domingo, 5 de febrero de 2017

El solitario de Zepita - Capítulo 14


Viernes 23 de setiembre del 2016

“Todos mis huesos son ajenos;
yo tal vez los robé!
Yo vine a darme lo que acaso estuvo
asignado para otro;
y pienso que, si no hubiera nacido,
otro pobre tomara ese café!”

César Vallejo – El Pan Nuestro

O sea que cuando te digo que me dejes en paz, ¿lo haces y ya? ¿No te esfuerzas por recuperarme? Había varios mensajes iguales a esos en el celular. La llamé.

¿Qué tienes, Rose?, le dije. Nada, solo que ya entiendo por qué te dejó tu esposa y por qué te botó de la casa. No eres un hombre que valga la pena. Eres un mentiroso. No me defendí. Dejé que se desahogara. Un cínico; cuando estamos en la cama me dices que me amas. ¿Por qué, Daniel? ¿Por qué decirme algo que no sientes? Era mi naturaleza. Cuando tiraba, sin el “te amo”, no se me venía la leche.

Escuché sus reproches mientras continuaba con la revisión del texto de McPhilips. Unos minutos después, se le agotaron las municiones. Aproveché el momento para conciliar. No peleemos, ¿sí? ¿Te parece si nos vemos mañana? No éramos rencorosos. Nos parecíamos en eso. Aceptó mi propuesta.

Faltaba poco para la una de la tarde. Tenía la mitad del libro corregida. Debía leer línea por línea buscando el mínimo error. Los ojos me terminaban lagrimeando. Pero era mi nombre el que figuraría en el libro como el responsable de la traducción; debía asegurarme de que fuese impecable.

Era hora de almorzar. Cerré la laptop y salí. Patricia estaba parada bajo el umbral de la puerta que daba al patio. Miraba algo. Jean Carlo y Venancio, el vigilante del local, daban vueltas alrededor de la camioneta del primero, como inspeccionándolo. Ay, Jean Carlo es bien distraído, me explicó Patricia. Dejó sus llaves dentro de la camioneta. Ahora no saben cómo abrirla sin romperle las lunas. El dueño del carro de atrás quiere salir y no puede. La camioneta de Jean Carlo bloquea el paso. Algunos obreros de la oficina vecina observaban, risueños, la escena. Uno de ellos, que llevaba una Stillson en la mano, sugirió, medio en broma, romper las lunas. Jean Carlo le arrebató la llave y la estrelló contra el vidrio de la camioneta. Nada. El golpe solo le remeció los huesos del brazo. Tranquilo, no te apures. Déjame intentar un truquito, le dijo Venancio.

¿Vas a almorzar?, dijo Patricia. , le contesté. ¿Te acompaño? Esta vez traje algo de dinero. Hoy tampoco traje táper.

Por alguna razón, caminábamos muy juntos, como si nuestros cuerpos se atrajesen, sin que ello no nos importase. Ya cruzada Guardia Civil, mi mano topó accidentalmente su cintura. Nadie dijo nada.

La tarde se me fue revisando la traducción de McPhilips. Cerca de las seis, alguien llamó a la puerta. Dos tipos buscaban a Jean Carlo. Patricia los condujo a su oficina. Luego de un rato, se acercó a mi escritorio. Qué pesado; Jean Carlo quiere que les prepare café a esos viejos. Y yo no tomo café. Ya le he dicho que no cuente conmigo para eso. Pero, bueno, hasta que se dé cuenta de que no sé hacerlo, ¿me ayudarías? La máquina de café de Jean Carlo era el juguete favorito de Victorio. También aprendí a usarla, aunque tomar café no era lo mío. Ok, te ayudo. Vamos.    

Mamá y papá me pagaron una costosa universidad para que terminase sirviéndoles café a un par de pezuñentos con ínfulas de grandes empresarios. 

¿Qué te ha pedido?, le dije. Un americano y dos capuchinos, contestó. Ya, listo, no hay problema. Ahorita los hacemos. Nos reímos. Reunió los ingredientes en la mesa: agua, azúcar, café, leche, papeles filtrantes, tazas, cucharitas. Empecé la preparación. Era muy fácil. Hice algunas payasadas para arrancarle unas cuantas risas y relajarla.  

Dispuse las tazas en fila para que Patricia les echase las cucharadas necesarias de azúcar. ¿Cuántas pongo? Yo solía ponerle tres a las mías. Puso tres en cada taza y revolvió. Sacó una cucharada del capuchino y me la acercó. Prueba; por mi religión, no puedo tomar ni una gota. De algún modo, había logrado que me tuviera la confianza suficiente como para darme cosas en la boca. Probé. Está rico, le dije. Me abrazo. Ay, gracias, gracias. Te debo una. Estábamos a un beso de distancia. Nos miramos los labios. ¿Era la señal de que ella también le entraba a la huevada? ¿Y si la besaba?