martes, 26 de mayo de 2015

El crimen de lord Arthur Savile - Oscar Wilde



“El crimen de lord Arthur Savile”, “El príncipe feliz” y “El amigo fiel” son tres de las deliciosas obras del gran Óscar Wilde que leí en un libro que compré en la librería del señor Luna, en Quilca. La primera historia muestra que la mente humana es fácilmente manipulable si esa mente es propensa a las supercherías y persuasiones; la segunda es un bello relato de la grandeza de los corazones nobles y la podredumbre e hipocresía de la humanidad. Wilde le restriega a la humanidad que hasta un gorrión y una estatua (un animal y un objeto inanimado) son capaces de alcanzar una grandeza moral que difícilmente ella podría. En “El amigo fiel” asistimos a la meridiana definición de la palabra amigo. Wilde, en esa historia, desenmascara al falso amigo, a aquel que abusa de la amistad para su propio beneficio.   

El entretejido inteligente y mordaz de cada historia así como la llanura de su prosa provocan la plena satisfacción del lector. Siempre he hallado remunerativa la narrativa de Wilde; en “El crimen de lord Arthur Savile”, por ejemplo, encontré las siguientes sutiles e ingeniosas sentencias:

-Lo que es interesante no es nunca correcto-dijo lady Windermere.
-Si una mujer no puede hacer deliciosos sus errores, es una criatura infeliz-le respondió.
El mundo es un escenario, pero tiene un reparto deplorable.


Luego de la lectura del libro, resuelvo una vez más los cubos de Rubik, mis nuevos vicios: el conocidísimo 3x3x3, el 5x5x5 y el aparentemente caótico axis.  


martes, 19 de mayo de 2015

El francotirador - Jaime Bayly

Cada una de las crónicas de este libro está escrita con demoledora e irónica sinceridad. La capacidad de Bayly para convertir cualquier evento cotidiano de la vida en un relato atrayente alcanza en El francotirador la cima. Porque en este libro no se da cuenta de cualquier hecho de la cotidianidad, no, en este volumen, Bayly narra el detrás de cámaras de la campaña electoral del 2001. La bestialidad y terquedad de Toledo para negarse a reconocer su innegable paternidad, los desmanes ególatras de Alan García, son algunas de las delicias de este libro, el cual, más que un volumen de crónicas, es la Historia misma perpetuada en letras de molde, historia con enjundia, con detalles, con más de una demostración de lo miserable y pendeja que puede ser la condición humana, sobre todo si ella se desarrolla en el ambiente político, ambiente cargado de insidias, rencores, puñales y dobles y hasta triples discursos.



Jaime Bayly tiene el don de fotografiar, como si hiciera zoom, cada pormenor de la naturaleza humana. Su personaje, que es él mismo, se defiende en ese medio pantanoso, blandiendo la única arma que maneja con destreza: una sinceridad y franqueza insólitas en una Lima en donde la hipocresía y la doble moral son los atuendos que todo ciudadano viste diariamente de pies a cabeza.

Sobre Bayly, ya había escrito Roberto Bolaño, uno de los más preclaros e innovadores narradores del siglo XXI:

Qué alivio leer a Bayly después de tantos personajes hieráticos o patéticos que confundían realismo con dogmatismo, información con proclama. Qué alivio la literatura de Bayly después de la cola interminable de machitos latinoamericanos sin nada de talento, de pitucos de prosa encorsetada, de tonantes héroes burocráticos del proletariado. Qué alivio leer a alguien que tiene la voluntad narrativa de no esquivar casi nada.

Cierro el libro, satisfecho por la noticiosa y placentera lectura. Le confieso a mi esposa mi inusitado antojo: tallarines a lo Alfredo. Es de noche y ella ve una telenovela turca, tan de moda en estos días.

¿Te acuerdas cuando vivíamos en San Martín y me preparabas casi todos los días esos tallarines?, evoco.

Claro, ¿quieres?, me sorprende.

Mientras ella se afana en la cocina, interrumpiendo, por mí, su telenovela, me doy cuenta de que mi esposa es más feliz no siendo o no sintiéndose ya mi esposa. Es más feliz dedicando su corazón a la persona que ama de verdad. Yo compruebo que nada es más peligroso en una relación que empezar esa relación y, aún peor, nimbarla con la papelería del matrimonio.

Minutos después, disfruto de unos tallarines a lo Alfredo extraordinarios. Un vaso helado de Coca Cola acompaña los bocados desmesurados que apuro, extasiado, gracias al incomparable sabor de la sazón de mi esposa.

sábado, 16 de mayo de 2015

La pasajera - Alonso Cueto

A mi esposa ya no le causan celos mis salidas. Podría decirse que ya no le importa el asunto.

Ella tenía clases en su instituto. Yo, en la sombra, urdía un encuentro con Kathy. A decir verdad, no tenía por qué guarecerme en las tinieblas, puesto que a mi esposa le importa un rábano lo que haga o dejé de hacer con mi pichula, pero uno no deja de guardar ciertos resquemores. Hay que conservar las formas, ¿no? La recogería en su instituto e iríamos al Chili’s de Plaza Norte a tomar unos tragos y conversar. Le adelanté, por supuesto, que no tenía plata. Ni un puto sol. No te preocupes; yo pago, me dijo cariñosamente.

Cierro la conversa. Le digo a mi esposa que voy a salir más tarde. No hay problema, me dice. Ahorita sirvo la comida: He hecho arrocito, puré de frejoles, con tu paltita y tu ensalada de lechuga. Te vas a comer hasta el plato.

Le agradecí y le di un beso en la mejilla. Me tiré sobre el sofá, como el gran vago que soy, y terminé de leer “La pasajera”. Me costaba terminar (o empezar) esta nueva novela de Cueto. El tema del terrorismo ya me tenía hinchado. Es decir, la forma en cómo se enfoca este tema en la literatura actual peruana me parece demasiado intelectual y bombardeado de lugares comunes. No sé. Como no me gusta dejar una lectura a medias, sobre todo si se trata de un libro de pocas hojas, continué. A ver, un ex militar, dedicado, luego de la guerra interna, al noble oficio del taxi, cierto día, tiene como pasajera a Delia, la mujer a quien un grupo de soldados, bajo el mando de este ex militar, quien a su vez seguía las órdenes de su inescrupuloso coronel, violó salvajemente. Este encuentro casual le despiertan a Arturo (nombre del ex militar) aquellos infaustos recuerdos que, al parecer, no tenía del todo olvidados. El contrito militar se propone hallar nuevamente a Delia para resarcir su error. El destino, el azar, la habían colocado en su camino luego de tantos años de calamidades espirituales y ahora se proponía él arrebatarle las riendas al destino para ajustar él mismo las deudas con su conciencia.



El desenlace de la novela me pareció poco real, fingido. Sentí que los personajes vivían atados, que seguían un libreto, el libreto que debe seguir todo personaje “afectado” por la guerra interna. Ni bien lees esas páginas, percibes que los personajes se mueven dentro de parámetros, que no hay espontaneidad.

Terminé la novela y almorcé como los dioses. Mi esposa tiene una estupenda sazón.

La salida con Kathy estuvo amena. Para no aburrirla, recurrí a mi vieja estrategia: entrevistarla. Una persona se siente a gusto cuando la dejas hablar de su vida, cuando le haces preguntas que azucen o espoleen sus lenguas. Los seres humanos somos unos animales sumamente egoístas. Unos lo reconocemos; otros no.

Luego del Chili’s, fuimos a su casa. El propósito era pasar la noche con ella resolviendo unos crucigramas. Sin embargo, el plan fracasó. Su papá todavía estaba despierto y merodeando por la sala de la casa. Una incursión hubiera sido bastante temeraria, creía yo. Me mojaba los pantalones, tal como lo hizo Ollanta Humala cuando se rehusó a recibir a Capriles en Lima para no enojar al todavía vivo Chávez, su mentor. Decidí retirarme y agradecerle los tragos y la conversación.

Hoy le escribo un mensaje: buenos días.

Hola, me responde, ayer hubiera sido bonito que te quedaras conmigo.

No hay problema, replico. Quizás fue mejor: seguro me quedaba dormido, acoto. Ella se ríe.



     

viernes, 15 de mayo de 2015

El loco de los balcones - Mario Vargas Llosa

Kathy me escribe; yo le escribo. Se lo cuento a Rosa. Se pone celosa. Me quiere solo para ella. Yo no puedo ya ser solo de una persona. No podría. Esas cosas terminaron para mí a los veintitantos años. Luego descubrí esto de escribir para destruirme.

Hace dos días me sentí vacío. Hacía tiempo que no me sentía de ese modo. Había pasado la noche con Rosa. Estuvimos hasta tarde bebiendo cervezas en un bar. Ella tenía que trabajar al día siguiente. Tuvo que faltar. Le dijo a su jefe que estaba enferma. Él compró el cuento. Yo estoy de vago. La huelga en la mina continúa. No tenía nada que perder. Terminamos en un bar de la Plaza San Martín. Había un borracho molesto. No paraba de joder a los pocos parroquianos que habían ido a parar allí para beber tranquilamente. Como había leído mucho Bukowski, me envalentoné y le lancé un derechazo cuando se acercó a nuestra mesa. El tipo cayó de espaldas sobre la mesa contigua. Sacaron al borracho. Rosa y yo bebimos algunas horas más.

De rato en rato pensaba: “¿Qué mierda hago aquí? Debería estar con mi hija, carajo. ¿Así aprovecho mis días libres? ¿Qué chucha hago bebiendo cerveza cuando mi niña me extraña en la casa?” Rosa había pagado todas las cervezas. No podía desairarla largándome así como así. Ella pidió un Machupicchu.

En los momentos en los que ella iba al baño, yo aprovechaba para terminar de leer “El loco de los balcones”. El profesor Brunelli es un idealista que ha empeñado su vida, y la de su hija, en rescatar los balcones coloniales y republicanos de Lima. Unas cuantas ancianas y algunos jóvenes entusiastas conforman su séquito de cruzados. Cada balcón que recupera va a parar al cementerio de los balcones, que no es más que el corralón, en La Victoria, que también es vivienda de Brunelli. Estamos en la Lima de los cincuenta del siglo pasado. Los sueños del profesor Aldo Brunelli, amante de los balcones, terminarán estrellándose contra el pragmatismo de sus conciudadanos.



Brunelli monologa y dice:

“Anticuada, pintoresca, multicolor, promiscua, excéntrica, miserable, suntuosa, pestilente. Así eres, putanilla. Mi mujer no podía entender que tú y yo fuéramos novios. Ileana tampoco, por lo visto. Pero a ti y a mí nos daba lo mismo que ellas no lo entendieran ¿cierto? Nos hemos llevado bien.”

Cierto, muy cierto.

Todavía sigo esperando. Cada día espero algo más. Hasta hace poco solo esperaba la respuesta de la visa de trabajo. Ahora también espero a que me llamen de la mina, que me digan que la huelga ha terminado.


Queda leer y seguir escribiendo.

martes, 12 de mayo de 2015

"La senda del perdedor" y "Sin destino" (más cuento)

Éramos tres. Preguntamos por el bus de las ocho. No habría bus. La huelga en la mina todavía continuaba. Había empezado al día siguiente de mi regreso a Lima, el martes pasado. Según nos dijeron, todos los ingenieros fueron devueltos a sus lugares de residencia, hasta nuevo aviso.

Me jode estar de para por la huelga: los días que esté holgazaneando los cobrará la mina a cambio de mis futuros días libres.

En dos días de frenética lectura, terminé de releer “La senda del perdedor”. Las ironías y enseñanzas oscuras de Bukowski mejoran con el tiempo y, estoy seguro, perdurarán en él. Luego de asimilar las líneas del maestro del malditismo, ves la vida tal cual es: un circo. Y dejas de tomártela tan en serio.



Durante los dos primeros días de mi estancia en esta nueva mina, hace ya más de mes y medio, me dejé atrapar por la historia de Imre Kertész, un relato casi autobiográfico en el cual el autor húngaro y Nobel de Literatura del 2002 da cuenta de su experiencia como recluso en los campos de concentración y aniquilación de Auschwitz, Buchenwald y Zeits.



Esos primeros días sufrí uno de los peores dolores de cabeza de mi vida. El soroche fue despiadado. Leía “Sin destino” entre siesta y siesta, en cada tregua en la que el dolor se descuidaba de mí. En cada sueño, revivía lo que acababa de leer, como si yo fuera el chibolo de 14 años que tuvo que ver morir y padecer a varios de sus paisanos judíos durante su encierro.

El quince de mayo empecé una relación con una ex enamorada. Terminamos hace unos días. Mi pobreza económica me impedía invitarle una gaseosa. Ella había pagado el último hotel. Gastó 150 soles. Con ese dinero yo vivo un mes.

Visité a Dani. Pasamos una noche juntos. Recordamos viejos momentos. La volví a buscar un par de días después. Un viernes. Nos encontramos en un recital de poesía en la Casa de la Literatura. El recital fue lamentable. Un recinto lleno de ayayeros. Fuimos al Queirolo. Fumamos un pucho y bebimos una chela. No había plata para más.

Con “La senda del perdedor” bajo el brazo, me refugié en el Nuclear Bar. Pedí una cerveza y me ensimismé en el relato del gran Bukowski. A las dos de la mañana del sábado, abandoné el Nuclear y me dirigí a la discoteca gay. Mismo Hemingway, estaba dispuesto a levantarme miles y miles de experiencias. Cada novela me exige una exhaustiva investigación de los hechos.

Retomo el contacto con Rose. Le pido disculpas por haberme portado groseramente en el Whatsapp. Para hacerla reír, le cuento que en la mina (obviamente a mis espaldas) me dicen Perro Chusco. Ella ríe (o escribe jajajaja, que supongo que es lo mismo) y todo está bien otra vez.

Mi esposa se deprime. Me quiere fuera de su vida. Soy un impedimento para la rehechura de su vida. Le digo que yo soy feliz si ella es feliz. Le digo que retome la relación con su ex enamorado. Yo no me hago problemas, amor. No me cree. Cree que soy el ser más perverso del mundo. Quizá tenga razón.


Mi esposa odia mis libros. Me odia cuando leo o escribo. Quiere quemar mi biblioteca, tal y cual hicieron los chilenos con la del gran Ricardo Palma. Quiere partir la laptop y terminar de una vez por todas con mi tecleo frenético.