Algunas tardes, cuando tiene el humor para hacerlo, camina desde la oficina en la que trabaja hasta el lugar en el cual vive con su esposa e hija. Debido a los crueles rayos solares que castigan a la ciudad, él camina adosado a las sombras que procuran los viejos edificios que flanquean la avenida Wilson.
Es verano, y a las seis y media de la tarde todavía queda algo de luz solar –lo cual no significa, en absoluto, que el calor haya menguado; está allí presente, como los ignorados mendigos que suplican por algunas caritativas monedas sentados al pie de institutos y universidades-. Aprovecha la claridad de la tarde para leer algunas líneas de su libro de turno. Lleva los audífonos firmemente colocados sobre sus orejas para eliminar el murmullo de la gente que camina y los despiadados bocinazos de los coches que se apretujan y se chocan entre sí.
Cuando el crepúsculo extiende su manto de negrura sobre Lima, deja de leer y observa distraídamente las fachadas de las vetustas edificaciones a su costado: institutos, fotocopiadoras, universidades, hoteles, restaurantes.
En la cuadra quince de la avenida, un letrero captura su atención: clases de batería. Siempre quiso tocar la batería. Cuando está solo o rodeado de gente, logra abstraerse de la realidad e imaginarse, por unos breves segundos, tocando la percusión de esas canciones atrabiliarias que tanto disfruta.
Más que un letrero, es un pedazo de papel pegado en una de las alas de una puerta antiquísima y muy alta. Decide ingresar al lugar y recabar más información sobre las clases de batería. A cinco pasos de la puerta, un escritorio atravesado impide el paso hacia lo que parece el aula de enseñanza musical, donde unos jóvenes de largas cabelleras negras, flacos, juguetean con unas guitarras colgadas del pecho. A un lado del escritorio, hay una habitación con diez computadoras: cabinas de internet. Detrás del escritorio, una joven de busto inquietante lo mira con curiosidad.
-¿Sí?-preguntó ella.
-Ah, sí, buenas, quiero averiguar sobre las clases de batería-dijo él, mientras se agolpaban en su cabeza pensamientos de diversa índole, a saber; que leyó en alguno de los libros de Frieda Holler que no debe decirse “buenas” sino “buenos días”, “buenas tardes” o “buenas noches”; que esta joven tiene unas tetas espectaculares; que Marco Aurelio Denegri dijo en alguno de sus nutritivos programas que los escritores creen que resulta más refinado escribir seno que teta cuando, en realidad, seno y teta son dos cosas distintas; que debo levantar la mirada de sus tetas porque ya me está mirando con mala cara.
No lo miraba con mala cara sino con cierta mueca risueña. Probablemente le causaba cierto divertimento que un hombrecito feo, de camisa ridícula, zapatos polvorientos y pinta de profesor de matemáticas casposo y fracasado se acerque a preguntar algo sobre las clases de música, y de batería todavía.
La mujer, que podía ser menor que él en cuatro o cinco años, le invitó a tomar asiento. Mirándola a la cara, él tomó asiento. Ella tenía un cuello largo y, aparentemente, suave. Llevaba el pelo amarrado en una exquisita y provocadora “cola de caballo”. Con una voz delgada y liviana, ella le explicó las bondades del curso de batería. Al final de su alocución, le indicó el monto que debía pagar si estaba interesado.
-El curso dura tres meses. Nosotros ofrecemos los instrumentos.
-¿Podría llevarme el papelito que has anotado?-se permitió tutearla.
Con un gesto servicial, le indicó que podía. Él cogió el papel y lo sostuvo en frente de sí. Vio su letra menuda y clara. “Horarios a escoger”. “Nueve horas de clase a la semana”. ¿Enseñaría ella el curso de batería? ¿Trabajaría ahí como recepcionista? Porque no parecía recepcionista. ¿Sería su instituto? ¿El de un tío o de sus padres? Cuando bajó el papel, ella lo miraba con el mismo gesto de divertida curiosidad en el rostro. ¿Dónde se había visto que un tipo con pinta de profesor de matemáticas fracasado, con unos antiacuados lentes, con un abdomen que crecía con cada arroz chaufa que se empujaba en la esquina de su trabajo, con una incipiente giba que se iba montando sobre su espalda, iba a ponerse a tocar la batería?
Le agradeció la gentileza a la guapa joven y se retiró arrastrando sus desvencijados zapatos negros.
Soñar no cuesta nada. Nietzsche decía que la esperanza es el peor de los males porque prolonga el tormento del hombre. A pesar de que ha leído a Nietsche, se permite abrigar las esperanzas de formar una banda de punk rock, ejercitar sus debiluchos brazos y tatuarse “Morgana” y “Übermensch”, longitudinalmente, en el derecho e izquierdo, respectivamente.
La tentación. Una mujer de ricas tetas, guapa. Por supuesto que ella jamás se fijaría en él. La tentación en medio del camino matrimonial. La tentación y su pasión por tocar la batería. Oscar Wilde, encarnando a Lord Wotton, escribió: “La única forma de vencer una tentación es dejarse arrastrar por ella”.
Mientras esquivaba corpúsculos de gente en el cruce de Paseo Colón con Wilson, pensó: “En abril me matriculo de todas maneras en el curso. ¿Ahorrar para una maestría? No, para qué. Yo seré feliz, y me sentiré más completo, si además de seguir escribiendo, toco la batería como un demente. Puedo ser el líder de una banda (no de secuestradores) sin ser el vocalista. Soy feo, mi lugar está atrás del vocalista, oculto por la mole de la batería. Si formo una banda, ¿mi amigo Nasir estará dispuesto a ser parte de ella, a la distancia aunque sea? En abril también me tatuaré los brazos. ¿Qué dirá mi papá si me ve con los brazos tatuados? ¿Sus arraigadas ideas militares tolerarán que su primogénito se luzca como un delincuente recién fugado de Maranguita?”