Sé curioso, no prejuicioso…
Walt Whitman
La voz
de John Chávarri se escuchó por todo el salón: ¡Profe, se han hecho la
caca!
El
maestro oyó la queja, pero continuó escribiendo en la pizarra. El polvillo de
la tiza blanca se acumulaba en las mangas de su camisa azul y en los recovecos
de sus pulmones. Federico Soto llevaba diez años enseñando matemáticas en el
Baden Powell, un colegio particular en Los Olivos, y lo que había aprendido en
ese tiempo era que la generación estudiantil de hoy siempre es mucho más
salvaje que la anterior.
Profe,
insistió Chávarri, se han cagado. Huele a mierda.
Federico
le puso punto final al párrafo de tres líneas que ocupaba el largo superior de
la pizarra. Ese es el problema, chicos. Tienen un minuto para copiarlo
y cinco para obtener la respuesta. El que salga a la pizarra y lo resuelva
correctamente tiene dos puntos extra en el examen final.
Dejó
la tiza sobre la mesa y se acercó a la carpeta de Chávarri.
Profe,
se han cagado al fondo, pe. Haga algo. Así no se puede estudiar.
Federico
miró hacia la esquina que le señalaba Chávarri. Medio escondido por las cabezas
de sus compañeros, Renato Soldevilla se limpiaba el culo con unas hojas
cuadriculadas.
Tiraba
los trozos usados hacia la otra esquina del aula. Federico cogió la regla de
Chávarri y fue hacia Soldevilla.
¿Se
puede saber qué está haciendo?, interpeló el maestro. El
olor era insoportable. No era un excremento seco y consistente el que había
salido del culo de Soldevilla, sino uno pastoso, churretoso.
Puta,
profe; usted no me dio permiso para ir al ñoba. Y, ya ve, tengo la barriga
hecha mierda. Me cagó el ceviche que comí anoche.
Un
murmullo de risas sofocadas esperaba el desenlace de la escena. Todo el mundo
sabía que el profesor de matemáticas, Federico Soto, caería esa tarde.
Soldevilla lo había jurado. Nadie sabía por qué. Soldevilla mantenía el motivo
en total secreto. Y todos sabían que, cuando él prometía algo, lo cumplía.
Levántese,
por favor. Súbase el pantalón y vaya a la dirección, dijo
Soto.
Espere,
pe, profe. Todavía tengo caca en el culo. Y estos papeles me raspan toda la
piel.
Soldevilla había arrancado otra hoja de su cuaderno. La arrugaba todo lo que
podía para ablandar su textura. Termino y voy a la dirección.
Soto
tenía a Soldevilla agachado, a su merced. Era el momento oportuno para zamparle
la merecida patada en la cabeza. El joven que se había convertido en su
pesadilla desde hacía dos años caería sobre su propia mierda y terminaría
embarrado en ella. ¿Pero qué lograría con eso?
***
Gustavo
iba a mi lado. No me importó sentarme junto al cabro de la clase. Fuimos el
blanco de las burlas del resto de nuestros compañeros. El bus en el que
viajábamos nos regresaba a Lima luego de una mañana-tarde en un club de Chosica.
Era un viaje de dos horas. Los jodidos del salón se aburrieron de chiflarnos y
se dedicaron a follar en los asientos posteriores del bus con las chicas más
pendejas de la clase. Gustavo y yo, más tranquilos, empezamos a conversar. Era
la primera de tantas conversaciones que sostendría con él.
Yo: ¿En
serio te gustan los hombres?
Gustavo: Claro,
pues. ¿Crees que soy así porque sí?
Yo: No
entiendo cómo no te pueden gustar las mujeres.
Gustavo: No
me gustan, pues. ¿A ti te gustan?
Yo: Claro,
claro que me gustan.
Gustavo: A
ver, dime quién te gusta.
Yo: Pero
no le dices a nadie.
Gustavo: Ay,
a quién le voy a decir. Nadie me habla en este salón. Apenas tú. Es más, estoy
pensando cambiarme a otro colegio el próximo año.
Yo: ¿Adónde?
Gustavo: No
sé. Creo que, en general, voy a dejar esto de los colegios. Me aburren. No es
lo mío. Yo quiero hacer lo que me gusta.
Yo: ¿Y
qué te gusta?
Gustavo: Ay,
no sé, Cerebrito. Muchas cosas.
Yo: ¿Tú
también me vas a decir así?
Gustavo: Así
te dicen todos en el cole, ¿no? Tú eres el más inteligente entre todos; el
consentido de los profesores. La vez pasada la directora te sacó en medio de la
formación para que todos aplaudamos que eras el alumno con las más altas notas
de la historia.
Yo: Sí, pero
a ti te dicen “cabro”, y yo no te llamo así.
Gustavo: Sí,
tienes razón… ¿No te gusta que te digan Cerebrito?
Yo: ¿A
ti te gusta que te digan “cabro”?
Gustavo: A
mí me da igual.
Al
fondo, se oían gemidos. También las risas de aquellos palomillas que, por feos,
no habían logrado insertar sus gampis en las panochas de las chicas más perras
del salón. No les quedó otra que burlarse del lunar con pelos en el poto de
John Chávarri, uno de los alumnos más cacheros y guapos del aula. Natural de
Iquitos, Chávarri era más caliente que una tetera hirviendo.
Yo: A
mí me gusta Paola.
Gustavo: ¿La
Fresita?
Yo: Sí,
ella. Pero no le digas a nadie, ah.
A
Paola le decían la Fresita por las múltiples pecas de su cara.
Gustavo: ¿Qué
te gusta de ella?
Yo: Te
lo digo en la oreja.
Gustavo
acercó su oído a mi boca. Sus tetas, le dije. Paola era, de lejos,
la chica más tetona del colegio. Lo que lamentaban los pirañitas del salón era
que ella no fuese igual de puta que muchas de sus compañeras. Paola era una
alumna aplicada, la mejor en Matemáticas, Historia, Lengua, Literatura y Física.
Gustavo: Cerebrito,
habías sido un mañoso.
Sí, lo
era. Me gustaban las tetas desde pequeño. Dios me bendijo con esa fijación. Me
atreví a pedirle un consejo de conquista: siendo él homosexual, tendría una
noción de cómo sienten las mujeres.
¿Qué
te puedo decir? Solo que te mandes. A las chicas les gusta la sinceridad. Si
ella te ha dado sajiro, entonces te acepta si te mandas. Pero mándate con
palabras sinceras, dijo Gustavo.
Era un
consejo lógico: si quieres algo, atrévete a conseguirlo.
Yo: ¿Has
tenido… pareja?
Gustavo: Sí.
Yo: O
sea, ¿pareja mujer?
Gustavo: No,
ya te dije que no me gustan las mujeres. Más antes he estado con dos chicos y
ahorita estoy como que empezando a salir con un chico de mi barrio.
Gustavo
vivía a algunas cuadras de mi casa. Yo vivía en un barrio más o menos pudiente;
él, en un vecindario matonesco, donde la mayoría de las casas lucía, en el
mejor de los casos, fachadas de ladrillos sin tarrajeo ni pintura y, en el
peor, paredes de esteras. Me imaginé al chico con el que empezaba a salir:
trigueño como yo, feo, el pelo negro, la nariz torcida, chuzos en los brazos;
un pandillero, en resumen, de esos que habían empezado a sembrar el terror en
Los Olivos.
Yo: ¿Ya
están o todavía?
Gustavo: Te
estoy diciendo que estamos “como que” empezando a salir.
Ah, ya,
dije, sin entender muy bien lo que quería decir Gustavo. Él notó mi duda. O
sea, nos hemos dado besitos y eso, pero nada más, agregó. Quedé impactado.
A esa edad, me era muy difícil imaginarme a dos hombres besándose. Gustavo,
perceptivo como él solo, volvió a notar mi desconcierto. Nunca has
visto a dos hombres besarse, ¿no? Pues, no. Era 1995 y yo aún seguía
casto. Ni siquiera había besado a una chica. Es riquísimo besarse con
la persona que te gusta, dijo Gustavo. Su aliento era suave y sus dientes
sanamente blancos.
Era el
único chico, o uno de los pocos chicos, que no tenían mal aliento. En esa
época, y a esa edad, a todos los chiquillos del colegio Baden Powell les
apestaba terriblemente la boca. Había que conversar con ellos manteniendo
cierto distanciamiento. Lo que me parecía increíble era que no se sintieran el
aliento entre ellos. ¿O lo sentían y les daba igual?
Gustavo: Oye,
Cerebrito. ¿Ya has chapado? ¿O todavía? Yo creo que eres un santito; como para
ponerte en un altar.
Yo: No
soy un santo, pero todavía no me he besado con nadie. O sea, me gustan las
chicas y sí quiero besarme con alguien, pero soy muy tímido y no puedo
declararme a la chica que me gusta.
Gustavo: ¿A
Paola?
Yo: Sí.
Yo te
puedo ayudar, dijo Gustavo. Entonces, sentí que su mano de
uñas largas (sí, sobre todo la uña del dedo meñique la tenía desmesuradamente
larga) se me resbalaba por el muslo izquierdo y, como al desgaire, me tanteaba
el pene. Me sobresalté, no tanto por las intenciones que le sospechaba
(acariciarme el miembro) sino porque no quería que me sorprendiese con la pinga
muerta. Mi pene de por sí era pequeño, pero muerto causaba pena, risa. Lo
último que deseaba era que me endilgaran, en pleno segundo de secundaria, la
fama de manisero.
Oye,
Cerebrito, ¿y tu pichula?, se asombró Gustavo. Sin reacción alguna,
me limité a contestarle que ahí estaba. Él, muy hábil, continuó esculcando
sobre mi pantalón, uno de mis dos únicos buzos de educación física, el que
tenía un parche negro en la rodilla. Uy, ya lo encontré, se alegró
Gustavo. Ay, Cerebrito, se te está poniendo durita.
El
bus, que corría a sesenta y cinco kilómetros por hora, era testigo de cómo se
apagaba el día. Las nubes se teñían de negro y al chófer le llegaba al
chómpiras encender las luces interiores del bus. Gustavo, pícaro él, se
aprovechó de la oportunidad. Cerebrito, ¿te la han chupado?
Yo: No,
nunca.
Gustavo: Si
quieres que te ayude con Paola, déjame hacerlo.
Yo: ¿Qué
cosa?
Gustavo: Chupártela,
pues.
Nuestra
conversación era un ir y venir de susurros. Sabíamos muy bien que, a pesar de
que recibíamos la subrepticia protección de la oscuridad, corríamos el riesgo
de que alguien nos descubriese; nuestras voces tenían que permanecer bajitas,
raspaditas, apeligradas, ¡qué rico!
Yo: ¿Y
cómo me vas a ayudar?
Algo
más urgido, porque intuía que la oscuridad era pasajera, ya que pronto la
tutora del aula exigiría se enciendan las luces, Gustavo me metió letra.
Gustavo: Soy
pata de Paola. Conozco su casa. Basta una conversa con ella para dejártela en
bandeja.
Yo: Fuera,
tonto.
Ahora
hubiera dicho: “Fuera, mierda”; pero en esa época, año 1995, y hasta bien
entrados los 2000, yo no sabía decir lisuras. No podía. La educación que me
había brindado mamá había sido impecable. La sociedad, finalmente, me
tragó.
Gustavo: Créeme,
Cerebrito.
Lo
pensé. Paola me gustaba, me encantaba. Me moría por besarla. Quería que mi
primer beso fuese con ella.
Yo: Está
bien. Pero hazlo rápido.