miércoles, 28 de noviembre de 2018

El solitario de Zepita - Capítulo 35


Del lunes 14 al domingo 20 de noviembre del 2016

Why would you want to hurt me? Oh
So frightened of your pain
I'd rather be…
I'd rather be with…
I'd rather be with an animal.

Pearl Jam – Animal

Me gustaría comerte esa conchita, le dijo, las manos en las de ella. Puedo apostar que es rosadita. Déjame verla, por favor. Eran César Rengifo, conocidísimo escritor limeño, y Rosario, mi compañera, sentados frente a frente en una de las mesas cuadradas de ese bar en la cuadra tres de Colmena. Yo ocupaba uno de los lados neutrales de la mesa. Presenciaba los devaneos del escritor por conseguir el cuerpo de mi Rose. Llevábamos varias botellas de cerveza, inusuales para un lunes, pero suficientes para gatillar en Rengifo su lado natural, el rostro de un enfermo sexual.

Fue en el 2007 cuando leí El Rumor Del Vendaval, uno de los cuentarios de Rengifo. Aún estaba en la universidad y no tenía un centavo. Le pedí a mamá, quien apoyaba mis búsquedas literarias, me llevase a cierta feria del libro. No podíamos permitirnos los obscenos costos que se desplegaban en los escaparates, así que hojeé los ejemplares cuyos valores no superaban los veinte soles. Di con el texto de Rengifo. Me interesó el lenguaje llano de sus cuentos. Y sus personajes: el maestro fracasado de una escuela fiscal, el congresista corrupto y sexópata. En la solapa, aparecía el rostro del autor: facciones afiladas, piel amarillenta, gafas redondas, pelo negro medio largo. Lo hallé idéntico al rockero miraflorino con quien Jaime Bayly se enredó y retrató en La Noche Es Virgen. Por asociación de ideas, le trasplanté a Rengifo los atributos de aquel rockero: liviandad, sabiduría callejera, enajenación por las cosas rutinarias de la vida.     

Alejandro salió del cuarto. Rosario, su enamorada, no esperó esa jugada. Se suponía que debía quedarse con ella. Ahora, estaba a solas con el tipo que habían contactado por internet. Se llamaba Telémaco y estudiaba Literatura en la Villareal. Se miraron. Ella no sabía qué hacer. Él sí. Se desnudó. Daniel, nunca vi una pinga tan grande. Era más larga que la de Alejandro. La tuya con las justas le llegaría a la mitad.   

Ese día descubrí la hipocresía artística en la nueva camada de escritores peruanos. Aún no era El Solitario. Ya estaba casado y mi hija tenía meses de nacida. Pero no imaginaba que mi esposa, cierto lejano día, me echaría de la casa y metería a su novia en mi lugar. Tampoco imaginaba que ella asumiría con orgullo una postura bisexual; aunque en una ocasión me relató de cierta experiencia lésbica que protagonizó en el Elvira García y García, el colegio de toda su vida. Mi esposa nunca supo quién fue la dama que le prestó el nombre a su colegio. Yo sí. Pero eso no importaba. Uno era cachudo incluso sabiendo cosas que el resto desconocía.   

Se llamaba Jorge Robles y era feo, pero fotogénico. Yo era feo y no era fotogénico. Jorge dirigía la página literaria de un conocido periódico de la ciudad. Publicaba las colaboraciones de conocidos escritores y alguno que otro artículo enviado por los seguidores de la página, como fue mi caso. Me contacté con él. Le mandé una reseña de Los Detectives Salvajes, la gran novela de Bolaño. Le agradó lo que leyó. Me invitó a su oficina. Me mostró las ligeras modificaciones que le haría al artículo antes de publicarlo. Yo estaba encantado con la idea de que mi nombre y mis palabras apareciesen en ese prestigioso periódico. Le obsequié un ejemplar del único libro que había publicado hasta ese momento: Latidos Del Asfalto. Podría apostar que nunca lo leyó. A los dos días, mi artículo y mi nombre aparecieron en el diario.  

La página se llamaba Solo Lee. Ese día cumplía un año de existencia. El nombre era creación de Jorge. Invitó a sus colaboradores a una reunión en la librería Communitas, en San Isidro. Jorge había separado un ambiente en el segundo piso del local. Era una sala con varias sillas y un podio. Asistimos alrededor de veinte personas. Todos hombres; solo una mujer: una señora de cuarenta y cinco años con un buen par de tetas.  Se llamaba Lina Santagadea y había publicado varios cuentos. Era una de las escritoras más importantes del país. Yo no lo sabía. Nunca leía a una mujer. No eran capaces de escribir las cochinadas que a mí me gustaban. Las únicas mujeres que leí cuando niño fueron Agatha Christie, Isabel Allende y George Sand. Perdida la inocencia, evitaba los libros de autores femeninos. Jorge se echó un discursito de bienvenida y agradecimiento. Compartió la génesis de Solo Lee. Subieron al podio dos personas más. Llevaban sus líneas preparadas. Lina fue una de ellas. Rescató el valor de la lectura. Deseó que el Perú se convirtiese en un país de lectores. Hubo aplausos. No se vayan, dijo Jorge. Aún les tengo una sorpresa. Había reservado una mesa en un restaurante cercano. Se descorcharon dos botellas de vino y se sirvieron diversos tentempiés. Los escritores se afanaron en chuparse las pingas con ahínco. Halagos por aquí, halagos por allá. Uno de ellos, un tipo alto, trigueño, de voz y modales suaves, me abrazó –iba algo alicorado con apenas dos copas de vino- y me vaticinó un futuro en la Literatura. Vas a ser grande, me dijo. Se llamaba Mario Aquije y era, de lejos, el colaborador más frecuente de la página. Había estudiado Literatura en San Marcos. Me contó que postulaba para una beca en los Estados Unidos. Estudiaría un doctorado en Literatura en Massachusetts. Me lo imaginé chupando las vergas de varios de sus profesores, rogando por las recomendaciones necesarias para obtener la beca. Estos izquierdistas eran una sarta de mamones; mataban a su madre con tal de viajar a los Estados Unidos, lugar del que, en tertulias, despotricaban con no poco placer. Yo, en cambio, no ocultaba mi deseo de ser ciudadano norteamericano. No renegaba de mis orígenes peruanos. Tuve una infancia de la putamadre: fulbito con los patas del barrio; hembritas con quienes desvirgué mis labios a los trece años; verbenas, polladas, carnavales con harta agua y harto manoseo. Pero si a eso se le añadía una Green Card, hubiese sido el deshueve. A los pocos minutos, Lina, la escritora, dijo que tenía que retirarse. Era lógico. Se le notaba la pituquería. Era amiga de Alonso Cueto, uno de los escritores que yo leía en cualquier caso y condición. Además, Lina tenía en su palmarés un premio Copé de novela. Definitivamente, no estaba para continuar una reunión rodeada de un grupo de muchachos que parecían sacados de una revuelta universitaria. Ella era una dama. Había cumplido y ya debía retirarse. Minutos después, abandonamos el lugar. El grupo se disolvió. Quedamos muy pocos. Caminamos a lo largo de la Dos De Mayo. Eran varias cuadras hasta la Arequipa. Se notaba que ninguno llevaba un centavo en el bolsillo. Entonces, se me ocurrió invitarles una pizza. Nadie se negó.   

No capté el nombre de quien me llamaba, pero su acento definitivamente no era peruano. Ingeniero Gutiérrez, me gustaría que me hablase de su experiencia en ventilación de minas. Mi experiencia me llegaba al huevo. Desde que leí a los escritores malditos, me di cuenta de la estupidez de la gente. Unos se hacían supervisores, luego jefes de zona, después superintendentes, finalmente gerentes. Con cada escalón trepado, se creían con el derecho de tratar al resto como la mierda. Estaban convencidos, y esto era lo peor, de que su fin último en la vida era ser alguien laboral y económicamente superior al resto. Ganar un culo de plata. Los ejemplos de este tipo de gente abundaban en la minería.

Entonces me acordé de Gary. Hacía unos días me había dicho que le mandase mi currículum (latinajo digno de la esclavitud de estos tiempos), que había la oportunidad de un trabajo en Centroamérica. Yo me había acostumbrado a la vida en soledad. Estaba cómodo con las tiraderas casi diarias con Rosario, con el espacio y la tranquilidad que disponía para escribir. Aunque, últimamente, la presencia de Azul se había convertido en una amenaza dispuesta a joderme la vida. Actualicé mi currículum y se lo envié. Contestó con un frío gracias.

Gary tenía que estar detrás de esa llamada. Disculpe, no le escuché muy bien, ¿de dónde dijo que llamaba? De Honduras. No le pregunté por su nombre porque no quería que pensase que era sordo o bruto. Era ambas cosas, pero era innecesario que el huevón lo supiera. Quedó convencido de mi experiencia en ventilación de minas. Como todo postulante, exageré lo positivo y eliminé lo negativo. Estaba seguro de que hasta él mismo embellecía su historial cuando era entrevistado por algún cabrón. Muy bien, señor Gutiérrez. Le coordinaré una entrevista con el gerente de operaciones de la mina a la brevedad. Colgó. Me tomó unos minutos asimilar lo que había ocurrido. Mi vida estaba a punto de cambiar. Trabajaría y viviría en otro país. El tipo me había preguntado si tenía esposa e hijos. , le dije. Puede usted traerlos si desea. La mina le ofrece cómodas instalaciones y una escuela bilingüe, de profesores extranjeros, para su menor hija. Le dije que, como el contrato sería solo por tres meses, llevaría a mi familia si este se extendía. Como usted guste, señor Gutiérrez.

Todo el mundo la mira. Está sentada, pero se le nota lo alta. Muy blanca. Los rasgos finos. El pelo teñido. Me pidió ver la misma estupidez que medio país ha celebrado, la misma que había visto con Rosario hacía dos días. Azul quería ver esa mierda. Ya tengo las entradas, le muestro. Ella viene hacía mí. Las mujeres le envidian el cuerpo. Los hombres reprimen sus ganas de meterle huevo ahí mismo. Lleva un vestido rosa pintado a sus curvas. También tacones. Altos. Blancos. Quedan al descubierto los dedos de sus pies. Uñas rojas. Bien pintadas. Una delicia. Cómprame canchita y gaseosa. Vuelve a sentarse, a esperar. Tras unos minutos, listo el pedido. A pesar de que estamos en el UVK de la Plaza San Martín, donde los precios de las entradas y las golosinas son bastante más bajos que en las salas de San Miguel, San Isidro o Miraflores, no dejo de sentirme estafado. Con un décimo de ese dinero, en las sucias calles, hubiera podido comprar la misma cantidad de canchita y gaseosa. Vuelve a pararse. Me sigue hasta la ubicación del joven que recibe los boletos. ¿Se habrá dado cuenta la gente de que Azul no es una mujer?

Jean Carlo trajinaba en el patio de su local. Descargaba él mismo, encaramado en su flamante montacargas, un lote de ventiladores recién llegado de Suecia. El patio, un terral apisonado, era amplio. A un lado, se ubicaba el depósito. Jean Carlo se trasladaba en su montacargas hacia un canto de la avenida Guardia Civil, donde un tráiler llevaba en su tolva los ventiladores. Venancio, mano derecha de Jean Carlo y vigilante del local al mismo tiempo, le dirigía los movimientos. En un solo día, Jean Carlo aprendió de Venancio el manejo del montacargas, que no era de segunda o tercera mano; era un Bobcat recién salido de fábrica. Jean Carlo se estaba haciendo rico con sus ventiladores. Yo, en lugar de estar en el patio, sudando la camiseta, estaba en la oficina, escribiendo mi novela, fingiendo que trabajaba. Entró Patricia. Dani, acompáñame al banco, por fa; el pesado de Jean Carlo me encargó hacer unos depósitos. No seas malito. La acompañé. El Continental quedaba a tres cuadras de la oficina. Al caminar por la vereda, nuestros brazos y cuerpos tendían a chocar, a rozarse. Me dio detalles de la planificación de su inminente boda. Nuestros brazos volvieron a encontrarse. Pensé: ya qué mierda; veamos si son ideas mías o es que ella quiere algo más. La abracé. Le rodeé la cintura. Estábamos a pocos metros del banco. Continuamos la marcha. Al poco rato, ella también me abrazó. No nos detuvimos. Entramos en el banco. Ella efectuó los depósitos y yo esperé sentado. Regresamos a la oficina. ¿Almorzamos?, preguntó. ¿Chifa?, propuse. Ya, saco algo de mi cartera y vamos. Patricia era muy bonita, pero le faltaba culo. Fuimos al chifa. Dejamos a Jean Carlo afanado en la descarga y acomodo de sus ventiladores.

Había escrito once libros, entre cuentarios y novelas. Nos habló de su último proyecto, una novela que conjugaría la vida de dos músicos y la de un vetusto escritor peruano, Oswaldo Reynoso. Rengifo nos reveló que la homosexualidad de Reynoso sería uno de los ingredientes clave de su historia. Nos dio detalles de sus hábitos de escritura. Era evidente que disfrutaba hablar de sí mismo. Era adicto a echarse flores. Nos habló de los premios que había ganado. Premio de esto, premio en tal año, premio por aquí, premio por allá. La garganta se le secó. Vertió en su vaso el último poco de cerveza y se lo echó de un sorbo. Enseguida, se levantó y caminó hacia el baño. Zigzagueaba. Estábamos en un bar de la cuadra seis de Piérola, el único bar abierto a esas horas de la madrugada. Nos habíamos dado cuenta de que el escritor jamás se pondría una chela. Para eso estábamos sus admiradores, se figuraría. Desde que lo abordamos en el Queirolo, hacía un par de horas, no había puesto una sola cerveza. Lo hallamos conversando con un par de fulanos: un profesor de literatura y un poeta. Rosario y yo nos habíamos acercado a su mesa. La idea había sido mía. Quería relatar en mi novela el encuentro con un escritor del prestigio de Rengifo. Disculpe, ¿es usted César Rengifo? Yo he leído sus libros. (Era mentira; solo había leído El Rumor Del Vendaval). Queremos invitarle una cerveza. ¿Podemos? El escritor y sus amigos quedaron gratamente sorprendidos. Estaba seguro de que jamás en sus vidas una mujer tan sabrosa como Rosario les había invitado de beber. Como era de esperarse, nos invitó a sentarnos. Al poco rato, se retiraron sus amigos. Adujeron responsabilidades académicas. Quedamos Rosario, el escritor y yo. Rengifo no había dejado de mirar las tetas de mi chica.   

APEC: Asia Pacific Economic Cooperation. Era un evento de negocios internacionales que se realizaría en Lima del jueves 17 al domingo 20. El gobierno declaró feriados para el sector público de Lima. Esos días, las delegaciones extranjeras participantes se movilizarían por la ciudad. Al gobierno le parecía oportuno tener las calles descongestionadas. A Lima le convenía un largo descanso. Yo no estaba muy seguro de que la empresa de Jean Carlo acatase el feriado; era una empresa minúscula, de dos empleados. La tarde cayó fresca. Jean Carlo, aún vestido de overol, nos reunió en la recepción. Chicos, tómense mañana y el viernes. ¿Por el APEC?, preguntó Patricia. , dijo Jean Carlo. No pudimos estar más felices. Jean Carlo abandonó la oficina al poco rato. Había pasado toda la mañana descargando sus ventiladores mientras Patricia y yo hueveábamos sin remordimientos. Una hora después de la partida de Jean Carlo, decidí que había holgazaneado bastante. Entré en el baño y me puse la ropa de manejo. Que tengas un lindo fin de semana, me deseó Patricia desde su asiento. Yo estaba a punto de franquear la puerta de salida, el short resaltándome la pinga, cuyo bulto procuraba poner al alcance de la vista de Patricia. Me quedo un ratito más y salgo. Mi novio me acaba de escribir; está esperándome afuera. Y dale con el novio. Antes de irme a Honduras, te beso de todas maneras. Solo para quitarme la duda. ¿Quería algo conmigo? ¿Qué mujer con novio le daba a otro huevón café con leche en la boca? ¿Qué mujer con novio dejaba que un idiota la cogiese por la cintura?  

Es un martirio ver esta película por segunda vez. Ya nadie mira Azul; ella y el resto de la sala tienen los ojos clavados en la pantalla. La luz se refleja en las decenas de dientes pelados listos para estallar en carcajadas. Es el tipo de película peruana que se ha puesto de moda: insultos y risas fáciles, golpes y risas fáciles, pendejadas y risas fáciles. Soy el único que no ve la película. Pienso en qué pasará después. Afortunadamente, Rosario creía que el incidente del colectivo había sido un hecho aislado, que pudo pasarle a cualquiera. Ella, siempre tan valiente, no dejó de visitarme al cuarto. En lugar de tenerles miedo a los tipos que quisieron violentarla, quería topárselos nuevamente, acusarlos, denunciarlos. Azul debe de saber algo. ¿Cómo preguntárselo? Me vibra el celular en un bolsillo del pantalón. Quién puede estar llamándome un domingo por la noche. Saco discretamente el teléfono. Es mi esposa. ¿Qué? ¿Está aquí? ¿Me está viendo? ¿Está en la sala? Comienzo a sudar frío. No sé qué hacer. Dejo que se extinga la llamada. Hay un mensaje. Lo leo. Ya me dijeron dónde estás. Putamadre, ya me cagué.

Se ve que no tiene plata, dijo Rose.  Así son los escritores, le respondí. El pata es soltero. Solo vive de la Literatura. Se ha ganado un prestigio. Eso es admirable. Puede no caerme muy bien este huevón, pero respeto a los tipos que, por dedicarse a lo que les gusta, sacrifican un trabajo bien pagado. Nosotros somos esclavos, Rose; prisioneros. Este huevón no necesita ir a una oficina todos los días para comprarse unas chelas; porque se las compramos nosotros, los cobardes que no nos atrevemos a probar un poco de libertad. Pedí una cerveza más. Helada. Convenimos en que tan pronto la terminásemos nos iríamos al cuarto. Verla deseada por otro hombre me había despertado el apetito por tirármela ya mismo. Amor, le dije, tomándole la mano que el escritor había sujetado hacía unos minutos, por fa, cuando lleguemos al cuarto, vuelve a contarme de esa vez en que Alejandro hizo que tiraras con ese pata de la Villarreal. Pero cuéntame la historia mientras me la chupas ¿ya? Separó su mano de la mía. Ante mi asombro, me hizo una seña con los ojos; Rengifo regresaba de mear. El muy idiota, hacía varios minutos ya, los ojos deslucidos por la lujuria y la embriaguez, nos había preguntado si éramos algo. Solo amigos, me anticipé. Enseguida, le mandé un guiño a Rose. Ella me captó la idea. Rengifo regresó innecesariamente agresivo. Comparito, tu amiga quiere ser la musa de mi próxima novela. Tú estás sobrando. Por qué no te largas y nos dejas solos. En ese momento, el joven que despachaba las cervezas dejó nuestro pedido sobre la mesa. Rengifo, conchudazo, acostumbrado a que las chelas le cayesen del cielo, cogió la botella por el cuello y la inclinó hacia su vaso. No pudo evitar derramar parte de la chela sobre la mesa. Imbécil. Cogió su vaso y se lo empujó de un tirón. Quiso reprimir un eructo, pero falló. Hubo un silencio. Miré a Rose. Quisimos cagarnos de la risa. El huevón retomó la actitud bélica. Lárgate, pues, compare. Déjame con Rosita. Entonces, intervino Rosario: César, él es mi mejor amigo; si él se va, yo también. Lo que tengas que decirme, puedes decírmelo delante de él. El escritor no dijo nada. Algo en su rostro revelaba satisfacción; parecía gustar de las mujeres con carácter. Yo estaba tranquilo. Sin embargo, era consciente de que cuando tenía más de un par de cervezas encima, se me despertaba el indio y era capaz de moler a golpes a quien me jodiera, sin importar que me triplicase el tamaño y el peso. Rengifo estaba viejo, falto de agilidad; hubiera sido fácil dejarlo fuera de combate.  Pero no tenía ganas de pelear. No con Rengifo. Quería ver hasta dónde llegaba con Rosario. El silencio se extinguió y volvió a coger la mano de Rose. Vámonos a otro lado más privado, Rosita. Yo soy el mejor escritor del Perú. Te voy a inmortalizar en mi próxima novela. Ven conmigo y te juro que te llevo al cielo. Nadie te va a poseer como lo voy a hacer yo. Rose me lanzó un guiño. El idiota de Rengifo ni puta cuenta se dio. ¿Solo me quieres cachar? ¿Y después qué? El escritor se quedó perplejo. No vio venir esa respuesta. Yo tampoco. Se tomó unos segundos para recomponer sus ideas. Lo que pasa es que yo no me amarro con una sola mujer. Las mujeres me van y me vienen. Por ejemplo, ahorita tengo -hizo memoria- tres. Y ninguna me pide exclusividad. Para ellas, es un honor más bien estar conmigo. Saben que soy un alma libre, un alma que crea y divaga y encuentra en alguien o en algo un impulso, un areté, que llamaban los griegos, eso que te mueve a ser mejor, pero que en el caso de un astro de las Letras como yo se traduce en escribir una obra de arte. Volvió a servirse otro trago. Volvió a derramar la chela. El vaso de Rose estaba vacío y él lo sabía porque lo había visto. En cambio, un huevón como este -continuó, refiriéndose a mí- qué te puede ofrecer. Me miró. Me preguntó qué chucha hacía por la vida. Soy ingeniero de minas, le dije. Hizo una mueca de desaprobación. De los ingenieros no se puede esperar nada bueno. Son idiotas sin alma, cuadriculados, unas mierdas sin utilidad alguna. Yo no entiendo cómo existe gente que canjea su alma por plata. Volvió a llenarse el vaso. Se había apropiado de la botella. Porque tú tienes plata, huevón; no me lo vas a negar. No se lo negué. Sí, tengo mucho dinero, le dije. , dijo Rose, y gracias a ese dinero estás chupando gratis. El escritor enmudeció. Encajó el golpe. Está bien, dijo Rosario; te voy a besar. Chucha, la cagada; estaba yendo demasiado lejos con la mascarada. Luego de asimilada la propuesta, Rengifo volvió a coger las manos de Rosario. La miró fijamente. Los celos empezaron a calentarme la piel. Muy lentamente, acercaron sus cabezas por encima de la pequeña mesa. Sentí que Rosario empezaba a cobrarse todas las perradas que le había hecho.

La pizza duró un par de minutos; los escritores peruanos eran unos perros hambrientos. No me agradecieron el gesto. Me exigieron una gaseosa, pero hasta ahí no me llegó la generosidad. Mientras dieron cuenta de la pizza, hablaron de las tetas de Lina. Yo le haría una rusa a esas tetas, dijo uno. Tenía un escote bien bandido la tía, dijo Robles. Contó la vez en que la entrevistó para la página web del periódico. Ella lo había recibido en camisón. Putamadre, tuve que contenerme para no saltarle encima. Desde esa vez, le tengo un hambre terrible. La charla continuó mientras caminábamos hacia la Arequipa. Los escritores de la Generación Solo Lee querían recalar en algún bar del Centro de Lima. Las voluminosas tetas de Lina los obligó a compararlas con las de las exuberantes chicas que aparecían en los realities de competencia en la televisión. Mario, quien minutos antes, en el podio de la librería, disertó sobre la tragedia que representaba para la cultura en general, y la literatura en particular, la eclosión de los realities de competencia, fue quien nombró, con matemática precisión, los nombres de cada una de las chicas que participaban en esos programas. Concluyó que las tetas de Lina eran más grandes y más sabias. Pasaron a la comparación de culos. Lina no tenía mucho poto, lo que la excluía del juego. Los escritores de la Generación Solo Lee eran almas confundidas; debajo de los rígidos discursos literarios, de las lecturas que pretendían imponer al Perú entero, de las novelas de Bolaño, los cuentos de Ribeyro, la cartografía vargaslloseana y la pluma compulsiva de Balzac se escondían los más conspicuos seguidores de la chismografía televisiva. Llegamos a la Arequipa y tomamos un taxi. Los escritores de la Generación Solo Lee eran rabiosos antimineros; sin embargo, dejaron que el minero les pagara el viaje.

La mañana del jueves nos pilló bien empernados. Habíamos empezado la noche del miércoles tomando unos chilcanos en el Rocky’s de la Plaza San Martín. Ya picados, continuamos el desbande en La Casona. Todos los desafueros corrieron por cuenta de Rosario. Era un amor; siempre me consentía. Bastante arrechos, nos retiramos al cuarto. Eran las cuatro de la mañana. Nos desnudamos. Tiré el colchón al suelo y me tendí de espaldas, la pinga chorreando la pre lechada, esperando por entrar en la boca de mi chica. Cuando terminó de desnudarse, le pedí que me contara de esa vez cuando ella, una tetona de dieciocho años, con cuatro ciclos en la universidad, se tiró al sastre de su barrio, un viejo de cincuenta años, solitario y canoso, conocido de todos los vecinos. Lo había buscado para que le hiciera unos arreglitos a su pantalón. La situación económica de Rosario no era la mejor; la ropa tenía que durarle lo más que se pudiera. El viejo hizo unos rápidos remiendos y le pidió a Rosario que se probase el resultado. Ella tomó el pantalón y se desvistió en el consabido rincón del humilde cuarto chorrillano del viejo, rincón cubierto por una desvaída cortina azul. ¿Y cómo así se te ocurrió hacerlo con ese viejo?, le pregunté, conociendo la respuesta varias veces contada, la pinga parada, la lengua de Rosario bordeándome el glande, los ojos mirándome para decirme que simplemente sintió ganas de provocar al tío. Ella se había dado cuenta de que el viejo la miraba con deseo, siempre solapa y caleta, desde que a ella le crecieron las tetas y las caderas. No solo se quitó el pantalón, también la blusa, el brassier y el calzón. Salió calatita de esa cortina azul. Nunca olvidaré los ojitos que puso, dijo ella. Querían llorar de la emoción. El viejo no se imaginó tamaño regalo del cielo. En ese punto de la historia, la pinga me palpitaba como aorta de pollo recién decapitado. Chupa, chupa, le decía, pausando la narración. Ah, sí, cómete mis bolas, perra. Me había puesto en el pellejo de ese viejo, a punto de saborear a esa ricura adolescente. Acérquese, le dijo ella. El viejo, cauto, silente, obedeció. Los años le habían enseñado que las palabras eran juradas enemigas de los momentos de arrebato. La espontaneidad solo demandaba acción. ¿Le gusto? La boca del viejo permaneció cerrada. Sus manos, sin embargo, la tomaron de la cintura. Era algo más bajo que ella. Ella se dejó tocar. El viejo acercó los labios a una de las tetas de su clienta. Ah, Rose, sí, chúpame otra vez la cabeza. Así, perra, que tus labios se mojen con los jugos de mi pinga. A punto estuvieron de atrapar el pezón cuando ella lo detuvo. No, no, retrocedió un paso. Solo quiero que me lama la vagina. Se tendió en la cama y abrió las piernas. El viejo, sumiso, se arrodilló y con la punta de la lengua removió el clítoris de mi Rose. Entonces, yo ya no aguanté tanta arrechura y la puse en cuatro. Le metí la pinga con fuerza. Sus nalgas se agitaron como gelatina. Dime que soy tuya, Daniel. Dime que soy tu puta. Ah, sí, así, no pares, sigue, dame más fuerte, golpéame el culo.

Aún faltan quince minutos para que termine la película; tiempo suficiente para escapar de mi esposa. Azul no despega la vista de la pantalla. Vaya obra maestra. Las risas expulsan pedazos de canchita que se pierden en la oscuridad. Hay distensión en el ambiente, pero yo soy la desesperación encarnada. Debo huir pronto. Si mi esposa me descubre en esta sala, me sacará a patadas. Ella tiene su pareja. Es Melina. Y no solo está con ella, sino que conviven en nuestra casa. Entonces ¿por qué temo que me encuentre con otra mujer? ¿Acaso no tengo derecho a tener mis cosas? No lo tengo. Tener una mujer, en la concepción de mi esposa, es gastar más dinero del que le entrego mensualmente; es malgastarlo en una perra. Si ella me descubre con otra mujer, me pedirá el doble del dinero que le doy. De negarme a dárselo, me prohibirá ver a la bebe. Así de fácil.  Me tiene cogido de los huevos. Pero si me descubre con un cabro, desaparecerá con mi hija y la criará con el poco dinero que sufridamente conseguirá. Imaginarme a la bebe viviendo como una pordiosera me taladra el alma. Tengo que huir. Me tengo que ir, le digo a Azul. Es una urgencia. Ella me mira. Sus ojos brillan como las ascuas de dos puchos en una discoteca. ¿Es tu esposa? Su pregunta, que parece más una certeza, me paraliza.

El taxi se metió en Petit Thouars para evitar la congestión de la Arequipa. Íbamos apretujados. Se hablaba del bar en el que continuaríamos la chupadera. El auto iba embalado. Se detuvo solo en un semáforo, varias cuadras después de donde lo tomamos. Los escritores de la Generación Solo Lee adelantaron sus cacharros a las lunas más cercanas. Me inocularon la curiosidad. ¿Qué mierda miraban? Tras esquivar varias cabezas, hallé un hueco por el cual sapear: mujerotas semidesnudas que paseaban sus cuerpos por las fatigadas veredas de esa calle. Las más pudorosas vestían un brassier, tanga y mallas en las piernas. Las más putas solo una tanga, y una carterita que oscilaba de una de sus muñecas. Putamadre, dijo Mario, todavía espoleado por los vinos de la tarde, si tuviera cincuenta mangos, me bajo y le zampo la pinga a una esas mamacitas. Nadie criticó ese deseo. Todos queríamos lo mismo en ese taxi. Varios días después, regresé a esa cuadra de Petit Thouars y saldé mis antojos. Luego de eso, no volví a ver a los escritores de la Generación Solo Lee. Habían resultado ser una sarta de fariseos. Un año después, leyendo la página de Jorge, supe que Mario había publicado su primera novela. Solo Lee ofrecía a sus lectores las primeras páginas del libro. Era el canto desgarrado a un amor de adolescencia. El protagonista, claro alter ego de Mario, era un lector impenitente. Asaltaba cuanta biblioteca se topase en su camino. Odiaba la televisión, las redes sociales y todo aquello que había convertido al hombre en una bestia cuaternaria. Hijo de puta. Qué distinto del Mario que conocí, qué distinto del huevón que se sabía todos los chismes de la televisión, qué distinto del tipo que estaba dispuesto a meterle pinga a las travas de la Petit Thouars.

Al mediodía, salimos del cuarto. Acudimos a la primera función de una comedia peruana. Nos aburrió, pero estábamos juntos y era lo que importaba. Te voy a llevar a un lugar al que fui con mis amigas hace unos meses. La comida es muy rica. Se llama Kasamama. Está aquí, no más, a una cuadra. Después de tanto cache, el hambre apuraba nuestros pasos. No éramos de los que comían canchita en el cine, así que nuestros estómagos imploraban un bocado. Rosario había insistido en que pagaría el almuerzo. Ella era genial, la compañera perfecta. No quería que yo gastase un sol. Efectivamente, Kasamama estaba súper cerca, a un paso del cruce del jirón Moquegua con el jirón de La Unión. Subimos unas escaleras. El restaurante era acogedor, amplio, muy bien ventilado. El exquisito olor de la comida criolla te atrapaba desde el saque. Hoy hay buffet, jóvenes, nos dijo una amable señora. Había regular cantidad de gente. Rosario aseguró su bolso debajo de la mesa que elegimos, bastante cerca del buffet. Llené un plato enorme con todo lo que me gustaba: ceviche, arroz chaufa, chicharrón de calamares, papas con crema huancaína y seco de frejoles. Para bajarla, un poderoso vaso de chicha helada. Rosario fue más moderada. Nos sentamos. Empecé a dar cuenta de mi plato. Conversamos. Estábamos pasando un feriado de la putamadre. Me tragué la mitad del plato y aún tenía espacio para la otra mitad. Vibró mi celular. Era un número de puros ceros. Tenía que ser de Honduras. Ay, carajo. Amor, me están llamando de Honduras, le dije, sosteniendo el teléfono ante sus ojos. Tengo que contestarles. Rosario era la única persona que sabía lo de la oferta de chamba en ese país. Contesta, pues. Contesté. Hola, Daniel. Le habla nuevamente Héctor Trochez. Era para avisarle que hemos pactado una entrevista para hoy, dentro de una hora, con nuestro gerente de operaciones, el ingeniero Flores. ¿Tiene algún inconveniente? Claro que lo tenía; en una hora ni cagando terminaba todo lo que tenía pensado comer y disfrutar al lado de Rosario. Luego vendría el reposo reparador, la pinga succionada placenteramente por mi chica. No hay problema, Héctor. A esa hora está bien. No quería desechar esa oportunidad. Así, no más, uno no salía del país; menos por trabajo. Por otro lado, según me había explicado Héctor, cabía la posibilidad de llevarme a la familia. Lo sentiría muchísimo por Rose, pero, antes que ella, estaba el recuperar a mi hija. Estaba seguro de que mi esposa aceptaría la mudanza. Sería como un preámbulo de nuestra futura vida en California. Rose, pucha, ahora cómo hago, dije, tras colgar. ¿Por qué?, preguntó. Porque la entrevista va a ser en una hora y por Skype. Y tú sabes que prácticamente no tengo internet en el cuarto. El wifi del idiota de Jaime es una mierda. ¿Habría tiempo para ir a alguna cabina de internet, ponerme una camisa, peinarme y dar la entrevista sin problemas? Mi cabeza era un desorden. Tranquilo, me dijo Rose. Ella era el factor racional de la relación. Vamos a tu cuarto ahorita para no perder tiempo. Para la entrevista, puedes usar mi celular como módem. ¿Se podía hacer eso? Claro, tonto, yo siempre lo hago. Vamos ya, apúrate. Me dio pena terminar así nuestra salida. No quiero dejar esto a medias, amor, le dije, mirando el plato de comida. Está tan rico y me lo pagaste con tanto amor. Rosario no era millonaria, pero había nacido con un noble desapego al dinero. Daniel, lo que importa es tu entrevista. Otro día, cuando vengas de Honduras, porque sé que conseguirás ese trabajo, ya tú me invitas. Pagó la cuenta y nos retiramos. Llegamos al cuarto en diez minutos. Mientras ella solucionaba la conexión a internet, entré al baño, me lavé la cara, me mojé el pelo, me peiné y me puse una camisa. Ensayé frente al espejo mi mejor cara de huevón. Me salió con naturalidad. Regresé al cuarto. Ya está, me dijo Rose. Prueba entrar al Skype. Funcionó. Eres la mejor, le dije y la besé. Agregué el contacto que me había dado Héctor. La cámara empezó a registrarme. Chucha, podía ver mi colchón contra la pared y a Rose detrás de mí. Tiré el colchón al suelo y le pedí a Rose que me esperase afuera del cuarto. Me besó. Suerte, sé que lo harás bien. Sentí la pena en su beso. A pesar de los altibajos, nunca habíamos estado tan juntos como cuando empecé a vivir en Zepita. Nos dimos el lujo de convivir más de una vez. Con todo y mis locuras, ella me amaba. El viaje a Honduras terminaría con nuestra historia. Y ella sabía que me iría bien en la entrevista. Supo, desde el inicio, que embaucaría muy bien al gerente de operaciones y que él me diría perfecto, Daniel, vamos a coordinar con Héctor para que estés aquí la primera semana de diciembre.

Mientras avanzó hacia ella, la pinga se le irguió. Le quitó la blusa y le dejo un par picos en el hombro. La vio cerrar los ojos. La sintió estremecerse. Dejó en su cuello una cimbreante estela de saliva que desembocó en esas tetas blancas que, desde abajo, suplicantes, exigían unas muy arrechas lamidas. Solo entregándose a la furia de los lengüetazos olvidaría al imbécil de Alejandro que aguardaba en alguna parte de ese hotel. ¿Te gustó cuando te las besó? Sí, le gustó el dominio lingüístico de Telémaco. Además, era guapo. Blanquito. ¿Te excitaste? Se estaba excitando. Había empezado a chorrearle la vagina. Y el pendejo de Telémaco lo sabía, porque enseguida puso a trabajar los dedos en esa conchaza. Ah, sí, perra, tú siempre paras mojada. Sí, así, dale un besito al ojito de mi pinga. Sí, así. Telémaco le metió la lengua, que también la tenía larga, en toda la boca. La temperatura batía récords de calentura. Rose, confesa y experta mamadora, se arrodilló ante él y empezó a chuparle la verga. ¿Cómo se la chupaste? A ver, chúpamela como se la chupaste a ese huevón. Tras unos minutos, la tomó de los hombros y, como si se tratase de una fina pieza de cristalería, la tendió cuidadosamente sobre la cama. Se suponía que el idiota de Alejandro debía estar ahí conmigo, en ese cuarto, viendo cómo otro hombre me cachaba. Esa fue la idea que se le ocurrió. Era un enfermo como tú. Yo, como era una tarada en ese entonces, acepté. Cogió el condón dejado sobre la mesita de noche y se lo puso con la rapidez de un guiño. Mi Rose abrió las piernas y recibió toda la longitud de Telémaco. Era suficiente. Ponte en cuatro, perra. Te voy a clavar como te clavó ese huevón. La historia me había calentado. Eyaculé tras unas pocas embestidas. Me gustaba llenarla de leche. Tomamos un descanso y conversamos. Aún me quedaban fuerzas para un segundo round. Recordamos la cara de autogol de Rengifo cuando chapamos en sus narices. Yo también me había creído que Rose terminaría besándolo. Pero, en el último segundo, desvió su boca y terminó ensalivándola con la mía. Al escritor no le quedó más remedio que retirarse derrotado al hueco donde vivía, borracho, hasta las huevas, sin mujer, a merced de los asaltantes de caminos. ¿Y si algún día hacemos eso?, me animé. ¿Qué cosa?, dijo ella. Que tires con otro mientras yo veo. Me excitaría un culo, confesé. No, Daniel, eso fue en el pasado. Yo sí estoy enamorada de ti. Solo quiero tirar contigo.

La película terminó. Salimos con la multitud. Son las nueve de la noche. Es temprano. Ella me toma de la mano con fuerza. Yo solo espero no encontrarme con mi esposa. Casi siento la quemazón de los insultos y las cachetadas con que me rellenará apenas me vea. Para estar con cabros sí tienes plata ¿no, huevón? Ni más vuelves a ver a tu hija. Azul sabe que me estoy cagando de miedo. Estoy pálido. Helado. La gente ha dejado de comentar la película y nos mira sin roche. Azul, jodida como ella sola, se detiene y me zampa un beso. Qué rico me mete la lengua. Por un segundo, me olvido de todos. Pero luego vuelvo a poner los pies en tierra firme: la persona que me ha tirado dedo con mi esposa puede estar grabando ese beso, recabando más pruebas de mis perversas desviaciones. La imagino texteando: Apúrate, huevona, mira cómo el sinvergüenza de tu esposo se besa con otro hombre. Por algún motivo, intuyo que es una mujer y no un hombre la persona que ha disparado las alarmas. Mi esposa tiene muchas amigas en el Centro de Lima. Me zafo de los labios de Azul. Estoy temblando. Siento que mi fin se aproxima como un tren a toda velocidad. Llegamos a la calle. Hay un grupo bullicioso en la mera esquina del Banco de Crédito, cerrado a esa hora. Los tipos que salen con nosotros se unen a ese grupo y lo nutren. Es la oportunidad para perderme dentro de ese montón de curiosos. Adónde vas, dice Azul, pero yo ya estoy en otra. Si te vi, no me acuerdo. Se habla de robo, de golpes. Hay unas viejas que cacarean auxilio, policía, ambulancia. Me gana la curiosidad por ver a quién rodean. Sí, hay una persona tirada en el suelo mugriento de la calle. Parece una mujer. No me dejan ver bien estos sapos de mierda, que se reproducen con los segundos. Ya me estoy yendo, cuando, por esas casualidades, me fijo en que quien es el centro de toda esa atención es mi esposa. Ni cagando. No puede ser. Me abro paso a empujones. Aplaco la ira de los empujados diciéndoles es mi esposa, es mi esposa. Un par de señoras la abanican con unos cartapacios. Mi esposa tiene sangre en la nariz y los ojos entreabiertos. Ya, tranquila, ya viene la ayuda. Me acerco hecho una bala. ¿Qué te pasó? Escucho voces detrás. Los testigos. Le robaron, causa. Querían quitarle el celular y como no aflojó le metieron un combazo. Azul no está. Como siempre, ha vuelto a desaparecer, dejándome en medio de una tragedia.

jueves, 25 de octubre de 2018

El solitario de Zepita - Capítulo 34


Del lunes 07 al domingo 13 de noviembre del 2016

Una vez, en la noche medieval, el vampiro había sido muy poderoso, y enormemente temido. Se lo había considerado anatema, y todavía lo era. La sociedad lo perseguía sin descanso. Pero ¿son sus necesidades más sorprendentes que las necesidades de otros animales y hombres? ¿Son sus actos más horribles que los actos del padre que secó el espíritu de su hijo? Puede que el vampiro tenga un ritmo cardíaco más rápido y el pelo revuelto. Pero ¿es peor que el padre que dio a la sociedad un hijo neurótico que se convirtió en político? ¿Es peor que el fabricante que creó una fundación con el dinero que hizo vendiendo bombas y cañones a nacionalistas suicidas? ¿Es peor que el destilador que dio licor adulterado para atontar aún más los cerebros de aquellos que, sobrios, son incapaces de pensar con propiedad? No, pido perdón por esta calumnia; ataco la bebida que me alimenta. [...] Realmente, mira en tu alma, ¿es el vampiro tan malo? Solo bebe sangre.

Richard Matheson – Soy Leyenda

Derrumbada caíste hacia la tierra.

Guillermo Chirinos Cuneo – Cenicienta

Me sentí como un idiota tirado ahí, en la pista. La llanta de la bicicleta debajo de la rueda del auto negro que acababa de golpearme. Intenté levantarme. Tenía los brazos adoloridos. El auto viró sus llantas hacia la derecha -los rayos de la bicicleta se estremecieron- y aceleró, metiéndose en Risso. Los curiosos intentaron acumularse a mi alrededor. Me puse rojo; me abochornaba ser el blanco de sus lástimas. Superando las dolencias, me levanté y recogí la bicicleta. Me apresuré en llegar a la vereda más próxima. Los curiosos no tuvieron más alternativa que disolverse. A salvo del tráfico y los fisgones, examiné la bicicleta; la parte delantera -el timón incluido- había quedado inservible. Parado en esa vereda, el shortcito ajustado, el polo sudado, el casco desencajado, la bicicleta destruida, me sentí ridículo. Había tenido la anuencia del semáforo, así que me atreví a salvar el trecho de pista que me separaba del siguiente tramo de ciclovía, pero olvidé que, en esta ciudad, los conductores no respetaban a nada ni a nadie. Mientras surcaba los aires, y el auto devoraba la bicicleta, pensé: Chucha, estoy volando. Voy a morir como un perro cuando caiga al suelo. Era de noche. La oscuridad ayudaba a encubrir mi cara de huevón. No todos los curiosos se marcharon; uno pervivió. Se me acercó y evaluó los daños, como si fuera un experto. Mínimo, le hubieras sacado cien lucas, ah, concluyó. Sí, claro, conchatumadre. Al rato, se largó. Le gustaba el espectáculo. Eché de menos el celular. Ufff, lo tenía en la mochila. Miré la hora. Las siete y algo. Era viernes. El recoger a mi hija para dejarla con su abuela tendría que retrasarse ligeramente. La salida con Rose, también; pero ella estaba en mi cuarto desde el jueves, así que no habría problema. Tenía a la bicicleta, hecha mierda, cogida del pescuezo. Al fin, un taxi de las dimensiones adecuadas se ofreció a llevarnos a la cuadra ocho de Emancipación, centro bicicletero de la ciudad. Ya en el taxi, recordé la vez en la que un auto rojo casi me mató en Chorrillos. Había sido enteramente mi culpa, pero quise endilgársela a mi esposa. Aún vivíamos en el departamento del que me botó unos días después. Reparé en una casualidad: en esta y en esa ocasión, escuchaba la misma canción de moda en Doble Nueve: This Girl, de Cookin’ On Three Burners. Ni más la vuelvo a escuchar, decidí.

Rosario siempre me sorprendía. Ese lunes, llegó directamente al cuarto. Tuve miedo, pero me convencí de que no podía estar infectado con el VIH. Yo siempre me ponía condón con las putas. No recordaba alguna excepción. Esto te va a gustar; me la acabo de comprar recién. Cerré la puerta del cuarto. ¿Qué es?, le pregunté, mirándole el culo que le lamería en unas horas. Sacó de su bolso una bata negra traslúcida. Se me paró la pinga. Excelente, amor. ¿Te parece si compro un par de chelitas mientras te pones la batita? Cuando llegue, quiero encontrarte lista. A la mañana siguiente, tendría una reunión con el decano de la UNI. Ahora, sí había electricidad en el laboratorio y el ventilador que le habían comprado a Jean Carlo estaba listo para arrancar. El tipo quería que certificara la puesta en marcha. Igual, compré las cervezas. Cuando la ocasión demandaba chelas, se compraban las chelas.

Trabajo en casa de mamá. Antes de subir a la mina, Miguel simuló los modelos que necesitaría para empezar la redacción de los informes. Tras un par de horas de chamba, pierdo la concentración. Solo pienso en Rosario, en lo que le pasó. Le doy vueltas al asunto. El bolso que alguien abrió en mi cuarto. Los hijos de puta que quisieron violarla. Quiero pensar que no hay nadie detrás de ello, que hay explicaciones plausibles. Saco Soy Leyenda de mi mochila. Me faltan pocas páginas para terminarla. Cojo una cerveza de la refri y me tiro en el sofá de la sala. Leo hasta bien entrada la noche, cuando es hora de llevar a mi hija con su mamá y regresarme al cuarto de Zepita, donde es muy posible que alguien me esté vigilando desde adentro y desde afuera.

Manejaba a la oficina. La radio anunció que Donald Trump era el nuevo presidente de los Estados Unidos, el número cuarenta y cinco. Había ganado el candidato que mejor me caía. Sus políticas migratorias serían estrictas. Se decía que cancelaría el sorteo de las visas H1B, sorteo que me permitiría vivir en los Estados Unidos si lo ganaba en abril del 2017. Se suponía que el sorteo les facilitaba a las empresas gringas captar profesionales sobresalientes a cambio de distinguidos salarios. Sin embargo, las transnacionales saturaban las plazas del sorteo para ofrecerles a sus ganadores, en la práctica, salarios más bajos. Trump revisaría el proceso y lo cancelaría si así lo llegaba a determinar. A pesar de eso, lo prefería a él que a Clinton. Si había que anteponer el bien de un país al mío, ni modo. Trump era más auténtico, sin máscaras; una bestia. Cuando lo vi protagonizar el “Roast” de Comedy Central, en el 2011, me dije: este huevón sí que tiene correa. También, ingenio. El “Roast” era un programa en el que el “homenajeado” era sometido a escuchar sus más cruentas verdades, todas expuestas por divertidas personalidades; actores, comediantes, periodistas. Terminado el “rostizamiento”, correspondía que el invitado tomase la palabra y devolviese a sus rostizadores, también en clave de humor, los brutales halagos. Snoop Dogg, conocido músico americano, que no escondía su afición a la marihuana, fue uno de los verdugos de Trump en ese “Roast”. Le dijo cosas como: “Me gustaría tener la mitad de tu dinero, pero para eso necesitaría ser una niña de veinte años y tener un abogado experto en divorcios”; “Puede que no tenga la mitad de tu plata, pero tengo una pinga que es el doble de la tuya”; “Me gustaría tirarme a una de tus exesposas, solo para saber qué se siente venirme en un montón de plata”; “Donald dice que quiere candidatear a la presidencia y mudarse a la Casa Blanca. ¿Por qué no? No sería la primera vez que bota a unos negros de su casa -en ese momento, Obama era presidente de los Estados Unidos”. Al terminar su intervención, Snoop y Trump se fundieron en un abrazo. Trump mantuvo el espíritu deportivo durante todo el show. Eso era tolerancia. Yo me preguntaba qué político peruano se atrevería a ser rostizado de esa manera. Obviamente, ninguno. En cualquier caso, prefería a un garante como Snoop Dogg que a un acartonado Vargas Llosa apoyando a un impresentable como Ollanta Humala. En la oficina, recibí una llamada de Rosario. Me dijo que el viernes no trabajaría. Tenía un asueto. ¿Te gustaría que vaya a tu cuarto el jueves en la noche y me quede contigo hasta el sábado? Claro, por supuesto. Enseguida, le lancé mis opiniones sobre la situación electoral en los Estados Unidos. A Rose podía contarle todas mis estupideces. Ella me escuchaba con paciencia.

Mi esposa llegó a las cuatro de la mañana, y no a las once de la noche como había prometido. Eso me empinchó. La bebe y yo nos desvelamos esperándola. Nos acostamos a las dos. Ya no intenté llamarla al celular; lo había apagado hacía varias horas. Fue una movida inteligente de su parte; de haberlo contestado, la hubiera humillado por su irresponsabilidad. La bebe debía ir al colegio y yo al trabajo. No podía hacerme cargo de vestirla y darle el desayuno porque debía salir temprano a la oficina, que me quedaba a dos horas y media en bicicleta. Sentí una llave penetrando en la cerradura de la puerta del departamento. Eran las cuatro de la mañana. No me levanté; continué durmiendo al lado de mi hija. A las cinco, chilló la alarma de mi celular. Me puse la ropa de ciclista y alisté mis cosas. Fui al cuarto de mi esposa. Hacía tiempo que dormíamos en cuartos separados: ella, en el matrimonial; yo, en el de mi hija, rodeado de sus muñecas. Allí estaba mi esposa, cubierta con sus colchas, en pleno sueño. Abrió los ojos al oír mi voz. Le reproché su comportamiento. Me dijo que no la jodiera, ¿ok?, que en unos minutos se levantaría y se haría cargo de la bebe. Le señalé que, por su culpa, manejaría desvelado al trabajo. Si me pasa algo, será tu responsabilidad. Eso era mentira. Había dormido poco, pero había descansado bien. Si algo me pasaba en el camino, la culpa sería solo mía. Sin embargo, necesitaba ensuciarle la conciencia, hacerle saber que por haberse largado con Dios sabía quién -luego descubriría que había estado con Melina- la bebe podía quedarse sin papá. No me jodas, Daniel. Vete de una vez. Había perdido minutos valiosos vomitándole las quejas a mi esposa. Era tarde. Tendría que pedalear con más rapidez. Para acelerarme, puse en el celular el Dookie de Green Day. Hice un alto en el parque de la avenida Ricardo Palma, en Miraflores, para cambiar de música y ver la hora. Había recuperado los minutos perdidos gracias al ritmo acelerado del punk. Sintonicé Doble Nueve. Continué corriendo. Al llegar a la avenida Escuela Militar, trepé en la acera. Unos metros después, me topé con el poste de luz de siempre, el poste que algún genio colocó en medio de esa acera. En esta ocasión, no desaceleré, continué de largo, confié en mi equilibrio, en mi precisión. Escuchaba This Girl, de Cookin’ On Three Burners. En el último segundo, dudé, las manos me temblaron, y el extremo del manubrio pegó contra el poste. La bicicleta se desestabilizó y caí con ella a la pista. El impacto fue tremendo; la altura entre el nivel de la vereda y el de la pista era de treinta centímetros. El golpazo me separó de la bicicleta. Aún confundido por lo que acababa de pasarme, sentado en esa pista rugosa, levanté la mirada y vi a un auto rojo aproximándose hacia mí. Lo tenía a escasos metros. Se me apareció, entonces, la carita de mi hija. Pensé: Así acaba todo. No era la culpa del conductor; yo me había interpuesto sorpresivamente en su camino. No tuvo tiempo de frenar. Se detuvo diez metros después de haberme golpeado. Sentí como si me hubiesen colocado un puñetazo. Pero seguía vivo. No podía creerlo. No sangré. Tampoco se me hinchó la cara. Nada. El conductor era un tipo de mi edad; quizá más joven. Bajó del auto y corrió hacia mí. Me preguntó si estaba bien. Le dije que sí. ¿Quieres que te lleve a alguna clínica? Se le veía preocupado. Era blancón y tenía un esbozo de barba que le disimulaba los cachetes. No, gracias, le dije, tengo que llegar a mi trabajo. Me ayudó a parar la bicicleta. ¿Estás seguro? La pusimos encima de la vereda, ya alejada del obstáculo que me había mandado al suelo. Sí, gracias, le dije, realmente conmovido por su amabilidad. Los carros desfilaban veloces en el carril paralelo. La llanta delantera de la bici había quedado algo chueca; el timbre, destrozado. Increíblemente, aún podía manejarla. El joven volvió a su auto y continuó con su vida. Yo estaba a quince minutos del trabajo. A dos cuadras de la oficina de Jean Carlo, había un local de reparación de bicicletas. Se llamaba La Clínica De La Bicicleta. Conduje hasta ese lugar. La llanta de adelante rozaba el freno al girar. Para avanzar, tenía que esforzarme en el pedaleo. El propietario de la Clínica evaluó mi bicicleta. Dejarla completamente operativa me costaría cincuenta soles. El precio incluía un timbre nuevo. Le indiqué que pasaría por la bicicleta en un par de horas. No hay problema, flaco, dijo el propietario. Caminé hasta la oficina de Jean Carlo. Era un milagro que estuviese vivo.

Cuando publiqué el capítulo nueve, supe que Rosario no tardaría en demandarme explicaciones. Y así fue. No era para menos. El capítulo detallaba la primera visita de Karina a mi cuarto; una visita que, como era obvio, no se limitó a un abrazo entre amigos. Rosario gritaba y lloraba por el teléfono. Se había refugiado en el baño de su trabajo para explotar sin que nadie la sintiese. Me increpaba el haber metido a Karina en mi cuarto y el que le hubiera zampado la pichula. No le negué haberla visto, pero sí haber tirado con ella. Preferí no ser tan cínico esta vez. Le dije que Karina conoció mi cuarto por fuera; no entró porque alegó no tener tiempo. Justo cuando terminaba de pronunciar la palabra “tiempo”, me di cuenta de que la había cagado aún más. Sentí el vendaval lacrimoso de Rosario tronándome las orejas: Maldito, o sea que no entraron porque ella no tenía tiempo no porque TÚ no querías. Eres un desgraciado, Daniel. Eres un maldito conmigo. No paraba de llorar. Yo estaba en la oficina. Había unas chambitas por cumplir en la laptop. Tecleaba con una sola mano; con la otra, sostenía los gritos de Rosario. La comunicación se prolongó por varios minutos; minutos que apaciguaron sus ánimos. Le propuse que me invitara un pollito en la noche, que luego fuéramos a mi cuarto a conversar mejor. Total, ese era el plan original que ella había sugerido el miércoles a raíz del asueto que tendría el viernes. Habíamos tirado demasiado rico el lunes como para arruinarlo todo por una estúpida novela. Ese lunes jugamos a que éramos vecinos. Ella me tocaba la puerta. Yo le abría y la encontraba en ese babydoll negro. Ella me decía que su marido estaba de viaje y que le daba miedo dormir sola. Como buen vecino, la invitaba a pasar. Le advertía que dormía calato. No hay problema, respondía, tendiéndose en la cama, metiéndose debajo de la colcha, pegando su cuerpo al mío. Luego, me decía que tenía ganas de probar un pene; su esposo siempre le daba el suyo antes de dormir. Sírvete, le decía yo. Está bien, Daniel; espérame en la Plaza San Martín. Al término de la llamada, me sentí menos culpable. Había logrado convencerla de que la novela era una burda mentira. Ella había revisado mi diario una vez. No me quedaba claro qué tanto había visto. Pero siempre que me lo mencionaba, le decía que sí, que yo llevaba un registro de mis actividades para que mis historias tuvieran una base. Nada más. El resto era una sarta de invenciones. Rose, mi vida no es interesante. Tengo que mentir para que las historias lo sean. Muchas cosas que cuento no han pasado. Tú me conoces. Luego de reírse condescendientemente, amenazó con castigarme en la noche. Y lo hizo; fue un castigo tenerla en mi colchón, desnuda, nuevamente con el babydoll, y no poder hacerle nada.

Ese día fugué de la oficina a las seis en punto y llegué a Quilca a las siete y cuarenta y cinco. Me había convertido en el ciclista más veloz de la ciudad. Aparqué la bicicleta en la fachada de la librería del señor Luna. La encadené y entré. Necesitaba otro libro. Saludé al señor utilizando la misma fórmula de siempre: Buenas, maestro. Buenas, joven, replicaba él. Concurría a esa librería no tanto por sus precios absurdamente bajos sino más bien por la discreción y tino de su propietario: el señor Luna sabía respetar el límite de confianza que uno tácitamente imponía. Me jodía cuando los libreros se tomaban libertades con sus más asiduos visitantes. Querían saber sus preferencias literarias, musicales, personales. Yo simplemente no soportaba sociabilizar. Me llegaba al pincho hablar en cualquier circunstancia. No había nadie en la librería. El señor Luna leía en una silla. Revisé tranquilamente el tripley de las novedades. Un título capturó mi atención. Lo tomé. Revisé la contraportada. Era ciencia ficción. Me pareció interesante. Habían marcado el precio en la última hoja: tres soles. Me llevo este libro, maestro. Pagué. Luego de bañarme, leí calato sobre el colchón. Era sorprendente: parecía que los libros se hubiesen propuesto recordarme que tenía el VIH. La novela hablaba de la raza humana infectada por una extraña bacteria que la había convertido en una manada de zombies-vampiros. Solo un tipo no se había infectado y era, técnicamente hablando, el último ser humano puro sobre la Tierra. Al cabo de unos minutos, me venció el sueño. Desperté súbitamente a la medianoche. Googleé el conteo de votos de las elecciones americanas. Trump lideraba el marcador. Daniela estaba conectada al Messenger. Le escribí: Mi causa Donald Trump va ganando. Me respondió: Chato, ¿por qué quieres que gane Trump si tú tienes cara de mexicano ilegal?

La reparación salió carísima, pero la cleta quedó como nueva. El técnico, uno de los tres o cuatro tíos que se apostaban en la vereda de la cuadra ocho de Emancipación, se había tomado sus buenos cuarenta y cinco minutos en dejar la bici operativa. Manejé al cuarto. Ahí me esperaba Rosario. Convivía conmigo desde el día anterior, desde el jueves. La encontré viendo videos en su celular. Mis diarios estaban a buen recaudo en la oficina de Jean Carlo y la laptop la tenía contraseñada; no tenía de qué preocuparme. Era rica la idea de vivir bajo un mismo techo, simulando ser marido y mujer, aunque solo fuese por pocos días. Sorry por la demora. Tuve un percance en el camino; se me pinchó una llanta y tuve que tomar un taxi hasta Emancipación. Había un tráfico de mierda. Era mejor mentirle; no añadía nada contándole que me habían atropellado en la Arequipa. Amor -rara vez la llamaba así-, me doy una bañada rápida, recojo a mi hija, la dejo en casa de mi mamá y regreso al toque, ¿sí? Me bajé el short. Me había lavado la pichula en el baño de la oficina. Podía estar sudando en el resto del cuerpo, pero la pinga la tenía limpia y oliendo a jabón. Antes de empezar con todo lo que tengo que hacer, ¿podrías chupármela un ratito, please? Rosario siempre me complacía. Sonrió, como diciéndome te conozco, mañoso. Se acercó, se puso de rodillas y me la chupó. La luz del cuarto estaba prendida. Las cortinas no cubrían mucho. Estábamos a merced de la curiosidad de cualquier sapazo. Rose era una experta chupándome la pinga. Azul, también. Mariana, igual. Karina no se quedaba atrás. Sigue, amor, sigue. Ahhhhhh. Terminé en su boca. Se tragó todita la leche. Ya, báñate rápido y haz tus cosas de una vez; yo te espero aquí. Esta serie en Netflix está bien interesante. Volvió a acostarse en el colchón; el celular en la mano. Me bañé y me vestí al toque. Ya vengo, le dije. Ve con cuidado, respondió. Recogí a mi hija y la dejé en casa de mi mamá. Todo el trámite tomó un par de horas. Cuando regresé, eran casi las doce. Salimos. Caminamos por los alrededores de la Plaza San Martín. Nos metimos en el Yield Bar. Pedimos dos cervezas. Solo hay cervezas chicas, joven. No había problema. Que fueran dos. Heladas, por favor. Bebimos; ella de un vaso, yo del pico. Oye, hoy me pasó algo raro. Siempre pedíamos Pilsen. Tenía un sabor decente. Qué fue, le dije. Cuando me quedé en tu cuarto, alguien entró. Mis ojos se abrieron. Tranquilo, quizá solo me pareció, me calmó. Le pregunté por qué lo decía. Porque estoy segura de que, antes de echarme a dormir, cerré mi bolso. Pero cuando desperté, estaba abierto. Siempre lo dejo cerrado; pase lo que pase. Si quiero sacar una cosita, así la vuelva a guardar en un segundo, cierro el bolso igual. Bueno, yo había estado viendo cosas en el celular y me dio sueño. Me quedé dormida. El bolso lo había dejado sobre tu mesita. Y estoy segura de que, como siempre, lo dejé cerrado. Me desperté dos horas después y quise sacar el rímel de mi bolso. Me levanto a cogerlo y lo encuentro abierto. No del todo abierto, pero abierto como que a la mitad. ¿No habrán fantasmas en tu cuarto? El incidente me dio miedo. No porque hubiera fantasmas; no los había. Solo una persona era capaz de hacer esas pendejadas. Pero ¿cómo? Era mejor no pensar en eso. Y qué tal si esta vez te olvidaste de cerrar el bolso. Seguro tenías tantas ganas de dormir que te olvidaste de cerrarlo. O lo cerraste a medias y no te diste cuenta. Rose bebió de su vaso. Hizo un gesto como de sí, puede ser. ¿Vamos a otro lado? Tengo ganas de bailar, propuso. Me encantaba pasar el tiempo con ella. En los cuatro años que llevábamos juntos, habíamos logrado un entendimiento tácito. La besé. Ella podía ser la mujer de mi vida. En el sexo, nos iba de maravilla. Yo lo disfrutaba bastante. ¿Por qué no estaba con ella, entonces? Porque yo aún creía en la posibilidad de rearmar mi familia, de recuperar a mi hija. Quedaba la chance de la visa H1B. Hasta ese nombre me recordaba al VIH, carajo. Dejé de pensar en tonterías y regresé mi cabeza al presente. Vamos, amor, le dije.

Ese jueves por la tarde, ya a punto de salir de la oficina, llamé a Rosario para confirmar si iría a mi cuarto. Lo confirmó. La vamos a pasar chévere, le dije. Empecé el pedaleo. A la altura de la cuadra diez de la Arequipa, y solo por curiosidad, sintonicé el Paraguay-Perú. El partido se jugaba en Paraguay. No teníamos ninguna chance de ganarlo.  Habíamos perdido contra Chile, en Chile. Ahora los paraguayos nos meterían una tunda. La prensa peruana compartía mi pesimismo. La gente también. No nos equivocamos; a los nueve minutos de iniciado el cotejo, llegó el primero de Paraguay. Un defensor peruano daba por perdido un balón que tenazmente recuperaba un paraguayo, lanzándolo a la periferia del área chica peruana. Uno de sus compañeros la emparaba, daba un pasito, y, ¡pum!, lanzaba un cañonazo que se clavaba en la esquina izquierda del arco peruano. Ya estaba; otra vez Perú fuera del Mundial. El narrador y los comentaristas empezaban a deplorar la falta de actitud de los defensores peruanos. La falta de huevos de toda la vida. Ya estaba harto de esa vaina. Cambié de radio. Puse Doble Nueve. Llegando me esperaba una rica comidita de reconciliación con Rose. Vi con buen humor a esos incautos, acumulados en las vitrinas de los restaurantes y las tiendas, que esperaban una victoria peruana. Llegué al cuarto y me bañé. Me vestí de negro y salí. Caminé hacia la Plaza San Martín, al encuentro de Rosario. Llevé Soy Leyenda, la novela que había comprado el día anterior. Cada página me recordaba que era uno de los tantos huevones sueltos que portaban el VIH y no querían reconocerlo o no les daba la gana de hacerlo. Me aposté en la esquina del Banco de Crédito, al filo de la cuadra ocho del jirón de la Unión. Cuando llegó Rosario, la saludé con un beso en la boca. Era raro que la recibiese en público de ese modo, pero ese día estaba contento. No sabía bien por qué. Seguramente porque empezaríamos unos tres ricos días de convivencia. Fuimos al Beguis, una pollería cerca de la Plaza San Martín, en la ocho de Piérola. A esa pollería acudía con mi esposa y mi hija cuando vivíamos en el edificio de Camaná. Los precios eran bastante cómodos para mi paupérrima economía de entonces. Mi sueldo en VISA apenas alcanzaba para cubrir los gastos básicos de la casa. Gracias a los precios del Beguis, podía sorprender a la familia con unos pollitos a la brasa de tanto en tanto. Fue en esa pollería donde mi bebé, de apenas un añito, se hizo adicta a las papas fritas. A pesar de que la había cagado publicando el capítulo nueve, Rosario se portó con una generosidad que me enamoraba: pidió una parrilla: carne de pollo, de res, chorizos, abundantes papas fritas. Para entonarnos, ordenó dos chilcanos heladitos. Yo pago los tragos, amor, le dije. No podía ser tan conchudo. El Paraguay-Perú había terminado, pero en uno de los televisores del lugar repetían el partido. Ganó Perú, ¿no?, dijo Rosario. ¿Ganó Perú? Nada, iba perdiendo. Seguro los golearon, le respondí. No, me corrigió, ganó cuatro a uno. ¿Qué? Nos demoramos comiendo la parrilla y viendo el partido. Pedimos cuatro chilcanos más. Había ganado Perú y yo me emocionaba con cada gol peruano, hechos todos en el segundo tiempo. Yo solito gritaba los goles. El resto de comensales ya había visto el partido y comentaba en voz baja las incidencias. Salí contento y achispado de la pollería. Perú había perpetrado un milagro y yo estaba a punto de meterle una goleada a Rosario. Le había dicho que trajese el babydoll negro del lunes. Y lo trajo. Me lo enseñó en el restaurante. Pero me castigó en el cuarto. Solo me dejó morderle las tetas y dormir calato a su lado, restregándole el pene baboso en las caderas. Me castigó tal cual lo había prometido hacía varias horas. Todo por culpa de mi puta novela.

Daniel, ayúdame. Era Rosario. Estaba en pánico. Qué fue, qué pasa, me asusté. Acababa de embarcarla en un colectivo. Nos habíamos duchado juntos y vuelto a hacer el amor. La noche del viernes había sido excesiva.

Nos metimos en El Mirador, un bar recientemente inaugurado en una esquina de Quilca con Camaná, al frente del Queirolo. En ese mismo bar, hacía un mes, una gordita machona había intentado ligar con Rosario. Luego de ocupar una mesa, Rosario demoró la mirada en un punto del segundo piso del lugar. No mires, me dijo; pero acabo de ver a un chico con el que me besé una vez en uno de los antros de la universidad.  Mierda, ese tipo de situaciones me interesaba. Me miró, Daniel; está bajando. Eso se ponía bueno. El tipo llevaba en las manos una cerveza y un vaso.  Se nos acercó y nos saludó. Se le aflojó el gesto cuando comprobó que Rosario venía conmigo. Ella nos presentó: Rubén, Daniel; Daniel, Rubén. Nos dimos la mano. El tipo era feo. Si yo era feo; él era el jefe de los feos. No podía creer que Rosario hubiese chapado con un chico así en algún punto de su vida. ¿Habría estado borracha? Era una historia que me tendría que contar llegando al cuarto. Me encantaban las historias de Rosario. Mientras me chupaba la pinga, le pedía que me contase cómo chapó con tal huevón, cómo se la mamó a ese otro, cómo aquel se la metió. Sus relatos conseguían excitarme. El tipo no tenía mucho qué decir, así que, luego de haberle contado a Rosario lo que había sido de su vida, se fue. Nos sentamos a una mesa. Voy a comprar dos cervezas, dijo Rosario. Tardó en regresar. Cuando lo hizo, traía una sonrisa en la cara. Me atendió el mismo dueño del local. Me dijo que era muy bonita y que me regalaba las dos cervezas. Me dio su tarjeta de presentación. La besé en la boca. Daba gusto estar al lado de una mujer que era deseada por otros huevones. Ya estábamos bastante mareados cuando salimos del Mirador y caímos en el Nuclear Bar, un lugar donde ponían heavy metal. No había nadie. Nos fuimos al cuarto. Tiramos desenfrenadamente. Literalmente, hicimos temblar las paredes del cuarto, que eran meros tabiques de madera reforzados con algo de cemento. Cachetéame, carajo, hazme tu puta. El alcohol nos había desaforado. La tenía clavada: yo encima; ella debajo. Pégame en la cara, estúpido, insistió. La primera cachetada no fue tan fuerte como la segunda; mi mano quedó marcada en su cara. Ella se quedó quieta unos segundos, la cara volteada a un lado. De pronto, me miró y con una voz queda y rasposa me dijo: más despacio, idiota. Me pidió que continuara penetrándola. Sigue, sigue, no te detengas.

¡Dónde estás, Rosario! ¡Dónde estás! Se oían forcejeos. La voz de un hombre. Luego de dos, tres hombres. La cagada. La quieren violar, pensé ¡Rosario!, grité. Los forcejeos continuaban. No sabía cómo ayudarla. No me había fijado en el número de la placa del colectivo que la llevó. Tampoco recordaba la cara del conductor, ni el color ni la marca del auto. Solo tenía la voz de Rosario en el celular. Se me ocurrió prestar atención a lo que iba registrando el teléfono; podía obtener algún dato de su paradero. Hacía menos de cinco minutos que la había dejado abordando el colectivo. Suéltenme, suéltenme, se desgañitaba Rosario, angustiada, desesperada, aterrada. De pronto, ¡pac!; un golpe seco. Luego, bocinazos, autos que corrían veloces. Una voz que se acercaba. Amiga ¿estás bien? La voz de Rosario, como a lo lejos: Sí, estoy bien. La otra voz, ya cerca. Una voz de hombre: Aquí está tu celular amiga. Ahora las voces se oían con claridad. Amiga, haz tu denuncia aquí no más en la comisaría de España. Era el dato que necesitaba. Corrí hacia la avenida España. Corrí con todas mis fuerzas. Luego de un trecho, me detuve a oír lo que se decía en el celular. ¿Daniel? ¿Rose? Ufff; sentí un gran alivio. Daniel, ven, por favor; estoy aquí, cerca del Real Plaza. Sus palabras estaban inundadas de lágrimas. Ya estoy cerca. Ya voy. La vi paradita en la esquina de España con Wilson, en la vereda, al lado de un puesto de periódicos. Sus ojitos aún no asimilaban el terror que acababan de experimentar. La abracé fuerte. Se derrumbó en mis brazos.  

sábado, 15 de septiembre de 2018

El solitario de Zepita - Capítulo 33


Del lunes 31 de octubre al domingo 06 de noviembre del 2016

Cuando uno quiere hacer algo terrible se miente a sí mismo. Se dice uno que todos los demás están equivocados.

Ray Bradbury – Crónicas Marcianas

El día voló. Ni Jean Carlo ni Victorio acudieron a la oficina. Patricia llegó con una hora de retraso. Sin jefes, el tiempo transcurrió con liviandad. Esa levedad se sentía en toda la ciudad; al día siguiente habría un feriado. Regresé del trabajo más temprano, me bañé y me acosté. Quería desconectarme de las tribulaciones de la semana anterior. Eran las once cuando vibró el celular. Estaba cargándose sobre la mesita blanca. Era Karina. Dani, estoy con una amiga aquí en Los Olivos, en El Embarcadero de Plaza Norte. Vente al toque, pues. No lo pensé dos veces: Salgo en diez minutos; espérenme. Una noche con la impredecible compañía de Karina me disiparía las preocupaciones. Ella siempre se las arreglaba para que tirar a pelo resultase relajante y nada preocupante. Si yo tenía unos pocos días con el SIDA; ella debía de tener varios años. Éramos unos promiscuos de mierda. Me vestí, me mojé la cabeza y la cara, y tomé un bus a Los Olivos.

Se me aguó el culo cuando Jean Carlo me llamó al anexo. Daniel, ven un momento. Caminé hacia su oficina. Toma asiento. Nunca lo había visto tan serio. Bueno, pensé; me disculparé por no haber justificado mi ausencia del viernes. Tenía en mente una excusa más o menos convincente. Daniel, el viernes despedí a Victorio. Puse cara de circunstancia. La verdad; no me afectó la noticia. Sentí, sí, un gran alivio; la cosa no era conmigo. Con respecto a Victorio, la oficina sería un lugar mucho más tranquilo sin su presencia. Era un orgulloso de mierda que se pavoneaba de sus contactos y nos relataba extenuantes historias en las que resultaba siempre el héroe de los proyectos y el resto, una recua de tarados. Él era el listo, el hábil, el pendejo. Yo le seguía la corriente y esperaba impacientemente a que se callase y volviese a encerrarse en su oficina. ¿Qué había pasado con Victorio? Había estado usando información confidencial de la empresa en beneficio propio. Hacía pocas semanas había inscrito en registros públicos una empresa importadora de maquinaria para la industria minera, y había adquirido un modesto lote de ventiladores franceses. Todo este proceso lo había realizado siendo todavía parte de la empresa de Jean Carlo. El sinvergüenza, decía Jean Carlo, casi con asco, ha estado ofreciendo sus ventiladores a NUESTROS clientes. La oficina de Jean Carlo estaba pintada con los colores de la bandera de Suecia, país de origen de los ventiladores que vendía en el Perú cada vez en mayor número. Lo gracioso, dijo, exhibiendo esa sonrisa de suficiencia que surgía cuando hablaba de los competidores a los que aplastaba, es que como Victorio es un ignorante en ventiladores nadie ha querido comprarle. ¿Cómo se enteró de la traición? Uno de sus clientes le filtró el dato. Así que el viernes lo encaré. Ya le tenía preparada su notificación de despido. Hablamos aquí en mi oficina. Cuando le mostré los correos que él mismo había mandado al cliente, se quedó callado. Al principio quiso negarlo, ¿puedes creer su cinismo? Me extendió unos papeles. Los hojeé un toque, fingiendo interés, y se los devolví. Me dijo que eran los correos que Victorio le había mandado al cliente delator. ¿Te fijaste de dónde los envió?, dijo, la mirada cómplice. , mentí. No me había fijado en nada. Es tan idiota que envió todo desde la cuenta de correo de nuestra empresa. Eso fue suficiente para botarlo como a un perro, sin ningún beneficio. No le quedó otra que firmar la notificación. Lo tenía cogido de los huevos con las pruebas de los correos, nuevamente esa sonrisa de ganador, de tipo sagaz al que nadie podía timar. Ese mismo día agarró sus cosas y se fue. Hizo una pausa. ¿No sabías nada de esto? Su pregunta era retórica; no esperó una respuesta. Continuó regodeándose en su astucia y en cómo había expectorado sin miramientos a Victorio. Por si acaso, si preguntan por él hay que decir tajantemente que ya no trabaja más con nosotros. De vuelta en mi escritorio, recordé la vez que Victorio me preguntó por cierta marca de ventiladores franceses. El huevón ya planeaba la traición.

Daniela me escribió; quería ir al cine. Había una comedia peruana en cartelera. Era sábado y yo estaba en casa de mamá, como casi todos los fines de semana. Quedamos en asistir a la función de las ocho y media de la noche. La película fue una mierda; fugaces momentos de gracia apuntalados por un par de lisuras. Recordé haber leído la Historia Universal De La Infamia, de Borges. El exquisito sarcasmo de sus páginas era garantía de risas reflexivas y duraderas. A la salida del recinto, Daniela me dijo que le provocaba descansar. Si quieres vamos a tu cuarto, Chato; para echarme un ratito. Eran cerca de las once. Era mi oportunidad de tirar con ella. Pero recordé que había dejado las llaves del cuarto en casa de mamá. Tampoco tenía dinero para pagar un hotel; había llevado el suficiente para las entradas, las canchitas y las gaseosas. Pucha, Chata, mejor lo dejamos para otro día. Su casa no estaba lejos del cine. Fuimos caminando. Nos despedimos besándonos al pie de las escaleras de su edificio. Era una suerte que aún me considerara su amigo, luego de la vez que desaparecí del mapa tras enterarme de que no le venía la regla. Compré un pollo a la brasa, papitas y gaseosa en una pollería del Óvalo Varela. Tomé un taxi. Eran las doce. Estaba seguro de que hallaría despierta a mi bebé y de que disfrutaría de la sorpresota que le llevaba.

O sea que por eso no quieres estar conmigo, dice Rosario. Qué fue, le respondo. Has vuelto con Daniela. Y no me mientas porque ahora sí tengo pruebas.

No puedo, le dije. Tú sabes muy bien que lo que gano me alcanza apenas para pagar mi cuarto y mis comidas. Lo que te doy para la bebe y los gastos de la casa es lo justo. No puedo darte más. Discutíamos delante de la puerta de rejas del departamento. Debía llevar a mi hija a la casa de mi mamá y luego regresar a Zepita. Hacía dos días le había entregado el dinero mensual. Ahora, pedía más. Lo necesito, Daniel, por favor. Quiero llevar ese curso. Yo me aburro metida en la casa todo el día. Quiero salir, aprender y trabajar en eso. Yo ya no le creía nada. No tengo; lo siento. Aunque sí tenía; haciendo un esfuerzo, podía darle lo que pedía. Pero era tirar el dinero. Siempre que se entusiasmaba con algo, terminaba dejándolo. Cuántos cursos le había pagado y cuántas veces había tirado la toalla. No le aflojaría los trescientos soles que pedía. Suficiente había hecho ya por ella yéndome de la casa y dejándola ahí con Melina. Yo no tenía quién me cocine o lave la ropa a cambio de nada. Con mi plata, con lo que me quedaba luego de entregarle el dinero mensual, debía encargarme de todas esas huevadas. Ahora estás con Melina ¿no? Me decías que con ella serías todo lo feliz que no fuiste conmigo, pues que ella te ayude con tu curso. A mí no me jodas. Cuando me alteraba, se me escapaba estupidez y media. Eres una mierda, Daniel, un egoísta de mierda. El rostro se le había congestionado por la frustración. Si no me das el dinero que necesito para despejarme por cuidar a tu hija todos los días, no te la llevas hoy, ni hoy ni nunca más. Yo me iré con ella a algún lado para empezar sola y tener mi propio dinero y no tener que pedirte nada nunca más. No sabes lo humillante que es para mí pedirte plata. La bebe había bajado las escaleras y estaba detrás de su mamá, ansiosa por que su papi la llevase a casa de su abuela. Mami, quiero ir donde la abuela, pidió. No, no vas a ir, le gritó mi esposa. A la bebe se le fruncieron los labiecitos y empezó a llorar. Era el llanto que laceraba el corazón de cualquier padre. Eres un abusivo, Daniel. Yo me hago cargo de tu hija y tú no puedes apoyarme con lo que te pido. Eres un miserable. Estaba completamente alterada, rabiosa. En momentos así, me provocaba golpearla, encajarle un par de puñetazos y hacerle sentir quién mandaba. Pero no podía. No tenía los huevos para imponerme. Cómo no te cruzas en el camino de una bala perdida, pensaba mientras la oía continuar con sus reclamos. Tu muerte nos mejoraría la vida a todos; criaría a la bebe con holgura, sin que estés chupándome dinero cual sanguijuela. Mami, por favor, quiero ir con papi. La bebe recibía la indiferente espalda de su mamá. No te la vas a llevar si no me apoyas. No es justo para conmigo. Las lagrimitas en los ojos de mi bebe me perforaban el alma. Saqué mi billetera y le di lo que pedía. Toma, le dije. Por qué eres tan basura conmigo. Por qué no puedes darme el dinero sin que tengamos que llegar a estos extremos. Lloraba. Respiré hondo. Quise abrazarla y consolarla. Los odios no me duraban nada. La bebe nos tenía que ver tranquilos. La abracé. Perdóname, le dije. La bebe se unió al abrazo. Ustedes son mis padres, dijo. No peleen. No pude contener las lágrimas. No sabía hasta qué punto la discusión había mellado los sentimientos de mi hija.

De El Embarcadero nos pasamos a Rústica, un restaurante que luego de las doce funcionaba como discoteca. El lugar estaba repleto de gente. Los mozos debían escurrir sus huesos entre el gentío para transportar los pedidos de cerveza y whiskey. Karina, su amiga y yo bailábamos en sanguchito: ellas eran el pan y yo el relleno. Karina, como siempre, estaba bien maquillada. Llevaba un sostén que le juntaba las tetas y las hacía más provocadoras. El lugar empezó a vaciarse a las cuatro. Karina propuso que fuésemos a su casa. Tomamos un taxi. Pagué yo. Los tragos corrieron por cuenta de Karina. El dinero era su última preocupación. No necesitaba trabajar como una esclava. Administraba las cuantiosas propiedades que le había heredado su difunto padre: hoteles, viviendas en alquiler, una ferretería. Envidiaba su suerte; yo debía alquilarme ciento ochenta horas a la semana a cambio de un flaco estipendio. Karina aún vivía en Los Nogales, barrio donde transcurrió nuestra infancia y adolescencia. La casa, en la que tiré por primera vez en mi vida sin pagar un sol, tenía ahora tres pisos. Karina era dueña y única habitante del primero. Los restantes eran de sus hermanas. Nos acomodamos en su sala. Sirvió un vino heladito en tres gordas copas de vidrio. Puso algo de música. Reggaetón. Hablamos tonterías. Al cabo de un rato, Karina dijo que era hora de dormir. Yo me quedo en el sofá, les dije. Ven, Dani, duerme con nosotras. No hay problema. Te va a dar frío en el sofá. Su cuarto seguía siendo el mismo que conocí hacía quince años, cuando fuimos enamorados un par de semanas hasta que descubrí que me engañaba con otros hombres. Fue la primera mujer por la que lloré como una niña. Más pudorosa, la amiga de Karina, Leslie, se desvistió y vistió en el baño. Karina le había prestado algo cómodo para dormir. Karina y yo nos desvestimos en el cuarto. Era estrecho, cálido. Nos iluminaba el tenue resplandor del televisor prendido. Le vi las tetas: grandotas y colgadas. Así me gustaban. Se puso una chompa ancha y un shorcito liviano. No llevaba sostén ni calzón. Aquí se va a echar Leslie, dijo. Ella siempre se pega a la pared. Yo voy a dormir en medio para que no le hagas travesuras a mi amiga. Entró Leslie. La ropa de Karina le quedaba grandísima. Se echó en el lado convenido y se cubrió con las frazadas. Karina se tendió a su lado; yo, al lado de Karina. Entonces, recordé la primera vez que estuve en la cama con dos mujeres.

La librería del señor Luna está ubicada a mitad de la cuadra dos del jirón Quilca, al fondo de un corto pasillo. Ese jueves, luego del trabajo, y de haberme bañado y vestido cómodamente, la visité. Revisaba los libros colgados del triplay que servía de mostrador cuando me topé con unas letras grandes y rojas que decían SIDA. Instantáneamente, me acordé de Azul y de la infección que llevaba a cuestas. Era un libro de pocas páginas; su título, Qué Es El SIDA Y Cómo Prevenirlo. Quise comprarlo y leerlo inmediatamente. Quería saber qué tenía exactamente en el cuerpo. Pero me avergonzaba intentar cogerlo. Alejé la vista del libro y la paseé por otras zonas del triplay. Era inútil; en ese momento, ningún libro me interesaba más que ese. Qué chucha, pensé. Vencí el temor y cogí el librito. Decididamente, caminé hacia el señor Luna y le consulté el precio. Luna conversaba con tres de sus habituales contertulios. Los tres se fijaron en el título del libro. El silencio creado fue opresivo. Me sentí un sidoso en medio de tipos normales, correctos y sanos. Dos soles, caballero, dijo el señor Luna. Pagué. Agradeció. Le agradecí. Caminé deprisa al cuarto. En el trayecto, leí el opúsculo, ocultando su tapa. Nadie debía enterarse de mi enfermedad. SIDA significaba Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida. Era un grupo de síntomas clínicos que aparecía luego de que la barrera defensiva natural del cuerpo era derribada por el virus de la inmunodeficiencia humana, el VIH. Una vez derribada la defensa del cuerpo, los organismos y bacterias que vivían desde siempre con nosotros podían matarnos inopinadamente. En resumen, el VIH nos desprotegía; un simple resfriado podía quitarnos la vida. Tirado en el colchón del cuarto, continué develando a mi enemigo, que medía 0.000,000,012 metros de largo y que replicaba su ARN, cual fotocopiadora, en el núcleo de mis células, desquiciándolas, enloqueciéndolas, neutralizándolas.

Llevaba el dinero del mes para la manutención y educación de mi hija. Además, incluí un monto para el pago de una terapia de concentración que la psicóloga del colegio le había recomendado a la bebe. Yo no creía en los psicólogos. Su misión era suprimir la espontaneidad de los niños. Sus diagnósticos y tratamientos apuntaban a moldear ciudadanos obedientes y adocenados. Su verdadero objetivo era hacerse ricos con el dinero que tirábamos en sus terapias y metodologías. Pero mi esposa les creía a pie juntillas. No se daba cuenta de que la psicología era un negocio basado en la presunta formación de gentes de bien. Cela reconoció haber sido un gamberro en su niñez. Jamás se corrigió, y terminó consiguiendo el Nobel de Literatura en 1989. Llegué a la casa de mi esposa. La encontré de buen humor. Me aventuré, entonces, a invitarlas a ella y a mi hija a salir. En un principio, se negó: que estaba a dieta, que la bebe no podía comer frituras. Ya, pues, salgamos en familia, que la bebe nos vea juntos, la animé. Aceptó. Antes de irnos, le entregué el dinero. Subió a guardarlo. La bebe bajó entusiasmada. Sí, papi, vamos a comer papitas. Tomamos un taxi a plaza San Miguel. Fuimos al Pardos Chicken. Las papas fritas eran gruesas y estaban riquísimas. Ordenamos tres cuartos de pollo, parte pecho. La bebe comió todas sus papitas. Empezó a dar cuenta de las mías. Su mamá la detuvo. Ya comiste. Basta, por favor. Quise defender el derecho de mi bebe a empacharse con cuanta papa quisiera, pero me contuve. No valía la pena abogar por los saludables beneficios de consentir a nuestros hijos. La rigidez creaba seres acomplejados. Mi esposa jamás lo entendería. Mis argumentos solo encenderían la pradera. La noche transcurrió tranquila. Las llevé en un taxi a su casa. Estaba aprendiendo a tratar con pinzas a mi esposa. La mínima fricción desencadenaba una reacción que terminaba explotándome en la cara.

Hacía seis meses que era papá y estaba a punto de tirar con dos mujeres en la misma cama. Vivía con mi hija y con mi esposa en un viejo edificio del jirón Camaná, en el Centro de Lima. Me habían hartado los arranques de histeria de mi esposa, generados por el llanto de la bebe, los quehaceres de la casa, la gordura que se apoderaba de su cuerpo, la convivencia en un espacio reducido y un encierro al que no estaba acostumbrada. Yo le había sido fiel desde que la conocí. Me mantuve así hasta la aparición de los constantes gritos y reclamos en el hogar. Entonces, la fidelidad pasó a ser un mero recuerdo y le eché un vistazo al menú que me ofrecía la calle. Llevaba un año trabajando en VISA, una consultora que participaba en proyectos mineros y civiles. Cierto día, arrecho en mi escritorio, googleé: servicios sexuales señoras tríos Lince. La oficina estaba cerca de Lince, distrito en el que se hallaban las putas más baratas. Las señoras, por ser señoras, cuerpos gruesos, avejentados, cobraban menos que una jovencita. Los tríos habían sido una de mis más cimeras fantasías. El buscador me devolvió un solo anuncio. Anoté el número de teléfono. Llamé. Una voz cariñosa me atendió. Me indicó su ubicación. El costo del servicio era inmejorable: cincuenta soles por las dos mujeres. Increíble. Al cabo de una semana, había reunido el dinero y el valor, sobre todo esto último, para visitar a la pareja de señoras. Su departamento estaba a unas cuadras de la oficina, un recorrido a pie que, calculé, podía hacer en diez minutos. Elegí la hora del almuerzo; la una de la tarde. Mientras el resto de la oficina calentaba sus fiambres en el microondas, yo me alistaba para el trío. En el baño, me lavé la pinga. Minutos después, recorría las calles que había estudiado en Google Maps. Volví a llamar al número del aviso para enterar a las señoras de mi inminente visita. Cuando llegué al viejo edificio de la calle León Velarde, se me bajó la presión. Eran los nervios. Presioné el botón del número 302. Se oyó un bip. Hablé. Llamé hace un ratito por el servicio. La misma voz cariñosa: Ah, ya. Sube, amor. Un clic eléctrico abrió la puerta de rejas. Crucé un zaguán, cuyo piso estaba salpicado de publicidad de supermercados, cartas no recogidas y volantes de institutos. Subí al departamento. La puerta estaba junta. Entré. Me recibieron dos señoras gordas. Les calculé unos cuarenta años. Una de ellas tenía silueta, la deseada forma de pera; la otra era directamente una bola. Pero ambas tenían un culazo y unas tetas grandes y caídas. Me enloquecieron esos cuerpos. Era un fanático de la carne y de la grasa. Llevaban sendos vestidos negros translúcidos. Me condujeron de la mano a un cuarto. Se quitaron los vestidos. No llevaban ropa interior. Les pagué. La bola recibió el dinero y lo guardó en el cajón de una cómoda. Me desvestí tan rápido como pude. Tenía la pinga parada y borbotando sus jugos. Me tiré en la cama, dispuesto a todo. Mientras les lamía las nalgas como un desesperado, una de ellas me puso un condón. Empezaron a chupármela por turnos. Dos mujeres mamándome la pinga, rozando sus labios con mis pendejos. Hice denodados esfuerzos por no venirme; todavía tenía que meterles la pinga. Gocé estrujándoles los rollos de la barriga. Mientras le metía la pinga a una, a la otra le comía las tetas y le lamía los rollos, se los mordía. Les dije que las amaba. Volvieron a mamarme la pinga; esta vez, yo parado y ellas de rodillas en el suelo. Una me lamía el pene y la otra me chupaba los huevos. Me decían papito, queremos tu leche. Me elevé al cielo cuando eyaculé. Recibieron la leche en sus tetas enormes y flácidas. ¿Te gustó, amor?, preguntó la bola. Sí, me encantó, le dije, todavía suspendido en el aire. La bola restañó el semen que caía de las tetas de su compañera. Vuelve pronto, me dijeron al salir. Por supuesto, les dije. La perita me despidió con un piquito. No volví. Me animé a contratarlas luego de un tiempo, pero el servicio había desaparecido de la red y el número estaba fuera de servicio. Mi esposa nunca me creyó que fui feliz con su cuerpo de gordita. Ella se avergonzaba de él. El gimnasio y sus dietas absurdas la redujeron a un insípido palo.    

Leslie y yo viajábamos en el mismo bus. Lo habíamos tomado en la Panamericana. Habíamos caminado en silencio seis cuadras desde la casa de Karina. Leslie era bajita, delgada, sin mayores atributos que su piel blanca. Tenía la nariz medio en gancho. Karina nos había hecho un jugo de papaya. Actuaba desinhibida, como si nada hubiera pasado. Yo no podía. Se notaba que era feriado; la carretera estaba despejada. No podía hablarle a Leslie. ¿De qué le hablaría? ¿De cómo me chupó la pinga sin abrir los ojos? Karina y yo nos lengüeteábamos y manoseábamos, arrodillados en la cama, al tiempo que la boca de Leslie me succionaba la pichula. No abrió los ojos hasta bien entrada la mañana. ¿Qué vas a hacer más tarde?, le pregunté. Tenía que preguntarle algo; el silencio era opresivo. Nada, creo que voy a salir con mi enamorado. No sabía que tuviera uno, o no recordaba que lo hubiese mencionado. ¿Tú? El bus corría a toda velocidad y nos hacía saltar en los agujeros de la pista. Seguir durmiendo; mañana trabajo. Nos acercábamos al puente de Prolongación Tacna. Yo también, dijo ella. Trabajo con mi enamorado en el Plaza Vea de San Isidro, por Paseo de la República. Íbamos en los últimos asientos del bus, uno al lado del otro. La carcacha tenía dos o tres pasajeros más. ¿Dormiste bien?, me atreví. , respondió. Había salido el sol. El día se prestaba para un cebichito. Entramos en Alfonso Ugarte. Chévere si salimos otro día, le dije. Normal, no hay problema, aseguró. Nos despedimos con un beso en la mejilla. Bajé en el hospital Loayza. Crucé Alfonso Ugarte. Al poco rato, abría la puerta de mi cuarto.  Tiré el colchón al piso, me calateé y me metí debajo de la colcha azul. Faltaba algo: una lectura veloz para conciliar el sueño. Las Tradiciones de Palma nunca fallaban. Entretenían y enriquecían el vocabulario. Leí Mujer – Hombre, la historia de la primera lesbiana en Lima. Aprendí una palabra; espontanearse: revelar con sinceridad nuestros sentimientos y pensamientos. Vibró el celular. Era Karina. Te cuento algo, me dijo. Dime, le dije. Dice Leslie que le encantó el sabor de tu semen, que era como dulcecito. Quedamos en repetir la salida. Me masturbé recordando las imágenes de la madrugada: Karina recibiendo pinga al lado de Leslie, que se hacía la dormida. Leslie mamándome la pichula sin abrir los ojos; su lengüita franeleándome el glande. Mis dientes mordisqueando los pezones de Karina. ¡Ahhh! Eyaculé en un pedazo de papel higiénico. Lo abolillé y lo tiré en un rincón. Dormí plácidamente.

Espérame, ¿sí? Te caigo a la una y media. Caminaba hacia la Marina. Ok, te espero, bebé. Hacía unas horas había llevado a mi hija al Bembos. Si mi esposa me sacó más plata, dizque, para un curso, entonces yo tenía todo el derecho de llevar a mi bebé adonde le diese la gana. Pensé: si no gasto mi plata en satisfacer mis urgencias, entonces la mierda de mi esposa terminará agotándomela con sus continuos pedidos. La pinga se me paraba muy a menudo. Debía emplear mi dinero en satisfacer sus imperiosos requerimientos. Había dejado a mi bebé con su abuela. Ma, regreso mañana al mediodía luego de recoger mi ropa de la lavandería. Chau. La discusión con mi esposa había dilatado mis tiempos. Por eso, me aseguré llamando a Jazmín. Solo su cuerpo podría satisfacerme. Llegué veinte minutos antes de la una y media a Peñaloza. A cinco metros de la esquina con Nicolás de Piérola, estaba Jazmín. Ese era su punto de operaciones. Me reconoció y caminó hacia el Malka Masi. Sí, había jurado no volver a ese hotel, pero ¿qué posibilidades había de que ocurriera otra redada? Ninguna, me convencí. Entré detrás de ella. Pagué por el cuarto en la recepción. Recordé mis primeras veces en ese hotel, siempre apurado, agachando la cabeza, evitando que algún conocido me sorprendiera: ajá, con que te gusta tirar con maricones. Ni siquiera contaba el vuelto; cogía al vuelo el papel higiénico y el condón, y me metía al cuarto. Ahora no. Ahora me llegaba al pincho. Tiramos. Nos besamos en la boca. Te amo, te amo, le decía, mientras le metía la pinga. Si no les decía “te amo” a mis eventuales parejas, no disfrutaba del cache y se me hacía difícil eyacular. Me gustas mucho, gemía ella. Se la seguía metiendo al tiempo que estrujaba esas tetotas. ¿Me amas?, le preguntaba yo, con cada arremetida. Sí, te amo, te amo, decía ella. ¿Si me amas te tomas mi semen?, la reté. Sí, sí, gimió. Cuando estuve a punto de venirme, le desconecté mi pinga. Se oyó un ploc. Me quité el condón y acerqué a su boca la punta de mi pichula. Estábamos sobre la cama, yo parado y ella de rodillas. Tenía la pinga embutida en su boca. Me succionó toda la leche. Sentí un tremendo alivio. No había nada que superase venirse en la boca de una mujer. Me pidió ser mi enamorada. ¿O estás con otra maricona? Le aseguré que estaba solo. ¿Qué raro que un chico pingón y lindo como tú esté solo? Permanecimos echados en la cama; la cama sin frazadas de un hotel que solo servía para cachar. Entonces, ¿somos enamorados? Me metió la lengua en la boca. Claro, bebé. Me contó que la violó un caficho de San Juan de Lurigancho. Yo vivo allá, pues. Pasé por una cuadra donde trabajaban varias mariconas. Y ese pata, que es el taita de todas, me ve, y, como me tenía ganas de antes, me levantó a la fuerza. Me metió en su camioneta. Me enseñó su fierro. ¿Qué iba a hacer yo? ¿Llamar a la policía? Ahí es tierra de nadie. Era mejor seguirle la corriente. Dejar que me viole y ya.  A la policía le importa una mierda lo que le pase a una chica como yo. Si ven que matan a una, se alegran, más bien. Su cabeza descansaba en mi pecho. Tenía el cabello frondoso. Ni cagando era natural. Me acuerdo que cuando me puse mis primeras tetas, no tan grandes como estas, unas mariconas envidiosas, no de aquí, de San Juan, me las reventaron a golpes. Siguió prostituyéndose, pero metiéndose unas almohadillas en el pecho. Reunido el suficiente dinero, volvió a ponerse siliconas. Se alejó de San Juan y recaló en el Centro, donde la seguridad estaba garantizada siempre y cuando se arreglara con la policía. Un tipo se encargaba de mantener contentos a los oficiales que tenían Peñaloza a su cargo. Ese tipo era el que las cuidaba. Solo a él debían pagarle. Casi nunca se le veía. Pero está en amoríos con una traca que vive en esta cuadra. Bueno, no tanto vive aquí, pero para de vez en cuando. Esa maricona y él se encargan de la seguridad de toda esta cuadra. De Chancay, por ejemplo, se encarga otro; pero a ese pata los tombos se lo comen vivo. No sabe arreglar con ellos ni con sus propias chicas. Por eso es más difícil trabajar en Chancay. Ahí es más fácil que te levanten los tombos. Le pregunté, entonces, cómo fue que esa vez casi nos metían en cana. Hubo un retraso en el cheque de los tombos. Al capitán no le gusta que jueguen con su plata. Y ese día metió miedo. Lo meten cuando hay que meterlo, para que no olvidemos quién manda. Recordé a Azul conversando con el policía gordo. ¿Dices que el caficho de esta zona tiene su pareja?, pregunté. , confirmó ella. Pero esa maricona no se prostituye. De vez en cuando viene a “supervisar” cómo va la cosa. Se me aceleró el corazón. Cambié de tema. Me gusta tu nariz, le dije. Era pequeñita y respingada. Antes la tenía como tú, me dijo, levantando la vista para mirarme. Y no, pues; con esa nariz nadie me iba a levantar. Me la operé dos veces, hasta tenerla como ahora. Volví a cambiar de tema. ¿Vas a discotecas? Le conté que solía ir al 1031, aunque, últimamente, prefería La Jarrita. Esa es una disco para tracas viejos, soltó. Hay que ir un día al Sagitario, propuso. ¿Dónde quedaba esa vaina? Aquí, no más, en Wilson con Torrico, cerca de esa placita que está en la dos de Quilca. ¿La plaza Elguera? Claro, claro. Me había dado cuenta de que ahí había una discoteca bien caleta. Bien temprano, en las mañanas de los sábados y domingos, salían de sus puertas bandadas de cabros, homosexuales con vestimenta de hombre, nunca travestis ni transexuales. Sí, pues, ahí van gays vestidos de hombre, confirmó. ¿Entonces cómo entrarías tú si vamos? Hizo un gesto de obviedad: No, pues, tontito; yo iría como tu pareja. Ahí no habría problema. Nos despedimos prometiéndonos fijar el día para visitar el Sagitario. Cuídate mucho, mi amor. Retuvo un momento mi salida. Mira, mira, quiero que veas esto. Tecleó en su celular. Te acabo de guardar como “Amor”. Nos dimos un piquito y salí del hotel. Eran casi las dos y media de la mañana. Todavía se podía hallar alguna tienda abierta. Compré un Aquarius de naranja y caminé morosamente al cuarto. Pensé en Azul y en quién era realmente. Quería encontrármela ahí, caminando, o que ella me encontrase a mí, como la vez en que me sorprendió a las tres de la mañana. Llegué al cuarto, subí y me tiré en el colchón. No tardé mucho en conciliar el sueño.

Le digo que no me importa si tiene pruebas. No necesitas pruebas, yo mismo te puedo confirmar que salí con Daniela. Vuelve a llorar. Por eso ya no lo hacemos ¿verdad? Porque sigues viéndola, porque te has vuelto a enamorar de ella. Su voz se ahoga en el llanto. Mira, Rose, lo siento. Siento haberme portado tan raro en estos días. Es verdad, la extraño. Extraño meterle pinga y dormir abrazados en el colchón. Ahorita estoy en casa de mi mamá. Ven mañana a mi cuarto. Conversemos. Estemos juntos. Vuelve con el tema de Daniela. Por favor, olvídate de eso. Ella no significa nada para mí. Vente mañana, tú sí me importas. Te necesito. Si Azul está con ese caficho, es imposible que tenga SIDA. Los cafichos son tipos listos, inmunes a cualquier enfermedad. No son tontos como yo. Está bien, dice, calmándose. En resumen, Rosario le exigía a su marido que la pise como es debido. Lo haré, pensé. Además, es imposible que mi cuerpo se haya convertido en una sucursal del VIH. Cómo chucha YO voy a tener SIDA. Es ilógico.