domingo, 28 de mayo de 2017

El solitario de Zepita - Capítulo 19


Del martes 27 al miércoles 28 de setiembre del 2016

“Junto a su cabeza, un ángel aparece inclinado:
espía los susurros de un corazón inocente”

Arthur Rimbaud – El Ángel Y El Niño

No recordaba qué le había escrito; pero estaba seguro de que no habían sido cosas del tipo “quiero lamerte la vagina” o “quiero chuparte las tetas”. Las conversaciones con Daniela eran cortas; unos saludos apenas. Pero eso no le importaba a Rosario. Ella no quería que tuviera ninguna comunicación con Daniela, Karina, o alguna otra ex enamorada. Sabía que si yo conversaba con ellas era porque quería tirármelas. Tú no sabes tener amigas, Daniel. Quieres tirar con todas, por más que Daniela sea una enana sin gracia y Karina, una chola gorda y fea.   

¿Desde cuándo quieres verte con Daniela? Estaba furiosa. Por favor, no vayas a tirar mi celular. No tengo plata para comprarme otro. No supe qué otra cosa decir. Mientras no tuviera una pista de lo que Rosario acababa de descubrir, no podía lanzar una mentira. Sus dedos estrujaron el teléfono. Se le quebró la voz. Yo me entrego a ti, te complazco en todo y tú con ganas de verte con Daniela. ¿Para qué la quieres ver, ah? Intuí que había visto los últimos mensajes; esos en los que Daniela y yo tratábamos de fijar un día para vernos. Tuve suerte. Si hubiese visto los mensajes de Karina, sin dudarlo, me hubiese estampado el celular en la cara.

Estoy cansada de ser buena contigo. No me mereces. Yo merezco a un hombre de verdad. Dejó mi celular sobre la mesa. Estoy cansada de amarte y de que tú me rechaces buscando a otras personas. ¿No te basto, Daniel?

Quise abrazarla, decirle algo, pero sospechaba que un acercamiento físico reavivaría su furia. Se sentó en el colchón. Tenía el rostro desencajado. Se puso el sostén y el hilo. Voy a dormir, dijo. Supongo que tú también, porque ya lograste lo que querías. Ya me utilizaste. No me vuelvas a tocar, por favor. No había rencor en sus palabras, solo decepción y resignación. Eso me dolió más. Rosario no sabía almacenar rencores. Era demasiado buena persona.

Antes de que sonara la alarma de mi celular, Rosario ya se vestía. Buenos días, Rose, la saludé. No me hables, por favor. Yo ahorita me termino de cambiar y no me vuelves a ver más. Ahí tienes a tu Daniela. No insistí. Permanecimos callados. ¿La puerta de abajo tiene llave? Le dije que no, que podía abrirse fácilmente. Se paró y caminó hasta la puerta del cuarto. Se fue elegantemente; sin dar portazos.

No había nada que hacer en la oficina. Continué depurando la traducción de McPhilips.

¿Almorzamos?, preguntó Patricia. Me llamaba desde su anexo. Eran casi la una. Fuimos al chifa. No le permití pagar su cuenta.

Dani, ayer me robaron el celular. Apoyó la cabeza en mi hombro. No supe qué hacer. Solo me mantuve quieto; no quería que malinterpretase cualquier movimiento como un signo de que me incomodaba tenerla en esa postura. ¿Cómo así? Había salido tarde de la oficina. Jean Carlo la tuvo llenando y corrigiendo unas facturas. ¿Jean Carlo? Pero si ayer no vino, le dije. Sí vino. Justo cuando estaba a punto de irme. Tú ya te habías ido. El novio no pudo recogerla porque tuvo un retraso en el trabajo. El tipo era cajero en un banco. Ese día, las cuentas no le cuadraron al cerrar su caja. Patricia tuvo que emprender sola el regreso a casa. Eran poco más de las ocho de la noche. Jean Carlo quiso pedirle un taxi, pero ella declinó. A una cuadra de su paradero, un mocoso le arranchó el celular. Y lo había sacado un ratito, no más; para ver la hora. Y en ese ratito me roban. Entre otras cosas, lo que más le molestaba del asunto era que se había quedado sin música. Su computadora en la oficina no tenía parlantes. Sin música, le sería difícil trabajar.

En la tarde, mensajeándonos, Rosario y yo nos reconciliamos. El tiempo la calmaba. Le estimulaba nuestros mejores momentos. ¿Puedo verte hoy?, me preguntó. La verdad; tenía muchas ganas de ver a mi hija. Acababa de acordar con mi esposa, en una conversación paralela, que pasaría por el departamento a las ocho y media.

Entendió. Sabía que si no veía a mi hija cuando me lo pedía el corazón, podía deprimirme. Entonces, ¿crees que podamos vernos en el mercado un ratito? Es que quiero entregarte algo. Se refería al mercado Santa Rosa, que estaba a dos cuadras de la oficina.

Media hora después, estábamos en el mercado. Fuimos a una juguería. Pedí un jugo de fresa. Rosario no pidió nada. ¿En serio? ¿No quieres nada? No quería nada. Quería verme porque le urgía darme una sorpresa. Pero con mayor razón, pues. Déjame invitarte un juguito para que no me sienta tan en deuda. Cedió. Ordenó también un jugo de fresa.

Quería entregarte esto. Abrió su bolso. Siempre cargaba un bolso diferente. Moría por los bolsos y los zapatos de taco. Tenía más zapatos de taco y bolsos que cualquier otra cosa. Siempre que hacíamos el amor, estrenaba zapatos. Mis favoritos eran los que dejaban al descubierto las uñas de sus pies. Le pedía que no se los quitara mientras tirábamos.

Me entregó un estuche negro. Dentro, había un lápiz, un lapicero, un marcador y un resaltador. Todos de la marca Staedtler. Para que sigas escribiendo con tu letra bonita, me dijo. Me sentí pésimo. Yo jugando con sus sentimientos y ella haciéndome regalos; regalos que, por otra parte, me gustaban. Los libros, o todo aquello que estuviese relacionado con los libros y la escritura, eran para mí excelentes regalos. Los voy a cuidar un montón, le dije. Fue una promesa sincera. Le aseguré que el sábado nos veríamos. Le recordé el concierto de Pantera. ¿Todavía hasta el sábado? No podía ser tan desconsiderado luego de esa muestra de bondad.  Entonces, mejor el viernes, corregí.

Antes de salir del mercado, nos detuvimos en un puesto de accesorios electrónicos: audífonos, celulares, tablets. Le pedí a la dependienta que me mostrase los parlantes para computadora más económicos que tuviera. Treinta soles, joven. El sonido es muy bueno. Pagué y me los llevé. Rosario no me preguntó por la compra. Intuyó que lo necesitaba en el trabajo. La acompañé hasta su paradero. Nos despedimos con un beso.

Toma, le dije a Patricia. Es para ti. No esperaba nada de mí, así que su curiosidad y su alegría sobrepasaron mis expectativas. Cuando sacó la caja de la bolsa, me abrazó. No había nadie en la oficina. Ahorita pongo la música, me dijo. Gracias, muchas gracias. Fui a mi escritorio sintiéndome una basura. Había gastado treinta soles en unos parlantes para alguien que no daba un carajo por mí y solo cuatro soles en un jugo para la persona que hubiera dado la vida por mí. Volví al libro de McPhilips. De fondo, sonaban las salsas de Patricia.