Mientras
leía, camino al banco, la historia principal de “Duelo de caballeros”1, pequeño volumen de relatos del
liberteño Ciro Alegría (1909-1967), mi esposa, auxiliada por su hermana,
baquiana en los aspectos intrincados de la incursión pirata en los correos
electrónicos ajenos, descubría, o descubrían ambas, una sarta de correos que me
incriminaban, sin lugar a dudas, como un sacavueltero2 de larga data.
Mientras leía cómo Carita y Tirifilo, héroes del ampa del Malambo de la Lima de inicios del siglo XX (1915), se enfrentaban en un duelo que posteriormente el tribunal de justicia de la época calificó como “de caballeros” -reyerta puntillosa y sabrosamente descrita por Ciro Alegría, quien casi veinte años después de la pelea conoció a Carita en la prisión y obtuvo de primera mano los pormenores de tan comentado suceso-, mientras leía esa historia, decía, de regreso a casa, recibiendo una sobrecarga considerable de rayos UV, sudando a mares, luego de haber recogido el dinero que dispondría para los gastos de la semana -a razón de 20 soles diarios-, dinero que extraía de la limitada liquidación que me había depositado la mina luego de mi renuncia, mi esposa y su hermana no desperdiciaban el tiempo: copiaban los correos incriminatorios (y seguramente también los no incriminatorios, porque, vamos, no había tiempo que perder en escogencia alguna) a sus respectivas cuentas. Tendrían las pruebas de mis infidelidades.
Cuando
llegué a casa, era yo uno de los apelotonados barristas que presenciaban el
combate que Carita y Tirifilo escenificaban en medio del arenal, en donde éstos
se medían y se lanzaban chavetazos calculados, ansiosos de tajos y sedientos de
sangre. Podía experimentar el temor de Tirifilo, el amo y señor del puñal de
vasto reinado, ante los embates ágiles y osados de Carita, el nuevo, el recién
llegado. Tirifilo no podía perder esa pelea. No podía ser el Goliat de ese
mulato David.
Subí las escaleras de cemento, la mirada enterrada en el libro, hasta que alcancé la puerta de la vivienda del tercer piso, el piso familiar.
Introduje la llave y moví. CLIC, CLIC. La puerta barnizada cedió MEDIO MILÍMETRO y PUM, se trancó. Ahí me asusté. ¿Podía ser que la sospecha que me había sobrecogido a medio camino del trayecto de la casa al banco se hubiera concretado? ¿Estaba Morelia, mi esposa, fisgoneando en mi computadora?
Jamás la puerta había estado con el cerrojo corrido. JAMÁS. Y ahora lo estaba. Claro, era el aliado de Morelia y Liza, su hermana. El cerrojo era el centinela cuya misión consistía en evitar que interrumpiera la transferencia de mis correos a sus bandejas. Me desesperé. Volví a girar la llave que se había quedado ahí, incrustada en la puerta. CLIC, CLIC, PUM, PUM. Entonces, grité, casi desaforado.
-¿¡Qué pasa?! ¡Abre, Morelia!
-¡Un momento, mi hermana se está
terminando de cambiar de ropa!-respondió.
Su
hermana se había cambiado de ropa miles de veces en la casa y nunca había
tenido la necesidad de trancar la puerta PRINCIPAL del departamento. ¿Acaso
estaba cambiándose en medio de la sala? ¿Acaso no habían cuartos disponibles
para cambiarse de ropa en uno de ellos? Y, además, ¿qué hacía Liza en la casa?
Cuando salí del departamento, hacía veinte minutos, Liza estaba en la casa de
su mamá, ubicada a varios metros de la nuestra. ¿Por qué carajo tenía que estar
en NUESTRA puta casa? La respuesta me era obvia. Morelia, quien no tenía la
capacidad necesaria para husmear en una cuenta de correo ajena, había tenido
que llamar a Liza, con carácter de urgencia, para que le efectuara el trabajito.
Liza, se me hizo, por fin el huevón de Tenoch ha dejado su laptop prendida, sin
contraseña. VEN RÁPIDO.
Entonces,
adiviné (y acerté) lo que estaba ocurriendo. ¡Qué huevón había sido! Antes de
salir del banco, confiado como nunca, entusiasmado porque el ritmo con el que
traducía un libro del inglés al español había alcanzado una tasa de 700
palabras por hora, cometí la irresponsabilidad de NO APAGAR la laptop. La
computadora había quedado encendida y mi correo totalmente abierto,
desprotegido, a merced de cualquier fisgón.
Los nervios me subyugaron. Imaginé el aluvión de problemas que se me vendría encima.
Morelia abrió la puerta. Entré y corrí a la computadora. A un lado de ella, había un papelito cuya anotación provenía del puño de mi esposa. Era la dirección de correo de una de las chicas con las que me comunicaba con bastante frecuencia, el correo de Lía. Liza, para darle veracidad a la coartada que seguramente había inventado su hermana –porque supongo que no quería que yo pensase que Liza estaba implicada en el asunto, pues ella sabía que yo supondría que la hackeadora era Liza y no ella, quien con las justas podía abrir un documento de Word-, salió de una de las habitaciones, fingiendo arreglarse el polo y caminó presurosa hacia la puerta.
Luego
de que Morelia vio la expresión de susto en mi cara, mis ojos clavados en lia@gmail.com, confirmó todavía más mi
culpabilidad. Fue cuando recibí, entonces, el primero de todos los golpes que
me daría durante gran parte de ese día. PLAF, sonó el cachetadón. No accioné un
músculo para defenderme. Lo merecía. Gracias al gran diámetro de mi cráneo, mis
lentes quedaron firmemente aferrados a mis sienes; de lo contrario, hubieran
salido disparados por el momentum que le imprimió el lapazo a mi cabeza. Hasta
ahí, no recibí más golpes, solo la amenaza que soltó Morelia, parada bajo el
umbral de la puerta.
-Voy a recoger a la bebe de su
terapia. Cuando llegue no te quiero ver acá, maldito. Agarra tus cosas y LÁÁÁÁÁÁRGATE
de aquí.
Notas:
1
Libro: Duelo de caballeros
Autor: Ciro Alegría
Editorial: Populibros
Páginas: 128
Cuentos: “Cuarzo”, “La
madre”, “La ofrenda de piedra”, “Calixto Garmendia”, “Panki y el guerrero”,
“Muerte del cabo Cheo López”, “Los ladrones”.
Relatos: “Duelo de
caballeros”, “Guillermo el salvaje”
2
Sacavueltero: Infiel.