Del viernes 30 de setiembre al sábado 01
de octubre del 2016
“He dormido todo
un año,
o tal vez he muerto
sólo un tiempo,
no lo sé.”
Javier Heraud
Llamé
a Paul, el tatuador. Loco, hoy te caigo;
quiero tatuarme el rostro de mi hija. Me pidió que llegase antes de las
nueve; hora en que cerraban la Vía Veneto.
Eran
las cuatro de la tarde. Estaba listo para salir de la oficina. Era viernes. Ni
Victorio ni Jean Carlo se aparecieron en todo el día. Antes de montarme en la
bicicleta, recibí un mensaje de mi esposa: que no me olvidara del dinero para
los gastos del mes. Le escribí que no se preocupara. Le pedí que nos
encontrásemos en el Metro de Alfonso Ugarte a las siete de la noche.
Llegué
al cuarto. Me bañé y me vestí de negro. Me miré en el espejo. Estaba flaco. El
negro acentuaba mi delgadez.
Mi
esposa llegó con puntualidad a la cita. Algo no muy común. Se mostró cariñosa.
Yo no estaba de humor. Quería acabar pronto con ella; pagarle a Jaime el dinero
de la renta; e ir al estudio de Paul, donde me encontraría con Rosario.
Fue
evidente; a mi esposa no le agradó mi frialdad. Caminamos hacia la fila de
cajeros automáticos instalados en los exteriores del supermercado. Luego de esperar
mi turno, saqué el dinero que había calculado para la familia, Jaime y el
tatuaje.
Eres una mierda, Daniel.
No te voy a aceptar esa plata. Necesito más, dijo mi esposa luego de contar el dinero. Tenía la cara
de culo, esa que ponía cuando quería cuadricularme la vida. Pero eso es lo que te doy todos los meses. Y
no me grites que no te he hecho nada. ¿Qué te pasa? No entendía qué cosa la
había jodido. Necesito doscientos soles
más. ¿Y para qué quería ese dinero? Lo
necesito y punto. Dámelo o no me des nada y que tu hija se muera de hambre todo
el mes. Cuando esta perra metía a mi hija en los problemas que se
inventaba, me desesperaba. Imaginármela pasando penurias me dolía en el alma. ¿Cómo vas a decir eso? Toma el dinero,
tómalo, por favor. Tomó los billetes. Los miró. No, si no me das lo que te pido, puedes quedarte con tu plata. Y los
tiró al aire. Me sobrepuse y levanté cada billete. Estaba pasando la vergüenza
de mi vida.
Corrí
tras ella. La alcancé. No te voy a
aceptar nada si no me das esos doscientos soles más que te estoy pidiendo. Me
había demostrado que era capaz de todo. Le di lo que pedía. Prefiero que este dinero esté aquí conmigo
que contigo, Daniel. Me miró de pies a cabeza. Así vestido seguro te vas a ver con alguna de tus putas. Bueno, pues,
en vez de que te gastes ese dinero en un hotel, créeme que yo lo invertiré
mejor. Y se fue. Maldita perra.
No
solo tenía el dinero del cajero; en la mañana, había retirado cierta cantidad
del banco cercano a la oficina. Regresé a Zepita y le pagué la renta a Jaime. Terminaba
mi primer mes en esa casona.
Antes
de entrar en Veneto, compré dos botellas de vino en una licorería del jirón
Moquegua. Corrí luego al estudio de Paul. Nos saludamos. Descargué la foto de
mi hija y la imprimió en papel bond. ¿Dónde
te la vas a tatuar? En el pecho, sobre el corazón.
Empecé
a beber el vino, sin pausas. Necesitaba de su poder anestésico para soportar el
dolor de los pinchazos. Sobre la foto impresa, Paul delineó el rostro de mi
hija. En ella, la bebe estaba a punto de comerse una papita frita. Remarcó los contornos
principales: ojos, nariz, boca.
Embarró
una crema en mi pecho, en el área donde quedaría el tatuaje. Cogió la foto y la
estampó contra la crema. El delineado quedó marcado en mi piel. Va a quedar así. ¿Está bien? Me miré en
el espejo. Claro, estaba bien. Seguí bebiendo. Paul armó la pistolita con sus
agujas.
Llamé
a Rosario. Estoy a punto de tatuarme. Le indiqué cómo llegar al estudio. Si encuentras la galería cerrada, hablas con
el vigilante; le dices que eres clienta de Paul. Me dijo que estaba cerca,
pero el tráfico la retenía. Seguí bebiendo. Programé un listado de canciones de
Pearl Jam en la computadora del estudio. Estaba listo. El vino trepó rápido.
Empezó a tatuarme.
Abrí
los ojos. Todo estaba oscuro. Me costó reconocer que estaba echado en mi
colchón. La escena se aclaró ligeramente. A mi lado, ¿estaba Rosario? Sí, era
ella, era su cabeza y el color nigérrimo de sus cabellos. Pero yo había estado
tatuándome, ¿qué hacía acá? Salté del colchón y prendí la luz. Rosario
reaccionó. Le costó abrir los ojos. ¿Qué
pasó?, le pregunté. Hizo visera con la mano y me miró. ¿No te acuerdas nada de lo que has hecho?, me preguntó. No, no
recordaba nada; solo que estaba tatuándome. Me noté algo en la boca. ¿Y esto?, le pregunté. Tenía dos aritos
metálicos en el labio inferior, uno cerca de cada comisura. Te hiciste los piercings que tanto querías,
pues; como los de ese rockero que te gusta. Mierda; no recordaba nada de
eso. Vi una mancha extensa en el colchón. ¿Qué
le pasó al colchón? Sonrió. Lo
vomitaste, pues. Tuve que limpiarlo. En
serio, ¿no recuerdas nada? Eres todo un caso. Me senté en la silla. Acuéstate, descansa un poco más. Todavía son
las cuatro de la mañana. Descansa y después te cuento todo lo que has hecho.
Me acosté. La abracé. Me sentí fatal. Tuve miedo.
Duerme un poco más. Recuerda
que a las nueve tenemos que ir a Claro para que recuperes tu número y te
compres otro celular. ¿Qué?
¿Un nuevo celular? ¿Y mi celular? Ay,
Daniel, te lo robaron, pues, ¿no te acuerdas? Absolutamente nada. Mierda, nunca dos vinos me habían cagado
así la memoria. ¿Dos vinos? Volvió a
reírse. Cuatro, Daniel; te tomaste cuatro.
¿Qué? Me tranquilizó. Descansa, Daniel.
No podía; no podía siquiera fingir que descansaba. Estaba nervioso y asustado.
Tuvo
una brillante idea. No me la comunicó; la ejecutó. Reptó hacia abajo y me quitó
el bóxer, que era lo único que tenía puesto. Me chupó la pinga. Le bastó un par
de minutos para sacarme la leche. Se la tomó todita. Con su lengüita, me limpió
la cabecita de la pinga para que no tuviera que ir al baño a lavármela. Consiguió
que me quedase profundamente dormido.