Si vas a intentarlo, ve hasta el final
Charles Bukowski
Hola,
amorcitos
Necesito
un amiguito para una película XXX; que sea flaco y pingón. Manden fotitos de la
verga, por fa.
Jajajajajaja.
Leí esa huevada y me cagué de la risa. Era Tania. Tania es una riquísima y muy
esmerada prostituta que ofrece sus servicios en un segundo piso de la cuadra
veinte de la avenida Petit Thouars. Yo soy uno de sus consuetudinarios; por
eso, me tiene agregado en su lista de contactos del WhatsApp. El mensaje que acabo
de leer lo colocó en uno de sus estados.
No
visito muy seguido a Tania porque no tengo tanta plata. La veo una vez al mes.
Me he acostumbrado a que ella me desleche con esa periodicidad. El resto de las
veces, me ahorco el ganso o hago el delicioso con mi mujer. Punto.
En el
texto que reproduje, Tania, no siendo poeta ni prosista, elaboró un parrafillo
cariñoso, bandido y coqueto a partir de una sarta de procacidades. Ese fenómeno
provocó mi franca carcajada.
Luego
de una semana, ya tenía las bolas hinchadas. El sexo con mi mujer ya no me era
suficiente. Me urgía ver a Tania. Le dije a mi novia que, luego del trabajo, me
desviaría a la veinte de Petit Thouars. No me voy a tardar mucho, le
aseguré. Siempre llego a casa tipo seis de la tarde, ¿verdad? Bueno,
hoy llegaré a las ocho. Tú sabes que me encanta comerme sin apuros el cuerpote
y las tetotas de esa bandida de la Tania. Y ya ni te cuento de la sopeada que
le meto; siempre despacito.
Me dio
su bendición y, antes de arrancar mi moto, me avisó que estaba olvidando el
fiambre que me había preparado; un suculento lomo saltado, con su juguito de
piña más para endulzar el semen. Tania se lo agradecería un montón.
A la
hora del almuerzo, di cuenta del lomito, al tiempo que me deleitaba con un
cuento de Thomas Hardy. “A Tragedy of Two Ambitions” me recordó a mi hija, una
hermosa niña de siete años, a quien no veía desde hacía dos mes, pues su madre,
de quien aún no me separaba legalmente porque se negaba a ello (a pesar de que
me había mandado a la mierda en infinidad de ocasiones), no toleraba que yo
sostuviese otra relación. Prohibir que vea a mi hija era su manera de
castigarme. Y sí que lograba su cometido. Siempre que recordaba a mi pequeña,
cualquier placer o pedacito de felicidad que experimentara se desvanecía ante
el pensamiento de que ella podría acrisolarlos con solo estar a mi lado.
Continué
con la lectura, procurando diluir el dolor paterno. Estaba sentado, como
siempre, en una de las bancas del parque Melitón Porras, en Miraflores. Tuve
suerte de hallar un sitio disponible, pues todo el mundo hacía lo que yo:
almorzaba y leía bajo las frescas sombras prodigadas por los frondosos árboles
del lugar.
Ahora
todos leen, carajo, pensé, fastidiado. Los tiempos habían
cambiado. Ya las cosas no eran como antes. Hacía un año y poco más, podía venir
a este parque y disfrutar de una perfecta soledad para digerir mis comidas y
gozar de mis lecturas. Ahora, todo el mundo tenía un libro en la mano. Pero
había que reconocer que la lectura de novelas y poemas había transformado la
mentalidad del peruano. Había tolerancia. Había respeto. Si no hubiera sido por
la presidente y su mandato de lectura, mi mujer no habría permitido que hoy
tirase con Tania, por ejemplo. Sin embargo, la madre de mi niña era de las
poquísimas personas que todavía se negaban a leer una novela y escapaban así de
la sabiduría y civilidad que brindaba la Literatura. Por eso, aún persistían en
ella el rencor y el odio.
A las
cinco de la tarde, me puse la mochila al hombro y abandoné el edificio de la
empresa para la que trabajaba. Guardé la mochila en la maletera de la moto y
arranqué hacia el cubil de Tania.
Manejé
con mucha precaución y a una velocidad mesurada. Sí, me mataban las ganas de
ver a Tania, pero primero estaba la seguridad. Ninguna gran guerra se había
ganado a las carreras.
Estacioné
la moto en una de las transversales a la Petit Thouars. Recordé que la zona en
la que estaba a punto de penetrar estaba preparándose para convertirse en la
zona rosa de Lince, distrito donde se ubicaba el negocito de Tania. En otros
tiempos, los vecinos del lugar hubieran protestado a viva voz, saliendo a las
calles con pancartas y letreros en defensa de la moral del distrito. Sin embargo,
esos mismos vecinos, en esos tiempos, se hacían los de la vista gorda con la
prostitución ilegal. Luego de la instauración de la lectura obligatoria de
ensayos y novelas, la mente del ciudadano común renació y floreció. Cuando la
presidente promulgó la creación de zonas rosa en cada distrito de cada ciudad
del país, la gente aplaudió la medida. Las mafias se diluirían y el parroquiano
podría visitar a la señorita de su preferencia sin temor a que le robaran sus
pertenencias o lo estafaran ofreciéndole una mujer muy distinta a la que vio en
las redes.
Un
negro con cara de perro vigilaba la entrada a lo de Tania. Esto era nuevo, pues
el inmueble nunca tuvo seguridad. Muy probablemente, se trataba de una de las
normas exigidas a los prostíbulos de la nueva zona rosa. Hasta hacía muy poco,
para acceder al chongo de Tania, solo se tocaba el timbre del departamento 203,
se oía un “beep” y la puerta se abría. Ahora, los timbres habían desaparecido;
solo estaba el negro, parado delante del marco de la puerta, mirando hacia el
horizonte, imperturbable. De una de sus manos, mano grande, de dedos gruesos,
colgaba una novela del rey del suspenso setentero: Irving Wallace.
Disculpe,
voy al 203, le dije al negro.
Dejó
el libro sobre un banquito y me esculcó. Pase.
Subí
las escaleras. Ya estaba desesperado por apachurrarle las tetotas a Tania. La
puerta de rejas estaba cerrada. Me acerqué y golpeé la puerta de madera que
aquella resguardaba; el clásico tan, ta, ta, tan, tan… tan, tan.
Los dos o tres segundos que esperé hasta que me abrieron la puerta se me
hicieron eternos. Y es que cuando uno anda arrecho, el tiempo se alarga como la
gampi del negro guardián. Me abrió Tania. Asomó su cabeza por la abertura.
Comprobó que era yo, su fiel cliente, y la abrió completamente. Luego,
descorrió el cerrojo de la puerta de rejas y me hizo pasar.
Hola,
cholito. Pasa. Me tendió un piquito que no dudé en
corresponder. Estaba completamente desnuda y algo apurada. Espérame
aquí un ratito. Estoy ocupadita. De ahí, sigues tú, me dijo y se alejó
rumbo a su cuarto. Me dejó en la sala del departamento.
A los
pocos segundos, percibí una discusión que parecía provenir del cuarto de Tania.
Oí un “conchasumadre”. Enseguida, un chillido de Tania (¿o sería el de otra
mujer?) Luego, una botella que se hacía trizas. Se me aguó el culo y fui hacia
la puerta. Estaba cerrada con llave. Hija de puta. Tania (ya no cabía duda,
pues era su voz) pedía calma. Una chica de piel canela, que había salido de
algún otro cuarto, apareció en la sala. Vestía un hilo rojo. Las tetas las
llevaba al aire. ¿Qué pasa? ¿qué pasa?, me preguntó. Al notar que
conmigo no era la cosa, corrió al cuarto de Tania, desde donde los gritos y
forcejeos tomaban fuerza. Entonces, de ese cuarto, salió un tipo quien,
furioso, caminó hacia la puerta, hacia mí. Tania (aún desnuda), una morena
(también calata) y otro hombre (descamisado) emergieron del cuarto, quedándose
quietos debajo del marco de la puerta.
Eres
un maricón. Esto no se va a quedar así, gritó Tania.
Te voy
a buscar, conchatumadre, vociferó el hombre al lado de
ella. Fuera, mierda, contestó el otro, sin voltear a ver a sus
ofensores, frío de fríos. Continuó hacia la puerta. Yo me hice a un lado. Vi
que tenía una mano ensangrentada. El corte parecía no causarle dolor alguno.
Intentó abrir la puerta, y nada. Está cerrada, dije, muy bajito. Me
oyó y me fulminó con la mirada.
Abre
esta huevada, me ordenó.
No
vivo aquí, le respondí. Miró alrededor de la puerta y halló un botón
cerca. Lo presionó y se escuchó un disparo en la cerradura: la puerta se había
abierto. Antes de que abandonase el recinto, el hombre al lado de Tania
profirió una amenaza más: te voy a matar, huevón.
La
calma volvió a imponerse. El color chaufa me volvió a la piel. La chica color
canela que me había preguntado qué pasaba, volvió a su cuarto. Reconocí a la
negrita que había estado con Tania; era Valeria, la “cachera eléctrica”. Pasó
muy cerca de mí y se metió en un cuarto. La chica color canela, si la memoria
no me fallaba, era Leysi, la “cachera tubera”.
Ven,
papi,
me dijo Tania. Vamos a mi cuarto. Me acerqué. Le pregunté qué había
pasado. Ay, cholito, dijo, cerrando la puerta tras de sí, ya
sabes; hay que gente que no tiene palabra.
No
dije más. No era mi problema. Hacía mucho tiempo había aprendido a mantener la
boca cerrada en asuntos que no eran de mi competencia.
El
idiota ese que se fue iba a hacer un videíto conmigo. Se puso faltoso y ya ves;
armó un escándalo, agregó.
Empecé
a quitarme la camisa.
Oye, dijo
Tania, cambiando de tema, esta novela está muy buena; te la recomiendo.
Sobre su mesita de noche, al lado de un consolador, un rollo de papel higiénico
y un frasquito de alcohol, había un ejemplar de los cuentos de Edgar Allan Poe.
Interesante,
dije, sin atreverme a aclararle que el libro que me recomendaba no era una
novela sino una colección de cuentos. No quise parecer un sabelotodo.
Ay,
disculpa, volvió a decir; espérame aquí, ¿sí? Voy a darme
un baño rapidito y salgo. Espérame ¿sí?
Yo
sabía que Tania guardaba la plata que le pagaban sus clientes ahí, en su
cuarto, en uno de los cajoncitos de su velador; pero ella confiaba en mí, jamás
le robaría. Continué desvistiéndome. Dejé mi pantalón, la camisa, mis medias y
mi bóxer en un percherito de madera.
El
cuarto de Tania tenía espejos en lugares estratégicos: en el techo, en la
puerta, en las paredes; sobre todo, en la pared contigua a la cama de sábanas
rojas. Me miré en el espejo de la puerta. Había echado algo de panza. Las
exquisitas comidas de mi mujer, así como la ausencia de una mínima rutina de
ejercicios, me habían deformado el cuerpo. Afortunadamente, a Tania solo había
que pagarle sus setenta mangazos para que te cachase como si fueses un galán de
películas.
Me
miré la pichula; la tenía dura y palpitante ante la sola idea de que faltaba
poquito para que Tania me la mamase como si fuese un chupetín de fresa. De
pronto, la puerta se abrió violentamente. Era el hombre descamisado. Continuaba
sin camisa.
Huevón,
¿no quieres hacer un videíto?, me preguntó. Fijó la vista
en mi gampi. Tania, este pata la tiene más o menos, ¿no?
Tania
entró al cuarto. Seguía desnuda, pero la piel iba algo húmeda. Se pasaba una
toalla por las nalgas. También me miró la pichula.
Es mi clientito. Siempre viene. La
tiene más o menos, ¿no?
No sé,
chola. El otro huevón tenía el triple de esa huevada. ¿Duras o no duras,
compare?, me dijo el tipo.
Iba a
decir que sí, pero el tipo le puso cifras a su propuesta: Te vamos a
pagar cien luquitas por una hora de grabación. Vas a hacer un trío:
Tania, otra chica y tú.
Acepto.
No hay problema, dije.
Chola, dijo
el hombre, pásale la voz a la negra.
Tania
desapareció de la habitación y fue por Valeria, la “cachera eléctrica”.
Ya
vengo, chochera, dijo el hombre.
En
solo pocos minutos, el cuarto de Tania se convirtió en un rudimentario estudio
fílmico. Sobre la cama, dos potentes faros derramaban su blanco fulgor. Unos
collarines alrededor de aquellos ayudaban a concentrar el poder lumínico. El
tipo que me había contratado tenía pegada a la cara una cámara Canon. El calor
de las luces era disipado por un silencioso ventilador casero.
Ahí
estábamos Tania, Valeria y yo; desnudos, ellas encima de mí o, más
precisamente, encima de mi verga.
Vamos
a empezar con una mamada. Chicas, chúpensela como si fuera la última pinga
sobre la Tierra. Vamos.
Me
esforcé por no venirme pronto. Llevábamos ya una hora de grabación y había
suprimido las ganas de venirme hasta en cinco oportunidades.
Ahora
sí,
dijo el director; bota tu leche, compare.
El “bota
tu leche” me recordó al “bota tu ga”, grito de guerra de los seguidores del
payaso Chupetín Trujillo, viejo y popular personaje de las redes sociales que
había gozado de un apogeo inusitado hacía varios años.
Loco,
párate sobre la cama. Tania, Valeria, ustedes de rodillas y las bocas cerca de
la pinga. Cuando diga tres, se la empiezan a chupar de nuevo, pero esta vez
rápido y fuerte para que se venga el loco.
Valeria
la chupaba mucho mejor. Puse la mente en blanco y enfoqué mis pensamientos en
esas dos cacheras intentando sacarme los demonios de la pichula.
Ya, ya
falta poco, gemí.
Shhtt, me
cayó el director. Tania, cómete sus bolas. Valeria, sigue chupando. Ya
va a venirse el huevón, susurró.
Entonces,
la puerta del cuarto cayó sobre el director. Su cuerpo quedó inerte debajo de
ella. Las chicas interrumpieron la mamada y, como primer reflejo, quedaron de
pie sobre la cama, flanqueándome.
Reconocí
a quien acababa de derribar la puerta con tamaña virulencia. Era el tipo que
hacía unas horas se había largado del lugar entre los denuestos de Tania y las
amenazas del director. Todos quedamos demudados. Valeria, la “cachera eléctrica”,
quiso decir algo, pero el arma que el tipo sacó del cinto la arredró. Entonces,
el cañón de la pistola describió arcos horizontales de ida y vuelta, apuntándonos.
El intruso miró hacia la puerta y dedujo que su víctima se hallaba debajo de
ella. Con la mano libre, y de un gran tirón, descubrió el cuerpo del malogrado
director, que yacía boca abajo, inerte.
Vete, se
atrevió Tania. No tienes nada qué hacer aquí. Encima que ni
empezaste el video, te llevaste los cien soles. Lárgate. Ahorita viene la
policía.
Sin
siquiera mirarla a los ojos, le encajó un disparo. La bala, sañuda, se alojó en
el pecho de mi querida prostituta. Cayó al piso y no se movió más.
Valeria,
la “cachera eléctrica”, permanecía a mi lado. Es más, se disponía a usarme como
escudo la muy pendeja.
Yo me
preguntaba por qué chucha no se aparecía el gorila de la puerta del edificio.
¿No te
acuerdas de mí?, le preguntó el tipo a Valeria.
Valeria
tenía la mirada perdida en su inminente muerte. Putamadre,
pensé; si esta huevona no le hace caso, nos mata a los dos. Para
que volviera a la realidad, le di un golpecito con el codo. Nada. Seguía
abstraída.
Sandra,
te estoy hablando, carajo, ladró el tipo.
Entonces,
Valeria reaccionó.
¿Te
acuerdas de mí?, le preguntó el hombre.
Los
ojos de Sandra se cubrieron de terror al resurgir en su memoria los esqueletos
de su pasado.
Sí,
soy yo: José. ¿Ya te olvidaste de mí, pendeja?
José
babeaba de rabia: Yo me comí tu caca, pendeja, ¿te acuerdas?
***
Chupetín
Trujillo: ¿Qué nos vas a contar, Josesito? José te llamas, ¿no, papu?
José: Sí,
Chupetín, me llamó José.
Chupetín
Trujillo: Ya, papu, ¿qué nos vas a contar esta noche?
José: Puta,
Chupetín, mi soli; mira, yo quiero contarte de la vez que estuve súper templao,
cagao, que hacía tontería y media.
Chupetín
Trujillo: Uy, péate, péate, péate, déjame poner un fondo musical
apropiado para este tema, papu.
(El
payaso tipea algo en su teclado. Al poco rato, se oye “Corre” de Jesse y Joy.)
Chupetín
Trujillo: Ahora, sí, papu. Mándate con todo.
José: Puta,
Chupetín, yo tenía veinte años más o menos, y ella dieciocho años. Puta,
Chupetín, con ella fue la vez que más me enamoré y hacía huevadas. Le compraba
cualquier cosa que se le antojara. Puta, le cocinaba. Hacía de todo, Chupetín;
puta, un poco más y le besaba los pies delante de toda la gente. Pero ¿sabes
qué fue lo peor que hice?
Chupetín
Trujillo (tranquilo, mirando a la cámara de su celular, los lentes oscuros
ocultando sus ojos de ratón): ¿Qué?
José: Lo
peor que hice… Pucha, la amaba tanto, Chupetín, que un día… me comí su caca.
(Chupetín
está sorprendido. No era la típica historia del dolido enamorado que se arroja
de un puente, deja los estudios o se malquista con la familia por conservar un
amor; no, esta era una historia que prometía aumentar la ya exaltada sintonía
del famoso payaso trujillano, quien desde hacía unos meses conducía un espacio
desde su página de Facebook.)
Chupetín
Trujillo (fingiendo seriedad y contrición, se dirige a sus espectadores): Esto
es algo muy profundo.
José: Me
comí su caca, Chupetín, me comí su caca. Estaba templado, demasiado templado.
(Hay
una pausa.)
José: ¿Y
sabes cómo fue?
Chupetín
Trujillo: ¿Cómo?
José: Una
noche estábamos en un telo. Era nuestro aniversario. Habíamos hecho el amor tan
rico, Chupetín. Ella, además, me había entregado el chiquito, y yo sentía que
también tenía que hacer algo grande a cambio. Superar lo que hizo por mí. Así
que, mientras estábamos echados en la cama descansando de nuestro segundo
delicioso, le dije que yo haría lo que fuera por ella para demostrarle mi amor
puro y eterno. Y ella me dijo “en serio, ¿harías lo que sea?”, y yo “sí, en
serio, pídeme lo que quieras”. Y ella, luego de pensarla un toque, me dijo “a
ver, cómete mi caca”. Puta, en ese momento pensé “puta, ¿qué hago?”. No, pero
estaba tan templado, tan ciego, que lo hice. Le dije “ya, anda al baño,
ocúpate, y me avisas cuando termines”. Terminó, fui, agarré, ni siquiera estaba
durita, Chupetín, estaba blanda. Y, caballero, pe, probé su caca.
Chupetín
Trujillo: Tengo una duda, ¿lo comiste ahí o guardaste también en táper
para llevar?
José: No,
no, no lo guardé. Lo comí ahí, así, cerrao los ojos y ya. Ella vio y me dijo “ya,
sí, tú me amas”.
Chupetín
Trujillo: ¿Y?
José: Putamare,
a las semanas, o un mes más o menos, puta, me hizo cachudo, pe.
Chupetín
Trujillo: ¿Te sacó la vuelta? Eso quiere decir que tú fuiste un (el
payaso baraja el término que usará, se toma su tiempo) … un cagao.
José: Sí,
Chupetín, doblemente cagao.
Chupetín
Trujillo: Es verdad, doblemente cagao.
(Ahora,
el payaso le habla a su público.)
Chupetín
Trujillo: Ha sido una historia tremendamente profunda, de verdad; con
un sabor a mierda muy profundo.
José: Así
es, Chupetín. Es verdad. Cada vez que me acuerdo me da roche y mucha pena, pero
tenía que decirlo para todo tu público.
Chupetín
Trujillo: Claro, está bien. Este programa es para eso, para que ustedes
se liberen de sus traumas. Y yo te creo. Por eso vas a botar tu real y
prehistórico “ga”, pero de un modo diferente. Vas a decir “yo comí ca-gaaaa”.
(José,
casi llorando, se despide como dice el payaso, botando su “ga”, con la voz
trozada por la pena.)
***
¿Te la
cachaste?, me pregunta el tipo.
Todavía
no,
mentí, el cañón de su arma apuntándome al pecho.
¿Todavía
no?
José,
vete, por favor, la policía va a venir en cualquier momento,
intervino Valeria.
¿Tú
crees que a mí me importa que venga la policía? Igualito me voy a morir mañana,
cojuda. Pero antes de morir, te llevo conmigo, dijo el hombre, con
el arma aún proyectada sobre mí.
¿Y por
qué te vas a morir?
Porque
mañana me van a fusilar en televisión. Porque desde que el cabro que tenemos
por presidente dijo que lean yo no he leído ni mierda. ¿Entiendes?
Entendimos.
Yo entendí además que la cosa había sido siempre con Valeria. Deduje que
mientras se prestaba para la grabación del vídeo con Tania, José reconoció a
Valeria, su antiguo amor. Ella, obviamente, lo había olvidado por completo. El
tipo abandonó la grabación, seguramente obnubilado por el torrente de penas y
frustraciones que Valeria le había causado tiempo ha.
Comprendí
también que José estaba dispuesto a matar a quien se entrometiese en su venganza.
Mataría a Valeria y luego tomaría su propia vida. De cualquier modo, sería
fusilado en vivo y en directo en un par de días.
En
medio del terror que me había encogido la pichula y me remecía los esfínteres,
me di cuenta de que Valeria era otra. La vi decidida. Le había perdido el miedo
al arma de José. Su determinación me recordó un canto del famoso poema de
Alonso de Ercilla, La Araucana, texto que había leído hacía un par de meses. El
canto decía que el miedo era natural en el hombre prudente, pero el valiente
era aquel que lo asumía y lo vencía.
El
vibrado de mi celular en el perchero del cuarto distrajo la atención de José,
quien parpadeó y giró levemente la cabeza. Valeria aprovechó el descuido de su
examante y saltó sobre él, quien, desconcertado, disparó, pero no a ella, sino
a mí. Afortunadamente, la bala se clavó en la pared, muy cerca de mi cabeza.
Valeria, que había caído como un costal de papas sobre el hombre que se había
comido su caca, forcejeaba con aquel. El arma de José se había descolgado de
sus manos, perdiéndose de vista.
La
cobardía ha sido una de las características que comparto con el poeta islandés
Snorri Sturluson. Así que salté de la cama, descolgué mi pantalón y camisa del
perchero, chapé mis tabas, y salí corriendo del cuarto, medrosamente ajeno a la
pelea que allí ocurría. En la sala del departamento, al terminar de vestirme lo
más rápido que pude, se me enganchó la vista en un objeto que no había estado
allí antes. Era un ejemplar de La Araucana, de Ercilla, descansando plácidamente
sobre una silla. Carajo, pensé, Valeria sí que había estado
leyendo La Araucana. Mis respetos, carajo. Oí, entonces, los gritos de
auxilio de Valeria. Al parecer, José había logrado sobreponérsele y dominaba la
pelea. Armado de un valor literario inusitado, porque yo también había leído La
Araucana y no podía dejar que una lectora en ciernes se muera, así como así, a
manos de una bestia intransigente, busqué un objeto contundente. Una escoba,
no. Un ambientador en espray, tampoco. Una silla, menos. Entonces di con el
arma ideal; un televisor antiguo y potón. Lo desenchufé y lo levanté. Fui al
cuarto. Ahí estaba José sobre Valeria, aprisionándole las manos con las suyas.
Entré
y, antes de que José logrará levantar la mirada, le solté el televisor en la
cabeza. El idiota murió al instante. Valeria quedó inerte debajo del cuerpo de
su expareja, conmocionada por el cabezazo que él le dio producto de la
acción-reacción creada por el impacto con el televisor.
Me
vestí rápidamente y abandoné el departamento. Bajé las escaleras. Las piernas
me temblaban. Al llegar a la primera planta, vi al gorila; estaba muerto. Tenía
un cuchillo clavado en plena frente.
Ya en
la moto, me pregunté si mi mujer creería todo lo que acababa de sucederme. Le
pediría que me sirviese un poquito más de su lomo saltado para contarle.
***
El
joven va montado sobre su moto. El casco nos oculta la sonrisa con que viaja. A
pesar de los curiosos incidentes que vivió en el prostíbulo de Tania, va feliz:
salió indemne y lleva consigo una gran historia.
Toma
una avenida algo despejada a esas horas de la noche. Acelera un poco. Quiere
llegar pronto. Quiere cenar su lomito saltado. Entonces, alguien llama su
atención. Un auto rojo, un taxi, que se mueve a su derecha a menor velocidad,
va quedándose a la zaga. Sin embargo, logra ver a una niña que mira por la
ventana del vehículo. Es su hija. Al instante, los ojos se le humedecen y el
corazón se le encabrita. Hace dos meses que no ve a su niña. La mamá se lo ha
prohibido. ¿La razón? Ella no le tolera su nueva relación. El joven es un padre
amoroso, el mejor amigo de su hija, su maestro, su cómplice. Pero la madre no
soporta el saber que su aún esposo se encama y convive con otra mujer.
El
joven llama a su hija. Grita su nombre. Ella lo ve. Aguza la vista. Mami,
es papi, es papi, dice ella, feliz. La madre, entonces, oculta a la niña.
Le dice que se meta, que es inseguro que esté sacando la mano por la ventana.
El joven padre quiere ver más del hermoso rostro de su pequeña. Tiene la cabeza
volteada hacia ella y el auto rojo en el que viaja disminuye la velocidad
todavía más. La emoción desbocada que le altera las ideas le ha impedido pensar
en detener su moto, desacelerarla. Así las cosas, no se percata de que está a
punto de estrellarse contra la parte posterior de un camión de carga. La moto
se acerca al camión, y el joven ni cuenta; tiene el corazón partido y llora
más. El dolor es tremendo. Moto, camión, uno, dos, tres…