tenía el cuello y la cabeza abrumados de sudor. Las tres veces elevé la plegaria con verdadera devoción. Algunas lágrimas asomaban cautelosas en las comisuras de mis ojos como botones, como diría Faulkner.

 


Faulkner. Ayer leí a Faulkner, sentado en las gradas de la Catedral de Lima. Picoteé algunas páginas de “Santuario”.


*

Al ver aquel recinto lleno de gente que esperaba, sentada, la penúltima llamada, recordaste claramente aquella vez, hace doce años, cuando te negaron la visa. Eras un estudiante de mierda que se entrevistó sin saber absolutamente nada de su viaje a los Estados Unidos. Ahora eres un viejo de 31 años, que se va por los 32, y todavía no le ha ganado a nadie, ni siquiera a sí mismo.

Hay una mujer que, de tanto en tanto, anuncia los números de ciertos grupos. Los llamados tienen que formarse delante de ella. Luego, oirán que deberán pasar por esa puerta para que se les tome las huellas digitales.

Sus hojas de confirmación tienen un código escrito en esta parte de arriba. Cuando lleguen a la vitrina en donde se les tomará la huella digital, apoyarán el número contra el vidrio para que el oficial pueda leer el código. Pasen.

Tengo hambre y calor. A pesar de que un toldo nos cubre a todos, el vientecillo refrescante es una ausencia importante.

Un hombre de pelo cano y bigotes expende triples, helados, empanadas, gaseosas.

Maestro, un triple y una Coca helada, por favor.

La gente abandona el recinto en grupos. Siguen a la señorita e ingresan por una puerta. Ahí se juega todo mi futuro, pienso; detrás de esa puerta. La Coca Cola apenas me ayuda a refrescarme el cuerpo. Las manos me sudan, un par de gotas resbalan por mis patillas. Estoy nervioso y con calor. Eso es lo más jodido.

En la mano tengo el ticket blanco con el número de mi grupo: 161. Me he pasado el ticket por la frente, a modo de rastrillo o pala, para eliminar el sudor que vuelve a aparecer, pertinaz, apenas lo he eliminado. El papelito parece ser de un buen material porque no se ha humedecido del todo.

Entonces, luego de unos diez minutos, me llega el momento.

Grupo 158, 159, 160 y… 161. Formen aquí, por favor.

Aquí vamos, San Judas. Let’s do this shit.

*

El primer percance ocurrió en la ventanilla de la toma de huellas digitales.

Había formado una cola breve, pues el trámite no exigía mucho tiempo. Tal como había indicado la señorita, tenías que colocar el número que te habían escrito en la parte superior de la hoja de confirmación contra el vidrio de la ventanilla. El oficial sentado detrás leería el código y diría: ¿Señor Gutiérrez? Tú contestarías, con cara de yo no fui: Así es. Luego él, visiblemente fatigado por los miles y miles de rostros peruanos que tiene que ver a diario, te indicaría lo que debías hacer en ese instante; es decir, poner tu meñique, anular, medio e índice de la mano izquierda sobre la superficie de una pantallita de 8 cm x 12 cm que está delante de ti. Luego, colocar los mismos dedos, pero de la otra mano, sobre esa misma pantallita. Los dedos deben estar muy juntos unos contra otros. Enseguida, presionar las yemas de tus dos pulgares juntos sobre esa misma pantalla.

Más arriba tiene que poner los dedos, señor.

Me pongo nervioso. Veo que la pantalla está como subdividida en dos franjas y, según veo, ambas podrían ser las que detectan las huellas. Entonces, los nervios me obligan a decidir la posición incorrecta sobre la que debo posar mis dedos.

Más abajo, señor, me dice, molesto, el joven oficial americano desde el otro lado de la ventanilla. Ahora ponga sus dedos de la mano derecha.

Y nuevamente contraataca.

Más abajo. No; más arriba. Ya, ahí está bien. Ahora sus pulgares.

Y estoy nervioso. Me veo en la oficina de la compañía minera en la que acababa de trabajar, pidiéndole un puesto al director de Recursos Humanos, aceptando el hecho de que había fracasado y no me quedaba más alternativa que trabajar para vivir. Adiós consultoría, adiós vida literaria nocturna, adiós California.

Señor, todo ha salido mal. ¿Puede, por favor, limpiarse los dedos con ese papel del lado? La computadora no ha registrado nada. Tiene los dedos muy mojados.

Ahora sí: adiós a California, parafraseando el “Adiós a las armas” de Hemingway.

Después de haberme secado los dedos, y ante la mirada de cansancio y fastidio (qué peruano más bruto) del oficial americano, vuelvo a hacer el procedimiento de toma de huellas digitales.

Gracias, dice el oficial.

Cuando doy la vuelta, la cola, gracias a mi estupidez y mis nervios, había crecido bastante. Había sido yo la causa de la congestión.

*

Al fondo de la sala, hay varios asientos dobles acolchados, y ahí esperan su turno las personas que acabamos de dejar nuestras huellas digitales para pasar, por fin, la entrevista que decidirá si podrás dejar unas flores en la tumba del viejo Bukowski, en Los Ángeles, California.

Al dirigirme hacia los asientos, paso por la zona de fuego. A mi derecha, la fila, corta, de mis esperanzados compatriotas, que piensan qué dirán ante las preguntas del oficial, que repasan algunas líneas aprendidas, que rezan en silencio, que escuchan ávidamente lo que se dice a mi izquierda, en donde hay cinco ventanillas atendidas por los cinco oficiales que te preguntarán las cosas mínimas y necesarias que les harán optar por prohibirte el ingreso a los Estados Unidos o permitir que te tomes unas fotos con Pluto en Disneylandia.

*

Aquí hay aire acondicionado. Trepo hacia los asientos que están más cercanos de la zona de fuego. Quiero escuchar las entrevistas y estudiar a los oficiales, detectar quién es el más duro, el más blando, el más carismático, el que no me haga preguntas difíciles.

*

¿Hay alguien del grupo 148 que no haya pasado la entrevista?

Nadie contesta.

Ya, a ver, hagan la cola para la entrevista el grupo 159, 160 y… 161.

Listo, ahí vamos. Acompáñame, San Judas. Entonces me toco el tatuaje de mi brazo derecho, que representa a San Judas Tadeo, para armarme de valor.



*

Hay cinco oficiales. Dos son mujeres y están ubicadas en los extremos. Entre ellas, hay tres varones.

La mujer del extremo izquierdo tiene el cabello negro. Parece que es bastante amable.

La mujer del extremo derecho es rubia. Puede tener cuarenta y ocho años. También es amable e incluso ríe con varios de sus entrevistados. No parece que fuera difícil obtener la visa con ella. Imploro porque esta oficial me haga la entrevista. Antes de este día, había leído varios artículos en internet que te aconsejaban lo que debías hacer en las entrevistas y todos coincidían en que las risas estaban prohibidas. Ciertamente, las personas que los escribieron no se toparon con esta rubia.

El primer varón desde la izquierda es un gringo de bigote y chiva en forma de candado. Puede tener cuarenta y dos años. Es serio. No se ríe para nada. Debo tener cuidado. La visa peligra con este oficial.

El segundo varón desde la izquierda es un afroamericano. Como todos sus compañeros, está vestido con una camisa blanca impoluta. Se le nota amable. Aunque no se ríe como la señora de la izquierda pero tampoco es tan serio como el gringo ya descrito.

Con quien quiero entrevistarme, si en caso no pudiera hacerlo con la oficial de la derecha, es con el tercer oficial contado desde la izquierda. Es joven y mucho más inclinado a la risa y al trato campechano. Podría afirmar que supera en alegría a la rubia.

Delante de mí hay una viejita que no para de rezar. Que sea lo que Dios quiera, termina.

Cuando la viejita está liderando la fila, a un paso de la entrevista, ni la rubia ni el gringo reilón se desocupan. Todavía tienen para rato con sus entrevistados. Entonces, se libera el gringo serio. Y, uff, de la que me salvé, porque prácticamente empujo a la abuelita para que se atienda con él. Enseguida, se desocupa la ventanilla del moreno. Tomo aire y ahí vamos.

*

Buenos días.

Buenos días.

El oficial me hace una seña: debo pasar mi pasaporte y mi hoja de confirmación por debajo de la ventana.

El oficial teclea algo en su computadora. Tiene la mirada y el cuerpo fijos en su monitor. Cuando quiere hablarme, solo desvía sus ojos hacia mí.

¿Señor Daniel Gutiérrez?

Sí.

Las páginas de internet decían: responde solo lo necesario.

¿Edad?

31 años.

Tecleo.

¿Motivo de viaje?

Entrevista profesional.

Más tecleo.

¿Por qué?

Una empresa americana está interesada en contratarme. Justamente aquí traje una carta escrita por ellos.

Hago el ademán de entregársela, pero el extiende su mano izquierda. No será necesario. Este oficial no quiere ver nada.

¿A qué se dedica usted?

Soy ingeniero de minas.

¿Cuánto es su sueldo?

Siete mil soles mensuales.

¿Para qué va a los Estados Unidos? ¿Me lo dice una vez más?

Sí, claro, para una entrevista profesional.

¿Brindará usted algún tipo de asesoría?

No, no. Solamente pasaré una entrevista.

When are you travelling?

Entonces viene el segundo percance: entender y hablar inglés a través de ese vetusto aparato de intercomunicación con el que apenas pude entender las preguntas en español.

Titubeo, no porque no sepa la respuesta sino porque hablar en inglés en el momento que decidirá mi futuro, el de mi hija, el de mi esposa y el de mi familia, así de pronto, sin previo aviso, cuando tengo la guardia baja, me ha dejado impávido.

Sir, when are you travelling?

Ah, ah, well, if everything goes ok with my visa, the company wants me to travel in the third week of February.

Where is located this company?

In Clovis.

Who is paying the flight?

Oh, well, the company will take care of my flight and accommodation expenses.

Fine. Where’s the nearest airport?

What?

Where’s the nearest airport?

Sorry, what?

No entiendo la pregunta. ¿Cuál es el aeropuerto más cercano? ¿No es el Jorge Chávez? Luego de largos microsegundos, comprendo que el oficial puede no saber dónde queda Clovis ni cuál es el aeropuerto más cercano a ese lugar. Entonces, reacciono.

Los Angeles. The flight will be Lima Los Angeles, Los Angeles Clovis.

Oh, ok, I see. So, again, when are you travelling?

Otra vez la misma pregunta.

Ah, well, two weeks from now.

Ok.

Y veo que su mano se dirige hacia una pila de papelitos verdes. Me extiende uno de ellos.

Well, remember that your visa will be ready within a week. Congratulations. Your visa has been approved.


Recibo el papelito verde y solo puedo decir “thank you”. Los nervios habían desaparecido, al fin.