martes, 13 de junio de 2017

El solitario de Zepita - Capítulo 20


Del miércoles 28 al jueves 29 de setiembre del 2016

“Pero de lo que se trata es de hacer monstruosa el alma: ¡a la manera de los comprachicos, vaya! Imagínese un hombre que se implanta verrugas en la cara y se las cultiva”

Arthur Rimbaud – Cartas Del Vidente

En el bus al departamento de mi hija, recibí unos mensajes de Karina: Mark, el chibolo que la pretendía, y con quien ya había tirado en algunas oportunidades, había leído los mensajes de su celular mientras ella preparaba unos pisco sours en la cocina de su casa. Se había enterado de las visitas de su chica al cuarto de Zepita. Lloró. Por qué mierda me has hecho esto si yo te amo de verdad. Ella le aclaró las cosas: Quién chucha te has creído para controlarme. El tipo no se amilanó. Quería que Karina le negara lo que acababa de leer. Es un celoso de mierda, Dani.

Fuimos al Bembos de Plaza San Miguel. La bebe jugaba en la piscina de pelotas y mi esposa me contaba sus travesuras y progresos en el colegio. A la bebe le interesaban tres cosas en el mundo: las papitas fritas, los colores y las canciones en inglés.  

Dani, en el colegio me están pidiendo treinta soles para el disfraz de la bebe por el aniversario del colegio, ¿puedes ayudarme? Por supuesto que podía. Toma cincuenta, le dije. Si el gasto era para la bebe, con gusto lo cubría.   

Las llevé en un taxi a casa. La bebe entró corriendo en una librería. La seguimos. Papi, papi, quiero esos colores, por favor. Imposible decirle no.

Subió las escaleras, encantada con sus colores. Mi esposa y yo permanecimos en la puerta de rejas. Gracias por lo de hoy, Dani. La pasamos bien. Fijó sus ojos en mi boca y me regaló un beso demorado, pero corto. Cuídate mucho, se despidió. La relación con Melina parecía no estar del todo bien.

En el bus a Zepita, me cayó un mensaje de Daniela. ¿Qué haces, Chato? Nada. ¿Tú? Estaba en casa, sin mucho que hacer. Te invito un chifita, le dije. Estoy en Alfonso Ugarte. Aceptó. Media hora después, estábamos comiendo en uno de los tantos chifas de esa avenida. El arroz chaufa era una mierda. A ella tampoco le agradó lo que pidió. ¿No sientes que la comida tiene un sabor como a detergente? Putamadre. Tenía razón. Apartamos los platos y bebimos las gaseosas.  

La novedad era que estaba saliendo con un poeta. Se llamaba Johnny Reyes. Lo había conocido en la universidad donde ambos enseñaban. Salían, se besaban, tiraban, pero no podía asegurarme que fueran formalmente enamorados.

Hacía varios años, Johnny publicó un poemario. Daniela no recordaba el nombre del libro, pero señaló que recibió las mejores críticas de los entendidos en la materia. Lo proclamaron el renovador de la poesía rimbaudiana. Yo creo que eso lo mareó al Johnny, decía Daniela; se durmió en sus laureles y no ha vuelto a publicar. Él dice que está completando los poemas de su próximo libro, pero yo lo veo más borracho o drogado que escribiendo.   

Es un genio, decía Daniela. Yo no sé cómo hace ese hombre para sacarse unos versos tan alucinantes de la cabeza. Ambos eran profesores de Crítica Literaria en la UPC. En las reuniones, no puede faltar el Johnny. Sus amigos lo idolatran. Alucina que lo tratan de “maestro”. Y no lo dicen con cachita, ah. Lo dicen sinceramente. Y las mujeres, pucha, se le tiran a los pies; sobre todo sus alumnas. Ese hombre abre la boca y te enamora en una. ¿Era guapo? No, qué va a ser guapo. Es alto, sí. Tiene el pelo largo enrulado, que no sé con qué se lo cuida, porque lo tiene precioso. Es medio moreno, pero no es guapo guapo. Digamos que tiene su no sé qué. Pero con su verbo mata, Chato.

¿Y no le incomodaba a ella que las alumnas se le regalasen? Pucha, Chato, no sé. A veces me llama la atención que las chicas lo persigan. Pero desde que estamos juntos, he notado que las rechaza y se guarda para mí.

Hablamos de mi cuarto, de mi mudanza, de mi novela. Le interesaba conocer el lugar donde había vivido Eguren. Solo por eso me gustaría conocer tu cuarto, Chato; no creas que va a pasar algo entre nosotros. Yo ya te conozco. Te cuento que Johnny es fanático de la poesía de Eguren. Si él tuviera plata, se lo tatuaría en el pecho. Para Johnny, Eguren es el poeta niño, el poeta que ve el mundo, lo bueno y lo malo del mundo, con candor. Les devuelve a las cosas la mirada de la inocencia.

Terminamos las gaseosas y pagué la cuenta. Caminamos a su casa. Vivía a algunas cuadras de Alfonso Ugarte. No insistí con lo de visitar mi cuarto. Ya se presentaría la ocasión. Regresé a Zepita escuchando Doble Nueve. Era la hora del rock clásico. Caminé hasta la Plaza Dos de Mayo para entrar luego por Peñaloza. En esa calle, solo había un par de chicas hermosas; tetas como pelotas y culos descomunales. Pero no estaba de ánimos.  

Subí las escaleras y entré a mi cuarto. Quise escribir, pero aún no recuperaba mi laptop. ¿Cuándo chucha me la tendrían reparada? Me desvestí y me tiré en el colchón. Recibí un mensaje. Era Rosario. Amor, para mañana te tengo una sorpresita. Sueña conmigo, ¿sí?