jueves, 10 de noviembre de 2016

El solitario de Zepita - Capítulo 9

Del lunes 19 al martes 20 de setiembre del 2016

“El autor no responde de las molestias que puedan ocasionar sus escritos:
Aunque le pese.
El lector tendrá que darse siempre por satisfecho.”

Nicanor Parra – Advertencia al lector

Llegué temprano a la oficina. Me mojé el cuerpo -incluidos los testículos sudorosos- en el mismo lavabo donde Jean Carlo, Patricia y Victorio, el gerente de ventas, se aseaban la cara y cepillaban los dientes. Recogí los pendejos caídos. No debía dejar huellas. Me puse el atuendo de oficinista y colgué la ropa de bicicleteo en la varilla de aluminio de la ducha para que se evaporase el sudor.

Revisé los mails del trabajo en la laptop que Jean Carlo me había asignado. Nunca en mi vida había manipulado máquina tan potente. Era una laptop del año. El único mensaje de la bandeja era uno dejado por él mismo la noche anterior. Daniel, por fa, ármate un procedimiento sencillo, pero completo, de medición de caudales de aire en minas y túneles. Cuando lo termines, me lo envías. Me lo está pidiendo un cliente para hoy. Gracias. Fácil. Había que escribir todo lo que sabía sobre medición de caudales de aire y complementarlo con la información que estaba en mis libros de ventilación. Abrí el cajón del escritorio. No estaban los libros. ¿Qué? Juraba que los tenía ahí. Entonces, recordé que aún permanecían en el departamento de mi esposa. Debía recogerlos ya mismo. Volví a ponerme la ropa de manejo, toda sudada como estaba, y salí.

Llamé a mi esposa y le comenté el problema. Estoy yendo a tu casa en estos momentos. Llego en dos horas. ¿Puedes esperarme para que me abras la puerta y recoja mis libros? Contestó que me esperaría. Maneja tranquilo, recomendó.

Antes de partir, sintonicé Doble Nueve en el Nokia y me puse los audífonos. Me aseguré de que mi celular personal, el Azumi de pantalla táctil, estuviese bien metido en el bolsillo lateral de mi mochila. 

En ocho minutos, llegué a la avenida Alfonso Ugarte. El semáforo estaba en rojo. Esperé en la vereda, junto a varios peatones. El semáforo cambió a verde. Pedaleé despacio y con cuidado para no arrollar a nadie.

A poco de llegar a la vereda opuesta, la llanta delantera topó con un tipo de camisa a rayas. El golpe fue suave, casi un roce. Había sido el tipo, más bien, quien se cruzó con mi bicicleta. A pesar de ello, fui yo quien ofreció las disculpas. No, amigo, más bien, discúlpame a mí; no vi tu bicicleta, reconoció. Después de un par de pasos, empezó a correr. Eso me llamó la atención. Observé sus movimientos. Unos metros más allá, se le unió otro sujeto de camisa. Se dijeron algo y corrieron hacia el Plaza Vea de la esquina. Ambos eran bajos, más bajos que yo. Antes de entrar en los predios del supermercado, el tipo que se había topado con mi bici volteó a mirarme. Era la mirada que te daba alguien que te acababa de cagar y esperaba que no te dieras cuenta. Dejé de pedalear. Adiviné lo que había pasado: me habían robado el Azumi; mi contacto con Rosario, con Karina, con todo el mundo; el lugar donde acumulaba los vídeos porno que Rosario y yo protagonizábamos, el video donde tiraba con una conocida puta de Lince. Revisé en el bolsillo de la mochila. Confirmado. Corrí tras los hijos de puta, arrastrando la bicicleta. Eran un negro y un cholo. El cholo fue quien se tropezó conmigo, distrayéndome, mientras el negro, por detrás, metía su manaza asquerosa para sacarme el celular de la mochila. El negro vio que los seguía y corrieron más rápido. Cuando llegaron a los casilleros donde los clientes de Plaza Vea debían guardar mochilas y paquetes antes de ingresar, los hijos de puta se dividieron: el negro entró en el supermercado y el cholo permaneció delante de los casilleros, como si fuese a guardar una mochila que no tenía. Me detuve a su lado. Como no tenía pruebas de que me hubiese robado el celular, no supe cómo confrontarlo. Disculpe, dije, agitado por la corrida, cuando se tropezó con mi bicicleta, parece que se cayó mi celular. Lo tenía en la mochila hasta antes del choque. Me miró. Tenía la nariz chueca, la frente pequeña y el pelo corto, duro y grasiento. ¡Qué! ¡Oh, yo no sé nada, sano! ¡Yo no sé qué chucha estás hablando! ¡De qué celular hablas! Qué tal cambio. El tono y las maneras de este hijo de puta eran muy diferentes de las que usó para disculparse conmigo. No me quedó ninguna duda: ese cabrón me había robado.

Insistí vehementemente; sabía que ese hijo de puta era culpable: Tú tienes mi celular. Clarito vi cuando te lo llevaste, mentí. Tenía que mentir. Antes de que replicara, apareció el negro de mierda. ¿Qué pasa, chochera?, preguntó, con el mismo tono patibulario de su compinche. Tenía la cara asquerosa; fea y amenazante. Llevaba una casaca en el brazo. Los vi mejor: las camisas y los pantalones eran su camuflaje; pero las caras los delataban. Tú tienes mi celular, compare; dámelo, le dije al negro. Ahí estaba yo, desesperado, con una licra ajustadita y un ridículo casco en la cabeza, manteniendo la esperanza de que ese par de rateros me devolviera el celular. Qué tienes, conchatumare; yo no tengo nada, se defendió el negro. No bajé la guardia; el cinismo de esos pendejos espoleaba mi enojo. Yo sé que ustedes lo tienen. Yo los vi. Si no me lo devuelven, ahorita llamo a un tombo. A una cuadra de allí, estaba la comisaría de Alfonso Ugarte. El cholo cedió. Choche, ¿este es tu celular? Levantó el ruedo de su camisa y me mostró, clavado entre su pantalón y la barriga mugrienta, un celular. No, le dije, esa huevada no es mía. Ustedes saben muy bien cuál es mi celular. Ya se cagaron; voy a traer a un tombo. Grité. Un policía, por favor; me han robado. El negro reaccionó. Tás huevón, tás huevón. Nosotros no tenemos nada. Mira, ve, dijo. Se llevó la mano al bolsillo de su camisa y a los de su pantalón. Vacíos. ¿Y qué guardas ahí?, señalé la casaca en su brazo. Se sorprendió, como si recién se diese cuenta de la existencia de esa prenda. Antes de que abriera la boca para decir alguna otra excusa, respondí mi propia pregunta: Ahí está mi celular; si no me lo devuelves, llamo a la tombería. Estaba furioso. Pocas veces me ponía así enfrente de terceros, y solo cuando discutía con mi esposa. El negro descolgó la casaca de su brazo y, con un rápido giro de la mano, me alargó el Azumi. Toma, oe, sano, y vete, fuera, fuera de aquí, dijo. No me fui; se fueron ellos. Se disolvieron. Me quedé ahí, parado, aliviado, sintiendo el celular en la mano. Habíamos llegado al punto en el que la vida de una persona cabía en un celular y, muchas veces, dependía de él. Mi cita con Karina dependía del celular. Lo guardé bien adentro de la mochila, escondido entre las páginas del libro que acababa de recoger. Manejé hasta mi cuarto. Llegué en dos minutos.

Pasé la tarde metido en una cabina de internet, redactando el procedimiento que Jean Carlo me había encargado. Lo terminé a las cinco. Se lo envié.


Era hora de dejar todo listo para la llegada de Karina. Antes del incidente con los rateros, había comprado en la Venezuela un USB de reggaetón. Lo insertaría en la esfera de luces psicodélicas que había comprado en El Hueco. Esa esferita, además de emitir luces multicolores, era radio y reproductor de mp3. 



Me cepillé los dientes. Me bañé. Me lavé la pinga con minuciosidad. Me vestí de negro. La ropa me quedaba bien. Había adelgazado. Valía la pena moverse en bicicleta.    

Nos encontramos en las afueras del Metro de Alfonso Ugarte. Nos abrazamos fuerte. Había pasado poco más de un año desde nuestra última vez juntos.

Karina estaba más delgada. Iba en buzo. Venía del gimnasio. En la licorería de Piérola, compramos dos vinos bien helados. Luego de revisar las vitrinas, Karina se animó por unos chifles; yo, por un paquetito de maní salado. Joven, disculpe, ¿podría descorchar las dos botellas, por favor? Luego les vuelve a poner los corchos sin mucha presión. Gracias. Guardé los vinos en mi mochila.

La llevé por Peñaloza. Decenas de travestis ofreciendo sus culos. Karina ató cabos. ¿Entonces todo lo que cuentas en tu novela es cierto? Por supuesto. No tengo imaginación; me limito a contar lo que me pasa. Llegamos a la casona. Abrí las dos pesadas puertas de metal y subimos las escaleras.

Le abrí la puerta del cuarto. La luz estaba apagada. La esferita daba vueltas; lanzaba cuadraditos multicolores. La melodía del reggaetonero de moda. Karina se rio. ¿Dónde conseguiste esa huevada? Juzgó las dimensiones de la habitación. Tu cuarto es bastante chiquito. Para un pata solo como yo, estaba bien. Siéntate, por favor. Le ofrecí la única silla del cuarto. Saqué los vinos de la mochila. Les quité el corcho. Le alcancé una botella. ¿No tienes vasos? No, en este cuarto todo se tomaba del pico.   Me senté en el suelo. Apoyé mi espalda contra una de las paredes. Empezamos a beber.

Cuéntame en qué andas. Tú nunca estás sola. Qué chico está sufriendo por ti.

¿Te acuerdas de Mark? Hablábamos del barrio. Nuestras botellas andaban por la mitad. Nos iban a quedar cortas. Mark, pues; el hermano de Hansel. Hansel fue uno de los veintitantos chicos con los crecí en el barrio; peloteando, principalmente. A Hansel le decíamos El Cojo. Era malo para el fulbito. O nunca lo escogían o lo escogían de último. Mark es su hermano, pues. Cuando te fuiste del barrio, Mark tendría nueve o diez años. Me acordé vagamente de Mark; un chibolo flaquito que correteaba junto a un grupo de chiquillos como él. Andaban hechos mierda, sucios, la cara pegoteada de mocos. Esa generación de chibolos no fue pelotera como la mía; fue más de videojuegos. ¿Qué fue con él? ¿Se murió? Se me acababa el vino. No, tonto; me lo levanté. Chucha, esta Karina de mierda siempre me sorprendía. ¿Te levantaste al chibolito? No jodas, ¿en serio? Le dio un sorbo a su botella. Se tomó su tiempo antes de continuar. No, pues, ya no es chibolito; ahora tiene diecinueve años y está en la universidad. ¿En la universidad? Mierda, cómo volaba el tiempo. Me preguntaba cómo había llegado a pasar algo entre Karina y el hermanito de Hansel. Hasta donde yo sabía, Karina llegó a tener algo con Hansel, pero ¿con su hermanito? ¿Cómo así? ¿Con Hansel? ¿Yo? Nunca. Él siempre ha querido estar conmigo; pero creo que ya aceptó que lo veo solo como amigo. ¿No estaba trabajando en Chile? Sí, pero regresó hace unos meses. Está haciendo sus papeles para irse a Estados Unidos. Quiere vivir al lado de su hijo. Los chifles y el maní se habían terminado. ¿Cómo me metí con Mark? Fue por culpa del idiota de Hansel. Fue en una de las tantas chupetas que organizaba en casa de su mamá. Karina, como siempre, estuvo invitada. También, un chico que la pretendía seriamente desde hacía un tiempo. El pata era lindo y, sí, me gustaba. Pero Hansel la cagó. Cuando se acabó el trago, a eso de las siete de la mañana, salieron a comprar más. Karina esperó en el cuarto de Hansel. Al regreso, el chico estaba diferente. La trataba con distancia. El idiota de Hansel le había dicho que yo era una cualquiera y que no debía enamorarse de mí. Para que le creyera, le dijo que siempre tiraba con él. ¿Y por qué crees que hizo eso? Por celoso. El chico se alejó de Karina. En lugar de lloriquear, ella preparó su venganza. No tuvo que esperar mucho. Fue Mark quien dio el primer paso. Desde hacía un tiempo me había dado cuenta de que el chibolo ya no era tan chibolo. Ya podía llevármelo a la cama. La invitó a salir en el auto que su mamá le regaló cuando ingresó a la universidad. Nos hicimos bien cercanos. Incluso, me llevaba a conocer su universidad, la UPC. Era muy respetuoso. Me hacía acordar a ti. ¿Y Hansel no sabía que salías con él? No, él ni se enteraba. Mark tampoco quería que se enterara. ¿Y cómo así pasaron de ser amiguitos a tirar como salvajes? Bebió más vino. Yo también. Las botellas estaban a punto de terminarse. Un día fuimos a una discoteca. Pagó un box para los dos solitos. Había harto trago, Dani. Yo tomaba más que él. Ese día, no sé qué me pasó, tomé bastante. Cuando ya estuve muy mareada, todo lindo y preocupado por mí, me dijo para ir a un lugar más tranquilo a descansar. Y atracaste, ¿no? Me llevó a un hotel. No estaba tan mareado, así que manejó bien. Tiraron. ¿Sigues saliendo con él? No, todavía no me respondas. Voy a comprar más vino y seguimos la conversa.

Regresé con una sola botella. Debía trabajar al día siguiente. Karina no trabajaba; solo recibía el dinero de las rentas de todas las propiedades que su papá le dejó al morir. Todavía sigo saliendo con Mark. Digamos que somos como que enamorados. Pero se me está poniendo muy controlador. Varias veces le he dicho que no se ilusione mucho porque lo nuestro no puede ser. O sea, imagínate, Dani: él tiene diecinueve y yo…, bueno, ya tú sabes cuánto tengo. Karina me llevaba tres años. A Mark lo veo como a un chiquillo. Cuando salgo con él, trato de disfrutar del momento, pero no me veo llevando una relación formal. Él me dice que me ama y que está enamorado de mí, y que si su familia se opone a nuestra relación, él luchará. Es un chibolo, pues. No tiene idea de las cosas.

Intentamos pararnos. Lo logramos, no sin cierto esfuerzo. Se nos había subido el vino a la cabeza. Hay que bailar, propuso Karina. Pegamos nuestros cuerpos y bailamos. Estás flaco, me dijo. Y tú estás más tetona. Sonrió.

Eran casi las dos de la mañana cuando se terminó el vino. Hora de dormir. Acomodé las botellas debajo de la mesa. Tiré el colchón al suelo. Saqué los cojines y la colcha del armario. Me quedé en bóxer y me cubrí. Karina se quitó el buzo. Se quedó en polo y calzón. Se cubrió con la colcha. Estaba del lado de la pared. El colchón era inmenso; podían caber cómodamente cuatro personas. Nos quedamos privados a los pocos segundos.

El Azumi no me despertó. Karina, sentada en el borde del colchón, se ponía las medias. ¿Qué fue? ¿Qué hora es?, pregunté, alarmado. Cogí el Azumi. Vi la hora. Chucha, las ocho. Ya debería estar en la chamba. ¿Qué fue? ¿Te estás yendo? Sí, ya se iba. Tenía que hacer. Se paró. Cogió el buzo para ponérselo. Sus tetotas querían reventar el polito blanco que las cubría. El calzón no era uno común y corriente; era un hilo. Recién me daba cuenta. Se me paró la pinga. ¿No me la había tirado en toda la madrugada? Ah, no, carajo, ni cagando se iría del cuarto sin antes haber pasado por las armas. Me acerqué a ella y la besé. Me correspondió. La forcé hacia el colchón. Caímos juntos. ¿Qué haces, loco? Continuamos besándonos. Nos chupamos las lenguas. Le quité el polo sin dejar de comerle la boca. Aparecieron esas tetas grandotas y aguadas, riquísimas. Sus pezones eran gruesos y largos. Los mordí. Los chupé. Con solo una mano, me quité el bóxer. Ella, también con una mano, se quitó el hilo. Sin dejar de mamarle las tetas, le metí la pinga. Luego de unos cuantos empujones, se la saqué y se la puse en la boca. Entró en una. Me lengüeteó la cabecita. Me mamó las bolas. Prométeme que mientras chapes con Mark, vas a recordar que con esa misma boca te comiste mi pichula. Me lo prometió. Eres un enfermo, sonrió y siguió chupando.  

Se acomodó en la posición en la que siempre se venía conmigo. Me pidió que no parara, que le diera más fuerte. Juntó las piernas, ahorcándome la pinga. No pares, no pares, Dani. Ya me estaba cansando, iba a parar, pero se vino pronto. Quedó rendida. Era mi turno. Volví a chuparle las tetas. Córremela. Sabía cómo frotarle la pinga a un hombre. Antes de venirme, se la volví a poner en la boca. Se tragó todita la leche. Ya sabes, no te laves la boca al llegar a casa. Quiero que así te lo chapes a Mark, ¿ok? Se carcajeó. Eres un loco.  

Antes de irse, me invitó a su casa. Vivía sola. Tienes que devolverme la visita. Le prometí que lo haría.

Era tarde para ir al trabajo. No se me ocurría ninguna excusa. Pero el cache me había puesto de tan buen humor que decidí manejar hasta la oficina.

Jean Carlo no llegaba. Patricia ordenaba unas facturas. La saludé y me fui al baño. Me lavé y me puse la ropa de oficina. Al salir, me topé con Victorio Marcelo, el gerente de ventas de la empresa. Victorio era igualito al ex presidente Alejandro Toledo y, como este, había sido tremendo borracho en su juventud. Lo saludé. Llevaba una taza de café en la mano. Se encerró en su oficina.

Revisé los mensajes de mi celular. Eran WhatsApps de Rosario. Los envió desde que estuve Karina. Había, también, varias llamadas perdidas. La llamé. Lloraba. ¿Qué has hecho, Daniel? ¿Con quién has estado? Chucha, y esta huevona cómo sabía que había estado con alguien. Con nadie; me desperté tarde, eso es todo. Era la verdad; no toda, pero una parte. Pero te he estado llamando desde temprano, ¿por qué no me contestabas? Por eso mismo, porque estaba durmiendo. Dime la verdad, no me mientas, por favor. ¿Has salido? ¿Has estado con alguien?  Me repitió esas preguntas varias veces. Insistió tanto que finalmente cedí. , le dije, estuve con una mujer. Se le quebró aún más la voz. ¿Quién es, quién es? ¿Por qué me haces esto, Daniel? Yo te amo. No es justo. Nada era justo en esta vida. No puedo contarte. Ya te vas a enterar cuando lo escriba en la novela, le dije. Tú y tu novela de mierda. Tu novela es una mierda. Está escrita con los pies. Te odio, te odio. Siempre me haces sufrir. Tenía razón. ¿Quién es esa mujer? Dime, dime, por favor, si alguna vez me has querido siquiera un poquito, tienes que decirme. No le dije nada. Continuó llorando. No era justo que llorara de ese modo, mucho menos por alguien que valía tan poco como yo, un mujeriego cacha cabros que merecía, no su amor, pero, sí, su desprecio. No merecía todo lo que había hecho por mí: pagarme comidas, comprarme libros, sacarme al cine. Cansada de suplicar, cortó la llamada.