sábado, 14 de abril de 2018

El solitario de Zepita - Capítulo 30


Del martes 18 al jueves 20 de octubre del 2016

Nada conmovía la conciencia de este hombre. Era como tratar de obtener sin un espejo la reflexión de una imagen. La conciencia es en el individuo la guardiana de las leyes dictadas por la colectividad, considerando su necesidad de conservarse. Es un guardián que vigila nuestros corazones para impedirnos infringir las reglas establecidas, un espía instalado en la íntima fortaleza del ser. El hombre tiene tal sed de simpatía, su temor por las críticas es tan vivo, que por sí mismo ha introducido al enemigo en la plaza; su conciencia no cesa de vigilar, siempre dispuesta a ahogar toda veleidad de independencia. Es el lazo poderoso que encadena al individuo con la masa y que le impulsa a preferir a los suyos los intereses de la colectividad, que ha aprendido a considerar superiores. El hombre llega a convertirse en el esclavo de su conciencia. La coloca sobre un pedestal. Por último, como el cortesano, adulador servil del cetro que lo oprime, se vanagloria de su esclavitud. A sus ojos, ninguna inventiva es suficientemente fuerte para castigar al que desconoce el principio de autoridad, porque se siente desarmado ante este ser independiente. Frente a la monstruosa insensibilidad de Strickland, yo no podía menos que retirarme horrorizado.

W. Somerset Maugham – La Luna Y Seis Peniques

Se llamaba Estrella y tenía las nalgas moradas. Se las había inyectado hacía unos días. Las tetas se las había hecho hacía un par de meses. Silicona me pusieron. No me vayas a agarrar duro, ah. Su acento serrano me destruía la arrechura. Entonces, debía hacer malabares mentales para que no se me ablandara la pichula. No tenía cara de serrana. Llevaba levantada la punta de la nariz y el rostro perfilado. Su ropa la había dejado sobre una silla, al lado de su bolso. Yo, siempre cauto, acomodé la mía en una esquina de la cama. Tampoco me vayas agarrar fuerte las nalgas, ah. Me duelen. Detestaba cuando las putas se ponían exquisitas: no toques ahí, no me golpees las nalgas, no me muerdas los pezones, no beso en la boca. Cuando empezaban las prohibiciones, me sentía estafado. Yo necesitaba besar a la puta, amasarle el trasero, mordisquearle los pezones, decirle que la amaba. Solo así podía venírseme la leche. Traté de soslayar sus reparos. Ya había pagado y necesitaba eyacular; dentro de algunas horas partiría hacia la sierra y podría ser el último viaje de mi vida. Masajeé sus nalgas. Despacio. Eran tremendas, durísimas. Fueron esas protuberancias las que me condujeron hasta ese hostal. Cuando le pregunté la tarifa, eran poco más de las once de la noche. Por lo general, no me era fácil acercarme a una trava; unos nervios indecibles me bajaban la presión, congelándome el cuerpo. Que cualquier persona me viese conversando con una trava, me paniqueaba. Sus miradas eran las de mi madre, las de mis amigos, las de mis vecinos, recriminándome: así que eras un cachacabros, Daniel. Qué decepción. Qué vergüenza. Si uno de esos fisgones me conocía o conocía a mi esposa, estaba perdido. Si ella se enteraba de que tiraba con cabros, me exigiría el divorcio demandándome una buena cantidad de plata y, lo que era peor, prohibiéndome ver a la bebe. Irónico. Yo no la juzgaba por su relación con Melina. Es más, consentía que viviesen con mi hija en la casa que yo pagaba. Ella, sin embargo, sería implacable con el lado B de mi vida.

Esa mañana lo único que tenía en la cabeza era abrir, de una buena vez, la cuenta en dólares de la empresa. Necesitaba que Villanueva Ingenieros me depositase el pago correspondiente. Gracias a los ingresos de esa empresa, fundada entre mi hermano y yo, podía pagarme un cuarto y vivir solo, sin descuidar mis obligaciones paternas. Jean Carlo llegó temprano. Entró a mi oficina. Daniel, nos ha salido un viaje para la mina El Devenir. Están interesados en comprarnos unos ventiladores. Victorio sacó la cita. Mañana salimos temprano. Le pedí permiso para ir a casa y alistar mis cosas. Me dijo que no había problema. Victorio se unió a la conversación. Llevaba en la mano una taza humeante de café. En su rostro, culebreaba ese airecillo ladino que siempre lo caracterizó. Me parecía un tipo nada confiable. En su hablar, pervivía algo de su natal acento serrano. Algo en su voz me llegaba al pincho. Victorio no sabía un carajo de ventilación, pero la rompía consiguiendo citas comerciales. Llegaba tarde a la oficina, se largaba temprano y conseguía contratos.  

Cuando era inminente un viaje a la mina, debía hacer dos cosas: ver a mi hija y tirar con una hembra. Ese viaje, forzosamente conducido por las sinuosas carreteras de la sierra peruana, podía ser el último en la vida. Cada curva era una trampa mortal; cada conductor que se atravesaba, un enemigo que creía estar sobre una pista de hielo.      

A las once de la mañana, ya tenía todo listo para fugar. Le dije a Patricia que ya volvía, que iba al banco. En la oficina de Jean Carlo, había libertad: uno podía largarse adonde quisiera, sin anunciarse. No me gustaba abusar de la autonomía que se me concedía. No era mi empresa; no era mi chacra. Debía guardar las formas. Así que le comunicaba a Patricia si me iba a algún lado. Fui al banco. Llevaba la copia legalizada y, en la tarjeta, los quinientos dólares que Rosario me había depositado. Le devolvería el dinero apenas Villanueva me depositase lo adeudado. Una vez abierta la cuenta, desde mi celular, le escribí un correo a Irma León, la contadora de Villanueva Ingenieros, la encargada de gestionar los pagos a los sufridos proveedores de la empresa. Le mandé el número de cuenta. Presioné enviar y caminé al chifa. Por fin, terminaba con un trámite que me había tenido cabezón los últimos días. Ahora, se venía el viaje a la mina. Otra huevada más. Si había algo que no me gustaba, era viajar a la sierra: el frío, el dolor de cabeza, el olor a mineral que se impregnaba en la boca, en la nariz, en las orejas, en la entrepierna. Nadie quería estar en una mina. Ni siquiera los propios ingenieros de minas. Todos los que conocí vivían pensando en sus días libres, en el momento en que chapaban sus cosas y salían disparados al primer burdel de la ciudad.

Iba por la mitad del chaufa cuando recibí un mensaje de Irma. Que no me preocupara, el pago no tardaría en realizarse.

Hice un esquema mental de lo que debía hacer. Eran muchas cosas. Lo primero: ver a mi hija. Le mandé unos WhatsApp a su mamá. Le conté que me iba a la mina y que, por favor, necesitaba ver a la bebe. Que me dijera la hora en que podría pasar por ella. Empezó con sus huevadas. Ay, Daniel, tengo que hacer esto, tengo que hacer lo otro; que por qué no le avisaba con tiempo. Acopié paciencia. Le expliqué que lo del viaje había sido cosa de última hora y que por eso me urgía ver a la bebe. Entiéndeme, por favor. Continuó quejándose: tenía clases en el gimnasio que perdería debido a mi intempestiva solicitud. Insistí con tino. Aflojó. Trataré de tenértela lista para las nueve, dijo, refunfuñando. Las nueve era súper tarde, pero, qué chucha, vería a mi hija. Eso era lo que importaba.

Lo siguiente era coordinar con mamá la indumentaria que llevaría al viaje. En el cuarto de Zepita, solo tenía las cosas esenciales para vivir. Toda la ropa que usaba para la mina había quedado a buen recaudo en casa de mamá: los zapatos de punta de acero, los pantalones de lana tipo chicle y las casacas gruesas. En las minas peruanas, si no te abrigabas bien, te congelabas. La llamé. Quedamos en que estaría en su casa, en La Perla, a las cuatro de la tarde.

Regresé a la oficina. Me encerré en el baño. Salí vestido de ciclista. El short ajustado me resaltaba la pinga. Siempre trataba de que Patricia se fijara en el bulto, pero ella nunca despegaba la vista de las facturas. Manejé con soltura. Sorteé con destreza a combis, motos y camiones. Con la bicicleta, llegaba más rápido a cualquier lugar; pero sudando.  

Me detuve en Wilson para recoger mi laptop. Aún no estaba lista, a pesar de que la gordita machona me había prometido que lo estaría. Carajo. Mi socio tiene su laptop, joven. Llega en un minuto. El minuto se convirtió en media hora. No protesté. Reprimí, una vez más, mi molestia. Me jodía la impuntualidad, la sacada de vuelta a la palabra empeñada. Esperé. Cuando llegó la máquina, la probó. Funcionó bien. La guardé en la mochila. Di las gracias y monté en la bicicleta. Llegué a Zepita. Me bañé. Me vestí. Caminé al paradero de la Venezuela. Una hora después, mamá me abría la puerta de su casa. Había dispuesto los zapatos de seguridad, el pantalón de lana y la casaca que llevaría a la mina. Noté que algo le preocupaba. Le pregunté si todo estaba bien. No. Mi abuelita, su mamá, se había puesto mal. Había tenido dificultades para respirar esa mañana. Ella vivía en Barranca, donde, al lado de su casa, tenía una chacra en la que criaba animales y sembraba legumbres. Nos visitaba con frecuencia. Traía las frutas y la carne que su chacra producía. Tu tío la llevó a un hospital, contó mamá. Pero yo voy a viajar mañana para traerla e internarla en una clínica. Pasé un susto horrible cuando me enteré. Todavía estoy temblando. Mira. El internamiento en una clínica era costoso; algo de mil soles. Pídeselos a tu papá, por favor. Yo estaba entre dar y no dar de mi dinero. Me sentí como una mierda por ser tan cicatero en un asunto que atañía a la salud de mi abuelita. Fue ella quien nos crió desde pequeños a mi hermano y a mí mientras nuestros padres continuaban sus carreras en la universidad. Si algo éramos en la vida, era gracias a ella. Recapacité. La salud de mi abuelita estaba primero. Esa era una emergencia, ¿o no? Decidí aportar el dinero. Igual, no descarté la posibilidad de llamar a mi papá, contarle el problema, y pedirle el dinero para los gastos del internamiento. Estaba seguro de que colaboraría sin pensarlo dos veces: gracias a que mi abuelita nos crió, él pudo terminar su carrera y ser el médico adinerado que ahora era. Lo llamé. Contestó al segundo intento. Hola, hijo, cómo estás. Le conté el problema. Necesitábamos mil soles para que la abuelita pudiera recuperarse en Lima. Chasqueó la lengua en señal de molestia. Hasta cuándo vas a estar sin plata, Daniel. Yo siempre tengo que darles plata. Me desconcertó la respuesta. ¿Era cierto lo que estaba escuchando? Reconocía que era un ingeniero sin dinero, de medio pelo; eso estaba fuera de discusión. Lo lamentable era que el idiota que me había tocado por papá no viese la gravedad del asunto. Se trataba de la vida de mi abuelita. Continuó ladrando: Ustedes ya trabajan -se refería a mi hermano y a mí-. Hace tiempo que salieron de la universidad. No es posible que me sigan pidiendo plata. Colgó. No podía ser hijo de ese atorrante. ¿Era yo tan tacaño, tan desalmado, como él? Sí, lo era. Hacía poco yo mismo acababa de dudar sobre donar mis mil soles a la causa de mi abuelita. Esa decisión debió ser inmediata y no demorar treinta segundos. Siempre que mi esposa me pedía dinero, y yo se lo negaba, me acordaba de mi papá, de la tacañería que le había heredado. No te preocupes, má. Yo voy a poner la plata. Ella se negó. Intuía la precariedad de mi situación. Insistí. Además, pronto me van a pagar los de VISA. Con eso me estabilizo. Mamá, resignada, me lo agradeció. Ella tampoco entendía los niveles de roñosería de quien fue su esposo. Te deposito apenas llegue a mi cuarto. Quedé empinchado con el huevón de mi papá. Mil soles no le significaban nada. Metí mi encargo en la mochila y me despedí de mamá. ¿A qué hora viajas, hijito? Partiríamos a las cinco de la mañana, en la camioneta de Jean Carlo. Quizá nos quedemos ese día en la mina, o en un hotel, y regresemos a Lima temprano al día siguiente. Mamá me miró a los ojos. Cuídate mucho, hijito. Vibró mi celular. Era mi papá. Dime, papá. Me hubiera gustado recibir la llamada con un árido qué quieres, pero no podía transparentarle mi molestia. Era el trauma que me dejó cuando, de pequeño, me acomodó descarnados correazos. Crecí temiéndole. Con mi mamá, en cambio, me mostraba burlón, faltoso, atrevido. Cuando una persona te brindaba su estima, recibía los peores tratos. Era el huevón de mi papá quien merecía que lo tratase ásperamente. Lo había pensado mejor: depositaría en la cuenta de mamá los mil soles para mi abuelita. Pero que sea la última vez que les mando plata. Ya ustedes están grandes y deben aportar. Hijo de puta. Lo peor de todo era que en el fondo yo era igual a él. Eso me jodía. En mis momentos de cicatería y violencia, me daba perfecta cuenta de lo que nos emparentaba: la ruindad. Mamá quedó más aliviada con que mi papá aportase el dinero. Regresé a mi cuarto y dispuse lo que llevaría al viaje. Me volví a bañar y salí a ver a mi hija. A las nueve en punto, estuve en su casa. Toqué y toqué el timbre. No había nadie. Esperé. Luego de media hora, aparecieron. Regresaban de algún lugar. Eran Melina, mi esposa y mi hija. La imagen de las tres saliendo como una familia, me impactó. Podía pasar por alto la tardanza, podía disculpar que me hubiesen tenido tocando el timbre como un huevón, pero no que Melina ocupara el lugar que me correspondía como papá. Eso sí que no. No les dije nada. No era de hacer escenas. Melina entró en la casa. Mi esposa, mi hija y yo fuimos a comer chicharrón de pollo a la Alborada, tal como habíamos acordado. Estuve con mi cara de culo durante la comida. Si vas a estar así, mejor me voy, dijo mi esposa. Se levantó y se fue. No la seguí. Igual que la vez anterior, permanecí con la bebe hasta que terminó de comer sus papitas fritas y su pollito. Caminamos tranquilamente de regreso a su casa. Le había entrado algo de sueño. Eso era bueno porque no sentiría mi partida; se iría directamente a la cama. Mi esposa bajó a abrirnos la puerta de rejas. En el camino, se me pasó el enojo. Yo no almacenaba rencores. Los olvidaba con facilidad. Tras abrir la reja, la bebe subió, algo adormilada, casi hasta con desgano, las escaleras al segundo piso. Adiós, papi, dijo. Quedé a solas con su mamá, al pie de la puerta. Llevaba un camisón. Era evidente que no llevaba nada debajo. Al menos, no llevaba sostén; se le notaban los pezones. Como siempre que discutíamos, le ofrecí mis disculpas. Las aceptó luego de un tenso momento. Nos abrazamos. Estaba a menos de ocho horas de viajar a la sierra. Iba a conducir el imprudente de Jean Carlo. En el último viaje que hicimos, gracias a sus maniobras, casi terminamos en el fondo de un abismo. Era mejor despedirse de la gente sin rencores.

Regresé al Centro. En una botica de Piérola, compré un blíster de dimenhidrinato, las pastillas genéricas que prevenían las náuseas y el mareo. Una sola pastilla genérica costaba diez céntimos; una de marca, dos soles cincuenta: el dos mil quinientos por ciento. Los empresarios de la salud eran tremendos ladrones. Luego de eso, con el pene duro y angustiado, enrumbé en busca de sexo. Inspeccioné Chancay y Peñaloza. Una mamacita estaba parada en una de las esquinas de Chancay con Zepita. Un imbécil de gorra le conversaba. Ella oía con cierto desgano. Eran casi las once de la noche. Aún había gente circulando, lo que me impedía acercarme a la trava. Sin embargo, cuando reunía el valor necesario para hacerlo, me daba cuenta de que el idiota de gorra continuaba conversando con ella, sin demostrar el menor atisbo de querer largarse. Si vas a tirártela, tíratela ya, cabrón. Se me ocurrió pasar al lado de la trava y mandarle inequívocas miradas de que necesitaba de sus servicios. Así, ella se desharía del hablantín para atenderme y darle la bienvenida a un dinerillo rápido. Hicimos contacto visual en un par de ocasiones. No comprendió mi requerimiento. Pasé a su lado una tercera vez. Volvió a fracasar la conexión visual. Caminé de largo por Zepita. Mi afán por no levantar sospechas hacía que le diese una vuelta completa a la manzana formada por las calles Zepita, Prolongación Tacna, Delgado y Chancay: una vueltaza para despistar a cualquiera que me estuviese vigilando. Había que ser paranoico. La paranoia era, en estos casos, una aliada: te mantenía alerta. William Burroughs decía que la paranoia era conocerlo todo. Si lo conocía todo, sería imposible que me pillasen pagándoles a hombres por sexo, porque eso era, al fin y al cabo, lo que la sociedad veía en las travas: hombres, hombres desviados, asquerosos, pecadores, lacras. Para mí, eran mujeres, tan mujeres como mi mamá, mi esposa, Rosario, Daniela o Karina.  


Llevé La Luna Y Seis Peniques, de Maugham. Había empezado a leerla tirado en mi colchón, luego de haber estado con Estrella,. A pesar de las contundentes primeras páginas, suspendí la lectura; estaba rendido, había botado demasiada leche. Un taxi me dejó en el punto de encuentro acordado: el Real Plaza del Centro de Lima, en la cuadra trece de Wilson. Habíamos determinado salir a las cinco de la mañana para regresar ese mismo día a Lima. Detestábamos permanecer más de veinticuatro horas en una mina. Llegué cinco para las cinco. No había rastro de los impuntuales de mierda. Deambulé por varios minutos a lo largo del frontis del centro comercial. Continué leyendo La Luna Y Seis Peniques. Charles Strickland era un próspero agente de bolsa que, de un día para otro, dejó la seguridad de un trabajo bien pagado y la comodidad de un hogar con esposa, hijos y comida calentita para dedicarse al arte de la pintura. Ya eran las cinco y media y no aparecían los hijos de puta. Empezaba a clarear. Unos minutos más tarde, llegó Victorio. Bajó de un taxi. Se me acercó. La ausencia de Jean Carlo me obligaba a conversar con él. De sus hombros colgaba una mochila. Una chompa roja iba doblada en uno de sus brazos. Me tendió una mano pequeña, fría. Caminamos hacia la calle Roosevelt, una de las que flanqueaba al centro comercial. Especulaba sobre la demora de Jean Carlo. Nos sentamos sobre uno de los bajos muros que circundaban al Real Plaza. Quería retomar la lectura de la novela, pero Victorio no tenía intenciones de cerrar la boca. Me preguntó si había oído hablar de ciertos ventiladores franceses. Algo, le dije. Pero nunca he trabajado con ellos. Creo que no tienen presencia en el Perú. Me dijo que le parecían unos ventiladores excelentes; incluso mejores que los que vendía Jean Carlo. No tomé en serio su comentario; a pesar de que trabajaba en una empresa que vendía ventiladores, Victorio sabía tanto de ventilación como yo de física nuclear. Había algo raro en su repentino interés por esos ventiladores. El asunto olía mal.

Jean Carlo llegó en su camioneta y el martirio terminó; había tenido que soportar la insufrible conversación de Victorio por más de una hora. Eran las siete. Se había quedado dormido, que lo disculpásemos. Subimos a la camioneta. Victorio cogió el asiento del copiloto.

Como no sabía conducir, no tuve que turnarme al volante con Jean Carlo y Victorio. Me pasé el viaje leyendo y durmiendo. A eso de las cuatro de la tarde, llegamos a la mina. Nos recibió el jefe de ventilación, un tipo que seseaba con frecuencia; bañando en saliva a quien tuviera el infortunio de ser su interlocutor. Se le notaba hastiado de vivir. Nos condujo a su oficina, que estaba dentro de la mina, en el subsuelo, a cien metros del portal de entrada. Por orden del gerente, los ingenieros y el personal técnico debían permanecer dentro de la mina, con todo y sus oficinas; solo podían abandonarla para dormir. Nos sentamos alrededor de la mesa del ingeniero. Había rumas de papeles por doquier. El ingeniero, con visible desgano, retiró los papeles como pudo y los dejó en una mesa adyacente, que probablemente le pertenecía a su asistente. Jean Carlo acomodó su laptop sobre la mesa y empezó a exponer las bondades de sus ventiladores. La codicia brillaba en sus ojillos, que saltaban de la pantalla a la desangelada cara del ingeniero. Victorio y yo solo mirábamos. Luego de unos minutos, Jean Carlo me cedió la palabra. Era la estrategia que habíamos planificado; yo, a raíz de mi experiencia como jefe de ventilación en Compañía de Minas Villanueva, debía encomiar los ventiladores de Jean Carlo: Sí, cuando fui jefe de ventilación, usé estos ventiladores. Son estupendos. Tienen un rendimiento increíble. Nos permitieron ahorrar miles de dólares mensuales en consumo de energía… Tonterías y más tonterías. A pesar de que no eran mentiras, me sentía como un títere diciéndolas. Necesitaba el dinero, así que no tenía más opción.

Jean Carlo propuso visitar una mina que se hallaba en el camino de regreso. Había concertado esa visita con la jefa de ventilación de esa mina, que era su amiga. Jean Carlo la había conocido hacía mucho tiempo cuando ella, que en ese entonces trabajaba para una consultora minera, le solicitó unas cuantas cotizaciones con respecto a sus ventiladores. Desde ese día, no perdieron el contacto. Jean Carlo la llamó al celular. Le indicó que la esperásemos, que ya salía. Eran las siete de la noche. La camioneta aguardaba en las afueras de las instalaciones de la mina. Permanecimos dentro, yo con los brazos cruzados. Salir hubiera sido estúpido; hacía un frío de mierda. Luego de una hora, la ingeniera se acercó a la camioneta. Bajamos. Nos llevó a una oficina cercana. Era tremendamente guapa. A pesar del grueso y abultado uniforme que vestía, podía adivinarse una excelente figura. Se llamaba Paola. Era colombiana. Conversó principalmente con Jean Carlo. A Victorio y a mí, prácticamente, nos ignoró. Ella era jefa de ventilación; yo, un minúsculo empleado que había huido de las acosadoras presiones inherentes al trabajo minero. No soporté el estrés ni el confinamiento. Paola, con toda seguridad, ganaba un buen billete y tenía dos carros. Yo ganaba la miseria que me depositaba Jean Carlo y me movía en bicicleta. Procuré no abrir la boca durante la conversación; tenía la moral por los suelos. Rogué porque Jean Carlo no me presentase con pomposidad. Cualquiera diría: si eres la gran cosa, qué chucha haces de vendedor. Lo temido ocurrió. Nos presentó. Paola, él es Daniel. Es el nuevo jale de la empresa. Es ingeniero de ventilación con amplia experiencia en consultoría y en operaciones. Ella me miró con lástima. Adiviné lo que pensó: pobre diablo. Paola instó a Jean Carlo a cotizarle tres ventiladores. Los estamos necesitando para un proyecto de integración de dos de nuestras minas. No me falles. Los ojos de Jean Carlo fulguraron de codicia. Mañana mismo tienes la cotización, Pao. A las nueve de la noche, continuamos el retorno a la ciudad. Jean Carlo estaba eufórico: las visitas se habían transformado en dos promesas seguras de venta. En cierto tramo del recorrido, nos topamos con un grupo de gente. Parecían ser los miembros de una numerosa familia. Iban a algún lado; probablemente a casa. Caminaban muy cerca de la carretera. Sus ropas exponían su pobreza. Jean Carlo pegó el carro hacia el grupo. Aceleró aún más. Pasó rozándole el hombro a una mujer que llevaba a un bebe en brazos. Guarda, dijo Victorio, asustado. Jean Carlo no respondió. Una mueca de insana satisfacción le cubría el rostro. Pisó con más fuerza el acelerador. Era probable que lleguemos a la ciudad a las dos de la madrugada.

Hola, saludé. Hola, me respondió. Debía ir al grano, pero, por educación, no podía suprimir el saludo. ¿Cuánto?, pregunté. Treinta soles, dijo. ¿Dónde? La negociación debía ser rápida para no exponerme a las miradas. Señaló con un dedo el hostal que teníamos al frente, cruzando Chancay. Algunas travas solían merodear en las cercanías de la puerta de ese hotel. Ese día no fue la excepción. Caminamos hacia el hostal. La chica tenía las tetas como balones de futbol y el trasero inmenso y redondo. Le pagué diez soles al tipo de la recepción. Me extendió un condón y un enrollado de papel higiénico. Seguí el rastro de la trava. Subí unas escaleras. Entramos en una habitación, en el segundo piso. Voy al baño un ratito, me excusé. Dejé la puerta entreabierta. Oriné. Fui al lavabo y me lavé la pichula. Que vea que me la estoy lavando, que vea que lo que se va a meter a la boca va a estar limpiecito. Salí del baño. Empecé a desvestirme. Debía sentir la piel de esa belleza. Dentro de la habitación, solitos, era esclavo de mi lujuria. Me arrodillé y le bajé el pantalón. Lamí con fruición sus nalgotas. Ella se quitó la blusa y el sostén. ¿Cómo te llamas, mi amor? Con un acento medio serrano, dijo: Estrella.

Te las voy a besar despacio, le dije. Se dejó hacer; aunque sus no me toques tan fuerte o no me muerdas los pezones habían reducido mi arrechura. Una puta debía entregarse por completo, sin queja alguna; el cliente debía sentir que tiraba con su novia o, mejor todavía, que se masturbaba en la comodidad de su soledad. La puta debía ser imperceptible, limitarse a ofrecer su cuerpo, a expresarse solo para engrosar la libido de su acompañante con frases como sí, dame tu leche, papi, me encanta tu pingota, sí, métemelo todito, sí, ay, qué rico. Yo estaba echado en la cama; ella, en cuatro, encima de mí. Mi lengua le lamía una teta. La otra se la manoseaba con la mano derecha, mientras que la izquierda recorría la piel de su culo. Ah, era delicioso. La pinga la tenía durísima, me iba a estallar en cualquier momento. Eran treinta soles por el cache y diez del hotel. Cuarenta soles. Tenía que clavársela. Se lo dije. Me puse detrás de ella. Empezamos. La pendeja no gemía. Aguantaba. La chamba de una puta no era aguantar; era dejarse llevar por el dolor, gemir, dar alaridos, excitar al parroquiano, gracias a cuyo dinero podía inyectarse más aceite de avión. Empujé con más fuerza. Me concentré en la venida. Sus quejas ahuyentaron nuevamente a mis demonios. No muy fuerte; recién me he inyectado. Le saqué la pichula y me volví a tender en la cama. Me quité el condón. Lo tiré al piso. Ponte encima de mí, como hace ratito, para besarte los senos y masturbarme. Aceptó. Cuando terminé, atrapé el semen con el prepucio.

Eran las tres de la madrugada cuando llegué a Zepita. Se oía cerca la estridencia de la procesión del Señor de los Milagros. El anda y su feligresía debían de estar en alguna cuadra de Tacna. Le prometí al Señor que lo visitaría el treinta y uno, el último día de la festividad. Busqué la llave en uno de los bolsillos de mi mochila. Zepita estaba desierta. No era peligrosa. Había luz. Metí la llave en la cerradura de la reja, la giré y se abrió la puerta. Hola. Fue un susurro en el pabellón de la oreja derecha. Volteé. Era Azul. Estaba hermosa. Así que te gustan las serranas, ¿no?