Del sábado 01 al domingo 02 de octubre
del 2016
Madrugada. La chica al fin revienta
En sollozos, lujuria, pugilatos;
Entre olores de urea y de pimienta
Traza un ebrio al andar mil garabatos.
César Vallejo –Terceto Autóctono
El concierto había terminado. Salí
empapado. Rosario se había tomado cuatro chilcanos. Quería continuar bebiendo.
Yo también. Las cervezas que me invitó las había sudado en el concierto.
Busquemos
algún lugar. Es sábado y estamos en el Centro, me dijo. Caminamos deprisa. Rosario sabía
que me cagaba de miedo; podíamos toparnos con algunos de los locos que había
insultado el día anterior.
Nos metimos en el bar del hotel Bolívar,
famoso por sus piscos sours. Hay que
tomarnos un chilcano, dijo Rosario. ¿Otro?
Te has tomado varios en el concierto,
le recordé. Yo invito, contrarrestó. Pidió
dos chilcanos. Conversamos. Un chico me
estuvo coqueteando en el concierto. Estaba hermosa. Ella sabía que sus
historias de seducción me arrechaban. Era
un chico blancón; muy diferente de los cholos con los que te mezclabas. Me
preguntó si estaba sola. Le dije que había venido con un amigo. “¿Y dónde está
tu amigo?”, me preguntó. “Ahí, en primera fila”, le contesté. La animé a
continuar su relato.
Me invitó un chilcano,
pero no se lo acepté. Le dije que yo misma podía pagarme mis cosas. Me dijo que
le gustaban las mujeres independientes y lindas. Me gustaba su cabello. Era
medio castaño y enrulado. Lo tenía larguito. Conversamos mucho.
¿Cómo así no te
vi con él?
Porque tú
estabas adelante, saltando y gritando como un loco.
Le hubieras
sacado el número, pues. ¿Y si ese chico era el amor de tu vida?
Rosario hizo una mueca apenas
perceptible, pero contundente. Le jodía que la entregara fácilmente a los brazos
de otro. Ella quería que me encabronara, que la celara, que le preguntara quién
carajos era ese huevón que la había estado gileando, quién, quién, para sacarle
la mierda. Con un sorbo más de su chilcano, se tragó el sapo y saltó a otro
tema.
Me faltó
contarte algo sobre el robo de tu celular.
Le dije que, si se trataba de alguna
otra estupidez que había hecho, prefería no saberlo. Ya bastante trabajo me
estaba costando olvidarme de todo aquello; mejor dicho, de todo lo que ella me
había revelado, porque, hasta ese momento, aún no recordaba nada de nada.
No. Tiene que
ver con encontrar a la persona que te robó el celular. Es más, creo que existe
la posibilidad de que puedas recuperarlo.
¡Mierda! Eso sí que me interesaba. Ya
tenía un nuevo celular. Había recuperado mi antiguo número. Rosario me había ayudado
con los trámites durante la mañana. Pero recuperar mi viejo celular era lo que realmente
me aliviaría. En él estaban almacenados todos los vídeos sexuales que
protagonizamos Rosario y yo. Mi miedo era que esos videos se divulgasen o, peor
aún, que alguien me chantajease con enseñárselos a mi esposa. Si ella los veía,
me olvidaría de mi hija para siempre. Ella se encargaría de eso, de alejarla de
mí.
Luego del robo,
caminamos hasta tu cuarto. Un chico estaba sentado al pie de la puerta de una
de las casas vecinas. Me dijo que sabía quién te había robado. Lo había visto
todo. Tú estabas a mi lado, como dormido. Las baterías se te habían acabado. Ni
siquiera estabas consciente de que te habían robado. Era como si, al doblar la
esquina, el asunto se te hubiese olvidado.
¿Qué te dijo el
pata?
Me dijo que te
robó una chica conocida como “la carnada de la Sara”.
¿La carnada de
la Sara? ¿Qué mierda es eso?
Supuestamente,
es una chica que trabaja para una tal Sara.
¿Y cómo vamos a
ubicar a esa chica o la tal Sara? Tú, que tienes buena memoria, ¿te acuerdas de
la cara de la chica? Si la tuvieras enfrente, ¿la reconocerías?
Claro que la reconocería.
Yo nunca olvido una cara.
El chico le dijo que me había visto
varias veces por la cuadra. Le preguntó si yo era inquilino de Jaime. Ella le dijo
que sí. El chico inspiraba confianza. El
colorao sabe quién es la carnada y quién es Sara, le dijo el muchacho. El
colorao era Jaime.
Jaime conoce a
todas las chicas que estuvieron esa noche. Sara es como que la mami.
¿Y esa tal Sara
estaba ahí esa noche?
No, no estaba. Solo
estaban las chicas de Sara. Pero la que te robó es como que la más allegada a
ella. El chico, muy amable, me dijo que le hablaría a Jaime para que trate de
recuperar tu celular. También me dijo que todos en el barrio saben que nadie se
puede meter con los inquilinos de Jaime. Es como una ley. Me dijo que a la Sara
no le va a quedar otra que devolverte el celular.
Volví a sentir pánico; mis vídeos
sexuales podían hundirme en cualquier momento. Estaban en las manos más
inescrupulosas del mundo.
Salimos del bar y buscamos una
discoteca. Llegamos a una en el cruce de Camaná con Quilca, en la esquina
opuesta a la del Queirolo. Un tipo alto, moreno, de camisa a rayas, parado a la
puerta, invitaba a los transeúntes a pasar. Adelante,
adelante, precios de inauguración.
La cerveza era barata. Yo invito las dos primeras, le dije a
Rosario. Nos acomodamos en una de las tres mesas disponibles. Antes de pedir
las chelas, Rosario me encargó su bolso. Debía ir al baño. En la mesa de
enfrente, un tipo blancón, de casaca de cuero, bebía con un par de mujeres
gordas. Fumaban. Cada tanto, soltaban potentes carcajadas. El tipo, sin embozo
alguno, no dejaba de mirarme. Tenía la pinta de ser cabro. Rosario salió del
baño y ocupó su asiento, dándoles la espalda al grupo del tipo de casaca. Fui
por las chelas.
Terminadas las cervezas, cogí una
botella vacía y me puse a cantar. Sonaba un tema de Soda Stereo. La gente
bailaba. Rosario, luego de asegurar su bolso, se paró a mi lado y empezó a
moverse delicadamente.
Cuando pusieron Your Love, de The
Outfield, extremé mi performance. Me sabía la letra de memoria. The Outfield
era una de mis bandas favoritas. Mucha gente dejó de bailar y empezó a
aplaudirme. A media canción, se me acercó el tipo de casaca. Cantas muy bien, me dijo. ¿Perteneces a alguna banda? Negué con la
cabeza y seguí cantando. El tipo permaneció cerca de mí, observándome. Algunos
patas me acercaban vasos de cerveza, felicitando mi desenvolvimiento. Una de
las amigas del tipo de casaca se acercó a Rosario y le dijo algo al oído.
Rosario le contestó de la misma forma, al oído. Luego, la gorda se acercó a mí.
¿Puedo bailar con tu amiga?, me
preguntó. Sí, no hay problema, le
dije. La otra gorda, sin que me hubiese dado cuenta, se me acercó por detrás,
me cogió de la cintura y me estampó un beso en la cara. Regresó a su sitio
cagándose de la risa, acompañada del tipo de casaca.
Ya no podía estar ahí. La gente se había
amontonado en torno a mí. Además, tenía a la gorda del beso pegándoseme; el
cabro de la casaca observándonos desde su asiento, fumando un enésimo cigarrillo.
Rosario bailaba cómodamente con su nueva amiga, muy cerca de mí. De rato en
rato, me miraba, divertida. La gorda trataba de enamorarla. Rosario recibía los
cumplidos con amabilidad. Tu enamorado
tiene suerte, le dijo. No es mi
enamorada, me entrometí. Está libre,
añadí. Rosario me traspasó con la mirada. No le gustó nadita que la ofreciera
así, como si me importase un carajo.
Siguió una canción de El Tri. Dejé la
botella sobre una mesa y me senté. Nunca me gustó El Tri. La gorda le dejó un
beso a Rosario y regresó a su sitio. Eres
hermosa, alcanzó a decirle. Cinco minutos después, se entrometió en nuestra
mesa. Nos propuso, como si fuésemos amigos de toda la vida, que nos mudásemos a
La Jarrita. ¿La conocen? Está aquí, no
más, en la siguiente cuadra de Camaná.
El cabro y la otra gorda se unieron a la invasión. Insistieron con ir a La
Jarrita. Ya era mucha huevada. Me había molestado lo conchudos que eran. Tomé
de la mano a Rosario y me paré. Gracias, pero nosotros nos vamos. Rosario cogió
su bolso y salimos. No se vayan, no se
vayan; conversemos, dijo el cabro.
Unos metros antes de llegar a Wilson,
Rosario estalló. Ahora me acuerdo de La
Jarrita. Tú la mencionas en tu novela. Entonces, existe; es real. ¿Has estado
ahí, Daniel? Has tirado con cabros, entonces. Por supuesto que no. Conocía
La Jarrita. Había estado ahí, sí. Pero investigando para la novela. No había
tirado con nadie, Rosario. No se creyó mis mentiras. Dime la verdad, por favor. Podrías estar enfermo. Podrías contagiarme
algo. Eso sí que no. Siempre usaba condón. Esto, obviamente, no se lo dije.
Empezó a llorar. Procuré tranquilizarla. Caminó más aprisa. Me obligó a correr
detrás de ella. Le pedí que se calmara, que no pensara huevadas.
Llegamos al cuarto y Rosario se quitó la
ropa. Voy a dormir. No quiero que me molestes,
dijo. Dejé las llaves, la billetera y el celular sobre la mesita blanca. No te voy a molestar, le dije. Solo quiero que te tranquilices, por favor. Voy
al baño. Ya vuelvo. Fui al baño. Oriné. Oriné bastante. El chorro no
paraba. Era relajante mear con tal potencia y duración. De pronto, alarmado,
recordé haber dejado el celular a merced de Rosario. Carajo. Sin embargo, casi al mismo tiempo, reparé en que el celular
era nuevo; no tenía conversaciones que ocultar. Continué meando. El chorro
terminó por cortarse. Me sacudí el pene antes de guardarlo. No había peligro
con el celular. Me lavé las manos y la cara.
Encontré a Rosario con mi celular en la
mano. Miraba la pantalla con repulsión. Alzó la vista y me clavó su indignación
y su rabia. La escena se repetía, pero ahora no entendía por qué. Di un paso y
ella me detuvo alargando el celular. Era una llamada entrante, en progreso; el
nombre de Karina rutilando en la pantalla. ¿Para qué mierda me llamaba esa puta?
Voy a decirle a esta perra que no te
vuelva a llamar, gritó. Sí, contesta,
dile eso, la reté. No me importaba que lo hiciera. Ya había tirado con esa
perra. No la necesitaba. Es más, me hubiera gustado que Rosario le dijera un
par de cosas a Karina. Lo que sí temía era lo que Rosario pudiera hacerme; que
se alejara de mi lado definitivamente, por ejemplo. Contesta, contesta, insistí. Para
que veas que esa perra no me interesa. ¿Ves? Ella es la que me llama; no yo. Podía
adivinar que quería partirme la cabeza con el celular.
Dudó. No supo qué hacer. Entonces, traté
de arrebatarle el celular. Forcejeamos. Caímos sobre el colchón. Ella encima de mí. Contéstale a esa perra, contéstale, gritaba. Quiero que sepa que estás conmigo. La puta de Karina seguía
insistiendo en el teléfono. Contéstale,
carajo, ordenaba Rosario. Lloraba. Reuní fuerzas y me sobrepuse. Ahora, yo
estaba encima de ella. La dominé con una mano y con la otra puse a buen recaudo
el celular. Cálmate ya, le increpé. Estás gritando. Vas a despertar a los
vecinos. Ahogó sus gritos, pero continuaba el llanto. Le dije que me
quitaría de encima si prometía que dejaría de joder. Hizo un gesto que
interpreté como una afirmación. Quedó tendida sobre el colchón; las hermosas tetas
al aire, la vagina cubierta por el hilo negro. Se cubrió el rostro con las
manos. El llanto se convirtió en un murmullo. Me senté en un extremo del colchón.
Ya se le pasará, pensé. Me quité el
pantalón y el bóxer, y me tendí. El colchón era tan grande que cabíamos los dos
sin que nos tocásemos. Rosario se levantó y fue hacia la mesa. Acomodé la cabeza
sobre mis brazos. Podía verla en su integridad. Me arrechaba la manera en que le
colgaban las tetas; el hilo del calzón ocultándose entre las nalgas, lamiéndole
el ano. Después de todo, terminaría tirando con ella, pensé. Luego de la
tempestad, asomaría la quietud. Pero ¿qué mierda habría querido decirme la
perra de Karina?
Con una rapidez seguramente espoleada
por su frustración, cogió mi celular, y huyó del cuarto. No lo dudé un segundo y,
desnudo como estaba, corrí tras ella. Nuestros pasos retumbaron en todo ese
segundo piso. Estaba seguro de que los vecinos aguardaban detrás de sus
puertas, las orejas atentas a cada uno de nuestros movimientos, esperando por
los insultos, los golpes y la sangre. Con un pie certeramente colocado, evité
que se encerrase en el baño. Dame el
celular, dame el celular, le dije. No,
no, yo voy a llamar a la perra de Karina para decirle que no te vuelva a llamar
nunca más. Con todas mis fuerzas, lancé el hombro contra la puerta. Rosario
cayó contra el suelo del baño, el celular aún en la mano. Volví a forcejear con
ella. Luchamos al pie del wáter. Nada
nos importaba. La adrenalina y el alcohol nos habían convertido en sus títeres.
Voy a llamar a tu zorra, gritaba. Cállate, cállate, le ordenaba, sin
levantar la voz. Eran suficientes sus gritos. Me van a botar de este cuarto por tus escándalos. La tomé del
cuello. Quise ahorcarla. Los vecinos le irían con el chisme a Jaime y terminaría
en la calle, sin cuarto y sin historias que contar, sin novela, sin nada. Quise
presionarle el cuello, pero me contuve. Presioné, en cambio, su muñeca. Puse
mucha fuerza. Recuperé el celular. ¿Por
qué juegas conmigo, Daniel?, lloró, vencida, haciéndose un ovillo en el
suelo cochino del baño.
No tengo adónde
ir, le dije,
ya en un tono conciliador. No quiero que
me echen de este lugar. Le tendí una mano. Vamos, le dije. Vamos a
dormir. Ya es tarde.
Rosario se cubrió con la colcha. Me eché
a su lado. La abracé por detrás. Hacía unos minutos, el cuarto había sido un concierto
de gritos; ahora, imperaba un silencio monacal. La abracé fuerte. Quise decirle
que la amaba, pero, en esos momentos, aquello hubiera parecido un chiste de mal
gusto.