sábado, 24 de diciembre de 2016

El solitario de Zepita - Capítulo 11

Jueves 22 de setiembre del 2016

“Y me voy
Con el viento malo,
Que me lleva
Aquí, allá
Semejante a
La hoja muerta.”

Paul Verlaine – Canción De Otoño

Manejé tranquilo hasta Chorrillos. Eran las siete y media cuando llegué a la oficina. Me lavé la cara y el torso. Me miré en el espejo. Se me estaba cayendo el pelo. En pocos años, la calvicie me haría más feo de lo que ya era.  

Mientras la laptop arrancaba, desayuné el jugo de naranja y el pan con pollo que le había comprado a una señora en el camino.

No había trabajos en la oficina, así que abrí el archivo de la traducción del libro Subsurface Mine Ventilation, la biblia de la ventilación de minas escrita por Edward McPhilips, que hice para Konrad Wall, gerente de Mine Ventilation Projects, MVP.

Edward McPhilips fundó MVP, consultora especializada en ventilación de minas, en 1983. Al poco tiempo, McPhilips contrató a Konrad Wall, su mejor alumno en la Universidad de California. Era un honor trabajar al lado de McPhilips, el más destacado investigador en el área de la ventilación de minas en todo el mundo. McPhilips había trabajado, en su juventud, con la élite científica de los Estados Unidos. Fue alumno y amigo de Frederik Baden Hinsley, introductor de los principios termodinámicos en el estudio de los flujos subterráneos de aire. En 1952, fue el primero en simular climas subterráneos usando computadores analógicos.

McPhilips publicó, en 1993, Subsurface Mine Ventilation. Contó con el apoyo de Konrad, apoyo que fue reconocido en el prólogo escrito por McPhilips. En el 2001, se imprimió la segunda edición del libro, con algunas actualizaciones hechas por el propio autor, quien murió poco tiempo después. Entonces, Konrad asumió la gerencia general de MVP. En el 2013, Konrad Wall se propuso traducir al español el texto de McPhilips. Contrató a un traductor mexicano, quien, al cabo de un año, tuvo listo el encargo.

En octubre del 2014, yo trabajaba en Julcani, una de las minas más antiguas de Compañía de Minas Villanueva. Esa mina era una mierda, tanto o más que los ingenieros que trabajaban en ella. Quería huir de ahí, pero era imposible con una familia que mantener. En uno de mis descansos, les escribí a cientos de mineras estadounidenses, australianas y canadienses pidiéndoles un trabajo. Recibí amables rechazos. Sin embargo, un mes después, me llegó algo más que una respuesta positiva; Konrad me invitaba a formar parte de MVP. ¿Estarías dispuesto a mudarte a California?, me preguntó en el correo. Por supuesto, le contesté. Entonces, con el auspicio de MVP conseguí mi visa de turista. Me pagaron una estadía de seis días en Clovis, California. Pude conocer a toda la gente de la oficina; mis futuros compañeros de trabajo. Después de lo que vi, renuncié a Julcani. No podía seguir arriesgando la vida en ese hueco si al otro lado del túnel estaba la posibilidad de vivir en los Estados Unidos.

No era tan fácil que un peruano laborase legalmente en Norteamérica; había que poseer una visa de trabajo. No bastaba la sola invitación de una empresa. MVP contrató a un abogado y, tras reunir los papeles necesarios, me postuló al sorteo de visas de trabajo H1B. Los resultados se conocerían en junio del 2015. Mientras tanto, ¿de qué mierda iba a vivir? Les escribí a Compañía de Minas Villanueva rogándoles por otra oportunidad. Me aceptaron en otra de sus minas, Uchucchacua; mucho más grande que Julcani, pero con ingenieros igual de mierdas.

La bomba me cogió en aquella mina; no había salido elegido en el sorteo de visas. Fue un golpe duro. Me hacía en los Estados Unidos, alejado del jodido ambiente de las minas peruanas. Qué diferencia había entre los ingenieros amargados de esas minas y los gringos que conocí en Clovis. Allí sí que había gente de valía, de verdad. Konrad me escribió. Lamentó el resultado y me ofreció su apoyo para el sorteo del 2016.

Nunca me putearon en Uchucchacua, pero vivía atemorizado de que el gerente lo hiciera en cualquier momento. Las llamadas de atención, repletas de “conchatumadres”, eran cosa común en las reuniones. Renuncié en febrero del 2016. Me había contactado con Jean Carlo. Lo visité en el local de su empresa en Chorrillos. Quería pagarme dos mil soles. En la mina, yo ganaba seis mil. Rechacé amistosamente su propuesta. Me había quedado en la calle.

Por esos días, me llegó otra mala noticia; MVP no podría auspiciarme en el sorteo del 2016, pues estaba siendo absorbida por una consultora transnacional. Tendría que esperar hasta el sorteo del 2017, según me aseguró Konrad.   

Le conté mi situación; me urgía un trabajo. Le dije que fui despedido de la mina por una reducción de personal debido a la baja en el precio de los metales. Con mucha pena, le pedí que me recomendase en alguna mina. Me sentía fatal; estaba abusando de su confianza. Byron Patts, subgerente de MVP, quien tuvo la gentileza de invitarme a almorzar en su casa cuando estuve en Clovis, me contactó con Gary Porter. Éste me recomendó con una mina en España. Lamentablemente, el llamamiento no prosperó.

Al mes de renunciar, mis escasos ahorros se terminaban. No aguantarían un mes más. Necesitaba trabajar. Muy a mi pesar, le escribí un correo al jefe de Recursos Humanos de Compañía de Minas Villanueva. Me arrepentía de la renuncia y le pedía otra oportunidad en la Compañía. Redacté el mensaje un lunes de marzo y lo guardé. Lo enviaría al día siguiente. Luego de escrito ese correo, redacté otro, para Konrad. Le proponía traducir el libro de McPhilips. Cuando estuve en Clovis, me mostraron la traducción del mexicano. El muy pendejo había tipeado todo el libro en el Google Translator. El resultado fue una traducción repleta de incoherencias. Me avergonzaba cobrarle a Konrad por una verdadera traducción, pero no tenía más alternativa. Me estaba quedando sin un sol.  Terminé el mensaje y lo guardé. También lo enviaría al día siguiente.

Llegó el martes y envié los mensajes simultáneamente. Apagué la laptop y me acosté. Tuve pesadillas. El miércoles en la mañana, todavía en la cama de mi hija, que era donde dormía porque estaba peleado con mi esposa, revisé el celular. Tenía un mensaje de Konrad, pero ninguno de los hijos de puta de Compañía de Minas. Se me aceleró el corazón. Si Konrad rechazaba mi propuesta, me iba a la mierda. Acopié valor y abrí el mensaje: Daniel, me parece una buena idea. He calculado que podría pagarte diez mil dólares por traducir el libro ¿Estás de acuerdo? Ese Konrad, siempre tan educado, amable y atinado. Todavía tuvo la delicadeza de preguntarme si estaba de acuerdo. Claro que estaba de acuerdo. Ese dinero me permitiría sobrevivir algunos meses y buscar trabajo con más calma. Preparé inmediatamente un cronograma en el que especifiqué en detalle las fechas de entrega de los veintiún capítulos del libro. No le podía fallar.

Luego de dos meses de arduo trabajo, sentado frente a la laptop, incluso de madrugada, muchas veces sin dormir, logré terminar la traducción una semana antes de lo prometido en mi cronograma. Konrad quedó satisfecho. A la semana, me envió, para que lo tradujera, el prólogo de la edición en español. Allí me agradecía el esfuerzo y la puntualidad en las traducciones. Ese gesto me conmovió. Valió mucho más que los diez mil dólares. Mi nombre estaba al lado del de McPhilips, de Baden Hinsley, y del propio Konrad Wall.

Los diez mil dólares me ayudaron a vivir con calma. Parte de ese dinero, lo empleé en la creación de una consultora, en asociación con mi hermano.  

Se acercó agosto y los diez mil dólares estaban casi consumidos. No había tenido suerte buscando trabajo. Pero recibí un correo de la empresa para la que trabajé hacía cuatro años, VISA. Necesitaban un estudio de ventilación. Gané la oferta con la empresa que creé. Sin embargo, según el contrato, recibiría mi pago luego de sesenta días de haber presentado el estudio. El dinero era bueno, pero tardaría en llegar. Necesitaba un ingreso fijo. Volví a tocar la puerta de Jean Carlo.

Le escribí un correo. Le conté lo que había hecho desde nuestra primera y última entrevista; la traducción del libro, la creación de mi consultora y el primer trabajo que ésta había ganado. Concluí el mensaje con un ¿crees que todavía pueda trabajar en tu empresa? Me contestó casi al instante. Conversemos, Daniel; sabes que siempre hay un lugar.  

Rosario estaba al tanto de todas mis penurias. Siempre le contaba todo. Ella me escuchaba con paciencia y atención.

Fue Rosario quien me indicó la manera de llegar a la oficina de Jean Carlo, ubicada en Chorrillos, distrito donde ella vivía. Jean Carlo le agregó mil soles a su anterior oferta. Peor era nada. Acepté.

Ese había sido mi periplo laboral hasta ese jueves en que revisaba la traducción del libro de los gringos. No les cobré un solo dólar por ese último control de calidad.


lunes, 5 de diciembre de 2016

El solitario de Zepita - Capítulo 10


Miércoles 21 de setiembre del 2016

“Gilbert: ¿Qué libro es? ¡Ah! Ya veo. Aún no lo he leído. ¿Está bien?
Ernest: Pues me he divertido hojeándolo mientras usted tocaba, y eso que, por norma,
me desagradan los libros modernos de memorias. Suelen estar escritos por personas que o
bien han perdido por completo la memoria o nunca han hecho nada digno de ser
recordado; lo cual, claro está, es la auténtica razón de su éxito, pues el público inglés suele
sentirse a gusto cuando le habla un mediocre.”

Oscar Wilde – La Importancia De No Hacer Nada.

Mi esposa me escribió al Messenger. Necesitaba comprar cositas para la lonchera de la bebe. Quedamos en encontrarnos en Metro de Alfonso Ugarte. Voy a llevártela. Quiere verte.

La bebe iba sentada dentro del carrito de las compras. Yo lo empujaba. Mi esposa lo llenaba con galletas, bolsas de pan integral y jugos en cajita.

Oye, Dani, ¿cómo me ves? ¿Te parezco atractiva? Había adelgazado varios kilos gracias a sus rutinas en el gimnasio. Pero no me gustaba. Lo mío eran las mujeres de bastante carne; las mujeres con celulitis. Las flacas no me excitaban ni por asomo.  Sin embargo, se la notaba feliz con su nuevo cuerpo. Estás bien, le dije, sin entusiasmo.

Nos acercamos a la zona de carnes, pollos, quesos y salchichas. Metió tres cajas de hamburguesas en el carrito. Oye, le dije, ¿por qué pones tantas hamburguesas? ¿Acaso la bebe se va a comer todo eso? No me parecía creíble que, faltando tan pocos días para el fin de mes; es decir, para que le renovara el dinero de los víveres, la bebe fuera capaz de acabarse tantas hamburguesas. Claro, Dani, la bebe se come todo eso. Nuestra gordita es bien glotona. No me tragué ese cuento. Y cómo sé yo que esas hamburguesas no se las van a comer Melina y tú. No, solo llévate una caja. Estoy seguro de que el resto de hamburguesas son para ti y tu chica y yo no estoy dispuesto a gastar mi plata alimentándolas a ustedes. Ustedes viven juntas y son una pareja, así que, si quieren comer, coman con su plata. La plata que gano es para mi hija, no para parásitos. Comprensiblemente, se alteró. Devolvió las hamburguesas y me dijo que ya no quería nada, que me fuera a la mierda, que era un tacaño de porquería. Que tu hija se muera de hambre, entonces. Agarró el carrito y lo empujó hacia la salida. La llamé. La seguí. La sujeté del brazo y le ofrecí disculpas. Lo siento, no quise decir lo que dije. Llévate las hamburguesas que desees. Supliqué. Prefería que se llevase cien cajas de hamburguesas, pero que mi bebe pudiese disfrutar de al menos veinte. Tras un buen rato, la convencí.

Pagué las compras. Además de las hamburguesas, llevó quesos y salchichas. La bebe pidió que fuésemos al Kentucky. Fuimos al del segundo piso. Compré unas alitas, unas piezas de pollo, una caja de papitas y unas gaseosas. La bebe devoró sus papitas y las nuestras. De aquí ya no me vuelves a comer más comida chatarra, ¿me oíste?, la amonestó su mamá. Me jodía que le desinflasen la diversión a mi hija, pero convenía permanecer callado; mi esposa explotaba ante el menor cuestionamiento a su autoridad.

La bebe empezó a corretear por entre las mesas. Mi esposa y yo permanecimos sentados. Yo vigilaba los movimientos de la bebe. ¿Estás con otra mujer? Y a ella, qué mierda le importaba. ¿Por qué me preguntaba eso? Porque eres un idiota y se te nota clarito cuando andas detrás de una mujer. Pobre de ti que embaraces a alguien. Ahí sí que te friegas y jamás vuelves a ver a mi hija. Se levantó del asiento. ¿Sabes qué?; mejor me voy. Me enferma verte la cara. Llamó a la bebe. Vámonos, hijita. Traté de detenerla. ¿Qué era lo que tenía? ¿Por qué se ponía así? ¿Qué no te das cuenta? Me arreglé bien para verte, para salir en familia con la bebe, y tú lo que haces es ignorarme todo el tiempo. Estaba loca. No cabía duda. Había que darle por donde le gustaba y calmarla. La abracé. Le volví a ofrecer disculpas. Le dije que el trabajo me tenía distraído. Le dije que la quería mucho. ¿En serio? Me abrazó. Acercó su boca a la mía y nos besamos. Me dio gusto devolverle los cuernos a Melina.  

Las llevé en un taxi a casa. Todavía nos besamos un par de veces más dentro del vehículo. Ya en los alrededores del vecindario, cortamos los besos. Mi esposa miraba inquieta a través de las ventanas.

La bebe no quería que me fuese. Quédate, papi; sube conmigo. Vamos a jugar. La abracé. Contuve las lágrimas. Melina apareció en la ventana. Sube un rato, si deseas, me dijo. Me invitaba a pasar a mi propia casa. Decliné amablemente la oferta. Adiós, Daniel, gracias, dijo mi esposa, y subió tras la bebe.

Caminé hacia el paradero de Tingo María. Lloré lo que había reprimido.