Del lunes 07 al domingo 13 de noviembre del
2016
Una vez, en la noche medieval, el vampiro
había sido muy poderoso, y enormemente temido. Se lo había considerado anatema,
y todavía lo era. La sociedad lo perseguía sin descanso. Pero ¿son sus
necesidades más sorprendentes que las necesidades de otros animales y hombres?
¿Son sus actos más horribles que los actos del padre que secó el espíritu de su
hijo? Puede que el vampiro tenga un ritmo cardíaco más rápido y el pelo
revuelto. Pero ¿es peor que el padre que dio a la sociedad un hijo neurótico
que se convirtió en político? ¿Es peor que el fabricante que creó una fundación
con el dinero que hizo vendiendo bombas y cañones a nacionalistas suicidas? ¿Es
peor que el destilador que dio licor adulterado para atontar aún más los
cerebros de aquellos que, sobrios, son incapaces de pensar con propiedad? No,
pido perdón por esta calumnia; ataco la bebida que me alimenta. [...]
Realmente, mira en tu alma, ¿es el vampiro tan malo? Solo bebe sangre.
Richard Matheson – Soy Leyenda
Derrumbada caíste hacia la tierra.
Guillermo Chirinos Cuneo – Cenicienta
Me sentí como
un idiota tirado ahí, en la pista. La llanta de la bicicleta debajo de la rueda
del auto negro que acababa de golpearme. Intenté levantarme. Tenía los brazos adoloridos.
El auto viró sus llantas hacia la derecha -los rayos de la bicicleta se
estremecieron- y aceleró, metiéndose en Risso. Los curiosos intentaron
acumularse a mi alrededor. Me puse rojo; me abochornaba ser el blanco de sus
lástimas. Superando las dolencias, me levanté y recogí la bicicleta. Me
apresuré en llegar a la vereda más próxima. Los curiosos no tuvieron más
alternativa que disolverse. A salvo del tráfico y los fisgones, examiné la
bicicleta; la parte delantera -el timón incluido- había quedado inservible. Parado
en esa vereda, el shortcito ajustado, el polo sudado, el casco desencajado, la
bicicleta destruida, me sentí ridículo. Había tenido la anuencia del semáforo,
así que me atreví a salvar el trecho de pista que me separaba del siguiente
tramo de ciclovía, pero olvidé que, en esta ciudad, los conductores no
respetaban a nada ni a nadie. Mientras surcaba los aires, y el auto devoraba la
bicicleta, pensé: Chucha, estoy volando. Voy
a morir como un perro cuando caiga al suelo. Era de noche. La oscuridad ayudaba
a encubrir mi cara de huevón. No todos los curiosos se marcharon; uno pervivió.
Se me acercó y evaluó los daños, como si fuera un experto. Mínimo, le hubieras sacado cien lucas, ah, concluyó. Sí, claro,
conchatumadre. Al rato, se largó. Le gustaba el espectáculo. Eché de menos el
celular. Ufff, lo tenía en la mochila. Miré la hora. Las siete y algo. Era
viernes. El recoger a mi hija para dejarla con su abuela tendría que retrasarse
ligeramente. La salida con Rose, también; pero ella estaba en mi cuarto desde
el jueves, así que no habría problema. Tenía a la bicicleta, hecha mierda,
cogida del pescuezo. Al fin, un taxi de las dimensiones adecuadas se ofreció a
llevarnos a la cuadra ocho de Emancipación, centro bicicletero de la ciudad. Ya
en el taxi, recordé la vez en la que un auto rojo casi me mató en Chorrillos. Había
sido enteramente mi culpa, pero quise endilgársela a mi esposa. Aún vivíamos en
el departamento del que me botó unos días después. Reparé en una casualidad: en
esta y en esa ocasión, escuchaba la misma canción de moda en Doble Nueve: This
Girl, de Cookin’ On Three Burners. Ni más
la vuelvo a escuchar, decidí.
Rosario siempre me sorprendía. Ese lunes,
llegó directamente al cuarto. Tuve miedo, pero me convencí de que no podía estar
infectado con el VIH. Yo siempre me ponía condón con las putas. No recordaba alguna
excepción. Esto te va a gustar; me la
acabo de comprar recién. Cerré la puerta del cuarto. ¿Qué es?, le pregunté, mirándole el culo que le lamería en unas
horas. Sacó de su bolso una bata negra traslúcida. Se me paró la pinga. Excelente, amor. ¿Te parece si compro un par
de chelitas mientras te pones la batita? Cuando llegue, quiero encontrarte
lista. A la mañana siguiente, tendría una reunión con el decano de la UNI. Ahora,
sí había electricidad en el laboratorio y el ventilador que le habían comprado
a Jean Carlo estaba listo para arrancar. El tipo quería que certificara la
puesta en marcha. Igual, compré las cervezas. Cuando la ocasión demandaba
chelas, se compraban las chelas.
Trabajo en casa de mamá. Antes de subir
a la mina, Miguel simuló los modelos que necesitaría para empezar la redacción
de los informes. Tras un par de horas de chamba, pierdo la concentración. Solo
pienso en Rosario, en lo que le pasó. Le doy vueltas al asunto. El bolso que
alguien abrió en mi cuarto. Los hijos de puta que quisieron violarla. Quiero
pensar que no hay nadie detrás de ello, que hay explicaciones plausibles. Saco
Soy Leyenda de mi mochila. Me faltan pocas páginas para terminarla. Cojo una
cerveza de la refri y me tiro en el sofá de la sala. Leo hasta bien entrada la
noche, cuando es hora de llevar a mi hija con su mamá y regresarme al cuarto de
Zepita, donde es muy posible que alguien me esté vigilando desde adentro y desde
afuera.
Manejaba a la oficina. La radio anunció
que Donald Trump era el nuevo presidente de los Estados Unidos, el número
cuarenta y cinco. Había ganado el candidato que mejor me caía. Sus políticas
migratorias serían estrictas. Se decía que cancelaría el sorteo de las visas
H1B, sorteo que me permitiría vivir en los Estados Unidos si lo ganaba en abril
del 2017. Se suponía que el sorteo les facilitaba a las empresas gringas captar
profesionales sobresalientes a cambio de distinguidos salarios. Sin embargo,
las transnacionales saturaban las plazas del sorteo para ofrecerles a sus
ganadores, en la práctica, salarios más bajos. Trump revisaría el proceso y lo
cancelaría si así lo llegaba a determinar. A pesar de eso, lo prefería a él que
a Clinton. Si había que anteponer el bien de un país al mío, ni modo. Trump era
más auténtico, sin máscaras; una bestia. Cuando lo vi protagonizar el “Roast”
de Comedy Central, en el 2011, me dije: este
huevón sí que tiene correa. También, ingenio. El “Roast” era un programa en
el que el “homenajeado” era sometido a escuchar sus más cruentas verdades,
todas expuestas por divertidas personalidades; actores, comediantes,
periodistas. Terminado el “rostizamiento”, correspondía que el invitado tomase
la palabra y devolviese a sus rostizadores, también en clave de humor, los brutales
halagos. Snoop Dogg, conocido músico americano, que no escondía su afición a la
marihuana, fue uno de los verdugos de Trump en ese “Roast”. Le dijo cosas como:
“Me gustaría tener la mitad de tu dinero,
pero para eso necesitaría ser una niña de veinte años y tener un abogado
experto en divorcios”; “Puede que no
tenga la mitad de tu plata, pero tengo una pinga que es el doble de la tuya”;
“Me gustaría tirarme a una de tus
exesposas, solo para saber qué se siente venirme en un montón de plata”; “Donald dice que quiere candidatear a la
presidencia y mudarse a la Casa Blanca. ¿Por qué no? No sería la primera vez
que bota a unos negros de su casa -en ese momento, Obama era presidente de
los Estados Unidos”. Al terminar su intervención, Snoop y Trump se fundieron en
un abrazo. Trump mantuvo el espíritu deportivo durante todo el show. Eso era
tolerancia. Yo me preguntaba qué político peruano se atrevería a ser rostizado
de esa manera. Obviamente, ninguno. En cualquier caso, prefería a un garante
como Snoop Dogg que a un acartonado Vargas Llosa apoyando a un impresentable
como Ollanta Humala. En la oficina, recibí una llamada de Rosario. Me dijo que
el viernes no trabajaría. Tenía un asueto. ¿Te
gustaría que vaya a tu cuarto el jueves en la noche y me quede contigo hasta el
sábado? Claro, por supuesto. Enseguida, le lancé mis opiniones sobre la
situación electoral en los Estados Unidos. A Rose podía contarle todas mis
estupideces. Ella me escuchaba con paciencia.
Mi esposa llegó a las cuatro de la
mañana, y no a las once de la noche como había prometido. Eso me empinchó. La
bebe y yo nos desvelamos esperándola. Nos acostamos a las dos. Ya no intenté
llamarla al celular; lo había apagado hacía varias horas. Fue una movida inteligente
de su parte; de haberlo contestado, la hubiera humillado por su
irresponsabilidad. La bebe debía ir al colegio y yo al trabajo. No podía
hacerme cargo de vestirla y darle el desayuno porque debía salir temprano a la oficina,
que me quedaba a dos horas y media en bicicleta. Sentí una llave penetrando en
la cerradura de la puerta del departamento. Eran las cuatro de la mañana. No me
levanté; continué durmiendo al lado de mi hija. A las cinco, chilló la alarma
de mi celular. Me puse la ropa de ciclista y alisté mis cosas. Fui al cuarto de
mi esposa. Hacía tiempo que dormíamos en cuartos separados: ella, en el
matrimonial; yo, en el de mi hija, rodeado de sus muñecas. Allí estaba mi esposa,
cubierta con sus colchas, en pleno sueño. Abrió los ojos al oír mi voz. Le
reproché su comportamiento. Me dijo que no la jodiera, ¿ok?, que en unos minutos se levantaría y se haría cargo de la
bebe. Le señalé que, por su culpa, manejaría desvelado al trabajo. Si me pasa algo, será tu responsabilidad.
Eso era mentira. Había dormido poco, pero había descansado bien. Si algo me
pasaba en el camino, la culpa sería solo mía. Sin embargo, necesitaba ensuciarle
la conciencia, hacerle saber que por haberse largado con Dios sabía quién
-luego descubriría que había estado con Melina- la bebe podía quedarse sin
papá. No me jodas, Daniel. Vete de una
vez. Había perdido minutos valiosos vomitándole las quejas a mi esposa. Era
tarde. Tendría que pedalear con más rapidez. Para acelerarme, puse en el
celular el Dookie de Green Day. Hice un alto en el parque de la avenida Ricardo
Palma, en Miraflores, para cambiar de música y ver la hora. Había recuperado
los minutos perdidos gracias al ritmo acelerado del punk. Sintonicé Doble
Nueve. Continué corriendo. Al llegar a la avenida Escuela Militar, trepé en la
acera. Unos metros después, me topé con el poste de luz de siempre, el poste que
algún genio colocó en medio de esa acera. En esta ocasión, no desaceleré,
continué de largo, confié en mi equilibrio, en mi precisión. Escuchaba This
Girl, de Cookin’ On Three Burners. En el último segundo, dudé, las manos me
temblaron, y el extremo del manubrio pegó contra el poste. La bicicleta se
desestabilizó y caí con ella a la pista. El impacto fue tremendo; la altura
entre el nivel de la vereda y el de la pista era de treinta centímetros. El
golpazo me separó de la bicicleta. Aún confundido por lo que acababa de
pasarme, sentado en esa pista rugosa, levanté la mirada y vi a un auto rojo aproximándose
hacia mí. Lo tenía a escasos metros. Se me apareció, entonces, la carita de mi
hija. Pensé: Así acaba todo. No era
la culpa del conductor; yo me había interpuesto sorpresivamente en su camino.
No tuvo tiempo de frenar. Se detuvo diez metros después de haberme golpeado. Sentí
como si me hubiesen colocado un puñetazo. Pero seguía vivo. No podía creerlo.
No sangré. Tampoco se me hinchó la cara. Nada. El conductor era un tipo de mi
edad; quizá más joven. Bajó del auto y corrió hacia mí. Me preguntó si estaba
bien. Le dije que sí. ¿Quieres que te
lleve a alguna clínica? Se le veía preocupado. Era blancón y tenía un esbozo
de barba que le disimulaba los cachetes. No,
gracias, le dije, tengo que llegar a
mi trabajo. Me ayudó a parar la bicicleta. ¿Estás seguro? La pusimos encima de la vereda, ya alejada del
obstáculo que me había mandado al suelo. Sí,
gracias, le dije, realmente conmovido por su amabilidad. Los carros desfilaban
veloces en el carril paralelo. La llanta delantera de la bici había quedado
algo chueca; el timbre, destrozado. Increíblemente, aún podía manejarla. El joven
volvió a su auto y continuó con su vida. Yo estaba a quince minutos del
trabajo. A dos cuadras de la oficina de Jean Carlo, había un local de
reparación de bicicletas. Se llamaba La Clínica De La Bicicleta. Conduje hasta
ese lugar. La llanta de adelante rozaba el freno al girar. Para avanzar, tenía
que esforzarme en el pedaleo. El propietario de la Clínica evaluó mi bicicleta.
Dejarla completamente operativa me costaría cincuenta soles. El precio incluía
un timbre nuevo. Le indiqué que pasaría por la bicicleta en un par de horas. No hay problema, flaco, dijo el
propietario. Caminé hasta la oficina de Jean Carlo. Era un milagro que estuviese
vivo.
Cuando publiqué el capítulo nueve, supe que
Rosario no tardaría en demandarme explicaciones. Y así fue. No era para menos. El
capítulo detallaba la primera visita de Karina a mi cuarto; una visita que,
como era obvio, no se limitó a un abrazo entre amigos. Rosario gritaba y
lloraba por el teléfono. Se había refugiado en el baño de su trabajo para explotar
sin que nadie la sintiese. Me increpaba el haber metido a Karina en mi cuarto y
el que le hubiera zampado la pichula. No le negué haberla visto, pero sí haber
tirado con ella. Preferí no ser tan cínico esta vez. Le dije que Karina conoció
mi cuarto por fuera; no entró porque alegó no tener tiempo. Justo cuando
terminaba de pronunciar la palabra “tiempo”, me di cuenta de que la había cagado
aún más. Sentí el vendaval lacrimoso de Rosario tronándome las orejas: Maldito, o sea que no entraron porque ella
no tenía tiempo no porque TÚ no querías. Eres un desgraciado, Daniel. Eres un
maldito conmigo. No paraba de llorar. Yo estaba en la oficina. Había unas
chambitas por cumplir en la laptop. Tecleaba con una sola mano; con la otra, sostenía
los gritos de Rosario. La comunicación se prolongó por varios minutos; minutos
que apaciguaron sus ánimos. Le propuse que me invitara un pollito en la noche,
que luego fuéramos a mi cuarto a conversar mejor. Total, ese era el plan
original que ella había sugerido el miércoles a raíz del asueto que tendría el
viernes. Habíamos tirado demasiado rico el lunes como para arruinarlo todo por una
estúpida novela. Ese lunes jugamos a que éramos vecinos. Ella me tocaba la
puerta. Yo le abría y la encontraba en ese babydoll negro. Ella me decía que su
marido estaba de viaje y que le daba miedo dormir sola. Como buen vecino, la
invitaba a pasar. Le advertía que dormía calato. No hay problema, respondía,
tendiéndose en la cama, metiéndose debajo de la colcha, pegando su cuerpo al
mío. Luego, me decía que tenía ganas de probar un pene; su esposo siempre le
daba el suyo antes de dormir. Sírvete, le decía yo. Está bien, Daniel; espérame en la Plaza San Martín. Al término de
la llamada, me sentí menos culpable. Había logrado convencerla de que la novela
era una burda mentira. Ella había revisado mi diario una vez. No me quedaba
claro qué tanto había visto. Pero siempre que me lo mencionaba, le decía que
sí, que yo llevaba un registro de mis actividades para que mis historias
tuvieran una base. Nada más. El resto era una sarta de invenciones. Rose, mi vida no es interesante. Tengo que mentir para que las historias lo sean.
Muchas cosas que cuento no han pasado. Tú me conoces. Luego de reírse
condescendientemente, amenazó con castigarme en la noche. Y lo hizo; fue un
castigo tenerla en mi colchón, desnuda, nuevamente con el babydoll, y no poder
hacerle nada.
Ese día fugué de la oficina a las seis
en punto y llegué a Quilca a las siete y cuarenta y cinco. Me había convertido
en el ciclista más veloz de la ciudad. Aparqué la bicicleta en la fachada de la
librería del señor Luna. La encadené y entré. Necesitaba otro libro. Saludé al
señor utilizando la misma fórmula de siempre: Buenas, maestro. Buenas,
joven, replicaba él. Concurría a esa librería no tanto por sus precios absurdamente
bajos sino más bien por la discreción y tino de su propietario: el señor Luna
sabía respetar el límite de confianza que uno tácitamente imponía. Me jodía cuando
los libreros se tomaban libertades con sus más asiduos visitantes. Querían
saber sus preferencias literarias, musicales, personales. Yo simplemente no
soportaba sociabilizar. Me llegaba al pincho hablar en cualquier circunstancia.
No había nadie en la librería. El señor Luna leía en una silla. Revisé tranquilamente
el tripley de las novedades. Un título capturó mi atención. Lo tomé. Revisé la
contraportada. Era ciencia ficción. Me pareció interesante. Habían marcado el
precio en la última hoja: tres soles. Me
llevo este libro, maestro. Pagué. Luego de bañarme, leí calato sobre el colchón.
Era sorprendente: parecía que los libros se hubiesen propuesto recordarme que tenía
el VIH. La novela hablaba de la raza humana infectada por una extraña bacteria
que la había convertido en una manada de zombies-vampiros. Solo un tipo no se había
infectado y era, técnicamente hablando, el último ser humano puro sobre la
Tierra. Al cabo de unos minutos, me venció el sueño. Desperté súbitamente a la
medianoche. Googleé el conteo de votos de las elecciones americanas. Trump
lideraba el marcador. Daniela estaba conectada al Messenger. Le escribí: Mi causa Donald Trump va ganando. Me
respondió: Chato, ¿por qué quieres que
gane Trump si tú tienes cara de mexicano ilegal?
La reparación salió carísima, pero la
cleta quedó como nueva. El técnico, uno de los tres o cuatro tíos que se
apostaban en la vereda de la cuadra ocho de Emancipación, se había tomado sus
buenos cuarenta y cinco minutos en dejar la bici operativa. Manejé al cuarto.
Ahí me esperaba Rosario. Convivía conmigo desde el día anterior, desde el
jueves. La encontré viendo videos en su celular. Mis diarios estaban a buen
recaudo en la oficina de Jean Carlo y la laptop la tenía contraseñada; no tenía
de qué preocuparme. Era rica la idea de vivir bajo un mismo techo, simulando
ser marido y mujer, aunque solo fuese por pocos días. Sorry por la demora. Tuve un percance en el camino; se me pinchó una
llanta y tuve que tomar un taxi hasta Emancipación. Había un tráfico de mierda.
Era mejor mentirle; no añadía nada contándole que me habían atropellado en la
Arequipa. Amor -rara vez la llamaba
así-, me doy una bañada rápida, recojo a
mi hija, la dejo en casa de mi mamá y regreso al toque, ¿sí? Me bajé el
short. Me había lavado la pichula en el baño de la oficina. Podía estar sudando
en el resto del cuerpo, pero la pinga la tenía limpia y oliendo a jabón. Antes de empezar con todo lo que tengo que
hacer, ¿podrías chupármela un ratito, please? Rosario siempre me complacía.
Sonrió, como diciéndome te conozco,
mañoso. Se acercó, se puso de rodillas y me la chupó. La luz del cuarto
estaba prendida. Las cortinas no cubrían mucho. Estábamos a merced de la
curiosidad de cualquier sapazo. Rose era una experta chupándome la pinga. Azul,
también. Mariana, igual. Karina no se quedaba atrás. Sigue, amor, sigue. Ahhhhhh. Terminé en su boca. Se tragó todita la
leche. Ya, báñate rápido y haz tus cosas
de una vez; yo te espero aquí. Esta serie en Netflix está bien interesante.
Volvió a acostarse en el colchón; el celular en la mano. Me bañé y me vestí al
toque. Ya vengo, le dije. Ve con cuidado, respondió. Recogí a mi
hija y la dejé en casa de mi mamá. Todo el trámite tomó un par de horas. Cuando
regresé, eran casi las doce. Salimos. Caminamos por los alrededores de la Plaza
San Martín. Nos metimos en el Yield Bar. Pedimos dos cervezas. Solo hay cervezas chicas, joven. No
había problema. Que fueran dos. Heladas,
por favor. Bebimos; ella de un vaso, yo del pico. Oye, hoy me pasó algo raro. Siempre pedíamos Pilsen. Tenía un sabor
decente. Qué fue, le dije. Cuando me quedé en tu cuarto, alguien entró.
Mis ojos se abrieron. Tranquilo, quizá
solo me pareció, me calmó. Le pregunté por qué lo decía. Porque estoy segura de que, antes de echarme
a dormir, cerré mi bolso. Pero cuando desperté, estaba abierto. Siempre lo dejo
cerrado; pase lo que pase. Si quiero sacar una cosita, así la vuelva a guardar
en un segundo, cierro el bolso igual. Bueno, yo había estado viendo cosas en el
celular y me dio sueño. Me quedé dormida. El bolso lo había dejado sobre tu
mesita. Y estoy segura de que, como siempre, lo dejé cerrado. Me desperté dos
horas después y quise sacar el rímel de mi bolso. Me levanto a cogerlo y lo encuentro
abierto. No del todo abierto, pero abierto como que a la mitad. ¿No habrán fantasmas
en tu cuarto? El incidente me dio miedo. No porque hubiera fantasmas; no
los había. Solo una persona era capaz de hacer esas pendejadas. Pero ¿cómo? Era
mejor no pensar en eso. Y qué tal si esta
vez te olvidaste de cerrar el bolso. Seguro tenías tantas ganas de dormir que
te olvidaste de cerrarlo. O lo cerraste a medias y no te diste cuenta. Rose
bebió de su vaso. Hizo un gesto como de sí,
puede ser. ¿Vamos a otro lado? Tengo
ganas de bailar, propuso. Me encantaba pasar el tiempo con ella. En los
cuatro años que llevábamos juntos, habíamos logrado un entendimiento tácito. La
besé. Ella podía ser la mujer de mi vida. En el sexo, nos iba de maravilla. Yo lo
disfrutaba bastante. ¿Por qué no estaba con ella, entonces? Porque yo aún creía
en la posibilidad de rearmar mi familia, de recuperar a mi hija. Quedaba la chance
de la visa H1B. Hasta ese nombre me recordaba al VIH, carajo. Dejé de pensar en
tonterías y regresé mi cabeza al presente. Vamos,
amor, le dije.
Ese jueves por la tarde, ya a punto de
salir de la oficina, llamé a Rosario para confirmar si iría a mi cuarto. Lo
confirmó. La vamos a pasar chévere,
le dije. Empecé el pedaleo. A la altura de la cuadra diez de la Arequipa, y
solo por curiosidad, sintonicé el Paraguay-Perú. El partido se jugaba en Paraguay.
No teníamos ninguna chance de ganarlo. Habíamos perdido contra Chile, en Chile. Ahora
los paraguayos nos meterían una tunda. La prensa peruana compartía mi
pesimismo. La gente también. No nos equivocamos; a los nueve minutos de
iniciado el cotejo, llegó el primero de Paraguay. Un defensor peruano daba por
perdido un balón que tenazmente recuperaba un paraguayo, lanzándolo a la periferia
del área chica peruana. Uno de sus compañeros la emparaba, daba un pasito, y, ¡pum!,
lanzaba un cañonazo que se clavaba en la esquina izquierda del arco peruano. Ya
estaba; otra vez Perú fuera del Mundial. El narrador y los comentaristas
empezaban a deplorar la falta de actitud de los defensores peruanos. La falta
de huevos de toda la vida. Ya estaba harto de esa vaina. Cambié de radio. Puse
Doble Nueve. Llegando me esperaba una rica comidita de reconciliación con Rose.
Vi con buen humor a esos incautos, acumulados en las vitrinas de los
restaurantes y las tiendas, que esperaban una victoria peruana. Llegué al
cuarto y me bañé. Me vestí de negro y salí. Caminé hacia la Plaza San Martín,
al encuentro de Rosario. Llevé Soy Leyenda, la novela que había comprado el día
anterior. Cada página me recordaba que era uno de los tantos huevones sueltos
que portaban el VIH y no querían reconocerlo o no les daba la gana de hacerlo. Me
aposté en la esquina del Banco de Crédito, al filo de la cuadra ocho del jirón
de la Unión. Cuando llegó Rosario, la saludé con un beso en la boca. Era raro
que la recibiese en público de ese modo, pero ese día estaba contento. No sabía
bien por qué. Seguramente porque empezaríamos unos tres ricos días de
convivencia. Fuimos al Beguis, una pollería cerca de la Plaza San Martín, en la
ocho de Piérola. A esa pollería acudía con mi esposa y mi hija cuando vivíamos
en el edificio de Camaná. Los precios eran bastante cómodos para mi paupérrima
economía de entonces. Mi sueldo en VISA apenas alcanzaba para cubrir los gastos
básicos de la casa. Gracias a los precios del Beguis, podía sorprender a la
familia con unos pollitos a la brasa de tanto en tanto. Fue en esa pollería
donde mi bebé, de apenas un añito, se hizo adicta a las papas fritas. A pesar
de que la había cagado publicando el capítulo nueve, Rosario se portó con una
generosidad que me enamoraba: pidió una parrilla: carne de pollo, de res,
chorizos, abundantes papas fritas. Para entonarnos, ordenó dos chilcanos
heladitos. Yo pago los tragos, amor,
le dije. No podía ser tan conchudo. El Paraguay-Perú había terminado, pero en
uno de los televisores del lugar repetían el partido. Ganó Perú, ¿no?, dijo Rosario. ¿Ganó
Perú? Nada, iba perdiendo. Seguro los golearon, le respondí. No, me corrigió, ganó cuatro a uno. ¿Qué? Nos demoramos comiendo la parrilla y
viendo el partido. Pedimos cuatro chilcanos más. Había ganado Perú y yo me
emocionaba con cada gol peruano, hechos todos en el segundo tiempo. Yo solito
gritaba los goles. El resto de comensales ya había visto el partido y comentaba
en voz baja las incidencias. Salí contento y achispado de la pollería. Perú
había perpetrado un milagro y yo estaba a punto de meterle una goleada a
Rosario. Le había dicho que trajese el babydoll negro del lunes. Y lo trajo. Me
lo enseñó en el restaurante. Pero me castigó en el cuarto. Solo me dejó
morderle las tetas y dormir calato a su lado, restregándole el pene baboso en las
caderas. Me castigó tal cual lo había prometido hacía varias horas. Todo por culpa
de mi puta novela.
Daniel, ayúdame. Era Rosario. Estaba en
pánico. Qué fue, qué pasa, me asusté.
Acababa de embarcarla en un colectivo. Nos habíamos duchado juntos y vuelto a
hacer el amor. La noche del viernes había sido excesiva.
Nos metimos en El Mirador, un bar
recientemente inaugurado en una esquina de Quilca con Camaná, al frente del
Queirolo. En ese mismo bar, hacía un mes, una gordita machona había intentado
ligar con Rosario. Luego de ocupar una mesa, Rosario demoró la mirada en un
punto del segundo piso del lugar. No
mires, me dijo; pero acabo de ver a
un chico con el que me besé una vez en uno de los antros de la universidad.
Mierda, ese tipo de situaciones me
interesaba. Me miró, Daniel; está bajando.
Eso se ponía bueno. El tipo llevaba en las manos una cerveza y un vaso. Se nos acercó y nos saludó. Se le aflojó el
gesto cuando comprobó que Rosario venía conmigo. Ella nos presentó: Rubén, Daniel; Daniel, Rubén. Nos dimos
la mano. El tipo era feo. Si yo era feo; él era el jefe de los feos. No podía
creer que Rosario hubiese chapado con un chico así en algún punto de su vida. ¿Habría
estado borracha? Era una historia que me tendría que contar llegando al cuarto.
Me encantaban las historias de Rosario. Mientras me chupaba la pinga, le pedía
que me contase cómo chapó con tal huevón, cómo se la mamó a ese otro, cómo
aquel se la metió. Sus relatos conseguían excitarme. El tipo no tenía mucho qué
decir, así que, luego de haberle contado a Rosario lo que había sido de su
vida, se fue. Nos sentamos a una mesa. Voy
a comprar dos cervezas, dijo Rosario. Tardó en regresar. Cuando lo hizo,
traía una sonrisa en la cara. Me atendió
el mismo dueño del local. Me dijo que era muy bonita y que me regalaba las dos
cervezas. Me dio su tarjeta de
presentación. La besé en la boca. Daba gusto estar al lado de una mujer que
era deseada por otros huevones. Ya estábamos bastante mareados cuando salimos
del Mirador y caímos en el Nuclear Bar, un lugar donde ponían heavy metal. No
había nadie. Nos fuimos al cuarto. Tiramos desenfrenadamente. Literalmente, hicimos
temblar las paredes del cuarto, que eran meros tabiques de madera reforzados
con algo de cemento. Cachetéame, carajo,
hazme tu puta. El alcohol nos había desaforado. La tenía clavada: yo encima;
ella debajo. Pégame en la cara, estúpido,
insistió. La primera cachetada no fue tan fuerte como la segunda; mi mano quedó
marcada en su cara. Ella se quedó quieta unos segundos, la cara volteada a un
lado. De pronto, me miró y con una voz queda y rasposa me dijo: más despacio, idiota. Me pidió que
continuara penetrándola. Sigue, sigue, no
te detengas.
¡Dónde estás,
Rosario! ¡Dónde estás! Se
oían forcejeos. La voz de un hombre. Luego de dos, tres hombres. La cagada. La quieren violar, pensé ¡Rosario!, grité. Los forcejeos continuaban.
No sabía cómo ayudarla. No me había fijado en el número de la placa del colectivo
que la llevó. Tampoco recordaba la cara del conductor, ni el color ni la marca
del auto. Solo tenía la voz de Rosario en el celular. Se me ocurrió prestar
atención a lo que iba registrando el teléfono; podía obtener algún dato de su
paradero. Hacía menos de cinco minutos que la había dejado abordando el
colectivo. Suéltenme, suéltenme, se
desgañitaba Rosario, angustiada, desesperada, aterrada. De pronto, ¡pac!; un golpe seco. Luego, bocinazos,
autos que corrían veloces. Una voz que se acercaba. Amiga ¿estás bien? La voz de Rosario, como a lo lejos: Sí, estoy bien. La otra voz, ya cerca.
Una voz de hombre: Aquí está tu celular
amiga. Ahora las voces se oían con claridad. Amiga, haz tu denuncia aquí no más en la comisaría de España. Era
el dato que necesitaba. Corrí hacia la avenida España. Corrí con todas mis
fuerzas. Luego de un trecho, me detuve a oír lo que se decía en el celular. ¿Daniel? ¿Rose? Ufff; sentí un gran alivio.
Daniel, ven, por favor; estoy aquí, cerca
del Real Plaza. Sus palabras estaban inundadas de lágrimas. Ya estoy cerca. Ya voy. La vi paradita
en la esquina de España con Wilson, en la vereda, al lado de un puesto de
periódicos. Sus ojitos aún no asimilaban el terror que acababan de experimentar.
La abracé fuerte. Se derrumbó en mis brazos.