jueves, 25 de octubre de 2018

El solitario de Zepita - Capítulo 34


Del lunes 07 al domingo 13 de noviembre del 2016

Una vez, en la noche medieval, el vampiro había sido muy poderoso, y enormemente temido. Se lo había considerado anatema, y todavía lo era. La sociedad lo perseguía sin descanso. Pero ¿son sus necesidades más sorprendentes que las necesidades de otros animales y hombres? ¿Son sus actos más horribles que los actos del padre que secó el espíritu de su hijo? Puede que el vampiro tenga un ritmo cardíaco más rápido y el pelo revuelto. Pero ¿es peor que el padre que dio a la sociedad un hijo neurótico que se convirtió en político? ¿Es peor que el fabricante que creó una fundación con el dinero que hizo vendiendo bombas y cañones a nacionalistas suicidas? ¿Es peor que el destilador que dio licor adulterado para atontar aún más los cerebros de aquellos que, sobrios, son incapaces de pensar con propiedad? No, pido perdón por esta calumnia; ataco la bebida que me alimenta. [...] Realmente, mira en tu alma, ¿es el vampiro tan malo? Solo bebe sangre.

Richard Matheson – Soy Leyenda

Derrumbada caíste hacia la tierra.

Guillermo Chirinos Cuneo – Cenicienta

Me sentí como un idiota tirado ahí, en la pista. La llanta de la bicicleta debajo de la rueda del auto negro que acababa de golpearme. Intenté levantarme. Tenía los brazos adoloridos. El auto viró sus llantas hacia la derecha -los rayos de la bicicleta se estremecieron- y aceleró, metiéndose en Risso. Los curiosos intentaron acumularse a mi alrededor. Me puse rojo; me abochornaba ser el blanco de sus lástimas. Superando las dolencias, me levanté y recogí la bicicleta. Me apresuré en llegar a la vereda más próxima. Los curiosos no tuvieron más alternativa que disolverse. A salvo del tráfico y los fisgones, examiné la bicicleta; la parte delantera -el timón incluido- había quedado inservible. Parado en esa vereda, el shortcito ajustado, el polo sudado, el casco desencajado, la bicicleta destruida, me sentí ridículo. Había tenido la anuencia del semáforo, así que me atreví a salvar el trecho de pista que me separaba del siguiente tramo de ciclovía, pero olvidé que, en esta ciudad, los conductores no respetaban a nada ni a nadie. Mientras surcaba los aires, y el auto devoraba la bicicleta, pensé: Chucha, estoy volando. Voy a morir como un perro cuando caiga al suelo. Era de noche. La oscuridad ayudaba a encubrir mi cara de huevón. No todos los curiosos se marcharon; uno pervivió. Se me acercó y evaluó los daños, como si fuera un experto. Mínimo, le hubieras sacado cien lucas, ah, concluyó. Sí, claro, conchatumadre. Al rato, se largó. Le gustaba el espectáculo. Eché de menos el celular. Ufff, lo tenía en la mochila. Miré la hora. Las siete y algo. Era viernes. El recoger a mi hija para dejarla con su abuela tendría que retrasarse ligeramente. La salida con Rose, también; pero ella estaba en mi cuarto desde el jueves, así que no habría problema. Tenía a la bicicleta, hecha mierda, cogida del pescuezo. Al fin, un taxi de las dimensiones adecuadas se ofreció a llevarnos a la cuadra ocho de Emancipación, centro bicicletero de la ciudad. Ya en el taxi, recordé la vez en la que un auto rojo casi me mató en Chorrillos. Había sido enteramente mi culpa, pero quise endilgársela a mi esposa. Aún vivíamos en el departamento del que me botó unos días después. Reparé en una casualidad: en esta y en esa ocasión, escuchaba la misma canción de moda en Doble Nueve: This Girl, de Cookin’ On Three Burners. Ni más la vuelvo a escuchar, decidí.

Rosario siempre me sorprendía. Ese lunes, llegó directamente al cuarto. Tuve miedo, pero me convencí de que no podía estar infectado con el VIH. Yo siempre me ponía condón con las putas. No recordaba alguna excepción. Esto te va a gustar; me la acabo de comprar recién. Cerré la puerta del cuarto. ¿Qué es?, le pregunté, mirándole el culo que le lamería en unas horas. Sacó de su bolso una bata negra traslúcida. Se me paró la pinga. Excelente, amor. ¿Te parece si compro un par de chelitas mientras te pones la batita? Cuando llegue, quiero encontrarte lista. A la mañana siguiente, tendría una reunión con el decano de la UNI. Ahora, sí había electricidad en el laboratorio y el ventilador que le habían comprado a Jean Carlo estaba listo para arrancar. El tipo quería que certificara la puesta en marcha. Igual, compré las cervezas. Cuando la ocasión demandaba chelas, se compraban las chelas.

Trabajo en casa de mamá. Antes de subir a la mina, Miguel simuló los modelos que necesitaría para empezar la redacción de los informes. Tras un par de horas de chamba, pierdo la concentración. Solo pienso en Rosario, en lo que le pasó. Le doy vueltas al asunto. El bolso que alguien abrió en mi cuarto. Los hijos de puta que quisieron violarla. Quiero pensar que no hay nadie detrás de ello, que hay explicaciones plausibles. Saco Soy Leyenda de mi mochila. Me faltan pocas páginas para terminarla. Cojo una cerveza de la refri y me tiro en el sofá de la sala. Leo hasta bien entrada la noche, cuando es hora de llevar a mi hija con su mamá y regresarme al cuarto de Zepita, donde es muy posible que alguien me esté vigilando desde adentro y desde afuera.

Manejaba a la oficina. La radio anunció que Donald Trump era el nuevo presidente de los Estados Unidos, el número cuarenta y cinco. Había ganado el candidato que mejor me caía. Sus políticas migratorias serían estrictas. Se decía que cancelaría el sorteo de las visas H1B, sorteo que me permitiría vivir en los Estados Unidos si lo ganaba en abril del 2017. Se suponía que el sorteo les facilitaba a las empresas gringas captar profesionales sobresalientes a cambio de distinguidos salarios. Sin embargo, las transnacionales saturaban las plazas del sorteo para ofrecerles a sus ganadores, en la práctica, salarios más bajos. Trump revisaría el proceso y lo cancelaría si así lo llegaba a determinar. A pesar de eso, lo prefería a él que a Clinton. Si había que anteponer el bien de un país al mío, ni modo. Trump era más auténtico, sin máscaras; una bestia. Cuando lo vi protagonizar el “Roast” de Comedy Central, en el 2011, me dije: este huevón sí que tiene correa. También, ingenio. El “Roast” era un programa en el que el “homenajeado” era sometido a escuchar sus más cruentas verdades, todas expuestas por divertidas personalidades; actores, comediantes, periodistas. Terminado el “rostizamiento”, correspondía que el invitado tomase la palabra y devolviese a sus rostizadores, también en clave de humor, los brutales halagos. Snoop Dogg, conocido músico americano, que no escondía su afición a la marihuana, fue uno de los verdugos de Trump en ese “Roast”. Le dijo cosas como: “Me gustaría tener la mitad de tu dinero, pero para eso necesitaría ser una niña de veinte años y tener un abogado experto en divorcios”; “Puede que no tenga la mitad de tu plata, pero tengo una pinga que es el doble de la tuya”; “Me gustaría tirarme a una de tus exesposas, solo para saber qué se siente venirme en un montón de plata”; “Donald dice que quiere candidatear a la presidencia y mudarse a la Casa Blanca. ¿Por qué no? No sería la primera vez que bota a unos negros de su casa -en ese momento, Obama era presidente de los Estados Unidos”. Al terminar su intervención, Snoop y Trump se fundieron en un abrazo. Trump mantuvo el espíritu deportivo durante todo el show. Eso era tolerancia. Yo me preguntaba qué político peruano se atrevería a ser rostizado de esa manera. Obviamente, ninguno. En cualquier caso, prefería a un garante como Snoop Dogg que a un acartonado Vargas Llosa apoyando a un impresentable como Ollanta Humala. En la oficina, recibí una llamada de Rosario. Me dijo que el viernes no trabajaría. Tenía un asueto. ¿Te gustaría que vaya a tu cuarto el jueves en la noche y me quede contigo hasta el sábado? Claro, por supuesto. Enseguida, le lancé mis opiniones sobre la situación electoral en los Estados Unidos. A Rose podía contarle todas mis estupideces. Ella me escuchaba con paciencia.

Mi esposa llegó a las cuatro de la mañana, y no a las once de la noche como había prometido. Eso me empinchó. La bebe y yo nos desvelamos esperándola. Nos acostamos a las dos. Ya no intenté llamarla al celular; lo había apagado hacía varias horas. Fue una movida inteligente de su parte; de haberlo contestado, la hubiera humillado por su irresponsabilidad. La bebe debía ir al colegio y yo al trabajo. No podía hacerme cargo de vestirla y darle el desayuno porque debía salir temprano a la oficina, que me quedaba a dos horas y media en bicicleta. Sentí una llave penetrando en la cerradura de la puerta del departamento. Eran las cuatro de la mañana. No me levanté; continué durmiendo al lado de mi hija. A las cinco, chilló la alarma de mi celular. Me puse la ropa de ciclista y alisté mis cosas. Fui al cuarto de mi esposa. Hacía tiempo que dormíamos en cuartos separados: ella, en el matrimonial; yo, en el de mi hija, rodeado de sus muñecas. Allí estaba mi esposa, cubierta con sus colchas, en pleno sueño. Abrió los ojos al oír mi voz. Le reproché su comportamiento. Me dijo que no la jodiera, ¿ok?, que en unos minutos se levantaría y se haría cargo de la bebe. Le señalé que, por su culpa, manejaría desvelado al trabajo. Si me pasa algo, será tu responsabilidad. Eso era mentira. Había dormido poco, pero había descansado bien. Si algo me pasaba en el camino, la culpa sería solo mía. Sin embargo, necesitaba ensuciarle la conciencia, hacerle saber que por haberse largado con Dios sabía quién -luego descubriría que había estado con Melina- la bebe podía quedarse sin papá. No me jodas, Daniel. Vete de una vez. Había perdido minutos valiosos vomitándole las quejas a mi esposa. Era tarde. Tendría que pedalear con más rapidez. Para acelerarme, puse en el celular el Dookie de Green Day. Hice un alto en el parque de la avenida Ricardo Palma, en Miraflores, para cambiar de música y ver la hora. Había recuperado los minutos perdidos gracias al ritmo acelerado del punk. Sintonicé Doble Nueve. Continué corriendo. Al llegar a la avenida Escuela Militar, trepé en la acera. Unos metros después, me topé con el poste de luz de siempre, el poste que algún genio colocó en medio de esa acera. En esta ocasión, no desaceleré, continué de largo, confié en mi equilibrio, en mi precisión. Escuchaba This Girl, de Cookin’ On Three Burners. En el último segundo, dudé, las manos me temblaron, y el extremo del manubrio pegó contra el poste. La bicicleta se desestabilizó y caí con ella a la pista. El impacto fue tremendo; la altura entre el nivel de la vereda y el de la pista era de treinta centímetros. El golpazo me separó de la bicicleta. Aún confundido por lo que acababa de pasarme, sentado en esa pista rugosa, levanté la mirada y vi a un auto rojo aproximándose hacia mí. Lo tenía a escasos metros. Se me apareció, entonces, la carita de mi hija. Pensé: Así acaba todo. No era la culpa del conductor; yo me había interpuesto sorpresivamente en su camino. No tuvo tiempo de frenar. Se detuvo diez metros después de haberme golpeado. Sentí como si me hubiesen colocado un puñetazo. Pero seguía vivo. No podía creerlo. No sangré. Tampoco se me hinchó la cara. Nada. El conductor era un tipo de mi edad; quizá más joven. Bajó del auto y corrió hacia mí. Me preguntó si estaba bien. Le dije que sí. ¿Quieres que te lleve a alguna clínica? Se le veía preocupado. Era blancón y tenía un esbozo de barba que le disimulaba los cachetes. No, gracias, le dije, tengo que llegar a mi trabajo. Me ayudó a parar la bicicleta. ¿Estás seguro? La pusimos encima de la vereda, ya alejada del obstáculo que me había mandado al suelo. Sí, gracias, le dije, realmente conmovido por su amabilidad. Los carros desfilaban veloces en el carril paralelo. La llanta delantera de la bici había quedado algo chueca; el timbre, destrozado. Increíblemente, aún podía manejarla. El joven volvió a su auto y continuó con su vida. Yo estaba a quince minutos del trabajo. A dos cuadras de la oficina de Jean Carlo, había un local de reparación de bicicletas. Se llamaba La Clínica De La Bicicleta. Conduje hasta ese lugar. La llanta de adelante rozaba el freno al girar. Para avanzar, tenía que esforzarme en el pedaleo. El propietario de la Clínica evaluó mi bicicleta. Dejarla completamente operativa me costaría cincuenta soles. El precio incluía un timbre nuevo. Le indiqué que pasaría por la bicicleta en un par de horas. No hay problema, flaco, dijo el propietario. Caminé hasta la oficina de Jean Carlo. Era un milagro que estuviese vivo.

Cuando publiqué el capítulo nueve, supe que Rosario no tardaría en demandarme explicaciones. Y así fue. No era para menos. El capítulo detallaba la primera visita de Karina a mi cuarto; una visita que, como era obvio, no se limitó a un abrazo entre amigos. Rosario gritaba y lloraba por el teléfono. Se había refugiado en el baño de su trabajo para explotar sin que nadie la sintiese. Me increpaba el haber metido a Karina en mi cuarto y el que le hubiera zampado la pichula. No le negué haberla visto, pero sí haber tirado con ella. Preferí no ser tan cínico esta vez. Le dije que Karina conoció mi cuarto por fuera; no entró porque alegó no tener tiempo. Justo cuando terminaba de pronunciar la palabra “tiempo”, me di cuenta de que la había cagado aún más. Sentí el vendaval lacrimoso de Rosario tronándome las orejas: Maldito, o sea que no entraron porque ella no tenía tiempo no porque TÚ no querías. Eres un desgraciado, Daniel. Eres un maldito conmigo. No paraba de llorar. Yo estaba en la oficina. Había unas chambitas por cumplir en la laptop. Tecleaba con una sola mano; con la otra, sostenía los gritos de Rosario. La comunicación se prolongó por varios minutos; minutos que apaciguaron sus ánimos. Le propuse que me invitara un pollito en la noche, que luego fuéramos a mi cuarto a conversar mejor. Total, ese era el plan original que ella había sugerido el miércoles a raíz del asueto que tendría el viernes. Habíamos tirado demasiado rico el lunes como para arruinarlo todo por una estúpida novela. Ese lunes jugamos a que éramos vecinos. Ella me tocaba la puerta. Yo le abría y la encontraba en ese babydoll negro. Ella me decía que su marido estaba de viaje y que le daba miedo dormir sola. Como buen vecino, la invitaba a pasar. Le advertía que dormía calato. No hay problema, respondía, tendiéndose en la cama, metiéndose debajo de la colcha, pegando su cuerpo al mío. Luego, me decía que tenía ganas de probar un pene; su esposo siempre le daba el suyo antes de dormir. Sírvete, le decía yo. Está bien, Daniel; espérame en la Plaza San Martín. Al término de la llamada, me sentí menos culpable. Había logrado convencerla de que la novela era una burda mentira. Ella había revisado mi diario una vez. No me quedaba claro qué tanto había visto. Pero siempre que me lo mencionaba, le decía que sí, que yo llevaba un registro de mis actividades para que mis historias tuvieran una base. Nada más. El resto era una sarta de invenciones. Rose, mi vida no es interesante. Tengo que mentir para que las historias lo sean. Muchas cosas que cuento no han pasado. Tú me conoces. Luego de reírse condescendientemente, amenazó con castigarme en la noche. Y lo hizo; fue un castigo tenerla en mi colchón, desnuda, nuevamente con el babydoll, y no poder hacerle nada.

Ese día fugué de la oficina a las seis en punto y llegué a Quilca a las siete y cuarenta y cinco. Me había convertido en el ciclista más veloz de la ciudad. Aparqué la bicicleta en la fachada de la librería del señor Luna. La encadené y entré. Necesitaba otro libro. Saludé al señor utilizando la misma fórmula de siempre: Buenas, maestro. Buenas, joven, replicaba él. Concurría a esa librería no tanto por sus precios absurdamente bajos sino más bien por la discreción y tino de su propietario: el señor Luna sabía respetar el límite de confianza que uno tácitamente imponía. Me jodía cuando los libreros se tomaban libertades con sus más asiduos visitantes. Querían saber sus preferencias literarias, musicales, personales. Yo simplemente no soportaba sociabilizar. Me llegaba al pincho hablar en cualquier circunstancia. No había nadie en la librería. El señor Luna leía en una silla. Revisé tranquilamente el tripley de las novedades. Un título capturó mi atención. Lo tomé. Revisé la contraportada. Era ciencia ficción. Me pareció interesante. Habían marcado el precio en la última hoja: tres soles. Me llevo este libro, maestro. Pagué. Luego de bañarme, leí calato sobre el colchón. Era sorprendente: parecía que los libros se hubiesen propuesto recordarme que tenía el VIH. La novela hablaba de la raza humana infectada por una extraña bacteria que la había convertido en una manada de zombies-vampiros. Solo un tipo no se había infectado y era, técnicamente hablando, el último ser humano puro sobre la Tierra. Al cabo de unos minutos, me venció el sueño. Desperté súbitamente a la medianoche. Googleé el conteo de votos de las elecciones americanas. Trump lideraba el marcador. Daniela estaba conectada al Messenger. Le escribí: Mi causa Donald Trump va ganando. Me respondió: Chato, ¿por qué quieres que gane Trump si tú tienes cara de mexicano ilegal?

La reparación salió carísima, pero la cleta quedó como nueva. El técnico, uno de los tres o cuatro tíos que se apostaban en la vereda de la cuadra ocho de Emancipación, se había tomado sus buenos cuarenta y cinco minutos en dejar la bici operativa. Manejé al cuarto. Ahí me esperaba Rosario. Convivía conmigo desde el día anterior, desde el jueves. La encontré viendo videos en su celular. Mis diarios estaban a buen recaudo en la oficina de Jean Carlo y la laptop la tenía contraseñada; no tenía de qué preocuparme. Era rica la idea de vivir bajo un mismo techo, simulando ser marido y mujer, aunque solo fuese por pocos días. Sorry por la demora. Tuve un percance en el camino; se me pinchó una llanta y tuve que tomar un taxi hasta Emancipación. Había un tráfico de mierda. Era mejor mentirle; no añadía nada contándole que me habían atropellado en la Arequipa. Amor -rara vez la llamaba así-, me doy una bañada rápida, recojo a mi hija, la dejo en casa de mi mamá y regreso al toque, ¿sí? Me bajé el short. Me había lavado la pichula en el baño de la oficina. Podía estar sudando en el resto del cuerpo, pero la pinga la tenía limpia y oliendo a jabón. Antes de empezar con todo lo que tengo que hacer, ¿podrías chupármela un ratito, please? Rosario siempre me complacía. Sonrió, como diciéndome te conozco, mañoso. Se acercó, se puso de rodillas y me la chupó. La luz del cuarto estaba prendida. Las cortinas no cubrían mucho. Estábamos a merced de la curiosidad de cualquier sapazo. Rose era una experta chupándome la pinga. Azul, también. Mariana, igual. Karina no se quedaba atrás. Sigue, amor, sigue. Ahhhhhh. Terminé en su boca. Se tragó todita la leche. Ya, báñate rápido y haz tus cosas de una vez; yo te espero aquí. Esta serie en Netflix está bien interesante. Volvió a acostarse en el colchón; el celular en la mano. Me bañé y me vestí al toque. Ya vengo, le dije. Ve con cuidado, respondió. Recogí a mi hija y la dejé en casa de mi mamá. Todo el trámite tomó un par de horas. Cuando regresé, eran casi las doce. Salimos. Caminamos por los alrededores de la Plaza San Martín. Nos metimos en el Yield Bar. Pedimos dos cervezas. Solo hay cervezas chicas, joven. No había problema. Que fueran dos. Heladas, por favor. Bebimos; ella de un vaso, yo del pico. Oye, hoy me pasó algo raro. Siempre pedíamos Pilsen. Tenía un sabor decente. Qué fue, le dije. Cuando me quedé en tu cuarto, alguien entró. Mis ojos se abrieron. Tranquilo, quizá solo me pareció, me calmó. Le pregunté por qué lo decía. Porque estoy segura de que, antes de echarme a dormir, cerré mi bolso. Pero cuando desperté, estaba abierto. Siempre lo dejo cerrado; pase lo que pase. Si quiero sacar una cosita, así la vuelva a guardar en un segundo, cierro el bolso igual. Bueno, yo había estado viendo cosas en el celular y me dio sueño. Me quedé dormida. El bolso lo había dejado sobre tu mesita. Y estoy segura de que, como siempre, lo dejé cerrado. Me desperté dos horas después y quise sacar el rímel de mi bolso. Me levanto a cogerlo y lo encuentro abierto. No del todo abierto, pero abierto como que a la mitad. ¿No habrán fantasmas en tu cuarto? El incidente me dio miedo. No porque hubiera fantasmas; no los había. Solo una persona era capaz de hacer esas pendejadas. Pero ¿cómo? Era mejor no pensar en eso. Y qué tal si esta vez te olvidaste de cerrar el bolso. Seguro tenías tantas ganas de dormir que te olvidaste de cerrarlo. O lo cerraste a medias y no te diste cuenta. Rose bebió de su vaso. Hizo un gesto como de sí, puede ser. ¿Vamos a otro lado? Tengo ganas de bailar, propuso. Me encantaba pasar el tiempo con ella. En los cuatro años que llevábamos juntos, habíamos logrado un entendimiento tácito. La besé. Ella podía ser la mujer de mi vida. En el sexo, nos iba de maravilla. Yo lo disfrutaba bastante. ¿Por qué no estaba con ella, entonces? Porque yo aún creía en la posibilidad de rearmar mi familia, de recuperar a mi hija. Quedaba la chance de la visa H1B. Hasta ese nombre me recordaba al VIH, carajo. Dejé de pensar en tonterías y regresé mi cabeza al presente. Vamos, amor, le dije.

Ese jueves por la tarde, ya a punto de salir de la oficina, llamé a Rosario para confirmar si iría a mi cuarto. Lo confirmó. La vamos a pasar chévere, le dije. Empecé el pedaleo. A la altura de la cuadra diez de la Arequipa, y solo por curiosidad, sintonicé el Paraguay-Perú. El partido se jugaba en Paraguay. No teníamos ninguna chance de ganarlo.  Habíamos perdido contra Chile, en Chile. Ahora los paraguayos nos meterían una tunda. La prensa peruana compartía mi pesimismo. La gente también. No nos equivocamos; a los nueve minutos de iniciado el cotejo, llegó el primero de Paraguay. Un defensor peruano daba por perdido un balón que tenazmente recuperaba un paraguayo, lanzándolo a la periferia del área chica peruana. Uno de sus compañeros la emparaba, daba un pasito, y, ¡pum!, lanzaba un cañonazo que se clavaba en la esquina izquierda del arco peruano. Ya estaba; otra vez Perú fuera del Mundial. El narrador y los comentaristas empezaban a deplorar la falta de actitud de los defensores peruanos. La falta de huevos de toda la vida. Ya estaba harto de esa vaina. Cambié de radio. Puse Doble Nueve. Llegando me esperaba una rica comidita de reconciliación con Rose. Vi con buen humor a esos incautos, acumulados en las vitrinas de los restaurantes y las tiendas, que esperaban una victoria peruana. Llegué al cuarto y me bañé. Me vestí de negro y salí. Caminé hacia la Plaza San Martín, al encuentro de Rosario. Llevé Soy Leyenda, la novela que había comprado el día anterior. Cada página me recordaba que era uno de los tantos huevones sueltos que portaban el VIH y no querían reconocerlo o no les daba la gana de hacerlo. Me aposté en la esquina del Banco de Crédito, al filo de la cuadra ocho del jirón de la Unión. Cuando llegó Rosario, la saludé con un beso en la boca. Era raro que la recibiese en público de ese modo, pero ese día estaba contento. No sabía bien por qué. Seguramente porque empezaríamos unos tres ricos días de convivencia. Fuimos al Beguis, una pollería cerca de la Plaza San Martín, en la ocho de Piérola. A esa pollería acudía con mi esposa y mi hija cuando vivíamos en el edificio de Camaná. Los precios eran bastante cómodos para mi paupérrima economía de entonces. Mi sueldo en VISA apenas alcanzaba para cubrir los gastos básicos de la casa. Gracias a los precios del Beguis, podía sorprender a la familia con unos pollitos a la brasa de tanto en tanto. Fue en esa pollería donde mi bebé, de apenas un añito, se hizo adicta a las papas fritas. A pesar de que la había cagado publicando el capítulo nueve, Rosario se portó con una generosidad que me enamoraba: pidió una parrilla: carne de pollo, de res, chorizos, abundantes papas fritas. Para entonarnos, ordenó dos chilcanos heladitos. Yo pago los tragos, amor, le dije. No podía ser tan conchudo. El Paraguay-Perú había terminado, pero en uno de los televisores del lugar repetían el partido. Ganó Perú, ¿no?, dijo Rosario. ¿Ganó Perú? Nada, iba perdiendo. Seguro los golearon, le respondí. No, me corrigió, ganó cuatro a uno. ¿Qué? Nos demoramos comiendo la parrilla y viendo el partido. Pedimos cuatro chilcanos más. Había ganado Perú y yo me emocionaba con cada gol peruano, hechos todos en el segundo tiempo. Yo solito gritaba los goles. El resto de comensales ya había visto el partido y comentaba en voz baja las incidencias. Salí contento y achispado de la pollería. Perú había perpetrado un milagro y yo estaba a punto de meterle una goleada a Rosario. Le había dicho que trajese el babydoll negro del lunes. Y lo trajo. Me lo enseñó en el restaurante. Pero me castigó en el cuarto. Solo me dejó morderle las tetas y dormir calato a su lado, restregándole el pene baboso en las caderas. Me castigó tal cual lo había prometido hacía varias horas. Todo por culpa de mi puta novela.

Daniel, ayúdame. Era Rosario. Estaba en pánico. Qué fue, qué pasa, me asusté. Acababa de embarcarla en un colectivo. Nos habíamos duchado juntos y vuelto a hacer el amor. La noche del viernes había sido excesiva.

Nos metimos en El Mirador, un bar recientemente inaugurado en una esquina de Quilca con Camaná, al frente del Queirolo. En ese mismo bar, hacía un mes, una gordita machona había intentado ligar con Rosario. Luego de ocupar una mesa, Rosario demoró la mirada en un punto del segundo piso del lugar. No mires, me dijo; pero acabo de ver a un chico con el que me besé una vez en uno de los antros de la universidad.  Mierda, ese tipo de situaciones me interesaba. Me miró, Daniel; está bajando. Eso se ponía bueno. El tipo llevaba en las manos una cerveza y un vaso.  Se nos acercó y nos saludó. Se le aflojó el gesto cuando comprobó que Rosario venía conmigo. Ella nos presentó: Rubén, Daniel; Daniel, Rubén. Nos dimos la mano. El tipo era feo. Si yo era feo; él era el jefe de los feos. No podía creer que Rosario hubiese chapado con un chico así en algún punto de su vida. ¿Habría estado borracha? Era una historia que me tendría que contar llegando al cuarto. Me encantaban las historias de Rosario. Mientras me chupaba la pinga, le pedía que me contase cómo chapó con tal huevón, cómo se la mamó a ese otro, cómo aquel se la metió. Sus relatos conseguían excitarme. El tipo no tenía mucho qué decir, así que, luego de haberle contado a Rosario lo que había sido de su vida, se fue. Nos sentamos a una mesa. Voy a comprar dos cervezas, dijo Rosario. Tardó en regresar. Cuando lo hizo, traía una sonrisa en la cara. Me atendió el mismo dueño del local. Me dijo que era muy bonita y que me regalaba las dos cervezas. Me dio su tarjeta de presentación. La besé en la boca. Daba gusto estar al lado de una mujer que era deseada por otros huevones. Ya estábamos bastante mareados cuando salimos del Mirador y caímos en el Nuclear Bar, un lugar donde ponían heavy metal. No había nadie. Nos fuimos al cuarto. Tiramos desenfrenadamente. Literalmente, hicimos temblar las paredes del cuarto, que eran meros tabiques de madera reforzados con algo de cemento. Cachetéame, carajo, hazme tu puta. El alcohol nos había desaforado. La tenía clavada: yo encima; ella debajo. Pégame en la cara, estúpido, insistió. La primera cachetada no fue tan fuerte como la segunda; mi mano quedó marcada en su cara. Ella se quedó quieta unos segundos, la cara volteada a un lado. De pronto, me miró y con una voz queda y rasposa me dijo: más despacio, idiota. Me pidió que continuara penetrándola. Sigue, sigue, no te detengas.

¡Dónde estás, Rosario! ¡Dónde estás! Se oían forcejeos. La voz de un hombre. Luego de dos, tres hombres. La cagada. La quieren violar, pensé ¡Rosario!, grité. Los forcejeos continuaban. No sabía cómo ayudarla. No me había fijado en el número de la placa del colectivo que la llevó. Tampoco recordaba la cara del conductor, ni el color ni la marca del auto. Solo tenía la voz de Rosario en el celular. Se me ocurrió prestar atención a lo que iba registrando el teléfono; podía obtener algún dato de su paradero. Hacía menos de cinco minutos que la había dejado abordando el colectivo. Suéltenme, suéltenme, se desgañitaba Rosario, angustiada, desesperada, aterrada. De pronto, ¡pac!; un golpe seco. Luego, bocinazos, autos que corrían veloces. Una voz que se acercaba. Amiga ¿estás bien? La voz de Rosario, como a lo lejos: Sí, estoy bien. La otra voz, ya cerca. Una voz de hombre: Aquí está tu celular amiga. Ahora las voces se oían con claridad. Amiga, haz tu denuncia aquí no más en la comisaría de España. Era el dato que necesitaba. Corrí hacia la avenida España. Corrí con todas mis fuerzas. Luego de un trecho, me detuve a oír lo que se decía en el celular. ¿Daniel? ¿Rose? Ufff; sentí un gran alivio. Daniel, ven, por favor; estoy aquí, cerca del Real Plaza. Sus palabras estaban inundadas de lágrimas. Ya estoy cerca. Ya voy. La vi paradita en la esquina de España con Wilson, en la vereda, al lado de un puesto de periódicos. Sus ojitos aún no asimilaban el terror que acababan de experimentar. La abracé fuerte. Se derrumbó en mis brazos.