miércoles, 13 de septiembre de 2017

El solitario de Zepita - Capítulo 23


Del sábado 01 al domingo 02 de octubre del 2016

Madrugada. La chica al fin revienta
En sollozos, lujuria, pugilatos;
Entre olores de urea y de pimienta
Traza un ebrio al andar mil garabatos.

César Vallejo –Terceto Autóctono

El concierto había terminado. Salí empapado. Rosario se había tomado cuatro chilcanos. Quería continuar bebiendo. Yo también. Las cervezas que me invitó las había sudado en el concierto.

Busquemos algún lugar. Es sábado y estamos en el Centro, me dijo. Caminamos deprisa. Rosario sabía que me cagaba de miedo; podíamos toparnos con algunos de los locos que había insultado el día anterior.

Nos metimos en el bar del hotel Bolívar, famoso por sus piscos sours. Hay que tomarnos un chilcano, dijo Rosario. ¿Otro? Te has tomado varios en el concierto, le recordé. Yo invito, contrarrestó. Pidió dos chilcanos. Conversamos. Un chico me estuvo coqueteando en el concierto. Estaba hermosa. Ella sabía que sus historias de seducción me arrechaban. Era un chico blancón; muy diferente de los cholos con los que te mezclabas. Me preguntó si estaba sola. Le dije que había venido con un amigo. “¿Y dónde está tu amigo?”, me preguntó. “Ahí, en primera fila”, le contesté. La animé a continuar su relato.

Me invitó un chilcano, pero no se lo acepté. Le dije que yo misma podía pagarme mis cosas. Me dijo que le gustaban las mujeres independientes y lindas. Me gustaba su cabello. Era medio castaño y enrulado. Lo tenía larguito. Conversamos mucho.

¿Cómo así no te vi con él?

Porque tú estabas adelante, saltando y gritando como un loco.

Le hubieras sacado el número, pues. ¿Y si ese chico era el amor de tu vida?

Rosario hizo una mueca apenas perceptible, pero contundente. Le jodía que la entregara fácilmente a los brazos de otro. Ella quería que me encabronara, que la celara, que le preguntara quién carajos era ese huevón que la había estado gileando, quién, quién, para sacarle la mierda. Con un sorbo más de su chilcano, se tragó el sapo y saltó a otro tema.

Me faltó contarte algo sobre el robo de tu celular.

Le dije que, si se trataba de alguna otra estupidez que había hecho, prefería no saberlo. Ya bastante trabajo me estaba costando olvidarme de todo aquello; mejor dicho, de todo lo que ella me había revelado, porque, hasta ese momento, aún no recordaba nada de nada.

No. Tiene que ver con encontrar a la persona que te robó el celular. Es más, creo que existe la posibilidad de que puedas recuperarlo.

¡Mierda! Eso sí que me interesaba. Ya tenía un nuevo celular. Había recuperado mi antiguo número. Rosario me había ayudado con los trámites durante la mañana. Pero recuperar mi viejo celular era lo que realmente me aliviaría. En él estaban almacenados todos los vídeos sexuales que protagonizamos Rosario y yo. Mi miedo era que esos videos se divulgasen o, peor aún, que alguien me chantajease con enseñárselos a mi esposa. Si ella los veía, me olvidaría de mi hija para siempre. Ella se encargaría de eso, de alejarla de mí.   

Luego del robo, caminamos hasta tu cuarto. Un chico estaba sentado al pie de la puerta de una de las casas vecinas. Me dijo que sabía quién te había robado. Lo había visto todo. Tú estabas a mi lado, como dormido. Las baterías se te habían acabado. Ni siquiera estabas consciente de que te habían robado. Era como si, al doblar la esquina, el asunto se te hubiese olvidado.

¿Qué te dijo el pata?

Me dijo que te robó una chica conocida como “la carnada de la Sara”.

¿La carnada de la Sara? ¿Qué mierda es eso?

Supuestamente, es una chica que trabaja para una tal Sara.

¿Y cómo vamos a ubicar a esa chica o la tal Sara? Tú, que tienes buena memoria, ¿te acuerdas de la cara de la chica? Si la tuvieras enfrente, ¿la reconocerías?

Claro que la reconocería. Yo nunca olvido una cara.

El chico le dijo que me había visto varias veces por la cuadra. Le preguntó si yo era inquilino de Jaime. Ella le dijo que sí. El chico inspiraba confianza. El colorao sabe quién es la carnada y quién es Sara, le dijo el muchacho. El colorao era Jaime.  

Jaime conoce a todas las chicas que estuvieron esa noche. Sara es como que la mami.

¿Y esa tal Sara estaba ahí esa noche?

No, no estaba. Solo estaban las chicas de Sara. Pero la que te robó es como que la más allegada a ella. El chico, muy amable, me dijo que le hablaría a Jaime para que trate de recuperar tu celular. También me dijo que todos en el barrio saben que nadie se puede meter con los inquilinos de Jaime. Es como una ley. Me dijo que a la Sara no le va a quedar otra que devolverte el celular.

Volví a sentir pánico; mis vídeos sexuales podían hundirme en cualquier momento. Estaban en las manos más inescrupulosas del mundo.

Salimos del bar y buscamos una discoteca. Llegamos a una en el cruce de Camaná con Quilca, en la esquina opuesta a la del Queirolo. Un tipo alto, moreno, de camisa a rayas, parado a la puerta, invitaba a los transeúntes a pasar. Adelante, adelante, precios de inauguración.   

La cerveza era barata. Yo invito las dos primeras, le dije a Rosario. Nos acomodamos en una de las tres mesas disponibles. Antes de pedir las chelas, Rosario me encargó su bolso. Debía ir al baño. En la mesa de enfrente, un tipo blancón, de casaca de cuero, bebía con un par de mujeres gordas. Fumaban. Cada tanto, soltaban potentes carcajadas. El tipo, sin embozo alguno, no dejaba de mirarme. Tenía la pinta de ser cabro. Rosario salió del baño y ocupó su asiento, dándoles la espalda al grupo del tipo de casaca. Fui por las chelas.  

Terminadas las cervezas, cogí una botella vacía y me puse a cantar. Sonaba un tema de Soda Stereo. La gente bailaba. Rosario, luego de asegurar su bolso, se paró a mi lado y empezó a moverse delicadamente.

Cuando pusieron Your Love, de The Outfield, extremé mi performance. Me sabía la letra de memoria. The Outfield era una de mis bandas favoritas. Mucha gente dejó de bailar y empezó a aplaudirme. A media canción, se me acercó el tipo de casaca. Cantas muy bien, me dijo. ¿Perteneces a alguna banda? Negué con la cabeza y seguí cantando. El tipo permaneció cerca de mí, observándome. Algunos patas me acercaban vasos de cerveza, felicitando mi desenvolvimiento. Una de las amigas del tipo de casaca se acercó a Rosario y le dijo algo al oído. Rosario le contestó de la misma forma, al oído. Luego, la gorda se acercó a mí. ¿Puedo bailar con tu amiga?, me preguntó. Sí, no hay problema, le dije. La otra gorda, sin que me hubiese dado cuenta, se me acercó por detrás, me cogió de la cintura y me estampó un beso en la cara. Regresó a su sitio cagándose de la risa, acompañada del tipo de casaca.    

Ya no podía estar ahí. La gente se había amontonado en torno a mí. Además, tenía a la gorda del beso pegándoseme; el cabro de la casaca observándonos desde su asiento, fumando un enésimo cigarrillo. Rosario bailaba cómodamente con su nueva amiga, muy cerca de mí. De rato en rato, me miraba, divertida. La gorda trataba de enamorarla. Rosario recibía los cumplidos con amabilidad. Tu enamorado tiene suerte, le dijo. No es mi enamorada, me entrometí. Está libre, añadí. Rosario me traspasó con la mirada. No le gustó nadita que la ofreciera así, como si me importase un carajo.

Siguió una canción de El Tri. Dejé la botella sobre una mesa y me senté. Nunca me gustó El Tri. La gorda le dejó un beso a Rosario y regresó a su sitio. Eres hermosa, alcanzó a decirle. Cinco minutos después, se entrometió en nuestra mesa. Nos propuso, como si fuésemos amigos de toda la vida, que nos mudásemos a La Jarrita. ¿La conocen? Está aquí, no más, en la siguiente cuadra de Camaná. El cabro y la otra gorda se unieron a la invasión. Insistieron con ir a La Jarrita. Ya era mucha huevada. Me había molestado lo conchudos que eran. Tomé de la mano a Rosario y me paré. Gracias, pero nosotros nos vamos. Rosario cogió su bolso y salimos. No se vayan, no se vayan; conversemos, dijo el cabro.

Unos metros antes de llegar a Wilson, Rosario estalló. Ahora me acuerdo de La Jarrita. Tú la mencionas en tu novela. Entonces, existe; es real. ¿Has estado ahí, Daniel? Has tirado con cabros, entonces. Por supuesto que no. Conocía La Jarrita. Había estado ahí, sí. Pero investigando para la novela. No había tirado con nadie, Rosario. No se creyó mis mentiras. Dime la verdad, por favor. Podrías estar enfermo. Podrías contagiarme algo. Eso sí que no. Siempre usaba condón. Esto, obviamente, no se lo dije. Empezó a llorar. Procuré tranquilizarla. Caminó más aprisa. Me obligó a correr detrás de ella. Le pedí que se calmara, que no pensara huevadas.

Llegamos al cuarto y Rosario se quitó la ropa. Voy a dormir. No quiero que me molestes, dijo. Dejé las llaves, la billetera y el celular sobre la mesita blanca. No te voy a molestar, le dije. Solo quiero que te tranquilices, por favor. Voy al baño. Ya vuelvo. Fui al baño. Oriné. Oriné bastante. El chorro no paraba. Era relajante mear con tal potencia y duración. De pronto, alarmado, recordé haber dejado el celular a merced de Rosario. Carajo. Sin embargo, casi al mismo tiempo, reparé en que el celular era nuevo; no tenía conversaciones que ocultar. Continué meando. El chorro terminó por cortarse. Me sacudí el pene antes de guardarlo. No había peligro con el celular. Me lavé las manos y la cara. 

Encontré a Rosario con mi celular en la mano. Miraba la pantalla con repulsión. Alzó la vista y me clavó su indignación y su rabia. La escena se repetía, pero ahora no entendía por qué. Di un paso y ella me detuvo alargando el celular. Era una llamada entrante, en progreso; el nombre de Karina rutilando en la pantalla. ¿Para qué mierda me llamaba esa puta? Voy a decirle a esta perra que no te vuelva a llamar, gritó. Sí, contesta, dile eso, la reté. No me importaba que lo hiciera. Ya había tirado con esa perra. No la necesitaba. Es más, me hubiera gustado que Rosario le dijera un par de cosas a Karina. Lo que sí temía era lo que Rosario pudiera hacerme; que se alejara de mi lado definitivamente, por ejemplo. Contesta, contesta, insistí. Para que veas que esa perra no me interesa. ¿Ves? Ella es la que me llama; no yo. Podía adivinar que quería partirme la cabeza con el celular.     

Dudó. No supo qué hacer. Entonces, traté de arrebatarle el celular. Forcejeamos. Caímos sobre el colchón. Ella encima de mí. Contéstale a esa perra, contéstale, gritaba. Quiero que sepa que estás conmigo. La puta de Karina seguía insistiendo en el teléfono. Contéstale, carajo, ordenaba Rosario. Lloraba. Reuní fuerzas y me sobrepuse. Ahora, yo estaba encima de ella. La dominé con una mano y con la otra puse a buen recaudo el celular. Cálmate ya, le increpé. Estás gritando. Vas a despertar a los vecinos. Ahogó sus gritos, pero continuaba el llanto. Le dije que me quitaría de encima si prometía que dejaría de joder. Hizo un gesto que interpreté como una afirmación. Quedó tendida sobre el colchón; las hermosas tetas al aire, la vagina cubierta por el hilo negro. Se cubrió el rostro con las manos. El llanto se convirtió en un murmullo. Me senté en un extremo del colchón. Ya se le pasará, pensé. Me quité el pantalón y el bóxer, y me tendí. El colchón era tan grande que cabíamos los dos sin que nos tocásemos. Rosario se levantó y fue hacia la mesa. Acomodé la cabeza sobre mis brazos. Podía verla en su integridad. Me arrechaba la manera en que le colgaban las tetas; el hilo del calzón ocultándose entre las nalgas, lamiéndole el ano. Después de todo, terminaría tirando con ella, pensé. Luego de la tempestad, asomaría la quietud. Pero ¿qué mierda habría querido decirme la perra de Karina?  

Con una rapidez seguramente espoleada por su frustración, cogió mi celular, y huyó del cuarto. No lo dudé un segundo y, desnudo como estaba, corrí tras ella. Nuestros pasos retumbaron en todo ese segundo piso. Estaba seguro de que los vecinos aguardaban detrás de sus puertas, las orejas atentas a cada uno de nuestros movimientos, esperando por los insultos, los golpes y la sangre. Con un pie certeramente colocado, evité que se encerrase en el baño. Dame el celular, dame el celular, le dije. No, no, yo voy a llamar a la perra de Karina para decirle que no te vuelva a llamar nunca más. Con todas mis fuerzas, lancé el hombro contra la puerta. Rosario cayó contra el suelo del baño, el celular aún en la mano. Volví a forcejear con ella.  Luchamos al pie del wáter. Nada nos importaba. La adrenalina y el alcohol nos habían convertido en sus títeres. Voy a llamar a tu zorra, gritaba. Cállate, cállate, le ordenaba, sin levantar la voz. Eran suficientes sus gritos. Me van a botar de este cuarto por tus escándalos. La tomé del cuello. Quise ahorcarla. Los vecinos le irían con el chisme a Jaime y terminaría en la calle, sin cuarto y sin historias que contar, sin novela, sin nada. Quise presionarle el cuello, pero me contuve. Presioné, en cambio, su muñeca. Puse mucha fuerza. Recuperé el celular. ¿Por qué juegas conmigo, Daniel?, lloró, vencida, haciéndose un ovillo en el suelo cochino del baño.  

No tengo adónde ir, le dije, ya en un tono conciliador. No quiero que me echen de este lugar. Le tendí una mano. Vamos, le dije. Vamos a dormir. Ya es tarde.     

Rosario se cubrió con la colcha. Me eché a su lado. La abracé por detrás. Hacía unos minutos, el cuarto había sido un concierto de gritos; ahora, imperaba un silencio monacal. La abracé fuerte. Quise decirle que la amaba, pero, en esos momentos, aquello hubiera parecido un chiste de mal gusto.