domingo, 29 de enero de 2017

El solitario de Zepita - Capítulo 13

Del jueves 22 al viernes 23 de setiembre del 2016

Oh, dark grin, he can’t help, when he’s happy looks insane.


Pearl Jam – Even Flow

                                      Fuente: https://www.youtube.com/watch?v=CxKWTzr-k6s
                                                       PearlJamVEVO

Pensó encontrarme gordo y derrotado. Estás flaco, me dijo. Mucha paja, seguramente, agregó. Me la corro todos los días, sin falta, le confirmé. Caminábamos por Alfonso Ugarte. Pero flaco, flaco no estoy, huevón, le dije. Qué más quisiera yo, continué, repitiendo a Machado. Enrique sí que estaba gordo. No era el mismo de la universidad; ahora, tenía la cara redonda, los ojos más pequeños y la espalda encorvada.

Le propuse trabajar en una de las mesas de El Chanchito. Pero vamos a tu cuarto, pe, protestó, al ver que el lugar que le señalaba no le parecía del todo seguro. Mi cuarto es una ratonera, huevón; acá está bien. El Chanchito tenía libres sus seis mesas. Ocupamos una. ¿Quieres algo? Enrique sacó su laptop de la mochila. Se cagaba de miedo. No, nada; estoy misio, contestó. Yo tampoco quería nada; me había acostumbrado a pasar las noches en ayunas. Revisé mis bolsillos. También estaba misio; solo tenía una moneda de cinco soles. Había olvidado la billetera en el cuarto. ¿Quieres una gaseosa? Aceptó. Una gaseosa, por favor, pedí.

Me explicó las dudas que tenía con respecto al modelo. Más que dudas, eran grandes vacíos teóricos y prácticos. Me había comentado que debía presentar el trabajo muy temprano al día siguiente. Pero si te falta bastante, observé. Ya qué chucha; voy a terminarlo como pueda con lo que me orientes. Total, me están pagando una miseria por esta chamba, alegó. ¿Este no es el proyecto de Samuel Dicente? ¿De una mina colombiana? Se le abrieron los ojos. Sí, ¿cómo sabes? Le conté la historia.    

Media hora después, cerró El Chanchito. Fuimos a mi cuarto. Contra lo que creí, Enrique pudo trabajar cómodamente. Se fue cerca de las once de la noche. Resolvimos sus principales dudas, pero aún le faltaba mucho para terminar el proyecto. ¿Terminaría a tiempo? Ya veré qué chucha hago. Total, el huevón de Samuel me dio esta chamba a última hora y, encima, me quiere pagar una mierda.

Lo acompañé al paradero. Tomó un taxi. De regreso en el cuarto, me tiré en el colchón y traté de engancharme, sin éxito, con una novela. Pensé en Rosario. La llamé. Estaba tranquila. Al parecer, había olvidado el incidente con Karina. Veía El Rey León en la tele. Esta película siempre me recuerda a mi papá, me confió, la voz nostálgica. Su padre falleció cuando ella tenía doce años. Nunca se recuperaría de esa pérdida. Así que déjame tranquila, Daniel. Voy a seguir viendo mi película. Suerte con tu puta. Rosario no lo sabía, pero al día siguiente me vería con esa puta.

Antes de montarme en la bicicleta, le escribí a Karina. ¿Vienes hoy? Esperé un par de minutos antes de empezar a manejar. Claro, amor, contestó. Guardé el celular y manejé tranquilo.

En la cuadra once del jirón Chota, me topé, como todas las mañanas, con el escuadrón de limpieza de la Municipalidad, hombres y mujeres en uniformes anaranjados, que empuñaban largas escobas y arrastraban altos tachos de basura. Llegaban a su base. Se pondrían sus ropas de civil y viajarían a casa en el transporte público. Sus rostros eran sanos, incluso alegres, jamás resignados. Verlos me enseñaba que no había que quejarse, porque ni los que le quitaban la mierda a la ciudad lo hacían.

domingo, 15 de enero de 2017

El solitario de Zepita - Capítulo 12

Jueves 22 de setiembre del 2016

“Estando hoy suplicando a nuestro Señor hablase por mí, porque yo no atinaba a cosa que decir ni cómo comenzar a cumplir esta obediencia, se me ofreció lo que ahora diré, para comenzar con algún fundamento: que es considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay muchas moradas.”

Santa Teresa de Ávila – Las Moradas Del Castillo Interior

Media hora después, llegó Patricia. La saludé. Fue al baño y salió al cabo de un par de minutos; el cabello húmedo, los rulos brincando con cada paso. Me gustaba, pero con cautela. Me atrevería a besarla solo si detectaba que le entraba a la huevada, al coqueteo. Mientras tanto, me dedicaría a trabajar. No tenía ningún apuro.  

¿Dónde almuerzas? Estaba parada bajo el pórtico que comunicaba su oficina con la mía. Estábamos solos. Jean Carlo solía aparecerse por las tardes; era su empresa y podía llegar cuando le diera la gana. Victorio se había retirado muy temprano; no era el dueño, pero actuaba como si lo fuera. En un chifa, aquí enfrente, cruzando la pista, le dije. ¿Puedo acompañarte?, preguntó. Hoy no pude traer mi comida, agregó, como excusándose. Solía almorzar en el kitchenet de la oficina. Todas las mañanas, guardaba su táper en la refrigeradora. 

La china del chifa ya me conocía. Sabía perfectamente mis pedidos: arroz chaufa y sopa wantán. Pero no sabía los de Patricia como sí los de Rosario, quien me había acompañado en más de una ocasión. ¿Qué le sirvo, señorita? Patricia examinó la carta. A un lado de la mesa, aguardaba la china. No llevaba ni libreta ni lapicero; todo lo registraba en la memoria. Era una mujer bastante hábil.

Eligió un arroz chaufa. Lo demás está muy caro, susurró. ¿Estaba segura de que solo un chaufa? , volvió a susurrar. ¿Y qué le parecía un tipacay?  Buscó el precio del tipacay en la carta. Se le abrieron los ojos. Muy caro. Aunque le hubiera gustado probarlo. Entonces, prueba el tipacay, la animé. Pero no me va a alcanzar, replicó. No te preocupes; yo te invito. Tú me invitas otro día. Una vez oídos los pedidos, la china voló a la cocina.

Los platos llegaron rápido. Pedí una Inka Kola heladita de medio litro. ¿También quieres una Inka? No; prefería una botella de agua mineral. Las gaseosas hacen daño.

Le eché dos cucharadas de ají a la sopa, tal cual aprendí de Rosario. El líquido, que humeaba, se tiñó de amarillo. Mojé la punta de la cuchara y la probé. Me quemó. Aparté el tazón de sopa y acerqué el chaufa. No podía esperar más. Me cagaba de hambre. Hundí la cuchara en el montículo de arroz y me la llevé a la boca. ¿Qué haces?, me detuvo Patricia. Primero, tenemos que rezar. Debemos encomendarnos a Dios y darle las gracias por los alimentos. Imité la postura que adoptó. Entrelazó sus dedos y apoyó la frente en ellos. Cerró los ojos. Padre celestial, te damos las gracias por estos alimentos que vamos a tomar. También, te agradecemos por concedernos otro día más de vida, rodeados de las personas que más queremos. Por favor, danos fuerzas para persistir en tu fe y continuar tu apostolado. Amén. No se persignó. Yo sí. Empezó a comer. Está muy rico, dijo, tras probar el tipacay.

Patricia era mormona. Sus padres la bautizaron en el catolicismo, pero no se preocuparon por inculcarle los ritos propios de esa religión. Patricia, entusiasta natural de la justicia social, asistió por cuenta propia a la iglesia. Halló demasiada hipocresía. Al terminar el colegio, se afilió a un culto evangélico. Formó parte del coro de la secta.

En el coro, conoció al chico que la embarazaría. Dejó de concurrir a los cultos por encontrarlos menos interesantes que las salidas que le proponía el futuro padre de su niña.

Fue en casa de una tía de su novio donde Patricia quedó preñada. Hasta esos detalles me relató. Yo la escuchaba con atención. El tipo la abandonó al poco tiempo. Se desentendió de ella y de la niña, que apenas tenía tres meses en el vientre de Patricia. No se apareció más. Se esfumó. Patricia no intentó buscarlo. Se refugió en su fe, pero, sin un templo al cual acudir, se sintió indefensa. En esa búsqueda de apoyo, se hizo mormona. Los ritos de este último credo le sentaron perfectamente. Los mormones le brindaron aquello que Patricia siempre buscó: pureza corporal y espiritual. Se le prohibía beber café, té o licor. Eran drogas condenables que, aún en mínimas proporciones, pudrían el cuerpo. También, debía conservarse pura hasta el matrimonio. Sus pensamientos debían girar en torno a Dios. Se prefería que su futuro esposo también fuese mormón; ello evitaría el peligro de apartarse del credo de la salvación.

¿Y tienes enamorado?, le pregunté. , respondió, y también es mormón. Es más, nos vamos a casar en diciembre. La felicité, que era lo que las convenciones dictaban ante tal clase de noticia. ¿Hace cuánto tiempo que son enamorados? Sacó la cuenta. Iban a cumplir un año. ¿Y tan rápido se van a casar? Sí. ¿Y en ese año no han hecho nada de nada?, me atreví. Sonrió. Me palmeó el hombro. No, no había pasado nada. Se mantenía casta, tal como lo disponía la iglesia mormónica. Qué raro, insistí; uno, al fin y al cabo, es de carne y hueso. No veo nada de malo en que una pareja haga el amor antes de casarse. Me la imaginé tirando conmigo, sacándole la vuelta a su fe y a su futuro esposo. No, por supuesto no hay nada de malo; pero mi novio y yo tratamos de vivir de acuerdo con lo que ha dispuesto Dios. Sí nos damos algunos besos; pero cuando sentimos que la situación puede pasar a mayores, cada uno se va a su casa. Fingí sorpresa: ¿Qué? ¿No conviven? No; ella y su hija vivían en la casa de una tía, y él, en la de su mamá. Muy mal, muy mal, observé. Te aconsejo que convivan. Es la única forma de conocer a la persona con la que te vas a casar. Le conté de mi fallida experiencia matrimonial. Conocí a mi esposa en noviembre del 2011. La embaracé en junio del 2012. Nos casamos en octubre de ese mismo año para terminar en la calle, por infiel, cuatro años después. ¿Veía? Nos habíamos casado sin conocernos, sin haber vivido lo necesario. Dijo que eso no le pasaría a ella, porque el Espíritu Santo fortalecía su relación.

Oye, me dijo, vi que tienes tatuajes. La Inka Kola helada era el perfecto complemento de un buen arroz chaufa. Sí, tengo los brazos llenos de rostros de escritores. Quiso saber por qué. Me remangué los puños de la camisa y le mostré los rostros que quedaron descubiertos: Palma y Bayly, en el derecho; Zweig y Maupassant, en el izquierdo. Y por aquí, señalé las partes todavía cubiertas, tengo más. ¿Pero por qué escritores?, volvió a preguntar. ¿Te gusta leer? Por supuesto, pero los tatuajes eran parte de una estrategia publicitaria para cuando publicase mi primera novela. ¿Escribes? ¿Qué escribes? Las cosas que me pasaban. ¿Te pasan cosas interesantes? No muchas. Desinteresada en el tema de mi novela, reincidió en los tatuajes. Los mormones prohibían los tatuajes. El cuerpo del hombre es el templo de Dios, es Su hogar. Por eso, siempre debemos mantenerlo limpio. Imagínate que tienes tu casa y la pintas de blanco, y al día siguiente alguien te la garabatea, no te gustaría, ¿no? Refuté su ejemplo. Sí, pero hacerse un tatuaje no es dejarse garabatear cualquier cosa por alguien; es dibujarse algo que tú siempre has querido llevar en el cuerpo. Se supone que es un adorno y no un dibujo mal hecho o impuesto. Igual que en una casa, uno pone cuadros y pinturas para adornar las paredes. Patricia no supo qué decir. Fue raro, generalmente, yo perdía las discusiones con cualquiera. Lo usual era quedarme callado y sin respuesta, y ésta solía ocurrírseme varias horas después de terminada la discusión.

Más tarde, corrigiendo el texto de McPhilips, me cayó un mensaje de Enrique Bruces. Enrique había sido uno de mis pocos amigos en la universidad. Era un tipo generoso. Siempre que íbamos a chupar, empleaba las pocas monedas que tenía en la compra de trago. Muchas veces, se quedaba sin dinero con que regresar a su casa. No le quedaba otra que dormir en el parque enfrente de la universidad.   

No lo veía desde la ceremonia de mi casamiento. La reunión terminó al poco rato de empezada; Enrique, bastante bebido, reaccionó ante las provocaciones de uno de los tíos de mi esposa, que también estaba hasta la madre de borracho.  

A Enrique le urgía verme. Yo sospechaba el motivo de la urgencia. La historia iba así: El jefe que mi hermano y yo tuvimos en VISA, Villanueva Ingenieros S.A., Samuel Dicente, me había llamado hacía tres meses, cuando mi consultora tenía dos de creada. Le pareció estupendo que hubiésemos fundado una empresa dedicada al rubro en el cual nos habíamos especializado: la ventilación de minas. Quiso ser socio de la consultora. Por aquellos días, Miguel, mi hermano, realizaba un trabajo de consultoría en una mina de Cerro de Pasco. Le comenté la idea de Samuel. Le pareció que su incorporación le traería bastantes clientes a la empresa. Se suponía que Samuel tenía contactos en la minería. Yo, sin embargo, albergaba ciertos temores. Samuel había sido gerente en VISA. Era lógico que también buscara serlo en nuestra consultora. Y no era que me importasen demasiado los cargos, sino que si alguien que no era ni mi hermano ni yo ocupaba un puesto gerencial en la consultora se sentiría con pleno de derecho de ir dando órdenes. Samuel me citó en varias ocasiones para tratar los temas legales de su anexión a la empresa. En cada reunión, me comentaba los planes que tenía para gestionar la consultora. Decía que le inyectaría una cantidad importante de dinero para convertirse en socio principal y dueño. Además, nos conseguiría una oficina en la que tendríamos que reunirnos, como mínimo, una vez por semana. El local era propiedad de su mamá. Todas esas medidas atentaban contra el espíritu original de la empresa que fundé caminando bajo un sol inclemente, los huevos y los pies sudándome sin tregua.

Mi hermano asistió a una de las últimas reuniones propuestas por Samuel. Rápidamente, cambió de parecer. La anexión de nuestro antiguo jefe eliminaría nuestra libertad. Terminaríamos siendo sus esclavos. Entonces, nos pusimos de acuerdo: alguien tendría que decirle que se cancelaba su incorporación. El encargo recayó en mí. Le comuniqué nuestra decisión por correo. No me hubiera atrevido a decírselo por teléfono; mucho menos personalmente. Samuel entendió.   

Sin embargo, en uno de nuestros pasados encuentros, Samuel nos comentó que un amigo suyo, que trabajaba en una mina colombiana, le pidió que evaluara su sistema de ventilación. Voy a necesitar, nos dijo a mi hermano y a mí en una sanguchería de La Victoria, que me ayuden con el modelamiento en el software. Luego del correo que truncaba su anexión a nuestra consultora, no volvió a mencionar el proyecto colombiano. No volvió a decir una palabra de nada.

Deduje que Dicente había contratado a Enrique para que le ayudase con el proyecto. Enrique, que no sabía mucho de modelamiento, requería mi apoyo. Me pareció lógico y evidente. Acepté reunirme con él. No me confirmó las sospechas. No dijo nada de Dicente. ¿Dónde nos encontramos?, preguntó. En el cruce de Zepita con Alfonso Ugarte, en el Centro de Lima, le respondí.

Dieron las seis y salí de la oficina. En dos horas, me encontraría con Enrique. Lo ayudaría sin pedirle nada a cambio. Era lo menos que podía hacer por alguien que arriesgó todas sus monedas en pos de unas botellas de ron que tomábamos luego de las clases en la universidad.