Lunes 26 de setiembre del 2016
“-No te enamores de veras,
que te querrán con puñales.
Di que vas sin corazón;
porque lo dejan sin sangre.”
Martín Adán – La Campana Catalina
Mientras encaletaba el celular debajo
del colchón, pensé en alguna movida inteligente. Muéstrame que estás hablando con tu mamá, exigió. Lo único que se
me ocurrió fue chuparle una teta. Nos fuimos contra el colchón. Sin darle tregua,
le abrí las piernas y hundí mi lengua en su vagina. No, Daniel, protestó. Te dije
que no va a pasar nada entre nosotros. No me molestes. Se envolvió con la
colcha y me dio la espalda. Hasta mañana,
murmuró. Me había salvado.
Nos levantamos muy temprano. La acompañé
al paradero de colectivos. Nos despedimos sin besos. Seguía resentida. Manejé
al trabajo.
En la oficina, no pude evitar uno de los
aburridos monólogos de Victorio. Algunas veces, cuando no tenía a quien joder
en el teléfono y cuando llevaba una taza de café recién hecho en la máquina de
Jean Carlo, se acercaba a mi escritorio y me hablaba de sus tiempos trabajando
en proyectos en la sierra, en plena época del terrorismo. Luego, se mandaba una
extensa apología a Alberto Fujimori. Que Fujimori liberó al país; que propició
el retorno de la inversión extranjera; que su gobierno llegó a los rincones más
jodidos del Perú; que gracias a él los serranos de esos lugares conocieron el
agua potable y la electricidad. Yo lo escuchaba sin intervenir, implorando
porque terminase pronto con sus huevadas. A Victorio le encantaba oírse.
Una hora después, llegó Jean Carlo.
Estaba eufórico. Nos contó que estaba a un pelo de cerrar una suculenta venta. El
cliente le había pedido una reunión ya mismo. Nos llevó en su camioneta.
Fuimos al piso ocho de un edificio en
San Isidro, distrito donde las principales compañías mineras del país tenían
sus sedes. Éramos un trío que no inspiraba confianza. Yo no inspiraba
confianza. La cara de Victorio tampoco. Jean Carlo sí. Él sí podía inspirar
confianza. En cualquier caso, lo que mantenía vivo el negocio era la calidad de
los ventiladores que ofrecíamos. Eran tan buenos que podían venderse solos.
En la reunión, Victorio empezó a hablar
de más. Su función era, en principio, conseguir clientes. Nada más. Conocía a
varias personas en el sector de la construcción; túneles, obras hidroeléctricas.
Pero, en cuanto al tema técnico de la ventilación, no sabía un carajo. Jean
Carlo, entonces, tomaba la palabra. Exponía con soltura todos los detalles comerciales
y operativos. Yo aportaba poco; hablaba un par de cosas de mi experiencia en
Uchucchacua usando los ventiladores de Jean Carlo.
El cliente nos pidió simular el
funcionamiento del sistema de ventilación en un modelo virtual del proyecto.
Jean Carlo me miró. Yo haría esa chamba. Nos despedimos. Si se cerraba el
contrato, Jean Carlo ganaría unos buenos miles de dólares.
Ni bien llegamos a la oficina, me puse a
trabajar en el proyecto. Lo terminé en poco más de una hora. Lo envié por
correo. Jean Carlo quedó satisfecho. Se lo envió al cliente. Eran las cuatro de
la tarde. Fui al chifa a almorzar. Comí tranquilamente. Chateé con Rosario y
con Karina. Esta me confirmó que nos veríamos en la noche. Rosario estaba más
tranquila. Se le había disipado el enojo. ¿Seguiría así de tranquila si se
enterase que Karina -la chola gorda y fea de Karina, como ella la llamaba- iba
a tirar conmigo en el mismo colchón donde había tirado con ella tantas veces?
No tenía nada en contra de Rosario. La quería muchísimo. Pero había
oportunidades que debían ser tomadas. Si no cachaba con una, dos, o tres
mujeres, con uno, dos, o tres cabros, ¿de qué mierda iría a tratar El
Solitario? Debía ponerle color a la novela.
Karina tenía muchas ganas de comer unos
sánguches en El Chinito, una de las más antiguas sangucherías de Lima.
Llegando a Zepita, divisé a Estrella, el
cabro con el que tiré alguna vez. Tenía un excelente cuerpo, pero no le ponía
entusiasmo a su chamba. Era como tirar con un muerto; no se movía, no gemía, ni
siquiera se daba el trabajo de fingir. Mi vida era igual a la de Estrella. A
ella no le gustaba darle el culo a la gente, así como a mí no me gustaba
trabajar en una mina. Por eso, renuncié a la última. Me arrepentí unos días
después porque me pagaban muy bien. Pero ya era demasiada conchudez; había
jugado muchas veces con esa minera. Luego de traducir el libro de McPhilips,
hallé cobijo en la empresa de Jean Carlo. Me pagaba una miseria en comparación
con mi sueldo de la mina, pero era preferible a no ganar un solo sol. Ahí
estaban las consecuencias: vivía en un cuartito, manejaba al trabajo en una
bicicleta que podía ser arrollada por una combi en cualquier momento y comía
arroz chaufa a diario. Me prostituía al igual que Estrella: sin ganas y a
cambio de unas miserables monedas.
Me bañé y esperé a Karina.