Del lunes 19 al martes 20 de setiembre
del 2016
“El autor no responde de las molestias que puedan
ocasionar sus escritos:
Aunque le pese.
El lector tendrá que darse siempre por satisfecho.”
Nicanor Parra – Advertencia al lector
Llegué temprano a la oficina. Me mojé el
cuerpo -incluidos los testículos sudorosos- en el mismo lavabo donde Jean Carlo,
Patricia y Victorio, el gerente de ventas, se aseaban la cara y cepillaban los
dientes. Recogí los pendejos caídos. No debía dejar huellas. Me puse el atuendo
de oficinista y colgué la ropa de bicicleteo en la varilla de aluminio de la
ducha para que se evaporase el sudor.
Revisé los mails del trabajo en la laptop
que Jean Carlo me había asignado. Nunca en mi vida había manipulado máquina tan
potente. Era una laptop del año. El único mensaje de la bandeja era uno dejado
por él mismo la noche anterior. Daniel, por
fa, ármate un procedimiento sencillo, pero completo, de medición de caudales de
aire en minas y túneles. Cuando lo termines, me lo envías. Me lo está pidiendo
un cliente para hoy. Gracias. Fácil. Había que escribir todo lo que sabía sobre
medición de caudales de aire y complementarlo con la información que estaba en
mis libros de ventilación. Abrí el cajón del escritorio. No estaban los libros.
¿Qué? Juraba que los tenía ahí. Entonces, recordé que aún permanecían en el
departamento de mi esposa. Debía recogerlos ya mismo. Volví a ponerme la ropa
de manejo, toda sudada como estaba, y salí.
Llamé a mi esposa y le comenté el
problema. Estoy yendo a tu casa en estos
momentos. Llego en dos horas. ¿Puedes esperarme para que me abras la puerta y
recoja mis libros? Contestó que me esperaría. Maneja tranquilo, recomendó.
Antes de partir, sintonicé Doble Nueve
en el Nokia y me puse los audífonos. Me aseguré de que mi celular personal, el
Azumi de pantalla táctil, estuviese bien metido en el bolsillo lateral de mi
mochila.
En ocho minutos, llegué a la avenida Alfonso
Ugarte. El semáforo estaba en rojo. Esperé en la vereda, junto a varios
peatones. El semáforo cambió a verde. Pedaleé despacio y con cuidado para no arrollar
a nadie.
A poco de llegar a la vereda opuesta, la
llanta delantera topó con un tipo de camisa a rayas. El golpe fue suave, casi
un roce. Había sido el tipo, más bien, quien se cruzó con mi bicicleta. A pesar
de ello, fui yo quien ofreció las disculpas. No, amigo, más bien, discúlpame a mí; no vi tu bicicleta, reconoció.
Después de un par de pasos, empezó a correr. Eso me llamó la atención. Observé
sus movimientos. Unos metros más allá, se le unió otro sujeto de camisa. Se
dijeron algo y corrieron hacia el Plaza Vea de la esquina. Ambos eran bajos, más
bajos que yo. Antes de entrar en los predios del supermercado, el tipo que se
había topado con mi bici volteó a mirarme. Era la mirada que te daba alguien
que te acababa de cagar y esperaba que no te dieras cuenta. Dejé de pedalear. Adiviné
lo que había pasado: me habían robado el Azumi; mi contacto con Rosario, con
Karina, con todo el mundo; el lugar donde acumulaba los vídeos porno que
Rosario y yo protagonizábamos, el video donde tiraba con una conocida puta de
Lince. Revisé en el bolsillo de la mochila. Confirmado. Corrí tras los hijos de
puta, arrastrando la bicicleta. Eran un negro y un cholo. El cholo fue quien se
tropezó conmigo, distrayéndome, mientras el negro, por detrás, metía su manaza
asquerosa para sacarme el celular de la mochila. El negro vio que los seguía y corrieron
más rápido. Cuando llegaron a los casilleros donde los clientes de Plaza Vea
debían guardar mochilas y paquetes antes de ingresar, los hijos de puta se
dividieron: el negro entró en el supermercado y el cholo permaneció delante de
los casilleros, como si fuese a guardar una mochila que no tenía. Me detuve a
su lado. Como no tenía pruebas de que me hubiese robado el celular, no supe
cómo confrontarlo. Disculpe, dije,
agitado por la corrida, cuando se tropezó
con mi bicicleta, parece que se cayó mi celular. Lo tenía en la mochila hasta
antes del choque. Me miró. Tenía la nariz chueca, la frente pequeña y el
pelo corto, duro y grasiento. ¡Qué! ¡Oh,
yo no sé nada, sano! ¡Yo no sé qué chucha estás hablando! ¡De qué celular
hablas! Qué tal cambio. El tono y las maneras de este hijo de puta eran muy
diferentes de las que usó para disculparse conmigo. No me quedó ninguna duda:
ese cabrón me había robado.
Insistí vehementemente; sabía que ese
hijo de puta era culpable: Tú tienes mi
celular. Clarito vi cuando te lo llevaste, mentí. Tenía que mentir. Antes
de que replicara, apareció el negro de mierda. ¿Qué pasa, chochera?, preguntó, con el mismo tono patibulario de su
compinche. Tenía la cara asquerosa; fea y amenazante. Llevaba una casaca en el
brazo. Los vi mejor: las camisas y los pantalones eran su camuflaje; pero las
caras los delataban. Tú tienes mi
celular, compare; dámelo, le dije al negro. Ahí estaba yo, desesperado, con
una licra ajustadita y un ridículo casco en la cabeza, manteniendo la esperanza
de que ese par de rateros me devolviera el celular. Qué tienes, conchatumare; yo no tengo nada, se defendió el negro.
No bajé la guardia; el cinismo de esos pendejos espoleaba mi enojo. Yo sé que ustedes lo tienen. Yo los vi. Si
no me lo devuelven, ahorita llamo a un tombo. A una cuadra de allí, estaba
la comisaría de Alfonso Ugarte. El cholo cedió. Choche, ¿este es tu celular? Levantó el ruedo de su camisa y me
mostró, clavado entre su pantalón y la barriga mugrienta, un celular. No, le dije, esa huevada no es mía. Ustedes saben muy bien cuál es mi celular. Ya se
cagaron; voy a traer a un tombo. Grité.
Un policía, por favor; me han robado. El negro reaccionó. Tás huevón, tás huevón. Nosotros no tenemos
nada. Mira, ve, dijo. Se llevó la mano al bolsillo de su camisa y a los de
su pantalón. Vacíos. ¿Y qué guardas ahí?,
señalé la casaca en su brazo. Se sorprendió, como si recién se diese cuenta de
la existencia de esa prenda. Antes de que abriera la boca para decir alguna
otra excusa, respondí mi propia pregunta: Ahí
está mi celular; si no me lo devuelves, llamo a la tombería. Estaba
furioso. Pocas veces me ponía así enfrente de terceros, y solo cuando discutía
con mi esposa. El negro descolgó la casaca de su brazo y, con un rápido giro de
la mano, me alargó el Azumi. Toma, oe,
sano, y vete, fuera, fuera de aquí, dijo. No me fui; se fueron ellos. Se
disolvieron. Me quedé ahí, parado, aliviado, sintiendo el celular en la mano.
Habíamos llegado al punto en el que la vida de una persona cabía en un celular
y, muchas veces, dependía de él. Mi cita con Karina dependía del celular. Lo
guardé bien adentro de la mochila, escondido entre las páginas del libro que
acababa de recoger. Manejé hasta mi cuarto. Llegué en dos minutos.
Pasé la tarde metido en una cabina de
internet, redactando el procedimiento que Jean Carlo me había encargado. Lo
terminé a las cinco. Se lo envié.
Era hora de dejar todo listo para la
llegada de Karina. Antes del incidente con los rateros, había comprado en la
Venezuela un USB de reggaetón. Lo insertaría en la esfera de luces psicodélicas
que había comprado en El Hueco. Esa esferita, además de emitir luces
multicolores, era radio y reproductor de mp3.
Me cepillé los dientes. Me bañé. Me lavé
la pinga con minuciosidad. Me vestí de negro. La ropa me quedaba bien. Había
adelgazado. Valía la pena moverse en bicicleta.
Nos encontramos en las afueras del Metro
de Alfonso Ugarte. Nos abrazamos fuerte. Había pasado poco más de un año desde nuestra
última vez juntos.
Karina estaba más delgada. Iba en buzo.
Venía del gimnasio. En la licorería de Piérola, compramos dos vinos bien
helados. Luego de revisar las vitrinas, Karina se animó por unos chifles; yo, por
un paquetito de maní salado. Joven,
disculpe, ¿podría descorchar las dos botellas, por favor? Luego les vuelve a poner los corchos sin mucha
presión. Gracias. Guardé los vinos en mi mochila.
La llevé por Peñaloza. Decenas de
travestis ofreciendo sus culos. Karina ató cabos. ¿Entonces todo lo que cuentas en tu novela es cierto? Por supuesto.
No tengo imaginación; me limito a contar
lo que me pasa. Llegamos a la
casona. Abrí las dos pesadas puertas de metal y subimos las escaleras.
Le abrí la puerta del cuarto. La luz
estaba apagada. La esferita daba vueltas; lanzaba cuadraditos multicolores. La
melodía del reggaetonero de moda. Karina se rio. ¿Dónde conseguiste esa huevada? Juzgó las dimensiones de la
habitación. Tu cuarto es bastante
chiquito. Para un pata solo como yo, estaba bien. Siéntate, por favor. Le ofrecí la única silla del cuarto. Saqué los
vinos de la mochila. Les quité el corcho. Le alcancé una botella. ¿No tienes vasos? No, en este cuarto
todo se tomaba del pico. Me senté en el suelo. Apoyé mi espalda contra
una de las paredes. Empezamos a beber.
Cuéntame en qué
andas. Tú nunca estás sola. Qué chico está sufriendo por ti.
¿Te acuerdas de
Mark? Hablábamos
del barrio. Nuestras botellas andaban por la mitad. Nos iban a quedar cortas. Mark, pues; el hermano de Hansel. Hansel
fue uno de los veintitantos chicos con los crecí en el barrio; peloteando,
principalmente. A Hansel le decíamos El Cojo. Era malo para el fulbito. O nunca
lo escogían o lo escogían de último. Mark
es su hermano, pues. Cuando te fuiste
del barrio, Mark tendría nueve o diez años. Me acordé vagamente de Mark; un
chibolo flaquito que correteaba junto a un grupo de chiquillos como él. Andaban
hechos mierda, sucios, la cara pegoteada de mocos. Esa generación de chibolos
no fue pelotera como la mía; fue más de videojuegos. ¿Qué fue con él? ¿Se murió? Se me acababa el vino. No, tonto; me lo levanté. Chucha, esta
Karina de mierda siempre me sorprendía. ¿Te
levantaste al chibolito? No jodas, ¿en serio? Le dio un sorbo a su botella.
Se tomó su tiempo antes de continuar. No,
pues, ya no es chibolito; ahora tiene diecinueve años y está en la universidad.
¿En la universidad? Mierda, cómo volaba el tiempo. Me preguntaba cómo había
llegado a pasar algo entre Karina y el hermanito de Hansel. Hasta donde yo
sabía, Karina llegó a tener algo con Hansel, pero ¿con su hermanito? ¿Cómo así?
¿Con Hansel? ¿Yo? Nunca. Él siempre ha
querido estar conmigo; pero creo que ya aceptó que lo veo solo como amigo.
¿No estaba trabajando en Chile? Sí, pero
regresó hace unos meses. Está haciendo sus papeles para irse a Estados Unidos.
Quiere vivir al lado de su hijo. Los chifles y el maní se habían terminado.
¿Cómo me metí con Mark? Fue por culpa del
idiota de Hansel. Fue en una de las tantas chupetas que organizaba en casa
de su mamá. Karina, como siempre, estuvo invitada. También, un chico que la
pretendía seriamente desde hacía un tiempo. El
pata era lindo y, sí, me gustaba. Pero Hansel la cagó. Cuando se acabó el
trago, a eso de las siete de la mañana, salieron a comprar más. Karina esperó
en el cuarto de Hansel. Al regreso, el chico estaba diferente. La trataba con
distancia. El idiota de Hansel le había
dicho que yo era una cualquiera y que no debía enamorarse de mí. Para que le
creyera, le dijo que siempre tiraba con él. ¿Y por qué crees que hizo eso? Por celoso. El chico se alejó de Karina.
En lugar de lloriquear, ella preparó su venganza. No tuvo que esperar mucho.
Fue Mark quien dio el primer paso. Desde
hacía un tiempo me había dado cuenta de que el chibolo ya no era tan chibolo.
Ya podía llevármelo a la cama. La
invitó a salir en el auto que su mamá le regaló cuando ingresó a la
universidad. Nos hicimos bien cercanos.
Incluso, me llevaba a conocer su universidad, la UPC. Era muy respetuoso. Me
hacía acordar a ti. ¿Y Hansel no sabía que salías con él? No, él ni se enteraba. Mark tampoco quería
que se enterara. ¿Y cómo así pasaron de ser amiguitos a tirar como
salvajes? Bebió más vino. Yo también. Las botellas estaban a punto de
terminarse. Un día fuimos a una discoteca.
Pagó un box para los dos solitos. Había harto trago, Dani. Yo tomaba más que
él. Ese día, no sé qué me pasó, tomé bastante. Cuando ya estuve muy mareada,
todo lindo y preocupado por mí, me dijo para ir a un lugar más tranquilo a
descansar. Y atracaste, ¿no? Me llevó
a un hotel. No estaba tan mareado, así que manejó bien. Tiraron. ¿Sigues
saliendo con él? No, todavía no me
respondas. Voy a comprar más vino y seguimos la conversa.
Regresé con una sola botella. Debía
trabajar al día siguiente. Karina no trabajaba; solo recibía el dinero de las
rentas de todas las propiedades que su papá le dejó al morir. Todavía sigo saliendo con Mark. Digamos que
somos como que enamorados. Pero se me está poniendo muy controlador. Varias
veces le he dicho que no se ilusione mucho porque lo nuestro no puede ser. O
sea, imagínate, Dani: él tiene diecinueve y yo…, bueno, ya tú sabes cuánto
tengo. Karina me llevaba tres años. A
Mark lo veo como a un chiquillo. Cuando salgo con él, trato de disfrutar del momento,
pero no me veo llevando una relación formal. Él me dice que me ama y que está enamorado de mí, y que si su familia
se opone a nuestra relación, él luchará. Es un chibolo, pues. No tiene idea de
las cosas.
Intentamos pararnos. Lo logramos, no sin
cierto esfuerzo. Se nos había subido el vino a la cabeza. Hay que bailar, propuso Karina. Pegamos nuestros cuerpos y bailamos.
Estás flaco, me dijo. Y tú estás más tetona. Sonrió.
Eran casi las dos de la mañana cuando se
terminó el vino. Hora de dormir. Acomodé las botellas debajo de la mesa. Tiré
el colchón al suelo. Saqué los cojines y la colcha del armario. Me quedé en
bóxer y me cubrí. Karina se quitó el buzo. Se quedó en polo y calzón. Se cubrió
con la colcha. Estaba del lado de la pared. El colchón era inmenso; podían
caber cómodamente cuatro personas. Nos quedamos privados a los pocos segundos.
El Azumi no me despertó. Karina, sentada
en el borde del colchón, se ponía las medias. ¿Qué fue? ¿Qué hora es?, pregunté, alarmado. Cogí el Azumi. Vi la
hora. Chucha, las ocho. Ya debería estar
en la chamba. ¿Qué fue? ¿Te estás yendo? Sí, ya se iba. Tenía que hacer. Se
paró. Cogió el buzo para ponérselo. Sus tetotas querían reventar el polito
blanco que las cubría. El calzón no era uno común y corriente; era un hilo. Recién
me daba cuenta. Se me paró la pinga. ¿No me la había tirado en toda la
madrugada? Ah, no, carajo, ni cagando se iría del cuarto sin antes haber pasado
por las armas. Me acerqué a ella y la besé. Me correspondió. La forcé hacia el
colchón. Caímos juntos. ¿Qué haces, loco?
Continuamos besándonos. Nos chupamos las lenguas. Le quité el polo sin dejar de
comerle la boca. Aparecieron esas tetas grandotas y aguadas, riquísimas. Sus
pezones eran gruesos y largos. Los mordí. Los chupé. Con solo una mano, me quité
el bóxer. Ella, también con una mano, se quitó el hilo. Sin dejar de mamarle
las tetas, le metí la pinga. Luego de unos cuantos empujones, se la saqué y se
la puse en la boca. Entró en una. Me lengüeteó la cabecita. Me mamó las bolas. Prométeme que mientras chapes con Mark, vas
a recordar que con esa misma boca te comiste mi pichula. Me lo prometió. Eres un enfermo, sonrió y siguió
chupando.
Se acomodó en la posición en la que
siempre se venía conmigo. Me pidió que no parara, que le diera más fuerte. Juntó
las piernas, ahorcándome la pinga. No
pares, no pares, Dani. Ya me estaba cansando, iba a parar, pero se vino
pronto. Quedó rendida. Era mi turno. Volví a chuparle las tetas. Córremela. Sabía cómo frotarle la pinga
a un hombre. Antes de venirme, se la volví a poner en la boca. Se tragó todita
la leche. Ya sabes, no te laves la boca
al llegar a casa. Quiero que así te lo chapes a Mark, ¿ok? Se carcajeó. Eres un loco.
Antes de irse, me invitó a su casa.
Vivía sola. Tienes que devolverme la
visita. Le prometí que lo haría.
Era tarde para ir al trabajo. No se me
ocurría ninguna excusa. Pero el cache me había puesto de tan buen humor que
decidí manejar hasta la oficina.
Jean Carlo no llegaba. Patricia ordenaba
unas facturas. La saludé y me fui al baño. Me lavé y me puse la ropa de
oficina. Al salir, me topé con Victorio Marcelo, el gerente de ventas de la
empresa. Victorio era igualito al ex presidente Alejandro Toledo y, como este,
había sido tremendo borracho en su juventud. Lo saludé. Llevaba una taza de
café en la mano. Se encerró en su oficina.
Revisé los mensajes de mi celular. Eran WhatsApps
de Rosario. Los envió desde que estuve Karina. Había, también, varias llamadas perdidas.
La llamé. Lloraba. ¿Qué has hecho,
Daniel? ¿Con quién has estado? Chucha, y esta huevona cómo sabía que había
estado con alguien. Con nadie; me
desperté tarde, eso es todo. Era la verdad; no toda, pero una parte. Pero te he estado llamando desde temprano,
¿por qué no me contestabas? Por eso mismo, porque estaba durmiendo. Dime la verdad, no me mientas, por favor.
¿Has salido? ¿Has estado con alguien? Me repitió esas preguntas varias veces. Insistió
tanto que finalmente cedí. Sí, le
dije, estuve con una mujer. Se le
quebró aún más la voz. ¿Quién es, quién
es? ¿Por qué me haces esto, Daniel?
Yo te amo. No es justo. Nada era justo en esta vida. No puedo contarte. Ya te vas a enterar cuando lo escriba en la novela,
le dije. Tú y tu novela de mierda. Tu
novela es una mierda. Está escrita con los pies. Te odio, te odio. Siempre me
haces sufrir. Tenía razón. ¿Quién es
esa mujer? Dime, dime, por favor, si alguna vez me has querido siquiera un
poquito, tienes que decirme. No le dije nada. Continuó llorando. No era
justo que llorara de ese modo, mucho menos por alguien que valía tan poco como
yo, un mujeriego cacha cabros que merecía, no su amor, pero, sí, su desprecio.
No merecía todo lo que había hecho por mí: pagarme comidas, comprarme libros,
sacarme al cine. Cansada de suplicar, cortó la llamada.