domingo, 23 de octubre de 2016

El solitario de Zepita - Capítulo 8


Domingo 18 de setiembre del 2016

Volví a La Jarrita. Quería levantarme gratis a una trava. Era la una de la mañana y el lugar estaba repleto. Había todo tipo de travestis. Ninguna estaba sola; andaban en grupos o acompañadas de amigos y maridos.  

Compré una cerveza y me ubiqué cerca de las travas más ricas. Eran cinco; dos, realmente bellas. Dos tipos, vestidos como reggaetoneros, eran quienes les proveían la cerveza.

Ozuna era el nombre del reggaetonero de moda. Sus canciones se sucedían sin parar.

Tres tetonas recién llegadas se instalaron a un metro de mí. Una de ellas vestía un shorcito diminuto. Mostraba todo el culo. Terminé mi botella y fui por otra. Al regreso, me ubiqué más cerca de ellas. La chica del shortcito se colocó delante de mí. Restregó el culo contra mi pichula, que se puso como piedra. Le gustaba sentírmela. La tomé de la cintura. La pegué del todo a mí. Echó su cabeza sobre mi hombro y me besó. Su lengua se revolvió sin control dentro de mi boca. Bajé las manos y le agarré el culo. Lo tenía durísimo. Delicioso. Metió una mano en mi pantalón. La deslizó bajo el bóxer. Empezó a corrérmela. La mano se le humedeció. Los besos ganaron intensidad. ¿En qué momento iríamos a tirar? ¿Debía proponérselo yo o debía esperar que saliera de ella?

Los temas del reggaetonero de moda cesaron y las luces del escenario les dieron la bienvenida a un par de cabros gordos, que parecían camioneros con peluca.

Hola, hola, chicas y “chicas” de La Jarrita, ¡cómo están! Nadie respondió. La gente quería seguir bailando. Acá estamos sus amigas de toda la vida, La Nena y La Nana, listas para entregarles entretenimiento del bueno.

Hoy vamos a premiar a dos chicos, dijo La Nana. Dos chicos valientes que se atrevan a participar en nuestro concurso de todos los sábados: El Chala De La Jarrita. El Chala, como siempre, se llevará seis chelas bien heladas para que celebre su reinado por todo lo alto. A ver, chicos, ¿quién se atreve?  

Sube tú, me dijo la tetona. ¿Yo? Ni cagando. Tú, pues; vamos, sube, insistió, haciendo pucherito. Tienes una rica pinga, papi. Fijo que ganas y nos llevamos el premio a mi cuarto para disfrutarlo juntitos. ¿Qué dices? Anda. Sube. 

Subí.

Ya tenemos a uno, celebró La Nana. No esperamos mucho para que subiera mi competencia; un chiquillo de gorra, delgado, con aretito en la oreja. Tenía toda la pinta de un futbolista. Se cierra la admisión, chicos, dijo La Nena. Ya tenemos a los dos competidores de la noche.   

¿Nos regalan sus nombres, amores?, preguntó La Nana. Daniel. ¿Y tú, papito? Michael. ¿Sus edades? Treinta y tres. Uy, dijo La Nana, estás viejo, papito. ¿Y tú, corazón? Veinte. El chibolo era guapo, blancón. La Nana y La Nena tenían ya a su favorito. ¿Desde dónde nos visitan?, continuó La Nana. De aquí del Cercado, dije yo. De La Rica Vicky, dijo Michael. ¡Me muero!, gritó La Nena. Varios de mis maridos han sido de La Rica Vicky. Te contaré, hermana, que ahí hay puro pingón. Se oyeron vivas y aplausos. Por eso tienes el poto bien abierto, comadre, replicó La Nana. Risas y aplausos. Envidiosa, dijo, afectada, La Nena.

Chicos, dijo La Nana, lo que tienen que hacer es muy fácil. Solo tienen que enseñarle la pinga a La Nena, nuestra estricta jueza, y ella dirá quién es nuestro Chala de la noche. La Nena se había sentado en medio del escenario. Tenía una toalla en las manos. ¿Quién quiere ser el primero? Michael dio un paso hacia La Nena. Aplausos para nuestro primer concursante, gritó La Nana. El índice de La Nena invitó a Michael a acercarse del todo. Cuando estuvo delante de ella, La Nana se acercó para rodearle la cintura con la toalla. La Nena sostuvo los extremos. Pusieron un reggaetón del cantante de moda. Michael se bajó el pantalón al compás de la canción. Los ojos de La Nena aprobaron lo que veían. Esa boca se desesperó por meterle una buena mamada. Hija, cuéntanos, cómo la tiene nuestro muchachito. Michael, que sostenía el micrófono de La Nena, se lo acercó a la boca. Nos falta ver al otro participante, pero creo que solo un burro arrecho le gana a Michael. Yo siempre lo he dicho; La Victoria es fábrica de pingones.

Fue mi turno. Tenía claro que estaba ahí por la promesa de sexo con la tetona. Pero veía muy difícil que pudiera ganarle a Michael; cuando no estaba excitado, la pinga se me ponía ridículamente pequeña. Y así la tenía mientras me colocaba delante de La Nena. La Nana se apresuró en rodearme la cintura con la toalla. Me pidió sostener el micrófono de su compañera. Pusieron la misma canción de hace un rato. Llevé las manos al botón del pantalón y no pude continuar. La Nena acercó su boca al micrófono y me alentó a seguir. Vamos, papi. A ver, aplausos para nuestro participante. El público aplaudió. Apagué el micrófono y lo guardé en uno de mis bolsillos. Me acerqué al oído de La Nena. La tengo chiquita cuando no estoy excitado. No fue necesario decir más. Me indicó sostener la toalla. Me desabrochó el pantalón. Me lo bajó. Hizo lo mismo con el bóxer. Cogió el micrófono y lo prendió. Amiga, este participante necesita respiración boca a boca para continuar en carrera. La gente celebró. La Nana dio su autorización. La jueza empezó a chupármela. Fue asqueroso. Ninguna de las dos era mínimamente agraciada; parecían dos voluminosos vigilantes de discoteca con peluca y vestido. Saqué la pinga de su boca y me subí el pantalón.

¿Qué pasó?, gritó La Nana. Su voz era la de un papagayo. Amiga, definitivamente gana Michael, dijo La Nena. La Nana corrió a ponerme el micrófono en la boca. ¿Qué pasó, papi? Como no respondí, me agarró los huevos por encima del pantalón. Uy, sí, aquí hay puro manicito. La gente estalló en carcajadas. Me puse rojo y bajé del escenario. Michael le mostró al público su cajón con seis cervezas.

Busqué, pero no encontré a mi tetona. Regresé al cuarto. Mi pinga nunca había estado en boca tan desagradable. Me la lavé varias veces en el baño. Eran casi las cuatro de la mañana. Me calateé y me tiré en el colchón.

Me desperté a las once de la mañana. Anoté en un cuaderno todos los incidentes de La Jarrita. Ese material me serviría para la novela. Regresé a La Perla, a casa de mamá. Pasé el resto del domingo al lado de mi hija. En la noche, la devolví con su mamá. No fue una tarea fácil; la bebe lloraba y había que ponerse fuerte para tranquilizarla. Amaba pasar tiempo en casa de su abuela, donde le permitíamos hacer lo que le diese la gana: comer papitas fritas, ver videos en YouTube. Regresé a Zepita.

Vibró el celular. Un mensaje en el Messenger. Era Karina; una amiga de Los Nogales, mi barrio de infancia y adolescencia. Fuimos enamorados por un par de semanas. Yo tenía diecinueve y ella tres años más. Fue la primera mujer con la que tiré sin pagar. Tras contestarle el saludo, la llamé. Le conté que vivía solo, en un cuartito en el Centro de Lima. ¿Por qué no te vienes?, le pregunté. ¿Ahorita?, dijo, divertida con la idea. Claro, ahorita. Lo pensó unos segundos. Ahorita no puedo, Dani. Créeme que me gustaría verte, pero ahorita es imposible. ¿Qué te parece mañana? Me parecía excelente. Quedamos así. Siempre que nos reencontrábamos, terminábamos tirando. Así eran las cosas con Karina; una chica del siglo XXI.  

Volvió a vibrar el celular. Otro mensaje en el Messenger. Era Daniela. Fuimos enamorados durante una semana en el 2014. Era ocho años más joven que yo. Amaba la poesía tanto como la vida. La Literatura nos unió durante esa semana. La llamé al celular. Le conté que me había separado de mi esposa y vivía en un cuarto en el Centro. Para estimular su curiosidad, le dije que la casona en la que me había instalado fue brevemente habitada por el poeta José María Eguren. Entonces, tendré que visitarte un día de estos, Chato. Había agarrado la costumbre de llamarme así; Chato.
                                              
Busqué un video porno en el celular. Googleé XNXX. Una milf le mamaba la pinga al amigo de su hijo mientras este hacía los deberes escolares en otra habitación de la casa. Eyaculé rápidamente. Me arrechaba con facilidad.

martes, 4 de octubre de 2016

El solitario de Zepita - Capítulo 7


Del jueves 15 al viernes 16 de setiembre del 2016

Cogí un libro y salí del cuarto. Fui a La Jarrita. Siempre cabía la posibilidad de tirar gratis con una trava. Brother, saludé al portero del local. Causa, esto es un bar de travestis, me advirtió. Sí, ya sé, le dije. Entré. Una pareja conversaba en una mesa. Dos chelas, dos vasos. No hay ambiente, ¿no, brother?, le dije al portero. Así son los jueves, respondió.  

A dos casas de La Jarrita, se hallaba La Casona De Camaná. No sabía que existía. Se notaba que no era un bar de cabros. Entrada gratis, decía un cartelito. Un tipo flaco me esculcó antes de entrar. El lugar había sido el hogar de alguna vieja familia rica. Cada cuarto era el reino de un género musical: rock, reggaetón, salsa, electro.  

Me acodé en la barra del ambiente rockero. Pedí una cerveza. Prendí un cigarro. Me entregaron la cerveza. Leí. Era Los Señores, de Luis Alberto Sánchez. Isaías, hijo mayor de don Nicolás de Piérola, junto a unos matones, irrumpe en Palacio de Gobierno. A punta de balazos, secuestran al presidente Leguía y lo conducen hasta la Plaza de la Inquisición. Le obligan a firmar un documento en el que declara dimitir de la presidencia. Las cosas estaban más interesantes en el libro que en La Casona.

Un pata y dos flacas se aparecieron en la barra. Pidieron cervezas. Los tres eran gringuitos. Pitucos. Recibieron unas Coronas y se alejaron a un rincón del ambiente.

Leguía es liberado por un grupo de gendarmes. Varios muertos tapizan el suelo de la Plaza. El presidente, devuelto a su sillón, ordena perseguir a todos los pierolistas hijos de su madre.

Iba por mi tercera cerveza cuando alguien dijo: Hola, gente. Somos Koala. Hoy vamos a ofrecerles un tributo a Panda. Por Elena, antigua enamorada cuyas mamadas relaté en Latidos Del Asfalto, el único libro que había publicado en mi vida, conocía varias canciones de esa banda. Cerré la novela y me acerqué al escenario. Tocaron las canciones que me sabía de memoria. Las canté. Las grité. La Pilsen era mi micrófono. Luego de tres temas, tenía el bividí empapado de sudor. Una gringuita se movía junto a mí. Era una de las pitucas de la barra. Me miró. ¿Te gusta Panda? Asentí. El vocalista anunció una canción que yo desconocía. Era demasiado lenta. Regresé a la barra. Terminé mi cerveza y pedí otra. Continué leyendo. El concierto era un montón de canciones sin alma; lo peor de Panda.

¿Qué lees? Era la rubia de hacía ratito. Bebía una Corona. Era preciosa. Tenía unas tetas redonditas. Llevaba una pantaloneta ajustada a un culito trabajado en el gimnasio. Le mostré la tapa del libro. Es la primera vez que veo que alguien lee en una discoteca. Se echó un trago de la Corona. No tenía otra cosa que hacer, le dije. Fue una acotación estúpida. Ella sonrió. Ya sin entender lo que leía, me preguntaba por qué una chica así me estaba hablando. Permanecí en silencio; los ojos en el libro.  

Terminé la cerveza. Dejé la botella sobre la barra. Nos vemos, le dije. Espera. Su mano cubrió el rostro tatuado de Guy de Maupassant en mi brazo izquierdo. Nos miramos. ¿Puedo darte un beso? Disimulé mi sorpresa. ¿Era cierto eso? ¿Una pituca quería chapar conmigo? Seguro no era tan pituca. Debía decir algo que sonase inteligente y liviano. La respuesta equivocada destruiría sus intenciones. ¿Solo uno?, se me ocurrió. Volvió a sonreír y me besó. Fue un beso largo. Nuestras lenguas se enredaron. Se me paró la pinga. Despacio, se la arrimé al cuerpo. Cuando la sintió, terminó el beso. ¿La había ofendido? ¿Qué fue eso?, preguntó. ¿Qué fue qué?, me hice el cojudo. Olvídalo. Besas rico. No te pierdas. Nos vemos. Bye. Regresó con sus amigos.

Caminé a mi cuarto. Eran las dos y media de la madrugada. Estaba agotado. Me calateé y me derrumbé en el colchón.