Del lunes 24 al domingo 30 de octubre
del 2016
-No es posible soportar más. A este país
se lo han cogido cuatro bárbaros, veinte bárbaros, a punta de lanza y látigo.
Se necesita no ser hombre, estar castrado como los bueyes, para quedarse callado,
resignado y conforme, como si uno estuviera de acuerdo, como si uno fuera
cómplice.
Miguel Otero
Silva – Casas Muertas
After the first
glass of vodka
you can accept
just about anything
of life even your
own mysteriousness
Frank O’Hara – As Planned
Me vestí rápidamente. Las puertas
seguían abriéndose a patadas. Cada estruendo me ponía más nervioso. Juré no
volver a tirar con cabros, mucho menos en esos hoteles de mierda. Acabaría en una
comisaría. No tenía escapatoria. Mi mamá o mi esposa, pues una de las dos, o
las dos, serían citadas por el comisario, se enterarían de que su hijo, su
esposo, había sido capturado teniendo relaciones contra natura en una oscura calle
del Centro de Lima. Se me ocurrió abrir la puerta con sigilo, escurrirme por la
mínima abertura posible y refugiarme en el segundo piso del hotel. Si no actuaba,
me apresarían en pocos minutos. El estruendo de las patadas se aproximaba. Jazmín,
sentada en la cama, parecía resignada. Le
da igual, pensé. Estaba acostumbrada a los siniestros calabozos de la
ciudad. Se miraba el maquillaje en el mismo espejo en el que se había
contemplado antes de que hiciéramos el amor. Yo no iba a caer tan fácilmente. Abrí
la puerta. Qué haces, huevón,
exclamó. No reculé. Salí. Pero apenas di un paso, me detuve. Vi a Azul a mi
izquierda, en un extremo del pasillo, en la recepción. Hablaba con un policía
panzón. Las patadas habían cesado y la horda policial desaparecido.
Nos levantamos muy temprano para
trabajar en el nuevo proyecto que nos encargó VISA. Dos laptops en la mesa de
la sala. Un par de latas de cerveza helada vigilando nuestros movimientos. Miguel
se encarga de las simulaciones en el software de ventilación. Yo redacto el
informe y hago los cálculos. Trabajamos ininterrumpidamente hasta poco más del
mediodía. Hemos avanzado un cuarenta por ciento del proyecto, a pesar de ser el
primero de los veinte días programados. Lo terminaremos antes de lo estimado. Cobraremos
con tranquilidad. Me tiro en una de las dos camas del cuarto de Celso. Quiero
desconectarme unos segundos. Estiro las piernas. Me relajo. En uno de los
bolsillos de mi pantalón, me vibra el celular. Es una de esas llamadas sin
número. Contesto. Es Azul.
Después de todo, una buena noticia: VISA
nos depositó el dinero adeudado. Irma León había cumplido su palabra. No tuve
ganas de salir a ningún lado; mucho menos de ver a Azul. Ya no quería
preguntarle nada. No quería saber nada. Era mejor olvidar aquella madrugada. Luego,
estaba lo de ayer; por poco y terminaba en la comisaria. No volvería a pisar el
Malka Masi. No volvería a pagarle a ningún cabro de Peñaloza. Pero si me
mantenía al margen del peligro, ¿qué contaría en la novela? No, no podía sustraerme.
Debía continuar hasta el final. Me escribía con Leidy, la colombiana. Llevábamos
un par de horas hablando huevadas en el WhatsApp. Era todo lo que había hecho
desde mi llegada del trabajo: bañarme y chatear con Leidy. Las mujeres con
hijos que eran feas, o que se habían vuelto feas por la maternidad, se metían a
los chats en busca de pinga. Me pidió una foto haciendo pesas. Yo le había
contado que, además de manejar bicicleta, hacía pesas. ¿Y cómo las haces?, preguntó. ¿Cómo
cómo las hago?, repliqué. ¿Vestido?,
trató de adivinar. Vestido solo con un
bóxer, le contesté. Me suplicó una foto. Le envié el reflejo semidesnudo de
mi cuerpo en el espejo de mi cuarto. Para asegurarle un buen momento, rellené
la zona genital del bóxer con unas medias. ¿Y
qué hay debajo de ese bóxer?, pidió. La complací. Me bajé el bóxer y me
puse la pinga dura para que se viera más o menos grande, porque muerta era una
vergüenza. Le saqué la foto, no sin antes pelarle la cabeza. Se la envié. Dijo
que se moría por sentirme dentro de ella. Vieja
cachera, pensé. Sin que se lo pidiese, me envió una foto de sus tetas.
Efectivamente, eran grandes, enormes y fofas. No se había tomado el trabajo de
pararse los pezones; aparecieron como hundidos en sus senos. Las aureolas
también eran grandes. Estaban buenas esas tetas. Recibí una llamada de Rosario.
No contesté. Insistió. Contesté. Me largó un reproche. No me gustaba recibir
reproches de nadie. Detestaba que mi esposa, cuando vivía con ella, me sermonease
sobre la limpieza de los cuartos, de la cocina, de la sala, del baño. ¡Carajo,
del baño! Ella no quería ver una gota de agua en el piso. Si veía una, me armaba
un lío. La mudanza a Zepita había sido un alivio en ese aspecto. En el nefasto
recuerdo, habían quedado sus cenutrias admoniciones. Eso ya era bastante. Vivía
feliz haciendo lo que me daba la gana. No era cochino; era ordenado, no un maniático
de la limpieza. ¿Con quién chateas tanto?
Me imaginé a Rosario entrando al WhatsApp solo para espiar si estaba en línea. Con nadie, le dije. Ella perseveró,
atrabiliaria. Seguro estás chateando con la
puta de tu colombiana, ¿no?, se aventuró. No supe qué inventar. Ella, que me conocía,
interpretó correctamente mi silencio. Entonces,
estás conversando con ella, proclamó, la voz quebrándosele por el llanto.
—Y a ti qué te importa. ¿No
me habías dicho que no te llamara ni te escribiera? Por si acaso, hoy me
pagaron la chamba que hice para VISA. Ni bien me depositaron, transferí a tu
cuenta lo que me prestaste. Gracias. Pero ten en cuenta que prestarme plata no
te da derechos sobre mí.
—Daniel, tú sabes
perfectamente que lo que hago por ti es porque te amo. Nunca te pediría nada a
cambio. Tú sabes que te amo. Y por eso te llamo. No puedo olvidarte. No es
fácil. En cambio, a ti no te importa hablarme, no te importa saber de mí, y eso
me duele.
—Pero dijiste que no te
llamara —observé, cínicamente—. Y he cumplido. No te entiendo ¿Qué te pasa? —La
entendía perfectamente. La pregunta era retórica; hecha con el afán de que
continuase expresándome lo mucho que me amaba. Era perverso, pero estimulaba mi
ego.
—Por favor, corta con esa
colombiana. No puede ser que me dejes de lado por una puta que recién conoces.
Y apuesto lo que sea a que es fea. Solo se encuentra gente fea en esas
aplicaciones.
—No voy a cortar la
comunicación con ella. ¿Por qué tendría que hacerlo? Va a pensar que estoy
loco.
—¡Qué piense lo que quiera,
pues! Cómo te puede importar lo que piense una desconocida y no lo que me haces
sufrir a mí. Córtala, por favor, Daniel.
—No.
—Hazlo maldita sea. Hazlo o
ahorita mismo voy a tu cuarto y delante de mí lo vas a hacer.
—No lo voy a hacer. —Quería
que venga. Sabía que lo haría. En el fondo, la necesitaba en mi cuarto, quería
abrazarla, hundirme en su calor.
—Entonces, te fregaste.
Ahorita voy.
Una hora después, Rosario estaba en el cuarto.
Lloraba. Sufría por su amor no correspondido. Me abandoné en sus brazos, no por
empatía hacia su dolor sino porque me sentía destruido. Me sabía infectado de
SIDA, y eso era demasiado. Terminamos desnudos sobre el colchón, la colcha azul
en una esquina, testigo arremolinado de nuestra pasión. Nos comimos las bocas. Le
lamí la vagina. Ella me chupó el pene. En esa posición, el sesenta y nueve,
también disfruté de su ano. Me pidió que la penetre. No podía contener sus
ganas. Yo tampoco. Pero no se la metería. No sin condón. Y si me lo ponía, dudaría,
se enojaría. Se suponía que era mi única mujer. Se suponía que nunca usábamos
condón ¿Por qué no me la metes? ¿Qué
tienes? ¿Qué te pasa? ¿Ya no te excito? La pregunta era tonta. Mi pene
parado y baboso era la apodíctica prueba de que sí me excitaba su cuerpo. No
quería hacerle daño, no ese tipo de daño.
Nos encontramos en Metro de Alfonso
Ugarte. Supuse que verla me despejaría la mente. Vagabundeamos por algunas
calles del Centro. Daniela no ocultaba su interés por conocer más detalles de
mi novela. ¿Era cierto que tiraba con cabros? Le dije que la novela era
totalmente cierta. ¿Todo es cierto, Chato?
¿Cómo es tirar con un cabro? ¿Tú les
metes tu cosa y luego ellos te meten la suya? ¿Te la han metido? No, a mí me gusta meter; no que me la metan.
¿Y cómo sabes que no te gusta que te la metan? ¿Acaso lo has intentado? Uy,
Chato, para mí que te la metieron y no te gustó. No le comenté que cierta
vez Rosario intentó meterme el dedo. Apenas entró una parte de la uña. Sentí
que se me desgarraba el poto. Abortamos la operación y continuó lamiéndome el
ano. No me la han metido. Me desagrada la
idea de tener una pinga ahí dentro. Basta con que me desagrade la idea para no
intentarlo ¿no crees? Por ejemplo, piensa en una rata del desagüe. El mejor
cocinero del mundo te la sirve en un plato. Es la rata frita más rica del
mundo. Aun así, jamás la probarías porque sabes que ese animal crocante, que te
mira desde el plato, estuvo hacía unas horas comiendo caca en las alcantarillas.
Bueno, me pasa igual con la idea de que me metan una pinga. Habíamos
llegado a la plaza Francia, donde hacía un par de años, cuando enamorados, me
recitó de memoria unos poemas de César Calvo. Oye, quiero conocer esa discoteca donde te levantas cabros. Le
aclaré que no había tenido la fortuna de levantarme cabros, como ella los
llamaba; tirar con los mejores ejemplares me había costado mi plata. Vamos, le dije. ¿No es peligroso? No, no era. Confía
en mí; de paso, nos tomamos unas cervezas mientras conversamos.
Estaba desnudo, cubierto por una colcha
que no era la mía y en una cama que no me pertenecía. Mi celular, sin embargo,
estaba al lado de la almohada. Presioné un botón y vi la hora. Putamadre, la cagué, pensé. Era
demasiado tarde como para presentarme en el trabajo. Afortunadamente, Jean Carlo
no me había llamado. Apagué el celular y lo dejé donde lo encontré. Luego,
recordé que había pasado la noche con una pituca. Era inconcebible, un
sacrilegio, una aberración; una pituca y un cholo, representantes de dos
universos ajenos. Se trataba de la pituca que había besado aquella noche en La
Casona De Camaná. Ahora, yo estaba en su cuarto, en su cama. Me convencí,
entonces, de que no debía acudir al trabajo. Uno, porque no sabía dónde mierda
estaba. Dos, porque si me animaba a ir, llegaría mucho más tarde y sin ninguna
excusa razonable que exponer. Era malo para mentirles a mis jefes. Y, tres,
porque estaba en la cama de una chica inalcanzable para un cholo sin dinero
como yo. Desde cualquier punto de vista, era una experiencia perfectamente rica
para la novela. Alguien tocó la puerta del cuarto. Señorita Mariana, ¿puedo entrar? La cabeza húmeda de Mariana surgió
de la abertura de la puerta del baño. Me hizo hola con la mano. Hoy no, Hilda. Ocúpate solo del resto del
depa, por fa. Hilda no insistió; había entendido. ¿Estás bien?, me preguntó Mariana. Era el típico acento de las niñas
bien de Lima. Las chicas más humildes de la ciudad lo imitaban como signo de
sofisticación. Sí, todo bien, le
dije. Me guiñó un ojo y escondió la cabeza. Salgo
en un toque, Dani, dijo, la voz algo apagada por el cántico del chorro de
agua que volvía a humedecer su piel. En algún momento, le había dado mi nombre.
Oye, tú sí roncas fuerte, ah, esforzó
la voz. No me dejaste dormir. Miré
alrededor. Fotos, posters, un televisor, un microondas, una laptop.
La embajada de Venezuela se ubicaba en
una esquina de la cuadra dos de la avenida Arequipa. Pasaba a su lado en mis
diarios recorridos en bicicleta. Ese día, ya caída la noche, un reducido grupo
de venezolanos protestaba en el frontis del edificio. Ese mismo día, más
temprano, en toda Venezuela, miles de personas habían colmado las calles
protestando contra la anulación del referendo que pretendía sacar del gobierno
al dictador Nicolás Maduro. A esa demostración cívica se la había llamado “la toma
de Venezuela”. Me detuve a curiosear. Los protestantes daban vivas a la
libertad. Fuera Maduro, gritaban. En
el balcón del segundo piso de la embajada, una réplica acartonada de Hugo
Chávez, con la mano en alto, a lo Hitler, los saludaba, impermeable a los
denuestos. La situación de los venezolanos se iba pareciendo a la de los
habitantes del pueblito que Miguel Otero Silva había retratado en Casas
Muertas. Recordé un pasaje de la novela que venía a pelo con la ocasión; algo
así como que el país había sido tomado por unos vándalos y que solo un cadáver
viviría sin protestar y sin alzarse. Al parecer, los venezolanos no estaban
dispuestos a ser los cadáveres de la historia. Continué manejando hasta Zepita.
Antes de escribir el capítulo nueve, empecé a leer El Laberinto Griego, una
novela que había comprado, como casi todas las que tenía en mi cuarto, y en la
casa de mi esposa, en la librería del señor Luna, en Quilca. Era difícil
escribir sabiendo que no me había puesto un condón con Azul. Procuré distraerme
con la lectura. Azul no había vuelto a buscarme. Mejor así.
Me habían llegado al pincho los mensajes
de Leidy. No paraba de hablarme de su hijo, como si me importara. La paternidad
era un tema que no tocaba con mis parejas. Me parecía un desatino. Como
fogonazos, se me presentaban las caricias de Mariana, su piel, sus besos. Había
que ver lo bien que movía la lengua esa pituca. Leidy me había dejado los
mensajes propios de una esposa celosa. Yo detestaba a las mujeres que creían
tener autoridad en mi vida. En uno de sus audios, me increpaba el no haberle
escrito en todo el día; yo me entrego a vos,
te envío fotos íntimas y vos no te acordás de mí. Le escribí que lo sentía.
En respuesta, me envió un audio furibundo. Dejáte
de mamar gallo y andáte a la mierda. Vos te lo perdés. Había detectado el
cinismo en mi disculpa. El acento colombiano era eufónico en cualquier
circunstancia. Empaqué mi mochila y tomé el bus a casa de mi hija. Me faltaban
unas pocas páginas para terminar El Laberinto Griego. Había sabia mordacidad en
sus páginas. Llegué a casa de mi hija. Tomamos un taxi. Le indiqué al conductor
que nos dejase en el Bembos de Plaza San Miguel. Mi hija siempre reclamaba sus
papitas fritas. Mi esposa me había prohibido severamente que la bebe comiese
frituras porque la engordaban. Exagerada. En el siguiente taxi, camino a casa
de mamá, ya satisfecha la bebe y lamiendo un chupetín de fresa, volvieron los
chispazos de esa noche, la exploración de nuestros sexos, el descubrimiento de
la pasión contenida en Mariana. Rememoraba trozos de esa fantástica noche, una
noche que había empezado, sin proponérmelo, a partir de la salida con Daniela.
Me desperté sin resaca. Por las huevas
había ido a La Jarrita. Azul era inubicable. Es cierto que no estaba nada
seguro de encontrarla en esa discoteca. Yo no sabía si concurría a ese lugar
con frecuencia. Era mucho más probable ubicarla, sí, en la vieja casona de Peñaloza
en donde estaba su cuarto y que visité de su mano; pero traspasar el umbral de
la puerta de ese edificio me aterraba. Era la guarida de aguerridas travestis;
mujeres que ahuyentarían con violencia a quien se atreviese a hollar su territorio.
Además, la persona a la que Azul saludó
aquella vez podía estar cuidando su morada. La Jarrita era el único mentidero
de transexuales que conocía y que me quedaba cerca; visitarlo en busca de Azul,
aunque las probabilidades no fueran alentadoras, era preferible a no hacer nada
y continuar viviendo con la idea de que estaba infectado con el SIDA. Pero para
ir a La Jarrita, debía idear una excusa que me sacase convincentemente de la
casa de mi mamá. Tengo que ir a mi cuarto
a recoger de la lavandería la ropa limpia que me voy a poner en la semana. Pero anda en la tarde, pues, hijito. No, ma, esa lavandería solo atiende hasta el
mediodía. Tú sabes que yo me despierto tarde. Es mejor si amanezco allá y me
aseguro. Te prometo que regreso al mediodía, o antes. No había tomado mucha
cerveza en La Jarrita. Si no hubiese sido por el cabro que me rompió una
botella en el piso, quizá no hubiese regresado tan temprano al cuarto. Leí algo
de una hora, todavía echado en el colchón. Me vestí y salí del cuarto con una
bolsa de ropa sucia. En la lavandería, dejé la bolsa y recogí la ropa limpia. Iban
a ser las doce. Era una mañana clara. La temperatura era la perfecta. Ordené la
ropa limpia en el armario. Fui al baño y oriné. Me eché un poco de agua en el
pelo y salí. No podía olvidarme del tema de Azul. Me sabía infectado; no podría
intimar jamás con Rosario. Nuestra relación terminaría yéndose al carajo. Tampoco
podría recuperar la intimidad con mi esposa. Eché llave al cuarto y le puse
seguro al baño. Regresé a casa de mamá.
Estábamos en una de las dos mesas del
patio de La Jarrita. Habíamos pedido una cerveza. Había satisfecho gran parte
de la curiosidad de Daniela. Hablamos de Johnny Reyes, su saliente. ¿O es tu novio oficial? Con Johnny nunca
se sabía. Ella lo quería mucho. Pasaban juntos los fines de semana. De lunes a
viernes, luego de sus actividades docentes en la universidad, conversaban en
las noches. Se la veía enamorada. Aunque
hay fines de semana en los que se pierde. Me contó de la vez en que Johnny
la llevó a la casa de un escritor conocido. ¿Has
leído Generación Apagón? Sí, la había leído; la escribió Fermín Román. Para serte franco, nunca pude pasar de los
primeros tres capítulos. Me aburría. Y créeme que lo intenté hasta tres veces.
Y siempre llegaba arrastrándome al tercer capítulo. Daniela no la había
leído; prefería la poesía. Qué raro,
Chato; tú te devoras todas las novelas que caen en tus manos. Generación
Apagón me parecía una novela hecha con personajes de cartón, con diálogos que reincidían
en el lugar común. Creo que Johnny y
Fermín eran patas. Todos ahí querían ser poetas o novelistas. Te hubiera
gustado estar ahí. Fermín estaba despreocupadamente arrellanado en un
sillón. Lo rodeaban más mujeres que hombres. Fumaba un porro de marihuana. Antes,
en los preámbulos, había compartido unos gramos de coca con Johnny y otros
poetas. Fermín les exhalaba el humo verde a sus admiradoras. En cierto momento,
concentró su atención en una de las caras que le sonreía. Le preguntó su
nombre. Celia, dijo la joven, muy
emocionada. Él tiró la cabeza contra el respaldo del sillón y, mirando al
techo, dijo que hacía dos días había cachado con una Celia. Qué coincidencia, celebró, carcajeándose.
Acércate, le dijo a la muchacha. Ella
aproximó su rostro al de él. Este la besó ante las decenas de testigos. Los
labios se movieron frenéticamente durante unos segundos. Después, Fermín bebió del
whiskey que tenía al lado, caló una vez más el porro de marihuana, y, mirando a
algún lugar de la pared de enfrente, le dijo que acaba de chapar con el mejor
escritor peruano del siglo XXI. Has hecho
historia, mujer. Daniela no tenía muchas ganas de tomar cerveza; a duras
penas terminó el primer vaso que le serví. Yo iba por el cuarto y último vaso. Era
temprano; las nueve de la noche. Por ratos, estimulada por el alcohol, la
atención se me apartaba de la conversación y se concentraba en huevadas. ¿Si le digo para ir a un telo? ¿O a mi
cuarto? Luego, yo mismo descartaba la idea. Ella estaba muy enganchada con
Johnny. Había admiración cuando hablaba de él. Por otro lado, si aceptaba mi
propuesta, no podría tirármela como era debido. Cuando lo hacíamos, empezábamos
con el condón y, a medio camino, terminaba quitándomelo. Infectado como estaba,
no me atrevería a cagarle la vida a Daniela. ¿Nos vamos, Chato? Abandonamos el lugar. Caminamos al lado del
frontis de La Casona De Camaná. Le indiqué que ese era otro de los escenarios de
mi novela. Sí, lo sé. En la acera
opuesta, dos jóvenes de cabellos castaños miraban, divertidas, el contenido en
la pantalla de un celular. En uno de los
capítulos de la novela beso a una pituca aquí en La Casona, ¿te acuerdas? Sí,
se acordaba. Es ella, le dije, señalando
discretamente a una de las rubias. Muy disimuladamente, Daniela fijó la mirada
en el par de chicas. Asu, Chato, esa
chica debe de haber estado bien borracha para chaparse a un feo como tú. Así
era Daniela; maletera. Seguimos caminando. Antes de salir de Camaná, le di una
última mirada a la gringa; entraba a La Casona acompañada de su amiga. Me
prometí regresar y descubrir si aquel beso fue imaginado o real.
Tirado en el colchón, continué la
lectura de El Laberinto Griego. Me divertía el cinismo de Pepe Carvalho, el
enamoradizo detective de la novela. Una de sus excentricidades consistía en
quemar los libros de su biblioteca. Los había leído todos y ninguno le había enseñado
nada. A la medianoche, cuando oí que la procesión del Señor De Los Milagros se
hallaba cerca, salí a la calle. No acostumbraba
pedirle nada a los santos. Sin embargo, esa madrugada, haría una excepción; me
ubicaría en una posición desde la que pudiese ver al Señor con claridad. Le
pediría la visa de trabajo a los Estados Unidos y que no tuviera SIDA. Parado
en el cruce de Wilson con Tacna, rodeado de una multitud de gente, le prometí a
la efigie del Cristo Moreno que si cumplía mis deseos me tatuaría su imagen. Me
persigné besando la uña de mi pulgar. Salí del maremágnum de gente con no poca
dificultad. Caminé hacia La Jarrita. ¿Me encontraría con Azul?
Nos besamos cerca de la escalera de su
edificio. Nos besamos y no nos dijimos nada. Solo un chau, cuídate. No sabía si la volvería a ver. No rogué por
prolongar el beso. Ella vivía su historia con Johnny. Yo le había fallado una
vez. No hubiera sido justo volver a jugar con sus expectativas. Regresé a Camaná.
Caminé deprisa. Corrí; la pituca podía irse en cualquier momento.
Apenas llegué, compré una Pilsen litro
cien. La botella era mucho más grande que la común. Me aposté contra una de las
paredes del recinto. Había regular cantidad de gente. Comprobé que Azul no
estaba en el lugar. Mala suerte. Al poco rato, se me acercó una trava. ¿Me invitas?, se refería a la botella. Claro, claro, me apresuré. Pero no tenía
un vaso; bebía las cervezas directamente del pico. Yo tengo uno, dijo ella. Lo cogí y se lo llené. Era una chica
guapa. Tenía todo lo que me gustaba, y en abundancia: tetas y culo. Mientras
bebía, se paraba a centímetros de mí y me bailaba. Revolvía el culo contra mi
pene. Pegaba más el cuerpo, mi pecho contra su espalda, y nos besábamos. Luego,
se volvía y continuábamos los besos. Metía la mano por debajo de su pantalón y
le acariciaba las nalgas. Ella me bajaba el cierre y embadurnaba su mano con
los efluvios que me lubricaban el glande. Todavía compré dos cervezas más y
estuvimos juntos cerca de una hora. Bailábamos entrecruzando nuestras lenguas.
Al cabo de esa hora, ya no tenía dinero. Había que estar idiota para llevar la
billetera a La Jarrita. Por eso, llevaba solo un billete. En esa ocasión,
puesto que mi intención había sido permanecer un breve tiempo, a la espera de
Azul, llevé un billete chico. ¿Ya no vas
a comprar más cerveza?, me preguntó la trava. No sabía su nombre, ni ella
el mío. En lugares como La Jarrita, los nombres sobraban, podías ser Armando,
José, Gabriela o Victoria; daba igual. Sorry,
ya me tengo que ir, le dije, muy a mi pesar, porque gustoso hubiera
continuado con los besos y el manoseo. Insistió con lo de las cervezas. No, sorry, le repetí. Ya tengo que irme; mañana chambeo, le
mentí. La trava se arrebató. Me quitó la botella de la mano –aún quedaban un
par de vasos en su interior- y la arrojó contra el piso. Todo el mundo nos vio.
No me busques más, atorrante, gritó y
se perdió entre la gente, que, para esa hora, ya era bastante. Loca de mierda, pensé y me fui. Ya en el
cuarto, dejé las llaves y mis monedas sobre la mesita blanca. No había prendido
la luz. Dejé el cuarto a oscuras. Me quité la ropa y esta cayó donde mejor pudo.
Me tiré sobre el colchón. Pensé en Rosario. La necesitaba.
La cubría una toalla. En mi vida había
estado con una chica tan blanca y llena de pecas. Métete a la ducha; el agua está rica. Caminó hacia el espejo de
cuerpo entero adosado a una pared del cuarto. En serio; el agua está riquísima, me dijeron sus ojos desde el
espejo. Leyó la pregunta en los míos y me dio la respuesta: usa mi toalla. Me la tendió. Jamás
olvidaría esa escena: un cuerazo desnudándose ante mí sin recato alguno. El
summum de la confianza. Contagiado de su audacia, y porque había amanecido con
una erección, caminé desnudo hacia ella. Cogí la toalla. Listo, dijo y se volteó, dándome la espalda. A la luz del día, que
se filtraba impúdicamente por las persianas, aprecié claramente el trasero que
había estrujado, lamido y adorado hacía unas horas. Permanecí unos segundos
parado detrás de ella. Esperaba a que me viera el pene. No lo hizo; se pasaba
un cepillo por el cabello. Me envolví con la toalla y me encerré en el baño. Me
entraron ganas de cagar. Siempre lo hacía por las mañanas. Tenía un reloj en el
estómago. Era puntual. El baño era grande y olía rico. Me senté en la taza y
ajusté. Sufrí, sudé, pero cagué en silencio. Ni un pedo. Mariana había puesto
música. Podía oírla. Era Doble Nueve. El diseño del baño era simple y
funcional. Blanco y negro. Imposible hallar las huachafadas que poblaban los
baños del pueblo. La taza del wáter era blanca y estaba empotrada en un pequeño
muro negro. El rollo de papel colgaba a un lado. No habían pasado ni cinco
segundos desde que me hube levantado de la taza para limpiarme el culo cuando
automáticamente la mierda, en un fugaz y silencioso remolino, se hundió en las
tuberías. Cerca del techo, una rendija empezó a succionar el aire cargado.
Corrí una de las mamparas de la ducha. Tenía razón; el agua estaba riquísima. Me
demoré todo lo que pude. ¿Qué tal?,
quiso saber Mariana. Sí, estaba rica el
agua. Un polito blanco, que decía Smile
en letras rojas y onduladas, le cubría el torso. Abajo, solo un calzón azul. Ahí está tu ropa, señaló. Mariana, era
obvio, la había doblado y la había colocado sobre una silla. Putamadre, pensé, cogió mi bóxer con hueco y mis medias pezuñentas. Mientras me vestía
sentado en la silla, se me acercó. Era claro que no llevaba sostén debajo del
polo. La tela translucía sus pezones. Ese cuerpo nuevo y desconocido me había
provocado dos orgasmos. Hacía tiempo que no eyaculaba más de una vez; quizá las
primeras veces con Rosario. El record, sin duda alguna, lo conseguí en el 2008,
en un pueblito minero en Arequipa, con Elena: nueve orgasmos en tres días; cuatro
en el primero, tres en el segundo y dos en el último. Me encantaste anoche, dijo Mariana. Apoyaba sus manos en mis
muslos. Me besó. Su cabello me caía húmedo a los lados. Eres lindo. El calzón azul llevaba blondas blancas. Qué buena canción, dijo de pronto. Era
un tema de los noventas. Casi al mismo tiempo, dijimos el nombre: Right Here Right Now. Jesus Jones, agregó. Mostro que suene esa canción justo ahora; o
sea, contigo aquí. ¿Por?,
pregunté. Esa canción habla del ahora. Es
justamente lo que hicimos ayer; bueno, hoy, hace unas horas: vivir el ahora.
Dejó de hablar y se arrodilló delante de mí. Tomó en sus manos la cicatriz de
mi muñeca izquierda. Era una marca reciente, roja; parecía una oruga de patas
gruesas. Esto te lo hiciste en el
Sargento ¿no? La miré asombrado: ¿Cómo chucha sabía eso?
Mamá se encuentra con Azul en la puerta
de la casa. Lo sé porque oigo su voz en el celular de Azul. Venía de la librería
del barrio. Además de obstetra, su pasión es la Historia, principalmente la
Historia Antigua; Grecia, Roma, los incas. Disfruta construyendo réplicas a
escala de fortalezas y armamentos. Hacía pocos minutos, había salido a comprar algunos
materiales para sus proyectos. ¿Sí, a
quién busca?, preguntó. Buenas, señora; busco a Daniel, ¿estará?
Se me congela el culo. Recuerdo haberle dado un nombre falso, Andrés; no el mío.
Cómo carajo sabía dónde vivía, mi nombre, el número de mi celular. La novela se
me salía de las manos e interfería en mi realidad. Cuelgo el celular y no me
atrevo a abrir la puerta. Suena el timbre. Es mamá, y Azul está con ella. Estoy
paralizado. Celso, mi hermano, corre al intercomunicador y levanta el
auricular: ¿Quién es? Yo, dice mamá.
Celso presiona un botón y se abre la puerta. Se oyen los pasos de mamá subiendo
las escaleras. Vivimos en el segundo piso de una casa en La Perla. Es un
departamento modesto y pequeño. Daniel,
dice mamá cuando me ve. Está incómoda, molesta. Te busca una chica. Tengo la piel fría. ¿Habrá notado que no es una
chica? Parece que no. Bajo. Estoy nervioso. En pocos segundos, estaré cara a
cara con Azul, en el lugar menos apropiado de todos.
Mi novio te
hizo esto. Lo siento,
dijo Mariana. Me dio un beso en la cicatriz. Pude evitarlo, pero el idiota estaba borracho. ¿Ya me conocía desde
esa vez en el Sargento? Fue en un tributo
a Pearl Jam, recuerdo. Tú estabas adelante, cerca del escenario. Te movías como
si fueras el cantante. Mi novio me dijo mira a ese huevón, qué chucha se cree ese
cholo de mierda. Se había sentado en el borde de la cama. Yo seguía en la
silla. Sorry por lo de cholo, pero ese es
el lenguaje de los cavernícolas de mis amigos. Todos viven en una burbuja,
¿sabes? Todos son blancos, con padres que son dueños de empresas o que tienen
altos cargos en compañías transnacionales, que ganan un dinero al que no podría
llamársele sueldo. Entonces, les jode
cuando un cholo les friega su burbuja. Acomodó un mechón de su cabello detrás
de la oreja. No se le puede llamar sueldo
a lo que ganan nuestros padres. No soy racista ni clasista; es más un tema
fonético, si quieres, pero la palabra sueldo calza perfectamente con la
cantidad que gana un obrero o un empleado. Pasa lo mismo con la palabra
poblador. Consciente o inconscientemente, todos, y, cuando digo todos, me
refiero a ti, a mí, a todo el mundo, le decimos residente a alguien que vive en
San Isidro, pero poblador al que vive en un pueblito de la sierra, de la selva
o en un asentamiento humano o, sin ir tan lejos, en un barrio de, ponte, Comas.
Se paró. Caminó hacia un estante de libros. Tendría un centenar de ejemplares. ¿Qué te iba a decir?, se quedó pensando
delante del estante. Ah, mira, dijo.
Debajo de los libros, había una hilera de discos de vinilo. Mariana se agachó y
sacó un disco. Este es un discaso. Quiero
volver a escuchar la canción de hace un rato. Apagó la radio. Encima de
ella, había un tocadisco. Abrió la portezuela de plástico del aparato y colocó
el disco. La aguja se desplazó por los surcos negros. Otra vez, Right Here
Right Now. Empezó a moverse libremente, los ojos cerrados, entonando trozos de
la canción.
¿Puedo subir? Está hermosa. La única
manera de descubrir que es un hombre es desnudándola, dejándole la pinga en
evidencia. Algo le preocupaba. ¿Estás
bien?, le pregunto. Ahí, dice,
sin mucha convicción. Solo quiero estar
contigo. Me abraza. No sé cómo reaccionar. No sabes por lo que pasé hoy. Y no quiero hablar de eso. Solo quiero
estar contigo. Te necesito. Me mira. Tiene las pestañas rizadas, postizas.
Sabe vulnerar mis defensas. Hay que
entrar, por favor. Subimos las estrechas escaleras. Ella va adelante y yo detrás.
Le veo el culo y no tengo ganas de tirar. Tengo miedo; mamá, mis hermanos y mi
hija están arriba.
Te alucinabas Eddie
Vedder. Saltabas y te contorneabas. Te llevabas el puño a la boca, como si
tuvieras un micrófono. Me encantaste. Y como que me acerqué. No sé, quería decirte
hola, hablar dos o tres cosas. En eso, vi que una chica te llevaba una cerveza. Rosario. Dejé de acercarme y volví a mi grupo.
Estábamos mi flaco, y una amiga y su flaco. El flaco de mi amiga se quitó después.
Y mi flaco se encontró con unos brothers del cole y se fue a tomar con ellos a
su grupo. Quedamos mi amiga y yo
viendo el concierto a cierta distancia. Le
hablé de ti. Yo lo conozco, me dijo. ¿Qué, cómo así?, le pregunté. Te había entrevistado en el 2010 por un
curso de la universidad. Caminó al estante y regresó con un libro delgado.
Lo reconocí inmediatamente. Te entrevistó
por este libro. El disco que había puesto seguía dando vueltas; no estaba
del todo mal. Me tendió el primer y único libro de cuentos que había publicado,
Latidos Del Asfalto. Y un lapicero. Me
gustaría que me lo autografíes, ahora que no nos vamos a volver a ver. ¿No
nos íbamos a ver? No supe qué escribirle. Descuida,
luego lo pones. No debe de ser fácil. Recién me estás conociendo. En cambio, yo
te llevo ventaja: además de tu libro, he leído tu blog y la novela que estás
escribiendo. No recordaba la cara de la amiga de Mariana. La entrevista me
la había hecho hacía un culo de tiempo. Ella sí se había acordado de mí, a
pesar de la penumbra de la discoteca. Me
había fijado en tus tatuajes. Reconocí que eran escritores. Muchos de ellos,
mis favoritos. Eso me atrajo más.
Traté de acercarme y hablarte en un descuido de la chica que te llevaba la
cerveza. Pero fue imposible. Tú seguías moviéndote y la gente a tu alrededor se
movía también. Mi novio, que había vuelto a nuestro grupo, se dio cuenta de que
te miraba y me llamó la atención. Qué tanto miras a ese payaso, me dijo. Y a mí
nunca me ha gustado que nadie me mandonée ni me grite. Le dije que me gustabas
y que se fuera a la mierda. No respondió. Se quedó callado, pero le había
dolido mi respuesta. Se quedó picón. Luego, tú sabes que después de los conciertos,
ponen una hora de rock. Tú seguías alucinándote un cantante. Te entusiasmabas
con lo que ponían: The Strokes, Nirvana, Joan Jett, Green Day. Entonces, veo
que mi novio se te acerca. Ya no había tanta gente. Bueno, había la suficiente
como para que él pasase inadvertido. Se te acercó y te cortó con una navaja que
le había regalado su papá, una navaja que era como una herencia familiar. Quise
detenerlo, pero todo fue tan rápido que no pude. Él regresó, pero tú seguías en
lo tuyo como si nada. Pensé, aliviada, que no había llegado a cortarte. Él
estaba contrariado; estaba segurísimo de que te había cortado. Él quería que te
vayas como sea. Y no se le ocurrió mejor cosa que cortarte. Habrá pasado una
media hora, cuando veo que te vas con tu amiga. La seguridad del Sargento te acompañó
a la salida. Le conté lo que pasó. Estaba tan metido en la música y en la
cerveza –solo tomaba cerveza- que no había sentido el corte. En cierto momento,
me di cuenta de que mi mano estaba bañada en un líquido negro. Qué mierda es
esto, pensé. Mi amiga, que se me acercaba para alcanzarme otra cerveza, supo
inmediatamente que era mi sangre la que se estaba derramando en el piso. Decidió
que debíamos irnos. Le conté a Mariana que fuimos a un hospital. En realidad, luego
de salir de El Sargento, como no sentía dolor alguno, y contraviniendo las
indicaciones de Rosario, que estaba perfectamente consciente de la magnitud de
mi herida y de sus implicaciones si no hacíamos algo al respecto, regresamos al
hotel en el que nos habíamos alojado para descansar luego del concierto. Rosario
insistió en lavarme la herida. Lo hizo. Luego, nos echamos en la cama e hicimos
el amor. Procuré no dañar el tajo que se me había abierto en la muñeca
izquierda. En la mañana, hallamos las sábanas repletas de sangre.
Es la hora del almuerzo. Azul, sentada
en el sofá, mira la sala, que no parece impresionarla en absoluto; está
desprovista de lujos y los muebles son antiguos, lucen golpes y magulladuras.
Mamá está en la cocina terminando el almuerzo; mis hermanos, en sus cuartos. La
casa es chica; todo lo que se conversa en la sala puede escucharse desde la
cocina y los cuartos. ¿Qué haces aquí?,
le pregunto, bajando la voz. Por favor,
me dice, también susurrando, no me
preguntes nada. Vine porque quería
verte. Solo eso. Sus manos
envuelven las mías. Somos enamorados,
¿no?, me dice. Necesito a mi marido;
te necesito. Me desespera su actitud. Pero
no es para que vengas a la casa de mi mamá. Me suelta las manos. Afila su
semblante. ¿Y por qué no? ¿Te avergüenzas
de mí? Estoy segura de que si fuera una mujer no te pondrías así. Tiene razón.
Daniel, ya vamos a almorzar, anuncia
mamá, que entra en la sala llevando un plato humeante en cada mano. En su voz,
hay incomodidad, fastidio. No nos ha mirado directamente, pero la vista
periférica le ha informado que su hijo y esa chica rara están en el sofá de la
sala. Ma, le digo. Ella, sin mirarnos,
acomoda los platos. Mi amiga se va a
quedar a almorzar. No me dice nada y regresa a la cocina. Tienes que irte, por favor, le pido. Vamos a comer afuera. Vamos a un
restaurante, pero vámonos de aquí. Voy a tener problemas. Azul se levanta
del sofá. La expresión de su rostro me indica que mi monserga la ha aburrido.
Se acerca a la mesa donde humean los platos y se sienta. La sigo y me siento a
su lado. La mesa es redonda. Mamá vuelve a entrar; lleva un plato más de
estofado y otro en donde una tilapia dorada descansa junto a un montón de papas
fritas. Este es el plato de mi hija. Ella solo come tilapia y papas fritas. No
acepta otra cosa. Mamá se sorprende al ver a Azul en la mesa, pero se esfuerza
en disimular la evidente molestia que yo, como su hijo, sé detectarle. Ahora te sirvo, le dice mamá. Regresa a
la cocina y en el trayecto llama a mis hermanos. Silente, aparece mi hija en la
sala. Camina hacia el sofá y se tira bocabajo. Ha dormido toda la mañana. Aún
tiene algo de sueño. Las papas fritas terminarán por removerle cualquier viso
de cansancio. Es hermosa tu hija, me
dice Azul. No digo nada. Solo sé que esto no va a terminar bien.
Vivía sola en el departamento. Había
estudiado Ciencias De La Comunicación en la Universidad De Lima y trabajaba en
una productora de comerciales. No tenía horarios que cumplir. Era dueña de su
tiempo. Te soy sincera, en la productora,
únicamente los cholos trabajan de nueve a cinco. No era racista; solo no
tenía pelos en la lengua. Comíamos huevos revueltos con tocino. Los había hecho
Hilda, su empleada. Yo tenía un cartón de jugo de naranja cerca de mi plato; Mariana,
uno de piña. Hilda limpiaba el departamento unas tres veces a la semana. Luego,
preparaba algo de comer. Hilda trabajaba principalmente en la casa de los papás
de Mariana. ¿Has leído a O’Hara? No. Fue un poeta homosexual que murió
atropellado por un buggy en una playa de Long Island. Tiene un verso que me
encanta y que tiene mucho que ver con lo que pasó ayer y con lo que seguirá
pasando en mi vida. El verso es del poema As Planned. Bebió un trago del
cartón de piña. Cerró los ojos y recitó: After the first glass of vodka / you can accept just about anything /
of life even your own mysteriousness. Bravazo, ¿no?
El vodka representa el impulso que te libera de tus miedos y te pone en paz
contigo misma. Mira,
me dijo. No sé si lo notaste. Se
levantó el polo. No llevaba sostén. Debajo del seno izquierdo, en letras tan
pequeñas que juntas parecían una línea, se leía vodka. Volvió a cubrirse. Me
gustas, pero, por nuestro bien, no creo que debamos vernos más. Arruinaríamos
lo que acaba de pasar. Me levanté de la mesa y caminé hacia ella. Quise
besarla. Me detuvo sin tocarme. No, ya
no. Pasó lo que tenía que pasar y punto. Tras terminar su desayuno, fue al
cuarto y regresó con mi libro y un lapicero. Fírmamelo, please. Ponle algo bonito. No sabía qué ponerle. Me había
jodido su actitud. Escribí: Para Mariana,
con cariño. Leyó la dedicatoria y suspiró con resignación. Esperaba algo
más. Daniel, tengo que hacer. No te molesta
salir por tu cuenta, ¿verdad? Claro que me molestaba. Las cosas no podían
terminar así. No hay problema, le
dije. Caminé hacia la puerta. La puerta
da al ascensor, no te preocupes, me dijo. El ascensor era un tubo de
vidrio. En el descenso, vi las calles aledañas, un pedazo de parque, gente que
paseaba a sus perros. No tenía idea de dónde carajo estaba. No se me había
ocurrido preguntárselo a Mariana. El ascensor desembocó en el lobby del
edificio. Detrás de un escritorio, un tipo de unos cincuenta años, calvo, y de
lentes, leía un periódico. Arriesgándome a sonar estúpido, le pregunté dónde
estaba. Salimos. Esta calle es José
Gonzáles, me dijo. Caminas derechito y
llegas a Larco. Te ubicas en Larco, ¿no? Sí, de ahí ya me ubicaba. Le di
las gracias y seguí sus instrucciones.
Comemos sin hablar. Mamá está sentada al
lado de la bebe. Le pone trozos de tilapia en la boca. La bebe sostiene la
Tablet de Celso -siempre está viendo videos en YouTube-, y apura las papitas
fritas de su plato. Hijita, dice
mamá, no te comas solo las papas, pues.
Le mete otro pedazo de tilapia. La papita que la bebe tiene en su manito tendrá
que esperar su turno. Abuela, dice,
masticando el trozo de tilapia, ¿ella es
amiga de papá? Azul despega el trasero de la silla y se eleva ligeramente
sobre la mesa. Le tiende una mano a la bebe. Me llamo Azul, bebé. Eres preciosa. ¿Cómo te llamas? La bebe dice
su nombre. Tengo cuatro años, agrega.
Fue inevitable que mis hermanos miren el par de tetas de Azul. Eres toda una señorita, dice Azul, y ya
no me cabe duda de que su voz la ha delatado. No es la voz de una mujer.
Cualquiera puede notarlo. Es un travesti. Mamá y mis hermanos no pueden
soslayar ese detalle. ¿Eres amiga de mi
papi?, pregunta mi hija. Sí, dice
Azul, tu papi y yo somos muy buenos
amigos. La cagada; mi esposa siempre interroga a la bebe luego de sus fines
de semana en casa de mi mamá: qué comió, a dónde fue, qué hizo. Dependiendo de
las respuestas, mi esposa me lanza la consabida puteada: ¿Por qué le diste comida chatarra?, ¿por qué le diste la Tablet todo el fin de semana? Mi hija, sin
ningún tipo de malicia, contará el episodio de Azul. Como rápido; Azul, con
calma, sin apuro. Siento la incomodidad de mamá. Señora, dice Azul de pronto, estoy
saliendo con su hijo desde hace unos días, ¿verdad, amor? Me pasa la
pelota. Mamá intenta tomar la noticia con calma. Modera la expresión de su
rostro y construye algo que se acerca a una sonrisa. Pero no dice nada. Sí, murmuro yo. ¿Siempre han vivido en el Callao, señora? pregunta Azul. Mi hija
termina de comer y, sin soltar la Tablet, corre hacia el cuarto de uno de mis
hermanos. No, antes vivíamos en Los
Olivos, dice mamá. Luego, calla. Nadie más se atreve a hablar. Yo vivo en San Juan de Lurigancho, dice
Azul, mirándome, pero hablándoles a todos. Ahí
tengo una peluquería. Voz de hombre y con peluquería: totalmente al
descubierto, por si alguien lo dudaba. Celso le hace un gesto a mamá: ¿hay agua? No se atreve a hablar. Mamá
se para: sí, hice maracuyá. Ahorita la
traigo. Va a la cocina; Daniel, ven
un momento, por favor, dice desde ahí. Voy. Daniel, qué tienes en la cabeza, qué te pasa. Le hago señas para
que baje un poco la voz, pero es inútil; se va enardeciendo con cada palabra. ¿Desde cuándo eres maricón? ¿Cómo traes a
una persona así a la casa? ¿Estás loco? Estás traumando a la bebe. Si tu esposa
se entera, nos quita a la bebe para siempre. No me putea así desde la vez
que le dije que sería papá. Llévate ahora
mismo a…, no sabe cómo denominarla, a…
a esa persona. Ahora mismo. No quiero
verla. Te la llevas ahorita mismo. Para darme a entender que no está
jugando, presiona el botón del intercomunicador que abre la puerta de la calle.
Regreso a la sala sin saber qué hacer. Al llegar, la puerta que da al balcón
acaba de cerrarse; Azul no está en la mesa. Dijo
que la llamaras, dice Celso. Adónde chucha la voy a llamar si no tengo su
número. Me apresuro a alcanzarla. Salgo al balcón. Azul acaba de cerrar la
puerta de la calle. Corro al intercomunicador y abro la puerta. Cruzo la sala a
toda prisa y bajo las escaleras saltando. Azul dobla la esquina de Pacífico.
Corro. Azul se monta en un auto negro. No ha mirado hacia atrás. Sube y el auto,
que apenas había detenido la marcha, arranca rápidamente. Es un auto deportivo,
de esos que cuestan un culo de plata. Otra vez, Azul me deja lleno de
preguntas.