Viernes 23 de setiembre del 2016
“Todos mis huesos son ajenos;
yo tal vez los robé!
Yo vine a darme lo que acaso estuvo
asignado para otro;
y pienso que, si no hubiera nacido,
otro pobre tomara ese café!”
César Vallejo – El Pan Nuestro
O sea que cuando te digo
que me dejes en paz, ¿lo haces y ya? ¿No te esfuerzas por recuperarme? Había varios mensajes iguales a esos en
el celular. La llamé.
¿Qué tienes, Rose?, le dije. Nada, solo que ya entiendo por qué te dejó tu esposa y por qué te botó
de la casa. No eres un hombre que valga la pena. Eres un mentiroso. No me
defendí. Dejé que se desahogara. Un
cínico; cuando estamos en la cama me dices que me amas. ¿Por qué, Daniel? ¿Por
qué decirme algo que no sientes? Era mi naturaleza. Cuando tiraba, sin el “te
amo”, no se me venía la leche.
Escuché
sus reproches mientras continuaba con la revisión del texto de McPhilips. Unos
minutos después, se le agotaron las municiones. Aproveché el momento para
conciliar. No peleemos, ¿sí? ¿Te parece
si nos vemos mañana? No éramos rencorosos. Nos parecíamos en eso. Aceptó mi
propuesta.
Faltaba
poco para la una de la tarde. Tenía la mitad del libro corregida. Debía leer
línea por línea buscando el mínimo error. Los ojos me terminaban lagrimeando.
Pero era mi nombre el que figuraría en el libro como el responsable de la
traducción; debía asegurarme de que fuese impecable.
Era
hora de almorzar. Cerré la laptop y salí. Patricia estaba parada bajo el umbral
de la puerta que daba al patio. Miraba algo. Jean Carlo y Venancio, el vigilante
del local, daban vueltas alrededor de la camioneta del primero, como
inspeccionándolo. Ay, Jean Carlo es bien
distraído, me explicó Patricia. Dejó
sus llaves dentro de la camioneta. Ahora no saben cómo abrirla sin romperle las
lunas. El dueño del carro de atrás quiere salir y no puede. La camioneta de
Jean Carlo bloquea el paso. Algunos obreros de la oficina vecina
observaban, risueños, la escena. Uno de ellos, que llevaba una Stillson en la
mano, sugirió, medio en broma, romper las lunas. Jean Carlo le arrebató la
llave y la estrelló contra el vidrio de la camioneta. Nada. El golpe solo le
remeció los huesos del brazo. Tranquilo,
no te apures. Déjame intentar un
truquito, le dijo Venancio.
¿Vas a almorzar?, dijo Patricia. Sí, le contesté. ¿Te
acompaño? Esta vez traje algo de dinero. Hoy tampoco traje táper.
Por
alguna razón, caminábamos muy juntos, como si nuestros cuerpos se atrajesen,
sin que ello no nos importase. Ya cruzada Guardia Civil, mi mano topó
accidentalmente su cintura. Nadie dijo nada.
La
tarde se me fue revisando la traducción de McPhilips. Cerca de las seis,
alguien llamó a la puerta. Dos tipos buscaban a Jean Carlo. Patricia los
condujo a su oficina. Luego de un rato, se acercó a mi escritorio. Qué pesado; Jean Carlo quiere que les prepare
café a esos viejos. Y yo no tomo café. Ya le he dicho que no cuente conmigo
para eso. Pero, bueno, hasta que se dé cuenta de que no sé hacerlo, ¿me ayudarías?
La máquina de café de Jean Carlo era el juguete favorito de Victorio. También
aprendí a usarla, aunque tomar café no era lo mío. Ok, te ayudo. Vamos.
Mamá
y papá me pagaron una costosa universidad para que terminase sirviéndoles café
a un par de pezuñentos con ínfulas de grandes empresarios.
¿Qué te ha pedido?, le dije. Un americano y dos capuchinos, contestó. Ya, listo, no hay problema. Ahorita los hacemos. Nos reímos. Reunió
los ingredientes en la mesa: agua, azúcar, café, leche, papeles filtrantes,
tazas, cucharitas. Empecé la preparación. Era muy fácil. Hice algunas payasadas
para arrancarle unas cuantas risas y relajarla.
Dispuse
las tazas en fila para que Patricia les echase las cucharadas necesarias de
azúcar. ¿Cuántas pongo? Yo solía
ponerle tres a las mías. Puso tres en cada taza y revolvió. Sacó una cucharada
del capuchino y me la acercó. Prueba; por
mi religión, no puedo tomar ni una gota. De algún modo, había logrado que me
tuviera la confianza suficiente como para darme cosas en la boca. Probé. Está rico, le dije. Me abrazo. Ay, gracias, gracias. Te debo una. Estábamos
a un beso de distancia. Nos miramos los labios. ¿Era la señal de que ella
también le entraba a la huevada? ¿Y si la besaba?