Del jueves 20 al lunes 24 de octubre del
2016
Quizás consiste nuestro camino verdadero en quedar siempre
caminando, mirando melancólicos hacia atrás y anhelantes hacia adelante,
siempre deseando la tranquilidad e inquietos siempre; pues siempre es solo un
camino sacro aquel cuya meta se desconoce y el que, no obstante, siempre se
prosigue tenazmente, tal como en esta noche marchamos hacia la oscuridad y el
peligro sin conocer el fin.
Stefan Zweig – El Candelabro Enterrado
There’s no such thing as a homosexual
or heterosexual person. There are only homo- or heterosexual acts. Most people
are a mixture of impulses if not practices.
Gore Vidal
Hoy fui al Hemicirco a ver a los Padres de la Patria/Hoy
fui al Hemicirco a ver a los Padres de la Nada/Todos muy correctos y
formales/Comienzan hablando terminan ladrando/Todos ellos muy correctos y
formales/Se chupan, se muerden, se aplauden, se besan./Dicen que trabajan muy
duro elaborando miles de leyes/Dicen que se sacrifican mucho hasta altas horas
de la noche/Pero lo único que hacen es robarse el dinero muy fácilmente elaborando
las leyes que más les convengan y cagándose en la gente.
Narcosis - Hemicirco
Azul
estaba a mis pies, tendida en
el colchón. Se la veía cómoda, dueña del cuarto. Sus prendas diminutas ponían a
trabajar mi imaginación. ¿Quieres tomar
algo? Le sugerí unas cervezas. Aceptó, pero agregó que tomaría poco por el
tratamiento hormonal que seguía. No hay problema. Voy a comprarlas. Ya vengo. Cogí la mochila y ensarté mi
billetera en el pantalón. Esa billetera era el único objeto económicamente
valioso en ese cuarto. Eso y la laptop, debidamente escondida entre la ropa de
mi armario. Salí del cuarto. Te espero,
chico, alcancé a oír tras cerrar la puerta. Bajé las escaleras. No estaba muy
seguro de hallar alguna tienda abierta a esas horas. Eran las tres y pico de la
mañana. En algo de dos horas, tendría que empezar la bicicleteada al trabajo.
La bebe está feliz; ha comido
su hamburguesa y sus papitas. Ahora, se zambulle en la piscina de pelotas del
Bembos de Plaza San Miguel, trepa por los laberintos y nos hace hola con su
manito. Mi esposa y yo la vigilamos desde una de las mesas del segundo piso del
local. Le devolvemos el saludo. Hemos terminado de comer. Hablamos de nuestro
futuro. Son escasos los momentos en que podemos conversar con esta tranquilidad.
Veo la oportunidad de recuperar a mi bebé. Pienso que, si nuestra separación se
prolonga mucho más, terminaré jodiéndole la vida. Cuando vivíamos juntos, ella
y yo éramos cómplices, amigos, aliados. Ahora, nuestra relación se está enfriando.
En un año, es muy posible que no sienta que soy su papá, ni siquiera su tío. Si
ella crece sin el amor que quiero darle, sin el amor que ahora le doy cuando
escasamente la veo, se convertirá en una mujer manipulable. Los tipos que
conozca pisotearán su corazón, como yo, sin pretenderlo, pisoteo el de Rosario,
quien perdió a su padre a los doce años. Siempre me cuenta que le hace mucha
falta. La única manera de recuperar a mi hija, aunque eso involucre volver a
vivir con mi esposa, es ganando la visa de trabajo a los Estados Unidos. Mi esposa
me comenta que tiene problemas con Melina. Había resultado ser muy celosa y controladora.
Si te sacas la visa, nos vamos de aquí,
Daniel.
Revisé mi celular. Había una notificación extraña. Una mujer quería comunicarse
conmigo. Qué raro. Recordé que hacía
unos días había descargado una aplicación para conocer mujeres en el extranjero.
Mi objetivo era iniciar una relación con una chica de habla inglesa. No quería que
el sorteo fuese el único vehículo para obtener la visa. Sin embargo, hasta ese
día, casi había olvidado esa aplicación. Ahora, una mujer quería conocerme.
Acepté. Se llamaba Leydi. No era americana. Era colombiana. Intercambiamos
números. Nos agregamos al WhatsApp. Conversamos algo. Vivía en el Valle del
Cauca. A escasos minutos de las cinco, me encerré en el baño para ponerme al
toque la ropa de manejo. Quería empezar ya el fin de semana con mi hija.
Se llamaba Maribel. La conocí en
Villanueva Ingenieros. Tenía cara de pendeja y un culo que era el más grande en
toda la empresa. Era blancona, lo que la hacía más apetecible. Villanueva se
estaba yendo a la mierda. Mensualmente, docenas de sus ingenieros terminaban en
las calles. Sin embargo, el mercado minero aún le confiaba proyectos de
ventilación. Sin ingenieros especializados en ese campo, Villanueva se apoyaba
en la empresa que mi hermano y yo habíamos fundado. Cuando conocí a Maribel,
trabajaba yo en uno de esos proyectos. Decidí instalarme en las oficinas de
Villanueva. Ya no operaban en el viejo edificio del Cercado de Lima; se habían
trasladado al antiguo local de Compañía de Minas Villanueva, en La Victoria. La
minera, aprovechando la buena venta de sus metales, se había mudado a una moderna
torre sanisidrina. Puesto que mi empresa tenía contratos, hacía falta un
contador que se encargase de gestionar el pago de sus impuestos. Averigüé que podían
cobrar entre quinientos y mil soles por el trámite, trámite que, por lo demás,
debía efectuarse mensualmente. No estaba dispuesto a despilfarrar tal cantidad
de dinero; la empresa solo viviría para mantener al contador. Al cabo de unos
días, casualmente, me enteré de que Maribel trabajaba en el área de
Contabilidad de Villanueva. En la misma gran oficina, laborábamos las áreas de
Mina, Contabilidad y Finanzas. Maribel podía ser mi contadora y mi mujer. Debía
hablarle primero. La abordé a la salida del trabajo. Le conté sobre mi empresa
y los trámites de los impuestos. Tras un ligero titubeo, aceptó ser mi
contadora. Cobraría doscientos soles por cada trámite realizado. Me pareció excesivo.
Hubiera preferido treinta. Sin embargo, no me importo el detalle; creía
firmemente que, en menos de un mes, Maribel ya sería mi mujer, ahorrándome con
ello el tener que pagarle. Me equivoqué. Maribel se fue alejando. Prefería
tocar los temas relativos a la empresa por WhatsApp y no en un café o en un
restaurante, charlando cómodamente, como yo le proponía. Tenía enamorado; un
tipo flaco y desgarbado que la recogía del trabajo en taxi. Maribel era de las
personas que reflejaba su estado de ánimo en el perfil de su WhatsApp. Si salía
con su hijo -era madre soltera-, ya publicaba una foto del paseo. Si su
enamorado la sorprendía con un detalle romántico, ya colgaba la foto del beso
con el que lo premiaba. La aguanté un par de meses. Yo ya había dejado de
acudir a VISA y trabajaba en otros proyectos desde mi casa; luego, desde la
empresa de Jean Carlo, cuando me contrató. Maribel no solo no se reunía
conmigo, sino que rara vez me contestaba algún mensaje. En cambio, las fotos de
sus besos y salidas las actualizaba con puntualidad. Le escribí anunciándole que
prescindiría de sus servicios. No me respondió. Dejé de pagarle. Mi hermano y
yo decidimos continuar licitando proyectos con el nombre de nuestra empresa,
pues, en su corta existencia, ya se había granjeado varios proyectos. Los
pagos, sin embargo, los cobraríamos a nombre propio, emitiendo recibos por
honorarios. Esto nos ahorraría trámites y contadores. Solo tendría que
declararse, ante el ente tributario del Estado y mes a mes, los ingresos nulos de
la empresa. Esto podía hacerse por internet. En busca de una mejor orientación,
acudimos, mi hermano y yo, a la SUNAT, en la cinco de Nicolás de Piérola. Declarar
en cero había resultado ser tan fácil como presionar un par de teclas. Tomamos
un jugo de naranja al lado de una carretilla ambulante en las afueras de la SUNAT.
Ya que estábamos en la zona, lo invité a conocer mi cuarto.
Destapé una cerveza y me acosté en
el mueble. Retomé Los Geniecillos Dominicales. A Ludo Tótem le ha llegado al
pincho la tradición familiar, punteada de ilustres y eruditos antepasados, así
como el provechoso, pero anodino, porvenir que su profesión de abogado le garantiza.
De una cosa está seguro: no trabajará un día más para la Gran Firma. Con el
dinero de su liquidación, organiza una orgía. A las diez de la mañana, dejé a
Ludo asaltando gringos a la salida de los bares. Abrí la laptop y terminé el
capítulo ocho de El Solitario. Rosario, mi primera lectora, se enteraría de mis
incursiones en La Jarrita. También, y a pesar de que se lo había negado tantas
veces, confirmaría que Karina sí llegó a estar en mi cuarto. Rosario detestaba
a Karina. La odiaba por chola y por puta, en ese orden. No me cabía duda: el
capítulo le volvería a destrozar los nervios. No merecía este trato; acababa de
prestarme el dinero para la apertura de la cuenta de mi empresa y, últimamente,
la salud de su abuelita le había arrancado más de una angustia.
O sea que sí somos vecinos. ¿Te gustaría que te visite más seguido? La poca luz que llegaba
desde las escaleras burilaba un tenue fulgor blanquecino en su piel. Estábamos en
el colchón, yo, encima de ella, comiéndole las tetas con desespero. Sin
despegar la boca de sus pezones, le dije que sería genial recibirla a esas
horas. ¿Por qué tan tarde? ¿Te
avergüenzas de mí? Por supuesto que me avergonzaba. Podía tirar con un
travesti, pero el mundo no tenía por qué saberlo. Si se revelaba mi secreto,
perdía a mi hija, mi trabajo y la poca buena reputación con la que nacía
cualquier ser humano. No, claro que no.
Pero a Jaime, el pata que me alquila el cuarto, no le gustaría que deje entrar en
su casa a una chica como tú. Mentir no siempre mantenía erguida una pinga ¿Cómo “como tú”? El huevón no era un
tipo de mente abierta, pues, le expliqué. Tiene
mucha mierda en la cabeza. Me echaría del cuarto si supiera que te hago entrar.
Y no quiero irme de este lugar. Volví a lamerle las tetas: No quiero alejarme de estas hermosuras.
La dureza de sus senos me ponía. Los de Karina, aunque fofos -enormes, pero
fofos-, también me excitaban. Le pregunté si conocía a Jaime. De vista, no más. Pero me han contado que también es mostacero. Eso dolió. ¿El
“también” implicaba que era yo el primer mostacero? ¿Eso pensaba de mí, que era
un simple mostacero? A pesar del golpe bajo, me sentía en confianza con Azul. Quise
contarle sobre aquella vez en que unas putas me arrebataron el celular.
Eliminaría a Rosario de la historia. Mencionarla desencadenaría un sinfín de incómodas
preguntas. Desistí; era mejor seguir lamiendo esas tetas. Además, el asunto
había quedado atrás. No se había publicado ninguno de mis videos. Estaba casi
seguro de que quienes recibieron mi celular se encargaron de formatearle la
memoria ¿A quiénes les podría interesar los videos sexuales de un don nadie
como yo? Me acerqué a su boca y entrecruzamos nuestras lenguas. Se me ocurrió
declarármele, iniciar un romance. La novela se haría de veras interesante si tenía
una amante travesti. ¿Te gustaría ser mi
enamorada?
Compramos un par de latas de cerveza.
Estaban heladitas. Las tomamos en mi cuarto. Hacía calor. Antes de regresar a
casa de mamá -mi hermano vivía allí-, recordé que debía recoger ropa de la
lavandería. Le pedí que me acompañe. Era inevitable pensar en Azul cada que iba
a ese lugar. Ahora, era mi enamorada. ¿Qué pensaría mi hermano al respecto? ¿Qué
pensarían mi familia, mi esposa, mis ex profesores del colegio? Por un
instante, me volvieron a entrar las dudas sobre lo que había ocurrido
exactamente esa noche. De vuelta en el cuarto, revisando la ropa, sorpresa: la
tía me volvía a perder una media. Hija de puta.
No había leído el capítulo
ocho. Tenía menos de veinticuatro horas de publicado. ¿Para qué me llamaba? Quería
almorzar conmigo. ¿No tenía que trabajar? Hoy tenía el día libre. Me informó de
la razón. La olvidé. Mi memoria nunca fue de fiar. Entonces, vente a la una, le dije. Iríamos a comer un pollito a la
brasa. Rosario había pagado las salidas en innumerables ocasiones. Siempre lo
hacía. Yo, sin el menor escrúpulo, me dejaba engreír. Esta vez, pagaría yo.
Había una pollería en la esquina de la cuatro de Guardia Civil: Freddy’s
Chicken. Era la pollería más decente de la zona. Ordenamos lo mismo: un pollo a
la plancha, con arroz blanco y papas fritas, y una Inka Kola de litro, helada. Luego
del almuerzo, me acompañó al banco a transferir el dinero a la cuenta de mi
mamá para el tratamiento médico de mi abuelita. Le volví a agradecer el préstamo
que me hizo para abrir la cuenta en dólares de mi empresa. Sin ti, no hubiera podido apoyar a mi abuelita. Me abrazó y me dijo
al oído que siempre me ayudaría. Correspondía un beso. La besé. La acompañé a su
paradero, a escasos pasos de la oficina. Rosario vivía en Chorrillos, a pocas
cuadras de la empresa de Jean Carlo. El bus tardaba en arribar. Llenamos el
tiempo conversando. Toqué el tema de las aplicaciones existentes para conocer
gente. Sí, hay varias, aportó. Para gente desesperada. Le dije que no
era tan cierto. Había gente como yo que se metía en esas huevadas solo por
curiosidad. Para mí, solo la gente
desesperada y fea se mete en eso, concluyó. ¿Nunca lo intentarías? Nunca. Además, me tenía a mí, ¿no? ¿Para qué
conocer a alguien más? Sin advertir los atisbos de beligerancia que recubrían
sus últimas palabras, le conté que me había bajado una de las aplicaciones en
cuestión. Y me escribió una colombiana,
añadí. Pensé que, como yo, no le daría mayor importancia a ese hecho. Me
parecía bastante curioso, eso sí, que una foto mía empujase a una mujer a
establecer una conexión conmigo. Eso había pasado y me desconcertaba. El
propósito de mi comentario fue transmitirle ese desconcierto. Ella no lo tomó
como esperaba. Se enojó. Me acusó de infiel. Llegó el bus y trepó en él, sin
despedirse de mí. Solo alcanzó a decirme que no la busque más. ¿Se imaginaría
Rosario que ya me había declarado a la colombiana y que ella, increíblemente,
me había aceptado?
Sábado por la tarde. Celso y yo vamos al cine. Vemos
Choque De Dos Mundos, película documental que retrata la impúdica avaricia e
inhumanidad de los gobernantes peruanos, en uno de los hechos más sangrientos registrados
en el segundo gobierno de Alan García: el Baguazo. Sin saber -cuando era imperioso
saberlo- que el Perú suscribió, en 1989, el Convenio 169 de la Organización
Internacional del Trabajo que reconocía la autonomía de los pueblos indígenas y
decretaba que todo asunto que les concerniese o afectase les fuese previa y
abiertamente consultado, la maquinaría de García quiso aplastar la armonía de
su ecosistema a favor del dinero fácil.
2006, Alan García, candidato a la
presidencia, en uno de sus demagógicos discursos: “Estos derechistas que piensan en nombre del gran capital solo creen en
el libre mercado; es decir, en la inversión internacional y en la ley del más
fuerte, del que tiene dinero. A eso llaman libre mercado. Ellos dicen que,
cuando venga el capital internacional, el Perú se va a desarrollar, y yo les
respondo NO ES CIERTO. Hace dieciséis años se viene ensayando esa receta y NO
FUNCIONA.”
2007, Alan García, ya presidente electo
del Perú, en la Cámara de Comercio Americana, luego de firmado el Tratado de
Libre Comercio con los Estados Unidos: “Para
crecer, el Perú necesita ampliar sus mercados, lograr cada vez mayor inversión
minera, petrolera, gasífera. Por eso, los invito a invertir en el Perú. Vengan
los empresarios norteamericanos a instalar sus fábricas. Vengan, confiando en
que vamos a tener seguridad de largo plazo que no será interrumpida por ningún
trastorno político. Si yo fuera miembro de la American Chamber, invertiría en
el Perú.”
Pedaleaba a toda máquina por la ciclovía
de la Arequipa. Trataba de recordar. Había estado con Azul, pero ¿qué habíamos
hecho exactamente? Llegué a la oficina con más preguntas: ¿Había tirado con
Azul? ¿Le llegué a meter la pinga? Veía un culo, mi pene lubricado. Carajo. ¿Me
habré puesto condón? No recordaba haber visto preservativos a la mano. No
recordaba nada. Salí del baño con mi disfraz de oficinista. Me senté al
escritorio. Una llamada de mi esposa interrumpió la organización de mis actividades.
La bebe no estaría disponible para la noche. Lo siento, Daniel; ya mañana pasas por ella, como siempre. No recordaba
haber quedado en verla hoy. Aturdido por la ausencia total de mi memoria, le
dije que ok. Colgué. Un minuto después, una llamada de Rosario. Quería verme en
la noche. Vernos en la noche significaba terminar el día –y empezar las
primeras horas del siguiente- cachando como locos. Le dije que ok. ¿Me había
puesto condón? Algo me decía que no. Esto me asustó. Surgieron otras preguntas,
no tan importantes como esa, pero igual de inquietantes: ¿Se quedó Azul en el
cuarto o salió conmigo? Si se quedó, ¿me habrá robado algo? ¿La laptop, quizá?
No podía trabajar. Quería regresar al cuarto y ponerle solución a tanta pregunta.
Azul podía estar ahí, todavía durmiendo o planeando el robo. Si llegaba a
tiempo, podía evitarlo. Esto tenía sentido; al fin y al cabo, Azul era una
desconocida. No sabía nada de ella. Putamadre. No podía escaparme del trabajo; la
responsabilidad me lo impedía. Para tranquilizarme, pensé fríamente: Podía
comprarme otra laptop, qué más daba; pero lo que no dirimiría regresando a
Zepita sería la cuestión de si me puse o no un condón cuando se la metí a Azul.
Un momento: ¿Se la llegué a meter? Estaba confundido. Empecé a trabajar en el
proyecto que ganó mi empresa, haciendo un gran esfuerzo por soslayar la
avalancha de preguntas que se reproducían incesantemente en mi cabeza. No
almorcé. No tenía hambre. La preocupación superaba cualquier dieta. Pensé en Rosario.
Era otro cuerpo. Un cuerpo digno de disfrute, sin duda; aunque muy diferente de
la figura voluptuosa de Azul. Rosario conocía mis gustos. Fue ella quien me
lamió el ano por primera vez. Me encantó; me lo llenaba de saliva y, de rato en
rato, me metía la punta de su lengua. Era increíble. Pero lo que más me excitaba
era que me lamiera el ano y enseguida me chupara la pinga, como si fuera la teta
de una vaca: lamida de ano, chupada de pinga, lamida, chupada, así, sin parar,
yo en cuatro; Rosario detrás. Ella no paraba, no paraba nunca. Era feliz
lamiéndome el ano y chupándome la pinga; era feliz haciéndome de todo ¿Me habrá
hecho de todo Azul? ¿O yo a ella? No recordaba un carajo. No sabía ni cómo
llegué al trabajo. Es decir, no recordaba haberme despedido de Azul. No
recordaba si ella permaneció en el cuarto o si se fue conmigo. ¿Y si se quedó? ¿Y
si me ha robado algo? ¿Quedó hecho mierda el cuarto? Continué trabajando hasta
las cinco. Avancé con lentitud. Fue jodido mantener la concentración. Hice un
buen tiempo en la bicicleta. Hora y veinte minutos desde Chorrillos hasta
Zepita. Antes de incrustar la llave en la puerta del cuarto, largué un suspiro:
no sabía qué mierda iría a encontrar adentro.
Chateé con la colombiana en el bus a casa de mi hija. En lugar de escribir, me enviaba mensajes de voz. ¿A
quién no le gustaba el acento de una colombiana? A mí me encantaba. Por la foto
en su perfil, podía tener entre treinta y cinco y cuarenta años. Era algo
gorda, medio morena, muy probablemente madre de familia. La imagen dejaba
entrever un provocador escote. Era muy posible que sus tetas fuesen grandes y
aguadas. En la puerta de rejas, mi esposa me entregó la mochilita de la bebe,
con la ropita que se pondría el fin de semana y dos cuadernos del nido. Ahí están las tareitas que le han dejado.
Ayúdala, por favor. Yo podía torturarme viajando en bus, en combi o a pie,
pero no mi hija. Tomamos un taxi. A la
cuadra cinco de Haya de la Torre, por favor.
Tenían que regresar a casa, pero la niña no dejaba de llorar. Ya, cállate, le gritaba su papá. La bebe se asustaba y lloraba aún
más. Corrió a los brazos de su abuela, esquivando a su papá, quien, los ojos
encendidos y la cara desfigurada por la frustración, trató de interceptarla. Ya, Daniel, déjala, exigió la abuela. Es que no hace caso. Tú misma lo estás
comprobando, replicó él, lanzándole a la bebe una mirada abrasadora. Sí, pero háblale bonito. La has asustado.
El papá era un hombre feo. Cuando se enojaba, era más feo. La bebe, refugiada
detrás de su abuela, espiaba con temor al hombre que era su padre. Este,
enardecido, le insistía: Deja de llorar.
Ya tenemos que irnos a la casa. La niña escondió la cabecita detrás de la
espalda de su abuela. Yo quiero quedarme,
papi. No quiero ir a la casa con mamá, imploró. El hombre, enceguecido por
las reconvenciones de su esposa resonando en su cabeza, atenazó un bracito de
la pequeña y la zarandeó como si fuese un trapo. La abuela no pudo evitar la
acción. Ya, vamos, carajo. Ya me tienes
harto. Tenemos que irnos. Después tu mamá va a estar fregándome con que no te
llevo a la casa a la hora. La bebe, ya completamente asustada, cortó el
llanto. Sin embargo, sus ojitos trémulos, la piel arrugadita en su mentoncito,
la naricita resentida, parecían prolongar el sollozo silenciosamente. Viajaron
en el asiento trasero de un taxi. La pequeña, el rostro sumido en honda pena,
veía el discurrir del paisaje nocturno de la ciudad. A él, que la miraba con
ternura, se le había quebrado el alma. Había roto la promesa que se había hecho
hacía un tiempo: no volver a maltratar a su hija. En el fondo, él la entendía.
Sabía perfectamente que la pasaba mejor con su abuela que con su mamá. En casa
de aquella, había libertad, y en la de esta, reglas y más reglas. Él, por otro
lado, alentaba la naturalidad de su pequeña. En cierta ocasión, su esposa le
recriminó: Las profesoras de la bebe se
han quejado; dicen que se queda dormida en plena clase. Le dicen que haga la
tarea y ella dice que no va a hacer nada y que tiene sueño, y ahí mismo se
queda dormida. Tienes que llamarle la atención, Daniel. Ella no puede seguir
así. Actuando como un papá moral, reconvenía amorosamente a su hija;
aunque, secretamente, celebraba su rebeldía. Le parecía de la genial que la
bebe hiciera lo que le viniese en gana, sin reprimirse. Él creía firmemente que
las profesoras eran meros ecos de una educación cuyo único fin era erradicar de
las cabecitas de los niños cualquier tipo de inventiva o iniciativa, para
convertirlos en elementos de esa masa borreguil que iba a la universidad,
conseguía un trabajo, se casaba, se reproducía, y moría, luego de una vejez estéril
y anónima. Discúlpame, amor, le dijo,
y la envolvió en sus brazos. Sí, papi, te
disculpo, respondió la pequeña, abrazándolo fuertemente. La bondad de ese
corazoncito terminó por arrancarle gruesos lagrimones que ahogó
convenientemente para no llamar la atención del taxista.
Era la segunda vez en mi vida que veía a
alguien inhalando coca. La figura de Azul se confundía en la penumbra. Más que
vernos, nos adivinábamos. La coca la había sacado de una bolsita que guardaba
en uno de los bolsillos de su pantalón. Quiero
que me la metas con esto. Su voz palpitaba. ¿Con qué?, pregunté. Con esto, pues, bebé, aclaró, agitando la bolsita. Continué sin entender. Sin dejar de
sentirme un idiota por preguntar cojudeces en plena arrechura, me aventuré: ¿Tienes un condón? En su voz, se sintió el efecto de la nota
discordante de mi intervención. Sí, hay
uno en mi pantalón, dijo, algo fastidiada. No le pregunté por el paradero
del pantalón. Eso hubiera terminado por quemar el hechizo. Intuí el lugar en
donde cayó luego de que extrajo de él la bolsita de coca. Tanteé el suelo cerca
de mi armario desarmable. No te
preocupes, amor; estoy sanita. La tentación era descomunal y fuerte. Me
sintió dudar. Me besó. Me acostó sobre el colchón liberando su peso contra mi
cuerpo, al tiempo que su lengua se revolvía con la mía. Lamió mi pecho sin
vellos. Continuó el descenso hasta encontrarse enfrente de mi pene. Estaba duro,
hinchado a más no poder, esperando el mejor de los tratos. Se lo metió a la
boca sin miramientos. Lo chupó y lamió con desesperación. Sí que sabía cómo succionar
una pinga. Abrió la bolsita de coca. Se llevó unos granos a la nariz y los inhaló
con fuerza. Limpió sus dedos con un par de lengüetazos. Volvió a sacar más coca
con los mismos dedos, y se los llevó al ano. Después, se los metió en la boca.
Se pasó la lengua por los labios. Volvió a extraer más coca. Esta vez, me la
esparció en todo el glande. Algunas chicas comentaban lo rara que era la cabeza
de mi pene. ¿Cómo así?, les preguntaba.
No sé, no tiene forma de hongo; tiene
forma como que de bala. Cuando terminó, me ordenó que se la meta. Vas a ver que nunca has sentido lo que vas a
sentir, amor. Se puso en cuatro. Me puse detrás de ella. Dudé. Amor, no te preocupes. Dale, no más. Confía
en mí.
Salí del trabajo con la única consigna de reivindicarme con mi hija. No fue fácil
convencer a mi esposa para llevar a la bebe al Bembos. Ella estaba en toda la
onda de la comida light y saludable. Era parte del rebaño que le otorgaba más
importancia al físico que al intelecto. Nadie en la ciudad caminaba con un
libro bajo el brazo. Todo el mundo, como conejos, prefería dar vueltas
alrededor de un parque. Lo cierto era que la gente le temía al libro. Llegué a
mi cuarto. Me bañé. Me vestí. Salí.
El cuarto estaba ordenadito; la colcha azul, dobladita y encima del armario; la
laptop, en su lugar, encaletada entre mis camisas; el colchón, como siempre lo
dejaba: parado de lado y contra la pared. Suspiré, aliviado; aunque la cuestión
del condón seguía dinamitándome el cerebro. Me acerqué a la pila de libros.
Cogí Los Geniecillos Dominicales. Había leído casi todo Ribeyro; esa obra no. Leí
caminando a la plaza San Martín, punto de encuentro con Rosario. Nos dimos un
beso en la mejilla, en la esquina del Banco de Crédito. Caminamos al cuarto.
Vestía unos tacos altos que le resaltaban el culo y me hacían lucir como un
enano. Compramos unas cervezas. Las tomamos viendo unos videos en su celular. Transcurrió
algo de una hora cuando empezó a desvestirse. Ahí estaban sus tetotas, grandes
y naturales. Las lamí. Le mordí los pezones. Ella meció mis cabellos, excitada.
Me sacó la correa y me bajó el pantalón. Me mamó la pinga con fruición. Un
flashback: Azul chupándomela con delectación. Volví a recordar el tema del
condón; entonces, mi accionar fue torpe, lento, indeciso, inanimado. Métemela, Daniel, ordenó, jadeante. No
me atreví. En cambio, le lamí el ano. Tras unos minutos, insistió: Ya, ahora sí, méteme tu pingaza. Quiero
sentirla toda. Un hincón me taladró la conciencia.
Ha sido un beso suave, pausado, de tres segundos. Un beso inopinado. Las llevo en un
taxi a su casa. Chau, papi. El
cuerpito de mi hija contra el mío me reconforta. Puedo sentir su amor rompiendo
las barreras de la piel. Chau, Daniel.
Nos abrazamos guarecidos por la pared de las escaleras. Melina puede estar
escondida detrás de las cortinas de la ventana de la casa. No nos nace repetir
el beso del Bembos. Lo dejamos ahí. Cuida
mucho a la bebe, me despido. Camino al paradero de Tingo María. Tomo el bus
a Alfonso Ugarte. Bajo en el colegio Guadalupe. El grueso de ambulantes colocado
en la acera apuesta por la venta de adminículos electrónicos o ropa; los menos,
por la venta de libros viejos. Tengo casi toda la obra completa de Stefan
Zweig, pero encuentro un libro que me falta: El Candelabro Enterrado. Es una
edición de 1937, de la fenecida editorial argentina TOR. Es una joya. La compro.
Cinco soles. Buen precio. Camino leyendo hasta Zepita. En lugar de entrar por
el pasaje del hospital Bartolomé Herrera, decido seguir hasta la plaza Dos de
Mayo, entrar en Nicolás de Piérola y doblar en Peñaloza. Quiero encontrarme con
Azul, zanjar la duda que me carcome el cerebro. Hay varios travestis apostados
en la vera izquierda de la calle, disimulados por la penumbra de la zona. El
cuerpo de Jazmín, depositado en un vestido súper apretado que le marca el culo,
le reduce aún más la cintura y le hace estallar el ya de por sí protuberante
busto, resalta por encima del de sus compañeras. Maquinalmente, reviso el
contenido de mis bolsillos. Tengo el dinero justo para meterme un polvo. Se me
ha parado la pinga. Camino hacia ella. Me reconoce. ¿Vamos? Asiento. Voy detrás de ella. Entra en el hotel de siempre, el Malka Masi.
Entro siguiéndola. Ella continua hacia los cuartos; yo me detengo ante el
mostrador para pagarle al cuartelero. Ocho soles. Me entrega un rollo de papel
higiénico barato y un condón. Un condón. Azul vuelve a cruzarse en mi mente.
Espanto ese recuerdo como quien ahuyenta una mosca. Quiero eyacular y dormir; dejar
de pensar en Azul y el puto condón. No es difícil dar con el cuarto que ya
ocupa Jazmín. Se mira la cara en un espejo pequeño. Admira sus labios. Cuando
me ve, me lanza sus brazos. Rodea mi cuello. Nos besamos. Le quito el vestido.
Descubro sus senos. Voy a por sus pezones. ¿Te
dieron condón? Se lo doy. Ella queda de rodillas ante mi pichula pétrea y
húmeda. Ya quiero que me metas tu
pingota, corazón. No quiero metérsela. Quiero corrérmela mientras le chupo
las tetas y le beso la boca, sintiendo su lengua juguetona. Mientras nos vestimos,
me cuenta que el sábado pasado estuvo metida en una cárcel. Una patrulla policial
había aparecido sorpresivamente en Peñaloza, arrasando con todas las chicas que
halló a su paso. Reaccionó tarde y no pudo eludir al jodido brazo de la ley. ¿Cómo así saliste? Me va a contestar,
pero se queda con la boca abierta: oímos ruidos inquietantes afuera. Son voces
gruesas y soeces. Hay puertas que reciben tremendos golpes. Ay, Dios, otra batida, exclama Jazmín,
acelerando la puesta de su vestido. ¿Qué
hacemos?, le pregunto, procurando no delatar que me estoy cagando de miedo.
Su mirada me revela que, como yo, no tiene la más puta idea.