jueves, 30 de enero de 2020

Un País Feliz. Una Presidente Transexual en el Perú - Capítulo 2 (Novela de Daniel Gutiérrez Híjar)

“…all authority on earth depends

On Love and Fear…”

 

William Wordsworth

 

Acaba de cumplir treinta y ocho años y ya es presidenta del Perú: la primera presidente transexual del Perú.  

En el patio de Palacio, la guardia montada ejecuta las consabidas piruetas de bienvenida. La presidenta y su comitiva se detienen y observan el espectáculo. Luego de unos segundos, dan media vuelta y desaparecen tras el umbroso portal de la Casa de Gobierno.  

La presidente está satisfecha. Se le nota en el semblante decidido y optimista. Hace unos minutos, en una tensa reunión con litigantes internacionales, consiguió retirar al Perú del Pacto de San José. La pena de muerte es una realidad. La presidenta ya tiene en mente al personaje que inaugurará la pena. Solo espera a que el viejo Serapio le confirme la publicación de la ley.   

Serapio Calderón lleva décadas trabajando en Palacio. Es un viejito apacible que ha gozado, si no del agrado, al menos de la conformidad de los últimos diez presidentes de la nación. Serapio es director de El Peruano, periódico que publica todas las leyes del país. Ha visto correr todo tipo de decretos, ninguno positivo para el ciudadano corriente y moliente.

Acompaña a la presidente el joven líder comunista Pablo Blanco, odiador pertinaz del capitalismo y el neoliberalismo. Ahora, como vicepresidente del país, a sus treinta y seis años, está deseoso de aplicar inmediatamente las reformas justicieras que leyó en uno de sus libros favoritos, un texto publicado en 1928 y reeditado infinitas veces. 

Resuenan unos tacones rápidos en el salón Túpac Amaru, recinto donde pena el alma de la cuñada de Francisco Pizarro, de nombre Asarpai, ajusticiada inhumanamente en ese mismo lugar, años ha, culpada de haberse coludido con los sesenta mil rebeldes capitaneados por Manco Inca en el frustrado asalto a Lima.

Es Serapio. Ya está publicado el decreto, presidenta, dice.

¿Llegó nuestro invitado?, pregunta la presidente.

Justo ahorita acaba de llegar, responde Serapio, las manos juntas, aferradas sumisamente del breve ruedo del sombrerito que le regaló uno de los militares golpistas de la década de 1970.

Señorita presidenta, se anuncia, desde un extremo del salón, un tipo pequeño, moreno, de pelo corto, pajizo, entrecano. Es grueso y lleva el vientre abultado, como si ocultase una sandía debajo de la camisa. Se acerca a la presidente. Sonríe de oreja a oreja. Su mano estirada, de dedos enanos, precede el rumbo de su apresurado andar. Ha sido un gusto apoyarla y será un gusto acompañarla en este nuevo gobierno, dice, avanzando hacia la presidente.

Las manos se tocan y se saludan. El rostro de la presidente no delata el asco que le produce inmiscuir su piel con la de ese tipo, el invitado que estaba esperando. Él tiene que forzar los goznes del cuello para mantener la vista apuntada medio metro más arriba. Es un enano.

Doctor, irrumpe alguien. Disculpen, disculpen, dice, abriéndose paso. Camina rápido y sin ruido, como deslizándose. Se acerca al enano y le entrega un par de papeles. Acabo de terminarle el discurso, doctor, dice el irruptor. ¿Te quedó bien el floro, Valdez?, pregunta el enano. Sí, doctor, corto y muy impactante, responde Valdez. No me has puesto palabras difíciles como la vez pasada, ¿no? Putamadre, esas palabras me traban la lengua. Y pa concha ni siquiera sé qué puta significan. Te quieres lucir conmigo ¿no, huevón? Si mi popularidad vuelve a caer te quedas sin chamba, sin chamba, ya sabes, amenaza el enano. Enseguida, se calza unos lentes para verificar la inexistencia de palabras rebuscadas en su discurso, de vocablos cultos, de esos cuya ignorancia absoluta no le ha impedido hacerse rico a costa de las obligatorias contribuciones que miles de anhelantes jóvenes le apoquinan mensualmente a cambio de recibir una feble educación en alguna de las cinco universidades que ha fundado y desparramado por todo el país.  

La presidente se da vuelta y camina hacia el retrato de Túpac Amaru II, que preside la sala. El enano interrumpe la revisión de su discurso para mirar el culo de la presidente. Qué nalgotas, piensa. Doctora, dice, ¿qué opina usted de estas palabritas que he preparado con motivo de la nueva ley y de nuestro pacto político? Las diré en una conferencia de prensa que va a empezar en dos horas, en dos horas. Se acerca a la presidente. Le extiende los folios.    

La presidente aún le da la espalda. Fija su atención en la nariz de Túpac Amaru. Alguna vez la tuvo así, picuda y quebrada.

Presidenta, ¿me hace el favorcito de echarle una miradita a mi discurso?, insiste zalameramente el enano. Claro, cómo no, resuelve la presidente.

La comitiva, que permanece cerca de la extensa y robusta mesa vigilada por las esculturas de las cuatro estaciones, ve a lo lejos a la presidente y al enano conversando al pie del cuadro de Túpac Amaru.

El discurso está plagado de frases plásticas y manidas. Promesas de cambio sin fondo sólido. Esperanzas de paja. Le devuelve al enano sus papeles. Este los recibe y solicita la opinión de la revisora. Escribe muy bonito, le dice la presidente. El tipo no percibe la ironía. Se dice que usted no lee nada, ¿cómo hace para escribir tan bonito, entonces? El enano se pasa la mano por los pelos tiesos de su cabeza y dice que nunca tuvo la necesidad de leer nada.

Enano: La gente del pueblo no tiene tiempo para leer, presidenta. Este país necesita manos, manos, no libros.

Presidenta: ¿Es cierto, entonces, que usted no hizo ninguna de sus tesis magistrales ni doctorales?

Enano: Mis asesores los hicieronPero, ya sabe, no se puede confiar en nadie, en nadie. No les pusieron comillas a lo que pegaban de otros autores y me cayó toda la prensa encima. Los llamé y les metí la puteada de sus vidas, presidenta. Gente cojuda, carajo, gente cojuda.

Presidenta: Entonces, ¿hay plagios en sus tesis?

Enano: Un montón, como cancha, jejeje. Si me permite una bromita, usted debería haber preguntado más bien: “¿hay tesis en sus plagios?”. Lo que pasó, presidenta, es que mis asesores me dijeron que no habría problemas con eso de copiar páginas y páginas de otros trabajos con tal de que se usaran las comillas. Pero los mismos idiotas que me aseguraron eso se olvidaron de las comillas.

Presidenta: ¿Y usted no revisaba los documentos finales?

Enano: No, pues, presidenta, ¿no le digo yo que leer es una pérdida de tiempo? ¿Qué iba a estar leyendo yo ese montón de tonterías? Además, apenas me sabía los títulos de los trabajos. El revisor que contraté para la revisión era el encargado de revisar todas mis tesis. Pero el huevón ese solo era bueno para cobrarme adelanto tras adelanto. Al final, no revisó nada. A todos terminé botándolos como perros.

Presidenta:  Usted se doctoró en la Complutense de Madrid ni más ni menos.

Enano: Claro, presidenta. Soy el único peruano que tiene el grado de doctor firmado por el rey de España. Yo soy investigador reconocido por la Complutense. Soy el único peruano que tiene capacidad investigativa.

Presidenta: El único… La Complutense dijo que iban a revisar su tesis doctoral por las denuncias que inundaron los mediosSe dijo que de comprobarse los plagios le podrían quitar el título que le dio el rey. ¿En qué quedó eso?

Enano: Eso lo dijeron para calmar a los medios, presidenta. Luego de unos mesesitos, cuando la gente se olvidó del asunto, la Complutense lanzó un comunicado. Ahí decían que mi tesis era original. Claro, pues, mis conclusiones y recomendaciones eran originales, originales. Sí, reconozco que todo fue una copiadera, pero les dije a mis asesores, mis asesores, que hicieran un resumen de todo y lo pusieran como conclusiones y recomendaciones. Y así lo hicieron. La Complutense no me quitó el título. Además, presidenta, hay un convenio muy jugoso entre mis universidades y la Complutense. Y los jurados que evaluaron mi caso son mis amigos. A todos los he contratado por miles de dólares para que den charlas en mis universidades, en mis universidades. A toditos también les di sus honoris causa. Punto. El caso se cerró y ya todo el mundo lo olvidó. Todo está asegurado, presidenta, todo está asegurado. Todo está bien aceitado. Cuando nos salten estorbos en nuestra alianza, presidenta, yo tengo un arma que los desarmará, los desarmará: la plata. Plata como cancha para desinflar a los saltones. Ya verá, ya verá.  

Presidenta: ¿O sea que no hay ningún proceso legal abierto contra usted?

Enano: Jejeje, ninguno, presidenta. Estoy limpio, limpio. La plata se encarga de arrasar con mis enemigos. Usted siga conmigo, con mi partido Alianza Popular Progresista. Jejeje, dicho sea de paso, el nombrecito este lo copiaron mis asesores de un partido político de África. ¿Quién se va a dar cuenta? Jejeje. Nadie sabe que ese país existe. Como le digo, siga con nosotros y va a ver cómo nos va de bien.

La presidente le hace un gesto a uno de sus edecanes, confundido entre la comitiva. El gesto dice acérquese. El edecán obedece y echa a andar sin distraerse. Se cuadra muy cerca de la mandataria. Ella se vuelve hacia el enano. ¿Sabe quién es el del cuadro? El enano sonríe. Claro, pues, cómo no voy a saber. Es Túpac Amaru, Túpac Amaru. La presidente asiente y se acerca al edecán. Lo mira. El oficial mantiene la vista sostenida en el punto fijo que le dicta su rectilínea formación militar. La presidente se ubica detrás de él. Lo hace lentamente, con ¿sensualidad? El enano se incomoda. Mariconazo, piensa. ¿Le suena el nombre de Antonio de Arriaga?, pregunta la presidente, acariciando con ambas manos el pecho del rígido edecán. El enano no sabe quién es el tal Antonio de ¿Arizaga?  ¿De qué dijo? ¿No es el viejito ese que es presidente de la corte de justicia? Las manos de la presidente descansan ahora en los hombros del edecán. Arriaga fue un corregidor español abusivo y corrupto que tuvo la desgracia de entrometerse en el camino del personaje que usted tiene enfrente. El enano interrumpe: ¿De él?, dice, señalando el lienzo de Túpac Amaru. La presidente asiente. Fue con Arriaga con quien Túpac Amaru inicia su rebelión. Lo apresó y lo colgó de un poste. La mano derecha de la presidente desciende por el costado de su edecán y se detiene en su cintura, sobre el revólver colgado del cinto. Antes de ahorcarlo, un curita fiel a la causa de Amaru leyó la sentencia: Esta es la justicia que don José Gabriel manda a hacer en la persona de Antonio de Arriaga (la mano derecha de la presidente desenfunda el arma del edecán) por tirano (la dirige al rechoncho cuerpo del enano), alevoso (el cañón apunta directamente al entrecejo del sorprendido político), enemigo del pueblo (se oye el sordo asombro de la comitiva), corruptor (el dedo pulgar de la presidente acciona el martillo del arma) y falsario.

¡Pum! Retumba el salón.

El severo rostro de Túpac Amaru sufre un retoque: gotones bermellones se alargan por sus mejillas en estrechos riachuelos que corren cuesta abajo, estrellándose contra el piso centenario, al lado del cuerpo inanimado del primer sentenciado a la pena de muerte.



La presidente del Perú había dicho varios minutos antes: A partir de ahora, la justicia llegará a tiempo. Todos los delincuentes pertinaces recibirán inmediatamente el castigo supremo, sin importar el tamaño de su delito. Nuestra misión será purgar al país de la existencia de cualquier indeseable.   


domingo, 19 de enero de 2020

Pule tu léxico: ¿Se dice ACCESAR o ACCEDER?

Información: "1000 palabras y frases peruanas" Autor: Martha Hildebrandt MIS REDES: Instagram: https://www.instagram.com/danielgutie... Facebook: https://www.facebook.com/luis.d.hijar Twitter: https://twitter.com/HijarDaniel

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jueves, 16 de enero de 2020

POTENTE DAIQUIRI DE DURAZNO

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martes, 7 de enero de 2020

ENRIQUECE TU VOCABULARIO: LATENTE NO ES ALGO QUE LATE. ¿LO SABÍAS? Entérate en 1 minuto

Información: "1000 palabras y frases peruanas"
Autor: Martha Hildebrandt.

Daniel Gutiérrez Híjar

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viernes, 3 de enero de 2020

Un País Feliz. Una Presidente Transexual en el Perú - Capítulo 1 (Novela de Daniel Gutiérrez Híjar)

El otro ruiseñor que en mi palacio anida

abre sus ojos negros y te mira soñando…

 

Juan Ramón Jiménez

 

Están recostados sobre la cama de un hotel de tres estrellas en San Juan de Lurigancho.

Ella termina de contarle cómo fue que mató a su padre y se deshizo después del cuerpo, allá en Tarapoto, cuando aún no era “ella” sino un niño de once años.

Él sostiene una lata de cerveza de la que bebe como un autómata. Escucha la historia del parricidio, pero le es imposible concentrarse del todo: el cuerpo inerte de su compañero de trabajo está ahí, en el suelo del cuarto, cubierto por una sábana blanca.

Mira a la puerta. Le parece que alguien acaba de tocarla o está a punto de hacerlo. Mira al bulto blanco en el suelo. Le parece que ha respirado, que la tela se ha hinchado y desinflado lentamente, como si el muerto hubiese dado un largo y resignado suspiro.         

Es la segunda vez que ella mata a alguien, pero la primera que lo hace sin odio, sin esa desesperación y ese furor por apartar salvajemente de su vida a un ser que no merecía que lo llamen papá. Es la segunda vez que ella mata a alguien, y no parece la segunda; da la impresión de que tuviera más víctimas en su haber.

Ella advierte su desasosiego. Intenta calmarlo. Le informa que el cadáver, en un ambiente como ese, tardará cuatro días en heder.

¿Y cómo sabes eso?

Desde pequeñito quise ser médico, dice ella y se ve a sí misma en el polvoriento suelo de la choza donde transcurrió su niñez, sosteniendo un voluminoso libro que se le escurría de las manos.

Siempre me gustó leer, continúa. En casa, solo hubo un libro, uno de Anatomía. Solo Dios sabe cómo fue a parar ese libro a nuestra choza. Lo leí tantas veces que llegué a sabérmelo de memoria. Si hubiera estudiado la secundaria, seguro me sacaba veintes en ese curso. ¿Enseñan Anatomía en el colegio?

¿Y a esa edad ya te gustaban los hombres?, interrumpe él.

Siempre me han gustado los hombres, dice ella. De chico era muy inocente como para darme cuenta de que estaba mal visto que a un niño le guste otro niño. Yo creía que era algo natural... normal. Hasta que un día mi papá me encontró chupándosela a mi amiguito del colegio. Ese día me escapé de la casa y de Tarapoto, y aprendí que matar sin dejar huellas era posible si tenías la debida sangre fría y cierta experiencia descuartizando gallinas.