jueves, 3 de diciembre de 2020

Un País Feliz. Una Presidente Transexual en el Perú - Capítulo 7 (Novela de Daniel Gutiérrez Híjar)

 

Allí donde huele a mierda, huele a ser.

Antonin Artoud

 

Luego de ir y venir por Peñaloza hasta cuatro veces (esperando en vano a que apareciese una trava más rica que mi chinita Jazmín, por aquello de que en la variedad está el gusto), me digo hasta aquí, no más y me lanzo a cambiar de vereda para alquilar los servicios de mi consentida, la única gran opción en esta noche de viernes.

Apenas pongo un pie en la pista, siento una mano gruesa que me sujeta del brazo y me devuelve a la vereda. La cagada, pienso, ya perdí; me van a robar.

Le veo la cara al dueño de la mano y resulta que se trata del legendario escritor americano Charles Bukowski, fallecido en California el 9 de marzo de 1994, hace veinticinco años.

¿Zepita?, me dice.

¿Qué?, tartamudeo.

¿Eres Zepita?

No, le digo, me llamo Daniel.

Carajo, ¿no eres acaso el ingeniero de minas que escribió una novela sobre caches, borracheras y tatuajes?

Sí, pero

Entonces, eres tú, pes, huevón.

Claro, le digo.

Solo tú puedes ayudarme; ¿conoces a los Poetas del Asfalto?

¿Cómo?

¿Estoy hablando en español o qué chucha?

¿Cómo?, vuelvo a tartamudear.

¿Solo sabes decir “cómo”, conchatumadre?

¿Qué?

Ahora cambiaste a “qué”, huevón. Ni cagando puede ser verdad todo lo que escribiste en tu novela; eres demasiado pavo como para haberte acostado con tantas hembras.

Ya, ya, sí, sí; sí conozco a los Poetas del Asfalto, le digo, cansado de que me putee tan gratuitamente.

Perfecto. Llévame con esos huevones, me dice.

No tengo idea de dónde encontrar a los Poetas a estas horas, pero prefiero guardarme la incógnita y evitar así otra andanada de insultos. Me limito a preguntarle por el motivo de su pedido.

Porque quiero sacarle la mierda a Richi LakraQuiero ponerle fin a sus días hoy mismo. Ya mucha huevada con ese cojudo.

***

Estamos en una de las esquinas que hace la Plaza Dos de Mayo con la avenida Alfonso Ugarte, al pie de una carretilla de comida callejera. Bukowski se cagaba de hambre. Necesitaba fuerzas para acometer exitosamente su tarea, aunque el reventar a Richi Lakra no requiriese mayor consumo de energías. Entonces, le invité unos anticuchos.

Qué rica esta huevada, dice, mordiendo sin piedad los pedazos de carne. Se llaman anticuchos, ¿no?

, le digo. ¿No te gusta el ají?

¿Qué cosa es ají?

Esto, le digo; es como el chile mexicano.

No, nada, huevón. Me llega al pincho la comida mexicana. Además, el picante me revienta las llagas del ano.

Me quedo callado. Las dos o tres personas que también comen de esta carretilla miran de soslayo a mi acompañante. Bukowski tiene la piel blanquísima y el cabello muy rubio. Su rostro es duro, tosco, muy parecido al del “Puma” Carranza. Come los anticuchos sin refinamiento alguno, haciendo un ruido asqueroso. La señora anticuchera nos alcanza los vasitos de chicha helada. Pruebo de mi vaso y detecto las clamorosas ausencias del azúcar, el limón y el maíz.  

Pa’la mierda. Qué fea esta huevada, dice Bukowski tras probar su bebida. La escupe furibundamente hacia un lado. La anticuchera, ensordecida por el chisporroteo de los corazones que tiene delante, no se percata del desaire.  

La chicha rechazada por el escritor se estrella contra los pantalones de un joven que come y conversa con otro.

Putamadre, quién chucha me ha escupido, se exalta el tipo, pellizcando un pliegue del pantalón y sacudiéndolo, en un afán mecánico e inútil por ventilar y desaparecer la mancha.

Bukowski gira el cuerpo para encarar al joven. Este repara en el gigante que tiene enfrente, una bestia de casi dos metros de alto con una mirada asesina, desquiciada. Entonces, su queja se convierte en un murmullo que se apaga por completo mientras se aleja de la carretilla junto a su amigo.

¿Puedo pedir más?, me dice Bukowski.

Claro, le digo.

Pide dos porciones más y desaparecen al instante.

¿Qué tal?

De la putamadre; muy buenos los anticuchos, dice, chupándose los dedos.

Saco un billete de cincuenta soles y se los extiendo a la dependienta. Quédese con el vuelto, seño.

Ah, carajo, exclama Bukowski; o sea que tienes plata. Paga bien la minería, ¿no?

Hay que ahorrar siempre, le digo y caminamos hacia Piérola.

Esta es la callecita donde te encontré, ¿no?, me dice Bukowski.

Sí, es el jirón Peñaloza.

¿Y esas chicas?

¿Has leído mi novela?

Yo no. Richi Lakra sí. Por ese pendejo llegué a ti.

Me quedo con más preguntas que respuestas.

Bueno, entonces sabrás que lo que hay en este jirón son

¡Mira, mira, huevón!, me interrumpe, entusiasmado. ¡Qué tales culos, carajo! Saca una libreta y un bolígrafo del bolsillo de su guayabera y empieza a tomar notas. De aquí, puede salir un buen cuento, reflexiona, los ojos yendo y viniendo de los travestis hacia la minúscula letra que garabatea.

Ya, huevón, me dice. Ahora es tu oportunidad de continuar con tu generosidad; invítame un polvo.

Mientras lo veo devolver la libreta y el bolígrafo al bolsillo, me pregunto cómo sabe y domina tanta jerga peruana. ¿Por qué habla español? Intento advertirle una vez más que los culos que está apreciando son de travestis y no de mujeres propiamente dichas. Cualquiera que haya leído a Bukowski sabrá que le gustaban las hembras de verdad, y que despreciaba al hombre amanerado, al suave, al delicado. Bukowski era feo, recio; un lomo plateado de pecho peludo y fisonomía de leñador.  

Pero ellas no son…

Calla, huevón. Tengo que probar esos culos. Potos así no eran comunes en los años cuarenta. La puta que me caché a los dieciocho años era una ballena. Pero mira a estas putas. Estos sí que son cuerpos.

Bueno, y ¿a cuál eliges?

A la tercera, contando desde aquí.



Ha elegido a mi Jazmín, la mejor trava de la cuadra. Su piel blanca brilla en la penumbra de esta angosta calle. Su cabello nigérrimo cae en cascada por sobre uno de sus hombros, dejándose acariciar por la fresca brisa.  

Vamos, entonces.

Cuál “vamos”, huevón; yo voy solito. Solo dame la plata y ya vengo. Espérame aquí.

Le doy cincuenta soles. En la billetera, tengo cuatro billetes más de la misma denominación. Esto te cubre la chica y el hotel, le digo.  

¿Cuánto es esto en dólares?, me dice, examinando el billete.

Quince, más o menos.

¿Quince dólares? ¿Tan baratas son las putas en este lugar? Debí haber nacido aquí, carajo.

Se aleja y va hacia Jazmín. Camina como un gorila, medio encorvado, balanceándose de un lado para el otro. Lo veo hablar con Jazmín. Ella se descubre los senos y Bukowski los toca y se los besa. Las tetas vuelven a cubrirse y el escritor y la trava ingresan al Malka Masi. Aguardo en mi ubicación. Estoy seguro de que no transcurrirá mucho tiempo para que el escritor se dé cuenta de que se está yendo a la cama con un hombre siliconeado.

Van ya treinta minutos y Bukowski no ha salido del hotel como me había imaginado: agarrando a patadas a Jazmín por el engaño. Hace un poco de frío. Me fijo en la hora del celular. Es algo tarde. Dudo que encontremos a los Poetas del Asfalto. Pero si tenemos suerte, los hallaremos sentados en alguna de las veredas de la cuadra dos del jirón Quilca, escanciando el contenido de un botellón de trago barato.

Unos minutos más tarde, aparece Bukowski. Bajo el umbral del Malka Masi, les da una palmada a sus pantalones caqui; inveterada manía de viejo por mantener el buen aspecto de la indumentaria. Mira hacia donde estoy, me reconoce, y se acerca.

Vamos, chibolo; ahora sí estoy listo para sacarle la mierda a Richi Lakra.

Caminamos por Piérola. Este gorila alto y blanco que va a mi lado es un imán que atrae las miradas de la poca gente que deambula por el Centro.

¿No tienes un pucho?

No, le digo, pero ahorita te compro una cajetilla

Hay una tienda justo en la esquina de Piérola con Tacna. ¿Qué marca te gusta?

Mangalore, me dice.

No existe esa marca aquí en Perú, le digo.

Entonces cualquiera, pero que sea fuerte, muy fuerte.

Entro al local y compro los cigarros más fuertes que encuentro. Supongo que el tío no lleva consigo un encendedor, así que también compro uno.

Cuando salgo, lo veo conversando con un loco. Me ve y termina su charla. Le da unas palmadas al loco y se me acerca.

¿Y?

Compré estos.

¿A ver? Abre la cajetilla y saca un cigarro. Se da cuenta de que no tiene con qué prenderlo, así que me anticipo y le muestro el encendedor. Me agradece con la mirada. Acerca la llama a la punta del pucho. Entonces, veo un pelo colgando cerca de su boca. No es un pelo rubio. O sea, no es de él. Tampoco es un pelo; es un pendejo, un vello púbico. Y es negro.

Prefiero no decirle nada. El pelo se desprenderá en algún momento; quizá cuando le esté sacando la mierda a Richi Lakra.

***

Richi Lakra, las manos hundidas en los bolsillos de su rotoso pantalón, le da vueltas a la Plaza San Martín, considerando la cada vez más acuciante idea de quitarse la vida ese mismo día.

Nació en Lima en 1958. Lo bautizaron como Ricardo Vega. Es comunista a ultranza. No se sabe mucho de sus primeros años; solo que estudió en el Guadalupe, donde organizó una revuelta que terminó con el maestro de Economía acuchillado en la ingle.

Trabajó en esto y aquello luego de terminada la escuela. Un tío le consiguió un puesto de vigilante en las oficinas de una minera en Lima. Cuando la mayoría de peruanos se moría de hambre en los últimos años de la década de 1980, Ricardo vivía con relativa comodidad gracias a los ingresos constantes y siempre puntuales de la mina.

A pesar de su dejadez, dirían algunos, la única actividad a la que siempre le tuvo cariño fue a la lectura. Leía cuando y cuanto podía. Prefería la literatura de Kafka. Hasta que conoció la de Bukowski. Entonces, empezó a considerar el hecho de abandonar su trabajo y zambullirse en la escritura. Sus primeros intentos literarios se refugiaron en los tachos de basura de la oficina de la mina. Los ahorros que se acumulaban debajo de su colchón lo iban armando de la seguridad que necesitaba para dejar de una vez por todas el empleo minero y dedicarse de lleno a su nuevo oficio.

En uno de sus vagabundeos por el Centro, descubrió el embrión de la escena rockera subterránea limeña; la escena “jándegraun”, como suele referirse a ella. Fue parte pivotante de esa escena, diríase que casi la fundó. De todas las bandas que berreaban semana tras semana en conciertos que eran poco menos que clandestinos, una lo impresionó. Se hizo amigo de los integrantes, muchachos a los que les llevaba en edad quince o veinte años.

Luego de varios ensayos, terminó su primer poema. Se lo mostró y regaló al líder de la banda, quien no dudó en musicalizarlo, convirtiéndolo en otro éxito del circuito rockero “jándegraun”. Así, Ricardo sintió recompensado su numen poético y consideró que aún podía ofrecer más. Ese poema era la potencial semilla de un frondoso árbol lírico. Conmovido por el ímpetu de sus jóvenes ídolos rockeros, decidió producirles un disco; un cassette, para ser más exactos. La minera lo distraía de su pasión por la poesía y de su nueva actividad como productor musical. Cierto día, revisó el dinero ahorrado y, entusiasmado por las perspectivas artísticas que vislumbraba en su futuro y por los gordos fajos de billetes, renunció a la minera. Todos sus ahorros los invirtió en la grabación del primer cassette de la banda. Se empleó la última tecnología del momento. El 8 de agosto de 1990 tres millares de cassettes aguardaban en las tiendas, listos para ser arramblados por los entusiastas fanáticos de la escena “jándegraun” limeña.

Lamentablemente, ese mismo día, el ministro de economía del presidente Alberto Kishimoto anunció la remoción total del encubrimiento engañoso de precios que el gobierno de Adán Galván había instaurado para disimular las altas tasas inflacionarias. Ese mes de agosto, ya con la economía trabajando con cifras reales, se alcanzó una inflación del 400%. Los cassettes producidos por Ricardo se vendieron muy nulamente, ya que la prioridad del fanático “jándegraun” era ahora sobrevivir con las pocas y devaluadas monedas que tenía a su alcance, provenientes en su mayoría de las propinas paternas o de alguno que otro asalto al monedero de la mamá. Richi Lakra (apodo que ya se había ganado Ricardo debido a las actitudes beligerantes que le nacían luego de la ingesta desproporcionada de trago corto) jamás recuperó un centavo de su inversión. Aunque, huelga decirlo, no se había embarcado en la producción musical para conseguir ganancias económicas; lo había hecho por puro amor adolescente al arte.

No hubo ya tío generoso que lo recolocara en la minera. Volvió a vivir de esto y aquello, pero siempre involucrado en la escena subterránea de Lima. Abrazó la ideología comunista y en 1995 fundó el fanzine Poetas del Asfalto, que era un pastiche fotocopiado que reunía las voces de escritores peruanos no reconocidos por el oficialismo literario. Sin embargo, el pilar del fanzine, a quien recurrentemente se le dedicaban poemas, cuentos y ensayos, era el escritor norteamericano Charles Bukowski.

Activista político por vocación y deporte, Ricardo lideró y azuzó innumerables protestas en contra del régimen de Kishimoto. La más fuerte de todas ocurrió cuando el gobernante decidió abrirles las puertas del Perú a las transnacionales. Se dice que, al terminar el primer día de manifestación, los esbirros del gobierno secuestraron a Ricardo para confinarlo en uno de los calabozos del Servicio de Inteligencia. Allí, lo sometieron a toda clase de torturas, no tanto para que revelase los nombres de sus colaboradores, pues su activismo era, al fin y al cabo, inofensivo, sino para que dejase de joder de una buena vez por todas. Se cuenta que le sancocharon las muñecas con sendos cables eléctricos. De ahí que Richi, en esas partes de su cuerpo, siempre use bandas oscuras (con logotipos de bandas punk, por supuesto) para velarle al mundo la resaca de esos tormentos. Los más chismosos y pérfidos aseguran que los matones de Kishimoto le insertaron al poeta asfáltico un palo de escoba por el culo; adobando previamente el objeto (alguna piedad se mostró) con jabón de glicerina. Los esbirros sí que sabían lo que hacían: nadie que desease mantener cierto decoro varonil iba a confesar que le afrentaron el culo de semejante manera. Como digo, nadie sabe muy bien si todo ello ocurrió o fue una historia creada sobre la base de rumores maledicentes. Hay quienes dicen que Ricardo lo cuenta todo cuando está extremadamente borracho, luego de haber desatado su vesánico comportamiento y justo antes de enmudecer; porque sí, cuando Ricardo llega a la cima de su borrachera, no duerme ni pierde el control, pero enmudece; por más esfuerzo que se haga, sus labios permanecen sellados.

***

Ricardo se enamoró y se casó. Tuvo dos hijas. A una la llamo Marina Louise (como la hija de Bukowski) y a la otra Barfly (en español: “borracho”), que fue el nombre de la única película que Bukowski escribió y llegó a ver. La esposa, al principio enamorada, le toleró estas extravagancias. Luego, el prístino cariño se tornó en severo trato al ver que su marido le ponía escaso interés a conseguir el diario sustento, y perdía el tiempo (diríase que con arrobamiento) armando y publicando sus fanzines.   

Los años transcurrieron y Ricardo no volvió a ver la cantidad de dinero que manejó cuando trabajaba para la minera. Pero llegó a componer, eso sí, veinte poemas crudos y contestatarios, escritos íntegramente en verso asonantado, en cuartetas endecasílabas y, a veces, octosílabas. Consideró publicarlos en un próximo número del fanzine. Mientras tanto, los guardó en una caja de zapatos.

Ricardo, junto a su esposa y sus hijas, vivía en la casa de sus suegros en el peligroso cerro El Pino. La generosidad de sus padres políticos se tradujo en un cuartito de franciscanas dimensiones. Richi no pretendía mudarse a otro lugar, pues ello hubiera demando cantidades de dinero que no estaba dispuesto a conseguir si para ello debía tronchar el tiempo que le dedicaba a sus empeños literarios, esfuerzos que, muchas veces, lo mantuvieron alejado de casa. Richi podía perderse una semana entera sin que su familia supiera algo de su paradero. Esto ocurría, generalmente, cuando Richi presentaba un nuevo fanzine. Organizaba el evento en algún bar del Centro de Lima, y las celebraciones se prolongaban por días. En una de esas desapariciones, la mujer de Richi se topó con un fuerte olor que empezaba a apoderarse del cuartito donde vivían. Esforzando el olfato, dio con la fuente de la pestilencia: la caja de zapatos de los poemas de Ricardo. Abrió la caja y halló el cadáver de una rata adolescente encima de los poemas. Los papeles estaban mordisqueados; los poemas de Richi atraían a las ratas. La mujer no lo dudo un segundo e incineró al roedor y a los poemas. Hasta ahí llegaría la carrera literaria de Richi en cuanto a la producción y difusión de su propia literatura. No volvería a escribir un poema más. Sabía que no podría rehacer, ni mucho menos superar, los veinte poemazos que le nacieron en el transcurso de años de pobreza económica y algarabía cultural.

Mi marido es un niño, solía quejarse la mujer de Richi. Se la pasa hablando de tonteras: literatura, poemas, novelas, pero cuando le pido para el diario apenas y me da cinco soles.   

Harta de las tonterías y de las largas ausencias que se permitía luego de publicado un nuevo número del fanzine, lo echó a la calle. Ricardo buscó refugio en casas de amigos, quienes lo toleraron un día, máximo dos. Tras unos meses de vagabundeo, regresó al hogar con la anuencia de su mujer. Fue enviado a otra habitación, más pequeña todavía, usada para arrumbar cachivaches.

Pero el largo éxodo no melló la magnitud de las aficiones de Ricardo; continuó trabajando en actividades muy efímeras y mal pagadas, y volvió a ausentarse de la casa siempre que se presentaba otra entrega del fanzine Poetas del Asfalto. Finalmente, la mujer perdió todo interés en Ricardo. Que haga lo que quiera ese viejo, les explicaba a sus padres, señores muy ancianos y trabajadores.  

***

A Richi Lakra le sacaron la mierda un montón de veces, incluso gente de su círculo más íntimo. Le pegó Cachuca, un famoso cantante de rock popular. Le rompió los lentes el “Chino” Barzola, fotógrafo independiente y colaborador intermitente del fanzine Poetas del Asfalto. Le reventó una botella de cerveza en la cabeza el poeta Domingo de Ramos, quien no le toleró un insulto de grueso empaque.

***

Poetas del Asfalto ahora es Richi Lakra. Sus prístinos colaboradores lo fueron abandonando paulatinamente debido a su carácter intransigente. Ricardo les exigía, como si les pagase o estuviesen obligados a ello, artículos y ensayos, cuentos o poemas que compusieran un número más del fanzine. Ricardo no aceptaba un “no” por respuesta y jodía y jodía y jodía a los colaboradores hasta que le presentaban, ya de muy mala gana, el encargo literario.

De Poetas del Asfalto nacieron otros grupúsculos, con ninguna o escasa influencia o difusión en la gran literatura. Como no podían ser masivos, se ufanaban de que fueran casi clandestinos. Uno de los grupúsculos nacidos de miembros disidentes de Poetas del Asfalto se llamó Poesía Liberada, cuyo líder era el talentoso escritor y poeta Francisco Viale. Pancho, como también es conocido, tiene publicados dos poemarios y cuatro novelas. Viale es un activo promotor cultural; organiza diversas ferias literarias, convocando a libreros y autores para que expongan sus obras al público.

Viale fue miembro de Poetas del Asfalto. Cuando se unió al fanzine, ya tenía dos novelas y un poemario publicados. Las dos novelas eran de muy buena factura y relataban sus peripecias por Europa y los Estados Unidos, donde había vivido y trabajado de lo que pudo. La pelea con Richi ocurrió aquella vez en que, reunidos en la Plaza Francia, bastante alicorados con ron de tres soles, Viale comenzó a contar algunas anécdotas sobre su estada en Van Nuys, California. Sin comerlo ni beberlo, mientras relataba la tercera anécdota de la noche, Richi Lakra lo bañó con el resto de trago que quedaba en el botellón. Putamadre, dijo un Richi enfurecido, te la pasas hablando en contra de los Estados Unidos y el capitalismo, pero cuando estamos con la gente del fanzine no paras de contar tus estúpidas historias sobre los gringos. Bien que te gustaría ser uno de ellos y tener harto billete, maricón. Esas palabras sentenciaron la amistad entre Viale y Lakra. Viale no pudo pegarle en respuesta a la afrenta porque fue sujetado por las tres o cuatro personas que los acompañaban. Algún día te voy a agarrar, viejo maricón, amenazó Viale. Richi abandonó la plaza dando tumbos y hablando solo.   

***

Ahora, Pancho Viale da un discurso frente a un grupo de veinte personas congregadas como parte de una de las jornadas de la feria libresca que él ha organizado. Es una feria de apenas cuatro o cinco stands que parecen haber sobrevivido a un bombardeo. Se respira en el aire un poderoso sentimiento anticapitalista. Coincidentemente, es 16 de agosto, día en que nació Charles Bukowski, símbolo y tótem de los Poetas del Asfalto. Pero, para el grupo de Viale, Poesía Liberada, Bukowski no es más que un escritor chillón y problemático, a quien han manoseado demasiado y, sobre todo, quien le recuerda a Richi Lakra, ese viejo espeso conchasumadre.  

El título del discurso de Viale es “Artista peruano, ¿y dónde está el apoyo del Estado?”

***

Richi ha tenido un último pleito con su señora. Está harta del ocio creativo de su marido. No tolera su presencia un segundo más. Le produce escozor. Va a la cocina, toma un palo de escoba y arremete contra la frágil humanidad de su esposo. Este no tiene tiempo de hacer maletas (tampoco posee alguna) y huye despavorido y adolorido. Todo el día con tu Bukowski, con tu Poetas del Asfalto; ya me tienes harta, dicen los vecinos que ha vociferado la doña.  


Y así hallamos a Richi, dándole vueltas a la Plaza San Martín, solo, decidido a quitarse la vida porque, sí pues, ni su literatura ni sus esfuerzos por difundir la literatura de otros han logrado las cotas que alguna vez anheló.

Recuerda, de pronto, al tipo que propició el derrumbe de los Poetas del Asfalto, el escritor y poeta Pancho Viale. Recuerda también que ese día que lo tiene atribulado, 16 de agosto, nació Bukowski, su ídolo. También recuerda que, según lo que vio en redes sociales, Viale se mandaría con un discurso sobre el artista y el apoyo que recibe del gobierno, como uno de los actos programados de la feria literaria y contestataria que ha organizado: La Feria de Poesía Liberada.  Ricardo se estimula a sí propio. Ya mucho he vivido, piensa. Recuerda que, para el número cien del fanzine, había prometido quitarse la vida, prenderse fuego en un último acto reivindicatorio y poético. Pero, arrugador como él solo, desistió de aquella intentona. Richi piensa: si me voy de este mundo, no lo haré solo. Me voy a prender fuego junto a Pancho Viale. Entonces, deja de darle vueltas a la Plaza San Martín y se enrumba a la cuadra dos del jirón Trujillo, en el Rímac, lugar donde Viale siempre organiza sus ferias contraculturales.

Antes de prendernos fuego, piensa Ricardo en voz alta, voy a desenmascararlo. ¿Por qué se separó de Poetas del Asfalto para formar su grupúsculo de mierda? ¿Que no era la consigna de ser “subte” permanecer unidos, en un solo grupo hasta el final? ¿Por qué crear otro grupo, carajo? Todo esto alguna vez se lo vomitó a Viale, cuando se encontraron en un bar de la ciudad. No duda de que se lo volverá a decir ahora que se lo encuentre en su puto evento.

***

El gobierno no le presta atención al artista peruano. Miren nuestra feria. ¿Acaso ven stands bonitos y lujosos? No. Estos stands hechos con puro triplay y cartón representan nuestro esfuerzo. Nosotros mismos nos hemos encargado de levantar esto. Sí, no serán doscientos stands como en las ferias mafiosas organizadas por el gobierno, pero hemos hecho lo que ha estado a nuestro alcance, sin ningún tipo de financiamiento.

Así es, gente de Poesía Liberada, esta es la triste realidad; el gobierno nunca se acuerda del artista. No nos da un centavo, una pensión. Estamos a la deriva.

¿El gobierno te obligó a que seas artista?, interrumpe Richi Lakra el discurso del líder de Poesía Liberada, el infravalorado poeta y prosador Pancho Viale.

¿Qué dices, viejo pajero?, retruca retóricamente el poeta, porque bien que ha escuchado lo que le ha lanzado el sexagenario.

Nadie te ha obligado a ser artista, repite Richi, acercándose al improvisado estrado.

Oe, fuera de acá, viejo de mierda, no queremos problemas con borrachos.

No estoy borracho.

Se nota de lejos que estás hasta las huevas, viejo de mierda. Además, ¿cuándo no has estado borracho tú, oe, viejo cojudo?

¿Cojudo? Cojudo estás tú para renegar del gobierno y luego pedirle plata como limosnero. Si quieres plata, ponte a trabajar, carajo.

Oe, Richi, ¿tú vienes a hablar de trabajo? ¿Cuándo has trabajado tú, oe, viejo lamehuevos?

Yo he trabajado en una minera, conchatumadre.

Yi hi tribijidi in ini miniri, ini miniri, viejo huevón, siempre dices la misma huevada. Esa fue la única chamba que tuviste en tu vida y que mandaste a la mierda para dedicarte a huevear con tu fanzine, viejo cojudo.

Sí, y me arrepiento de haber dejado esa chamba. Un escritor que se compromete con su realidad y escribe, al mismo tiempo debe buscar, como todo el mundo, las diversas maneras de ganarse la vida y no estar limosneándole al gobierno un bono. Esa lucha por sobrevivir le dará verdad a su escritura. Estás haciéndoles un mal a estos muchachos al hacerles creer que uno solo debe dedicarse a escribir. El problema con eso es que luego resulta que no son ni la mitad de buenos y terminan volviéndose unos resentidos contra cualquier gobierno y contra la sociedad.

Oe, ¿qué te pasa, viejo flete? ¿por qué hablas así? Tú has sido siempre el primer limosnero de todos pidiendo bolo y bolo y la putamadre.

Por eso te fuiste de Poetas del Asfalto, dice Richi Lakra.

Yo fundé Poesía Liberada y me fui de tu fanzine de mierda porque ustedes paraban borrachos todo el tiempo; le daban mal aspecto a la Literatura.

Tú te fuiste de Poetas del Asfalto porque eres un cabro, porque no eres compatible con el logo de nuestro fanzine: la rata callejera, la rata de alcantarilla.

¿Qué tiene que ver eso, oe, viejo sopero?

¿Qué tiene que ver? Tiene todo que ver. Una rata lucha contra las adversidades del submundo, vive entre la mierda y se reproduce, y sus hijos y los hijos de sus hijos crecen fuertes, saludables, sin ninguna enfermedad. Son autosuficientes y jamás piden, nunca limosnean. Ellas mismas se procuran como chucha sea el alimento vital.

Fuera, mugriento. Tú también pides para tu huevada de fanzine.

Sí, pero yo solicito colaboración entre la gente que de uno u otro modo simpatiza con nuestro empeño. Nunca nos quejamos ante el gobierno y jamás hemos dado charlas, como la que estás dando ahora, reclamando al gobierno, al puto gobierno, una limosna. El gobierno no tiene por qué darnos un centavo. El hecho de que alguien escriba poesías es su propia responsabilidad, es su decisión. La señora que prepara la cazuela o el obrero que se saca la mierda en las fábricas no te ha dicho que te conviertas en poeta, vago de mierda.

¿Entonces, Vallejo fue un vago?

Sí, pero un vago que sí tuvo talento y, a pesar de tenerlo y de escribir y publicar la más alta poesía, no se detuvo a limosnearle nada al Estado. Muchachos, dice Richi, dirigiéndose al escaso público reunido esa fría noche, si van a ser poetas, y quieren vivir de eso, más les vale que sean extremadamente buenos. Ahora, eso no les asegurará el éxito económico, pero sí que sus poesías las lean las generaciones venideras. A la Literatura hay que entregarse sin condiciones, no como lo hace este gran puta que les está metiendo ideas cojudas e indignas en la cabeza.



Calla, viejo puto. Te voy a sacar la mierda.

Richi Lakra sube al tabladillo y, desde un extremo, continúa hablándole a la juventud.

Si no quieren morirse de hambre, pues trabajen, vayan a la universidad, a un instituto, o sean obreros, pero trabajen. La poesía, por más buena que sea, no les va a dar dinero. Uno en un millón vive de la poesía. No esperen ser ese uno. Además, una vida de trabajo les va a asegurar esa mierdita y ese fastidio necesarios para que sus poemas goteen vida, mugre, lágrimas y espíritu, no como lo que escribe este maricón.

El poeta Viale se abalanza sobre Richi. Cuando está a medio metro, le lanza un derechazo que lo expulsa del escenario. Ricardo cae de culo sobre el terral y rueda un par de veces. Su delgada figura yace inmóvil sobre la oscura tierra.

Ya déjalo, Pancho, dicen algunos. Ese viejo ya no se levanta ni cagando.

Pero se levanta, o intenta hacerlo. A pesar de la penumbra, el magro público es testigo de cómo los endebles brazos de Ricardo se apoyan en la tierra y le sirven de soporte para remover el resto de su cuerpo.

Limosnero, le dice pesadamente don Richi Lakra a su agresor, mientras acopia fuerzas para levantarse. Deja de contagiarle tu ideología pordiosera a la juventud. Los escritores somos ratas de alcantarilla; no necesitamos de ayudas del gobierno.

Pancho, la mirada determinada, marcial, baja del tabladillo y se acerca al anciano. Una vez delante del cuerpo que lucha por incorporarse, le lanza una patada al pecho. Las costillas del viejo se quiebran y profiere un ronco quejido de agonía.

Lo mataste, Pancho, dicen algunos.

No, nada, minimiza el poeta; este huevón es un actorazo. Más tarde, con un poco de ron, se le pasa.

***

Y el evento continúa. Francisco Viale y el ralo auditorio hacen de cuenta que Richi nunca les habló. Viale persiste en proclamar ideas que, en un futuro, si alguien las escucha, recoge e implementa, asegurarán que todo aquel que se dedique a confeccionar poesías, novelas o ensayos recibirá del gobierno un pago vitalicio.

¿Y si todo el Perú se dedica a escribir?, pregunta alguien.

No, pues, dice Pancho con benevolencia, como quien le corrige a un niño que dos más dos no es tres sino cuatro; el gobierno solo les pagará a los mejores. Siempre habrá trabajos que se destacarán.

¿Y quién dirá qué trabajo es bueno y qué trabajo no?, vuelve a preguntar el mismo curioso.

Bueno, supongo que se tendría que hacer una junta calificadora para valorar todos los trabajos, digo yo.

¿Y quién elegiría a los integrantes de esa junta?, insiste el preguntón.

Pues el gobierno, dice Viale, como señalando una obviedad.

¿Y cómo va a saber el gobierno a quién elegir?, porfía el impertinente.

Porque tiene especialistas, pes, huevón, se exalta Pancho.

¿Y no crees que el mejor especialista para juzgar la calidad de lo que se publica es la propia gente? ¿No crees que el libre mercado es la solución justa y natural?, contrapone el anónimo impugnante.

Capitalista de mierda, vete de esta feria. Acá no son bienvenidos los hijos de puta que creen que el único modo de salir de la pobreza es juntando un capital y montando un negocio. Acá todos creemos firmemente que debemos quitarles a los ricos para distribuirlo entre nosotros, los pobres, y que nadie sea dueño de nada. ¡Abajo la propiedad privada!

¿Cuántos libros has escrito?, pregunta impasiblemente el objetante.

Muchos, dice Pancho, cortante como cuchillo de carnicero.

Si la propiedad privada no existiese, como proclamas, supongo que estarías dispuesto a quitar tu nombre de esos libros que has escrito y distribuir el dinero de tus ventas entre los que estamos acá, ¿no?

No, pues, eso es diferente, aclara Viale.

No es diferente, haragán. Quieres vivir a costillas de alguien, del rico, del gobierno, de quien chucha sea. Enséñale a la gente a trabajar, carajo. Y si quieren escribir, pues que hallen el espacio para hacerlo. Si alguien tiene talento, créeme que escribirá de todas maneras.

¿Quién mierda eres, carajo?, exige Pancho.

Yo, Charles Bukowski, dice el replicante, quien abandona la penumbra que lo anonimaba para situarse bajo el chorro de luz de un enclenque poste de alumbrado público.

¿Bukowski?

Claro, pe, huevón, soy yo. Vine siguiendo a Richi Lakra para sacarle la mierda, pero veo que quien necesita una buena removida de cerebro eres tú, cojudo. Además, ya te descontaste al viejo Lakra. Así que no queda más que sacarte la rechucha a ti.


¿Bukowski?, se burla Pancho. Otro huevón que se cree Bukowski. Otro Bukowskito. Seguro también eres perro faldero de estos borrachos de los Poetas del Asfalto, ¿no?

Ven para sacarte la mierda, comunista gran puta, desafía Bukowski.

Pancho acoge el reto y va hacia el tipo que proclama ser Bukowski; va a derribarle los dientes con un par de certeros puñetazos.

***

Bukowski no se mueve. Apenas ha colocado los puños entre su rostro y el de su contrincante, moviéndolos en estudiados bamboleos. Se conoce que Bukowski fue un gran pugilista durante sus años mozos.  

Viale, a quien conocí en un concierto clandestino en el Centro de Lima, siempre revoltoso y altanero con quienes despreciaba, se cuadra delante de Bukowski sin mostrarle respeto alguno. Estoy seguro de que no cree que es Bukowski el tipo que tiene enfrente, principalmente porque no habla inglés, sino puro peruano, como si hubiese nacido en el mismísimo distrito del Rímac.  

Pendejo, ya te reconocí, dice Viale. Las figuras de los pugilistas se ponderan bajo el cono de luz amarillenta del enclenque poste público. Tú eres el imbécil que escribió sobre los travestis de Zepita. Hijo de puta, ¿no te da vergüenza estar proclamando tu novela por aquí y por allá como si fuera la mejor cagada? No es la mejor cagada; es una cagada, no más, una mierda.

No entiendo por qué el cojudo de Viale confunde a Bukowski conmigo. Yo estoy espectando el conato de pelea. Quizá me ha visto entre los mirones que hacemos círculo en torno a ellos, pero afirmar que Bukowski escribió mi novela me parece una incoherencia mayúscula.

Yo sí te he leído; bueno, te he hojeado y, lo poco que he visto, me ha gustado. Escribes de la putamadre. Tienes un ingenio particular para jugar con las palabras, dice Bukowski, y me sorprendo: ¡Bukowski leyendo a Viale!

Viale no se conmueve en absoluto con lo revelado y le lanza un puñete a Bukowski. Este lo esquiva y responde con otro, pero sin suerte. Viale, que no solo es criollo con las letras sino también con la mechadera, lo desarma con dos combos furibundos: uno en el estómago, que dobla a su oponente, y otro en la cara, que lo tumba al suelo.

Comunista de mierda; acomplejado, dice Bukowski, tirado sobre el terral. Es raro, pero siento que los golpes que ha recibido me duelen tanto o más que a él. Viale, fiel a su estilo, se dispone a darle la patada ultimadora, esa que se clavará entre las costillas del escritor americano. Y lo hace. Bukowski queda yerto.  

¿Te crees Bukowski, no, huevón?, le escupe Viale al maestro. Ahí está tu Richi Lakra, tu más ardido admirador. A ver si luego se recuperan con un par de tragos y van a cacharse cabros a Zepita, mariconazos.

No me atrevo a intervenir y me retiro discretamente del lugar, sin que Viale ni nadie me note.

***

En el chat de Facebook:

Fernando Laguna (dibujante y exjefe de arte abstracto del fanzine Poetas de Asfalto): ¿Alguien grabó la pelea de Viale con el pata que escribió el libro de los cabros? “El solitario de Zepita” creo que se llama el libro.

Jorge “Camote” Bazo (editor de la revista Rock Subterráneo Perú y ex articulista del fanzine Poetas del Asfalto): Puta, no sé. Yo estuve ahí y me gané con todo, pero mi celular estaba sin batería. De repente por ahí alguien grabó la pelea. Y Viale no solo le sacó la mierda al huevón ese, ah; primero se tumbó al pobre Richi.

FL: Putamadre, y el viejito Richi ya está para jugar con los nietos; no para que le anden sacando la mierda.

JB: Sí, pues, pero se ganó los golpes. Le dijo cosas bien faltosas a Viale. Además, no es que le haya sacado la mierda; apenas le metió un par de puñetes suaves, no más. A estas alturas, no hace falta mucho para derribarse al viejito Lakra. Igual, cuando terminaron las peleas, me lo llevé a Richi a que se recupere. Lo llevamos con otro amigo más para que tome aire en la Plaza Francia, le compramos alguito para que pique y le pagamos el taxi a su cerro. Ojalá haya llegado bien.

FL: ¿Y qué fue del huevón de Zepita?

JB: No sé. Se quedó ahí tirado en la tierra. Puta, no lo conozco a ese patita, sino también le hubiera ayudado. Pero también le dijo cosas bien gruesas a Viale y, lo más gracioso o lamentable, no sé, es que llegó creyéndose Bukowski. Totalmente alucinante la huevada. Nos insultó a todos el huevón ese. Nos llamó comunistas, haraganes, huevadas así.

FL: Ese pata siempre me pareció correcto. Una vez incluso fue a la presentación de una colección de historietas que hicimos para El Comercio en la Casa de la Literatura. Me compró un ejemplar. Bueno, una lástima; habrá estado borracho seguro.

JB: Seguro; borracho y drogado.



 

jueves, 13 de agosto de 2020

Un País Feliz. Una Presidente Transexual en el Perú - Capítulo 6 (Novela de Daniel Gutiérrez Híjar)

Si vas a intentarlo, ve hasta el final

 

Charles Bukowski

 

Hola, amorcitos

Necesito un amiguito para una película XXX; que sea flaco y pingón. Manden fotitos de la verga, por fa.

Jajajajajaja. Leí esa huevada y me cagué de la risa. Era Tania. Tania es una riquísima y muy esmerada prostituta que ofrece sus servicios en un segundo piso de la cuadra veinte de la avenida Petit Thouars. Yo soy uno de sus consuetudinarios; por eso, me tiene agregado en su lista de contactos del WhatsApp. El mensaje que acabo de leer lo colocó en uno de sus estados.

No visito muy seguido a Tania porque no tengo tanta plata. La veo una vez al mes. Me he acostumbrado a que ella me desleche con esa periodicidad. El resto de las veces, me ahorco el ganso o hago el delicioso con mi mujer. Punto.

En el texto que reproduje, Tania, no siendo poeta ni prosista, elaboró un parrafillo cariñoso, bandido y coqueto a partir de una sarta de procacidades. Ese fenómeno provocó mi franca carcajada.

Luego de una semana, ya tenía las bolas hinchadas. El sexo con mi mujer ya no me era suficiente. Me urgía ver a Tania. Le dije a mi novia que, luego del trabajo, me desviaría a la veinte de Petit Thouars. No me voy a tardar mucho, le aseguré. Siempre llego a casa tipo seis de la tarde, ¿verdad? Bueno, hoy llegaré a las ocho. Tú sabes que me encanta comerme sin apuros el cuerpote y las tetotas de esa bandida de la Tania. Y ya ni te cuento de la sopeada que le meto; siempre despacito.

Me dio su bendición y, antes de arrancar mi moto, me avisó que estaba olvidando el fiambre que me había preparado; un suculento lomo saltado, con su juguito de piña más para endulzar el semen. Tania se lo agradecería un montón.  

A la hora del almuerzo, di cuenta del lomito, al tiempo que me deleitaba con un cuento de Thomas Hardy. “A Tragedy of Two Ambitions” me recordó a mi hija, una hermosa niña de siete años, a quien no veía desde hacía dos mes, pues su madre, de quien aún no me separaba legalmente porque se negaba a ello (a pesar de que me había mandado a la mierda en infinidad de ocasiones), no toleraba que yo sostuviese otra relación. Prohibir que vea a mi hija era su manera de castigarme. Y sí que lograba su cometido. Siempre que recordaba a mi pequeña, cualquier placer o pedacito de felicidad que experimentara se desvanecía ante el pensamiento de que ella podría acrisolarlos con solo estar a mi lado.

Continué con la lectura, procurando diluir el dolor paterno. Estaba sentado, como siempre, en una de las bancas del parque Melitón Porras, en Miraflores. Tuve suerte de hallar un sitio disponible, pues todo el mundo hacía lo que yo: almorzaba y leía bajo las frescas sombras prodigadas por los frondosos árboles del lugar.

Ahora todos leen, carajo, pensé, fastidiado. Los tiempos habían cambiado. Ya las cosas no eran como antes. Hacía un año y poco más, podía venir a este parque y disfrutar de una perfecta soledad para digerir mis comidas y gozar de mis lecturas. Ahora, todo el mundo tenía un libro en la mano. Pero había que reconocer que la lectura de novelas y poemas había transformado la mentalidad del peruano. Había tolerancia. Había respeto. Si no hubiera sido por la presidente y su mandato de lectura, mi mujer no habría permitido que hoy tirase con Tania, por ejemplo. Sin embargo, la madre de mi niña era de las poquísimas personas que todavía se negaban a leer una novela y escapaban así de la sabiduría y civilidad que brindaba la Literatura. Por eso, aún persistían en ella el rencor y el odio. 

A las cinco de la tarde, me puse la mochila al hombro y abandoné el edificio de la empresa para la que trabajaba. Guardé la mochila en la maletera de la moto y arranqué hacia el cubil de Tania.

Manejé con mucha precaución y a una velocidad mesurada. Sí, me mataban las ganas de ver a Tania, pero primero estaba la seguridad. Ninguna gran guerra se había ganado a las carreras.

Estacioné la moto en una de las transversales a la Petit Thouars. Recordé que la zona en la que estaba a punto de penetrar estaba preparándose para convertirse en la zona rosa de Lince, distrito donde se ubicaba el negocito de Tania. En otros tiempos, los vecinos del lugar hubieran protestado a viva voz, saliendo a las calles con pancartas y letreros en defensa de la moral del distrito. Sin embargo, esos mismos vecinos, en esos tiempos, se hacían los de la vista gorda con la prostitución ilegal. Luego de la instauración de la lectura obligatoria de ensayos y novelas, la mente del ciudadano común renació y floreció. Cuando la presidente promulgó la creación de zonas rosa en cada distrito de cada ciudad del país, la gente aplaudió la medida. Las mafias se diluirían y el parroquiano podría visitar a la señorita de su preferencia sin temor a que le robaran sus pertenencias o lo estafaran ofreciéndole una mujer muy distinta a la que vio en las redes.  

Un negro con cara de perro vigilaba la entrada a lo de Tania. Esto era nuevo, pues el inmueble nunca tuvo seguridad. Muy probablemente, se trataba de una de las normas exigidas a los prostíbulos de la nueva zona rosa. Hasta hacía muy poco, para acceder al chongo de Tania, solo se tocaba el timbre del departamento 203, se oía un “beep” y la puerta se abría. Ahora, los timbres habían desaparecido; solo estaba el negro, parado delante del marco de la puerta, mirando hacia el horizonte, imperturbable. De una de sus manos, mano grande, de dedos gruesos, colgaba una novela del rey del suspenso setentero: Irving Wallace.  

Disculpe, voy al 203, le dije al negro.

Dejó el libro sobre un banquito y me esculcó. Pase.

Subí las escaleras. Ya estaba desesperado por apachurrarle las tetotas a Tania. La puerta de rejas estaba cerrada. Me acerqué y golpeé la puerta de madera que aquella resguardaba; el clásico tan, ta, ta, tan, tan… tan, tan. Los dos o tres segundos que esperé hasta que me abrieron la puerta se me hicieron eternos. Y es que cuando uno anda arrecho, el tiempo se alarga como la gampi del negro guardián. Me abrió Tania. Asomó su cabeza por la abertura. Comprobó que era yo, su fiel cliente, y la abrió completamente. Luego, descorrió el cerrojo de la puerta de rejas y me hizo pasar.

Hola, cholito. Pasa. Me tendió un piquito que no dudé en corresponder. Estaba completamente desnuda y algo apurada. Espérame aquí un ratito. Estoy ocupadita. De ahí, sigues tú, me dijo y se alejó rumbo a su cuarto. Me dejó en la sala del departamento.

A los pocos segundos, percibí una discusión que parecía provenir del cuarto de Tania. Oí un “conchasumadre”. Enseguida, un chillido de Tania (¿o sería el de otra mujer?) Luego, una botella que se hacía trizas. Se me aguó el culo y fui hacia la puerta. Estaba cerrada con llave. Hija de puta. Tania (ya no cabía duda, pues era su voz) pedía calma. Una chica de piel canela, que había salido de algún otro cuarto, apareció en la sala. Vestía un hilo rojo. Las tetas las llevaba al aire. ¿Qué pasa? ¿qué pasa?, me preguntó. Al notar que conmigo no era la cosa, corrió al cuarto de Tania, desde donde los gritos y forcejeos tomaban fuerza. Entonces, de ese cuarto, salió un tipo quien, furioso, caminó hacia la puerta, hacia mí. Tania (aún desnuda), una morena (también calata) y otro hombre (descamisado) emergieron del cuarto, quedándose quietos debajo del marco de la puerta.  

Eres un maricón. Esto no se va a quedar así, gritó Tania.

Te voy a buscar, conchatumadre, vociferó el hombre al lado de ella. Fuera, mierda, contestó el otro, sin voltear a ver a sus ofensores, frío de fríos. Continuó hacia la puerta. Yo me hice a un lado. Vi que tenía una mano ensangrentada. El corte parecía no causarle dolor alguno. Intentó abrir la puerta, y nada. Está cerrada, dije, muy bajito. Me oyó y me fulminó con la mirada.

Abre esta huevada, me ordenó.

No vivo aquí, le respondí. Miró alrededor de la puerta y halló un botón cerca. Lo presionó y se escuchó un disparo en la cerradura: la puerta se había abierto. Antes de que abandonase el recinto, el hombre al lado de Tania profirió una amenaza más: te voy a matar, huevón.

La calma volvió a imponerse. El color chaufa me volvió a la piel. La chica color canela que me había preguntado qué pasaba, volvió a su cuarto. Reconocí a la negrita que había estado con Tania; era Valeria, la “cachera eléctrica”. Pasó muy cerca de mí y se metió en un cuarto. La chica color canela, si la memoria no me fallaba, era Leysi, la “cachera tubera”.

Ven, papi, me dijo Tania. Vamos a mi cuarto. Me acerqué. Le pregunté qué había pasado. Ay, cholito, dijo, cerrando la puerta tras de sí, ya sabes; hay que gente que no tiene palabra.

No dije más. No era mi problema. Hacía mucho tiempo había aprendido a mantener la boca cerrada en asuntos que no eran de mi competencia.

El idiota ese que se fue iba a hacer un videíto conmigo. Se puso faltoso y ya ves; armó un escándalo, agregó.

Empecé a quitarme la camisa.

Oye, dijo Tania, cambiando de tema, esta novela está muy buena; te la recomiendo. Sobre su mesita de noche, al lado de un consolador, un rollo de papel higiénico y un frasquito de alcohol, había un ejemplar de los cuentos de Edgar Allan Poe.

Interesante, dije, sin atreverme a aclararle que el libro que me recomendaba no era una novela sino una colección de cuentos. No quise parecer un sabelotodo.

Ay, disculpa, volvió a decir; espérame aquí, ¿sí? Voy a darme un baño rapidito y salgo. Espérame ¿sí?

Yo sabía que Tania guardaba la plata que le pagaban sus clientes ahí, en su cuarto, en uno de los cajoncitos de su velador; pero ella confiaba en mí, jamás le robaría. Continué desvistiéndome. Dejé mi pantalón, la camisa, mis medias y mi bóxer en un percherito de madera.

El cuarto de Tania tenía espejos en lugares estratégicos: en el techo, en la puerta, en las paredes; sobre todo, en la pared contigua a la cama de sábanas rojas. Me miré en el espejo de la puerta. Había echado algo de panza. Las exquisitas comidas de mi mujer, así como la ausencia de una mínima rutina de ejercicios, me habían deformado el cuerpo. Afortunadamente, a Tania solo había que pagarle sus setenta mangazos para que te cachase como si fueses un galán de películas.  

Me miré la pichula; la tenía dura y palpitante ante la sola idea de que faltaba poquito para que Tania me la mamase como si fuese un chupetín de fresa. De pronto, la puerta se abrió violentamente. Era el hombre descamisado. Continuaba sin camisa.  

Huevón, ¿no quieres hacer un videíto?, me preguntó. Fijó la vista en mi gampi. Tania, este pata la tiene más o menos, ¿no?

Tania entró al cuarto. Seguía desnuda, pero la piel iba algo húmeda. Se pasaba una toalla por las nalgas. También me miró la pichula.

Es mi clientito. Siempre viene. La tiene más o menos, ¿no?

No sé, chola. El otro huevón tenía el triple de esa huevada. ¿Duras o no duras, compare?, me dijo el tipo.

Iba a decir que sí, pero el tipo le puso cifras a su propuesta: Te vamos a pagar cien luquitas por una hora de grabaciónVas a hacer un trío: Tania, otra chica y tú.

Acepto. No hay problema, dije.

Chola, dijo el hombre, pásale la voz a la negra.  

Tania desapareció de la habitación y fue por Valeria, la “cachera eléctrica”.

Ya vengo, chochera, dijo el hombre.

En solo pocos minutos, el cuarto de Tania se convirtió en un rudimentario estudio fílmico. Sobre la cama, dos potentes faros derramaban su blanco fulgor. Unos collarines alrededor de aquellos ayudaban a concentrar el poder lumínico. El tipo que me había contratado tenía pegada a la cara una cámara Canon. El calor de las luces era disipado por un silencioso ventilador casero.

Ahí estábamos Tania, Valeria y yo; desnudos, ellas encima de mí o, más precisamente, encima de mi verga.

Vamos a empezar con una mamada. Chicas, chúpensela como si fuera la última pinga sobre la Tierra. Vamos.

Me esforcé por no venirme pronto. Llevábamos ya una hora de grabación y había suprimido las ganas de venirme hasta en cinco oportunidades.

Ahora sí, dijo el director; bota tu leche, compare.

El “bota tu leche” me recordó al “bota tu ga”, grito de guerra de los seguidores del payaso Chupetín Trujillo, viejo y popular personaje de las redes sociales que había gozado de un apogeo inusitado hacía varios años.

Loco, párate sobre la cama. Tania, Valeria, ustedes de rodillas y las bocas cerca de la pinga. Cuando diga tres, se la empiezan a chupar de nuevo, pero esta vez rápido y fuerte para que se venga el loco.

Valeria la chupaba mucho mejor. Puse la mente en blanco y enfoqué mis pensamientos en esas dos cacheras intentando sacarme los demonios de la pichula.

Ya, ya falta poco, gemí.

Shhtt, me cayó el director. Tania, cómete sus bolas. Valeria, sigue chupando. Ya va a venirse el huevón, susurró.

Entonces, la puerta del cuarto cayó sobre el director. Su cuerpo quedó inerte debajo de ella. Las chicas interrumpieron la mamada y, como primer reflejo, quedaron de pie sobre la cama, flanqueándome.

Reconocí a quien acababa de derribar la puerta con tamaña virulencia. Era el tipo que hacía unas horas se había largado del lugar entre los denuestos de Tania y las amenazas del director. Todos quedamos demudados. Valeria, la “cachera eléctrica”, quiso decir algo, pero el arma que el tipo sacó del cinto la arredró. Entonces, el cañón de la pistola describió arcos horizontales de ida y vuelta, apuntándonos. El intruso miró hacia la puerta y dedujo que su víctima se hallaba debajo de ella. Con la mano libre, y de un gran tirón, descubrió el cuerpo del malogrado director, que yacía boca abajo, inerte.

Vete, se atrevió Tania. No tienes nada qué hacer aquíEncima que ni empezaste el video, te llevaste los cien soles. Lárgate. Ahorita viene la policía.

Sin siquiera mirarla a los ojos, le encajó un disparo. La bala, sañuda, se alojó en el pecho de mi querida prostituta. Cayó al piso y no se movió más.

Valeria, la “cachera eléctrica”, permanecía a mi lado. Es más, se disponía a usarme como escudo la muy pendeja.

Yo me preguntaba por qué chucha no se aparecía el gorila de la puerta del edificio.

¿No te acuerdas de mí?, le preguntó el tipo a Valeria.

Valeria tenía la mirada perdida en su inminente muerte. Putamadre, pensé; si esta huevona no le hace caso, nos mata a los dos. Para que volviera a la realidad, le di un golpecito con el codo. Nada. Seguía abstraída.

Sandra, te estoy hablando, carajo, ladró el tipo.

Entonces, Valeria reaccionó.

¿Te acuerdas de mí?, le preguntó el hombre.

Los ojos de Sandra se cubrieron de terror al resurgir en su memoria los esqueletos de su pasado.  

Sí, soy yo: José. ¿Ya te olvidaste de mí, pendeja?

José babeaba de rabia: Yo me comí tu caca, pendeja, ¿te acuerdas?

***

Chupetín Trujillo: ¿Qué nos vas a contar, Josesito? José te llamas, ¿no, papu?

José: Sí, Chupetín, me llamó José.

Chupetín Trujillo: Ya, papu, ¿qué nos vas a contar esta noche?

José: Puta, Chupetín, mi soli; mira, yo quiero contarte de la vez que estuve súper templao, cagao, que hacía tontería y media

Chupetín Trujillo: Uy, péate, péate, péate, déjame poner un fondo musical apropiado para este tema, papu.

(El payaso tipea algo en su teclado. Al poco rato, se oye “Corre” de Jesse y Joy.)

Chupetín Trujillo: Ahora, sí, papu. Mándate con todo.

José: Puta, Chupetín, yo tenía veinte años más o menos, y ella dieciocho años. Puta, Chupetín, con ella fue la vez que más me enamoré y hacía huevadas. Le compraba cualquier cosa que se le antojara. Puta, le cocinaba. Hacía de todo, Chupetín; puta, un poco más y le besaba los pies delante de toda la gente. Pero ¿sabes qué fue lo peor que hice?

Chupetín Trujillo (tranquilo, mirando a la cámara de su celular, los lentes oscuros ocultando sus ojos de ratón): ¿Qué?

José: Lo peor que hice… Pucha, la amaba tanto, Chupetín, que un día… me comí su caca.

(Chupetín está sorprendido. No era la típica historia del dolido enamorado que se arroja de un puente, deja los estudios o se malquista con la familia por conservar un amor; no, esta era una historia que prometía aumentar la ya exaltada sintonía del famoso payaso trujillano, quien desde hacía unos meses conducía un espacio desde su página de Facebook.)

Chupetín Trujillo (fingiendo seriedad y contrición, se dirige a sus espectadores): Esto es algo muy profundo.

José: Me comí su caca, Chupetín, me comí su caca. Estaba templado, demasiado templado.

(Hay una pausa.)


José: ¿Y sabes cómo fue?

Chupetín Trujillo: ¿Cómo?

José: Una noche estábamos en un telo. Era nuestro aniversario. Habíamos hecho el amor tan rico, Chupetín. Ella, además, me había entregado el chiquito, y yo sentía que también tenía que hacer algo grande a cambio. Superar lo que hizo por mí. Así que, mientras estábamos echados en la cama descansando de nuestro segundo delicioso, le dije que yo haría lo que fuera por ella para demostrarle mi amor puro y eterno. Y ella me dijo “en serio, ¿harías lo que sea?”, y yo “sí, en serio, pídeme lo que quieras”. Y ella, luego de pensarla un toque, me dijo “a ver, cómete mi caca”. Puta, en ese momento pensé “puta, ¿qué hago?”. No, pero estaba tan templado, tan ciego, que lo hice. Le dije “ya, anda al baño, ocúpate, y me avisas cuando termines”. Terminó, fui, agarré, ni siquiera estaba durita, Chupetín, estaba blanda. Y, caballero, pe, probé su caca.

Chupetín Trujillo: Tengo una duda, ¿lo comiste ahí o guardaste también en táper para llevar?

José: No, no, no lo guardé. Lo comí ahí, así, cerrao los ojos y ya. Ella vio y me dijo “ya, sí, tú me amas”.

Chupetín Trujillo: ¿Y?

José: Putamare, a las semanas, o un mes más o menos, puta, me hizo cachudo, pe.

Chupetín Trujillo: ¿Te sacó la vuelta? Eso quiere decir que tú fuiste un (el payaso baraja el término que usará, se toma su tiempo) … un cagao.

José: Sí, Chupetín, doblemente cagao.

Chupetín Trujillo: Es verdad, doblemente cagao.

(Ahora, el payaso le habla a su público.)

Chupetín Trujillo: Ha sido una historia tremendamente profunda, de verdad; con un sabor a mierda muy profundo.

José: Así es, Chupetín. Es verdad. Cada vez que me acuerdo me da roche y mucha pena, pero tenía que decirlo para todo tu público.

Chupetín Trujillo: Claro, está bien. Este programa es para eso, para que ustedes se liberen de sus traumas. Y yo te creo. Por eso vas a botar tu real y prehistórico “ga”, pero de un modo diferente. Vas a decir “yo comí ca-gaaaa”.

(José, casi llorando, se despide como dice el payaso, botando su “ga”, con la voz trozada por la pena.)

***

¿Te la cachaste?, me pregunta el tipo.

Todavía no, mentí, el cañón de su arma apuntándome al pecho.

¿Todavía no?

José, vete, por favor, la policía va a venir en cualquier momento, intervino Valeria.

¿Tú crees que a mí me importa que venga la policía? Igualito me voy a morir mañana, cojuda. Pero antes de morir, te llevo conmigo, dijo el hombre, con el arma aún proyectada sobre mí.

¿Y por qué te vas a morir?

Porque mañana me van a fusilar en televisión. Porque desde que el cabro que tenemos por presidente dijo que lean yo no he leído ni mierda. ¿Entiendes?

Entendimos. Yo entendí además que la cosa había sido siempre con Valeria. Deduje que mientras se prestaba para la grabación del vídeo con Tania, José reconoció a Valeria, su antiguo amor. Ella, obviamente, lo había olvidado por completo. El tipo abandonó la grabación, seguramente obnubilado por el torrente de penas y frustraciones que Valeria le había causado tiempo ha.

Comprendí también que José estaba dispuesto a matar a quien se entrometiese en su venganza. Mataría a Valeria y luego tomaría su propia vida. De cualquier modo, sería fusilado en vivo y en directo en un par de días.

En medio del terror que me había encogido la pichula y me remecía los esfínteres, me di cuenta de que Valeria era otra. La vi decidida. Le había perdido el miedo al arma de José. Su determinación me recordó un canto del famoso poema de Alonso de Ercilla, La Araucana, texto que había leído hacía un par de meses. El canto decía que el miedo era natural en el hombre prudente, pero el valiente era aquel que lo asumía y lo vencía.

El vibrado de mi celular en el perchero del cuarto distrajo la atención de José, quien parpadeó y giró levemente la cabeza. Valeria aprovechó el descuido de su examante y saltó sobre él, quien, desconcertado, disparó, pero no a ella, sino a mí. Afortunadamente, la bala se clavó en la pared, muy cerca de mi cabeza. Valeria, que había caído como un costal de papas sobre el hombre que se había comido su caca, forcejeaba con aquel. El arma de José se había descolgado de sus manos, perdiéndose de vista.

La cobardía ha sido una de las características que comparto con el poeta islandés Snorri Sturluson. Así que salté de la cama, descolgué mi pantalón y camisa del perchero, chapé mis tabas, y salí corriendo del cuarto, medrosamente ajeno a la pelea que allí ocurría. En la sala del departamento, al terminar de vestirme lo más rápido que pude, se me enganchó la vista en un objeto que no había estado allí antes. Era un ejemplar de La Araucana, de Ercilla, descansando plácidamente sobre una silla. Carajo, pensé, Valeria sí que había estado leyendo La Araucana. Mis respetos, carajo. Oí, entonces, los gritos de auxilio de Valeria. Al parecer, José había logrado sobreponérsele y dominaba la pelea. Armado de un valor literario inusitado, porque yo también había leído La Araucana y no podía dejar que una lectora en ciernes se muera, así como así, a manos de una bestia intransigente, busqué un objeto contundente. Una escoba, no. Un ambientador en espray, tampoco. Una silla, menos. Entonces di con el arma ideal; un televisor antiguo y potón. Lo desenchufé y lo levanté. Fui al cuarto. Ahí estaba José sobre Valeria, aprisionándole las manos con las suyas.

Entré y, antes de que José logrará levantar la mirada, le solté el televisor en la cabeza. El idiota murió al instante. Valeria quedó inerte debajo del cuerpo de su expareja, conmocionada por el cabezazo que él le dio producto de la acción-reacción creada por el impacto con el televisor.

Me vestí rápidamente y abandoné el departamento. Bajé las escaleras. Las piernas me temblaban. Al llegar a la primera planta, vi al gorila; estaba muerto. Tenía un cuchillo clavado en plena frente.

Ya en la moto, me pregunté si mi mujer creería todo lo que acababa de sucederme. Le pediría que me sirviese un poquito más de su lomo saltado para contarle.   

***

El joven va montado sobre su moto. El casco nos oculta la sonrisa con que viaja. A pesar de los curiosos incidentes que vivió en el prostíbulo de Tania, va feliz: salió indemne y lleva consigo una gran historia.

Toma una avenida algo despejada a esas horas de la noche. Acelera un poco. Quiere llegar pronto. Quiere cenar su lomito saltado. Entonces, alguien llama su atención. Un auto rojo, un taxi, que se mueve a su derecha a menor velocidad, va quedándose a la zaga. Sin embargo, logra ver a una niña que mira por la ventana del vehículo. Es su hija. Al instante, los ojos se le humedecen y el corazón se le encabrita. Hace dos meses que no ve a su niña. La mamá se lo ha prohibido. ¿La razón? Ella no le tolera su nueva relación. El joven es un padre amoroso, el mejor amigo de su hija, su maestro, su cómplice. Pero la madre no soporta el saber que su aún esposo se encama y convive con otra mujer.

El joven llama a su hija. Grita su nombre. Ella lo ve. Aguza la vista. Mami, es papi, es papi, dice ella, feliz. La madre, entonces, oculta a la niña. Le dice que se meta, que es inseguro que esté sacando la mano por la ventana. El joven padre quiere ver más del hermoso rostro de su pequeña. Tiene la cabeza volteada hacia ella y el auto rojo en el que viaja disminuye la velocidad todavía más. La emoción desbocada que le altera las ideas le ha impedido pensar en detener su moto, desacelerarla. Así las cosas, no se percata de que está a punto de estrellarse contra la parte posterior de un camión de carga. La moto se acerca al camión, y el joven ni cuenta; tiene el corazón partido y llora más. El dolor es tremendo. Moto, camión, uno, dos, tres…