Lo
recuerdo claramente, porque el mismo día en que le envíe el correo a P, el
entonces gerente general de la empresa en la que trabajo, casi suplicándole
para que me conceda una entrevista con su suegro, el patriarca de la minería
peruana, don Alberto Benavides de la Quintana, partía yo hacia la clínica en la
que pocas horas después nacería Morgana, mi hija.
*
Por
aquellos días, vivía bajo la influencia del contenido del libro “Steve Jobs”,
de Walter Isaacson. Luego de esa lectura, busqué más información sobre Jobs, el
audaz entrepreneur americano quien, con su obra, cambió varios paradigmas de esta
época. En Youtube, vi casi todas las entrevistas que Jobs concedió, las convincentes
y amenas (aunque creo que el adjetivo ameno no describe cabalmente la clase de
espectáculos verbales y gestuales que Jobs solía desplegar sobre los escenarios
de las MacWorld) presentaciones que hacía de los revolucionarios productos de
Apple, el memorable discurso de Stanford y alguno que otro documental
biográfico.
*
Lo
tenía más o menos planeado. Mi estrategia era: tirar la bomba, huir y regresar
luego de un tiempo para ver los efectos de la explosión. Una estrategia un poco
cobarde, pero estrategia al fin y al cabo. Supongo que es normal. Nuestra
cultura nos ha formado así: guardarle cierto temor a tu superior (claro, a
menos que ese superior sea tu pariente o tu conocido). Le escribí un extenso
correo al entonces gerente de la empresa en la que trabajo (tan extenso que
seguramente aburría). En resumen, en el correo, me presentaba brevemente (estaba
seguro de que P ignoraba que un tal D trabajaba en su compañía), le contaba que
hacía dos años había publicado un librillo de cuentos (librito que nadie
compró ni leyó) y que había indagado
minuciosamente sobre el recorrido de don Alberto. Sin embargo, deseaba, ingeniero, que me conceda, o haga posible,
una entrevista con su respetable suegro para reunir material de primera mano
que me permita escribir una biografía novelada sobre tan descollante personaje.
Un libro sobre un don Alberto
desmitificado sería una importante contribución para la literatura empresarial
y motivacional (quizá exageraba, pues no me siento, ni me sentía aquella
vez, capaz de escribir del modo en que lo hacen los grandes novelistas. No
obstante, tenía que parecerle convincente a P). Era una suerte que un personaje
del calibre de don Alberto todavía estuviese vivo; no cualquiera cumplía
noventa y dos años y disfrutaba de una envidiable lucidez. La carta, mi
propósito, todo me parecía muy arriesgado, pero, ¿los emprendedores no hacían
cosas arriesgadas? ¿No telefoneó Steve Jobs, a los doce años de edad, al
mismísimo gerente y cofundador de Hewlett & Packard, Bill Hewlett, para que
le vendiera directamente unas piezas electrónicas que necesitaba para darle
vida a un proyecto personal (un contador de frecuencias)? Está bien, pensé. A veces uno
tiene que arriesgarse; de lo contrario, la conciencia nos repetirá
incesantemente: por qué no lo hiciste, por qué no te atreviste.
*
¿Y
en el Perú? ¿En mi país hay emprendedores? Sí los había. Los hay. Consumí literatura
sobre emprendedores peruanos. Compré algunos de los libros de Nano Guerra
García: “¿Dónde está la riqueza?”, “La historia de María” y “Los secretos del carajo”. Quería saber
cuántos y quiénes eran los “Steve Jobs” peruanos, quería leer las historias de los peruanos que supieron
plasmar exitosamente su visión, a pesar de los medios adversos en los que les
tocó vivir. Si mal no recuerdo, en el último libro mencionado, Nano sostiene
una entrevista con don Alberto. Esa lectura fue el chispazo que desencadenó mi
admiración por el joven don Alberto, quien con conocimientos, habilidad y
tozudez convirtió una humilde y casi obliterada mina, la mina Julcani, en el
próspero germen de lo que años más tarde sería uno de los grupos económicos más
solidos de nuestro país. ¡Y don Alberto todavía vivía! ¡Y yo trabajaba en una
de sus empresas! Bajo esas condiciones, debía existir algún modo de contactarme
con él. Estaba decidido a dejar de pergeñar historias intrascendentes para concentrar
mis esfuerzos en novelar la vida de un emprendedor nato, construir, párrafo a
párrafo, un libro que motivara a las futuras generaciones peruanas.
*
Esa
mañana fui a la oficina para participarle a M, mi jefe, que mi hija iba a nacer
en pocas horas, que, por favor, me concediera el permiso para disfrutar de
aquella única e indeleble experiencia. Luego de obtener el permiso, entré en mi
computadora. Releí el correo que ya tenía preparado y, click, lo envié a la
bandeja de P, el gerente general de la empresa y yerno del patriarca de la
minería. Apagué la computadora y raudamente me dirigí al otro local de la
empresa, ubicado a una cuadra del edificio en el que trabajo. Ese local era
conocido como “La casona”. Resulta que esa mismísima casona fue la primera
oficina de Compañía de Minas Buenaventura, la primera oficina de don Alberto. Caminé
sobre los crujientes tablones del piso de la casona en busca de la oficina de
la secretaria de P para pedirle que, por favor, le entregara este paquete al ingeniero. No estaban ella ni él. ¿Y
ahora? Mi plan parecía desmoronarse en el último minuto. Vi una puerta abierta.
Entré. Era la oficina del hermano de P, un tipo cordial, de espontánea
amabilidad. Buenos días, ingeniero,
le dije, ¿podría entregarle este paquete
al ingeniero P? Con todo gusto, me respondió. En aquel paquete estaba la evidencia de mis pruritos literarios,
el librillo que había publicado hacía dos años. El armazón de la bomba estaba dispuesto:
el correo y el libro. La bomba explotaría en algún momento. P rechazaría o
aceptaría mi descabellada propuesta. Dejaría que el mecanismo explosivo
trabajara silenciosamente durante los cuatro días de licencia que se me
otorgarían por paternidad. Al quinto día, de nuevo en la oficina, sabría la
respuesta de P. Hui de la casona. El nacimiento de mi Morgana me esperaba. Estaba
exultante. Conocería en pocas horas a mi bebé y, quizá, con algo de suerte y un
poco más de tiempo, al patriarca de la minería peruana.
*
Ver
el nacimiento de tu hija y disfrutar a su lado de cada día de su vida son
experiencias gozosísimas e imborrables. Durante cuatro días, conocí al
milímetro los gustos y disgustos de ese ser tan lindo que Dios, inmerecidamente
por cierto, me había regalado. Quinto día. Regreso a la oficina. Llego temprano
(como nunca). Reviso la bandeja de mi “correo corporativo”. Nada. P no me había
escrito. ¿Será que no llegué a enviarle mi mensaje correctamente? Reviso la
bandeja de correos emitidos. Sí, sí lo había enviado. Y supongo que P lo había
recibido. Conjeturé miles de ideas: P había estado muy ocupado, P
accidentalmente borró mi correo, el hermano de P olvidó entregarle mi
paquetito, etc. No insistí más. Ahí murió la empresa de la novela sobre don
Alberto, ahí feneció la oportunidad de conocerlo.
*
Pero
don Alberto jamás se dio por vencido. Únicamente la muerte podía detenerlo,
pero ella tuvo que esperar noventa y tres años para llevar a cabo su injusto
cometido. En noventa y tres años, don Alberto dio cátedra humana y empresarial.
Benavides de la Quintana fue ejemplo de emprendimiento. Según he leído, existen
los introemprendedores y los emprendedores. Los primeros suelen ser
profesionales proactivos que pulen sus conocimientos y generan propuestas
innovadoras para lograr el bienestar de la empresa para la que trabajan. Los
segundos son las personas determinadas a ser sus propios jefes. Consiguen
asegurar el crecimiento de sus negocios o empresas mediante la innovación y la
constancia. Don Alberto fue ambas cosas. Como estudiante en la Escuela de
Ingenieros y en Harvard y como trabajador de la Cerro de Pasco Mining Corporation
consiguió importantes logros que le valieron la consideración de sus colegas y
superiores. Como empresario después, a sus cortos treinta y dos años, fue capaz
de hallar la buenaventura en aquella minita (Julcani) por la que nadie daba un
sol (el sol de oro era la moneda de aquella época). Don Alberto dejó la
comodidad de sus pesquisas geológicas (la geología fue siempre su pasión) para
dedicarse a manejar completamente todos los aspectos involucrados en una
operación minera, la cual, si bien era pequeña, no dejaba de constituir un gran
reto. Sesenta años después, aquel reto ha sido superado largamente:
Buenaventura, el legado de don Alberto para el mundo, posee hoy más de una
decena de importantes operaciones mineras, tanto subterráneas cuanto
superficiales. Como él mismo lo señaló, Buenaventura se encuentra hoy en una
posición boyante que no imaginó alcanzar cuando tomó las riendas de Julcani.
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Fue
mi hermano quien me comunicó el deceso de don Alberto. Puede parecer cursi,
manido, falso e hipócrita lo que a continuación expresaré, pero es cierto,
sentí que la noticia me trastocó. Un hombre de gran valía abandonaba
físicamente este mundo. Luego de conocer sobre la proeza empresarial de don
Alberto en los albores de la década de 1950 a través del libro de Guerra
García, busqué literatura, videos, noticias, ensayos, que me permitieran
conocer precisamente las tribulaciones o las dudas que asaltaron al treintañero
don Alberto mientras se jugaba el todo o nada en aquella osada aventura de
Julcani. No encontré mucho al respecto; únicamente datos concretos, objetivos.
Yo quería saber qué es lo que sentía don Alberto, el ser humano, no el mito, en
los momentos en que, sin saberlo aún, cambiaría no solo su destino sino también
el de miles y miles de peruanos. Solo el mismísimo patriarca de la minería
peruana podía relatar qué sintió en esos momentos. Decidí entonces que haría lo
posible para conversar con don Alberto al respecto. Solo si humanizábamos al
mito, podríamos generar empatía en los jóvenes lectores de su biografía (la
biografía novelada que yo pretendía escribir). Gracias a la ausencia de
tenacidad y perseverancia que me caracteriza, no logré sostener la entrevista
con don Alberto. Me faltó aquel rasgo que hermana a los emprendedores: el don de
jugarse hasta la camisa para construir aquello que se soñó.
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Es
realmente una vergüenza que la muerte de don Alberto haya pasado desapercibida
para la mayoría de peruanos. Igual suerte corrieron las noticias de los decesos
de Mario Brescia y Johnny Lindley. Aparecieron en los medios únicamente notas
discretas, minúsculas. Estoy casi seguro de que si uno de aquellos muchachos
plásticos que aparecen hasta en la sopa en los programas de televisión, tan
idolatrados por estas volátiles juventudes, hubiera perecido (por supuesto,
nadie desea la muerte de nadie; es una mera suposición), los medios ya habrían
agotado todas sus páginas y calentado sus ondas electromagnéticas dando cuenta
del terrible e “importante” suceso. No estamos, lamentablemente, en los tiempos
de Valdelomar (fallecido un año antes del nacimiento de Benavides), cuyo
funeral remeció a gran parte del Perú.
*
Concluyo:
Los emprendedores de este país debieran ser considerados genuinos héroes de la
patria, recordados y estudiados, pues su ejemplo de esfuerzo, firmeza y
determinación serviría para encauzar, en el sentido correcto, las apetencias y
metas de las generaciones venideras.