jueves, 27 de enero de 2022

Un País Feliz. Una Presidente Transexual en el Perú - Capítulo 12 (Novela de Daniel Gutiérrez Híjar)

 

El indio es, en el Perú, el elemento étnico constitutivo de la entidad nacional, es la materia prima de nuestra organización social.

 

Clemente Palma – El porvenir de las razas en el Perú

 

Entonces, ¿se casaría usted con un cholo?

Por supuesto, responde ella, sin pizca de duda. Solo que en el amor no se manda y no tengo pretendientes de esa raza.

Pero tengo aquí conmigo una copia de sus conversaciones con un tal Silvio, un cholo por donde se le mire, y es evidente que él la pretende.

No, imposible; el círculo en el que me muevo es de gente blanca.

Pero usted se luce con cholos, los abraza y los besa.

Es una de las muchas cosas que hago. La fundación que dirijo para sacar de la pobreza a los cholos es mi trabajo; es una de las tantas actividades a las que me dedico con pasión.

¿O sea que esos besos y abrazos son interesados?

Bueno, si no lo hago no podría llegar a más cholos. Esos besos y abrazos me permiten conseguir auspicios del extranjero; usted sabe, donaciones importantes que me permitan llevar cultura y prosperidad económica a los cholos de este país. 

A ver, muy bien; voy a entrar por otro lado: ¿Cuánto tiempo ha estado usted ayudando a los cholos?

Llevo algo de cinco años apoyándolos. Y continuaré ayudándoles sin fines de lucro para la organización que dirijo, a pesar de que cada día hay menos cholos pobres, gracias a las excelentes políticas de la presidenta, por supuesto.

Muy bien; lleva usted cinco años ayudando a los cholos, según acaba de decir. Entonces, le pregunto, ¿por qué en ese tiempo considerable no ha hecho usted un solo amigo cholo siquiera?

No sé. Supongo que porque los veo como parte de mi trabajo. Y yo no mezclo el trabajo con la asuntos privados.

¿Qué me dice, entonces, del pretendiente cholo que figura en sus conversaciones transcriptas?

No lo conozco.

Pero figura en…

Sí, pero no lo conozco. Ese cholo se ha conseguido mi número no sé cómo y desde hace un tiempo me acosa. Me acosa; que quede claro. Seguro usted ha podido ver que me ha enviado fotos de su… Me da asco mencionarlo. De solo imaginarme una cosa marrón y deforme, me dan ganas de vomitar. Usted puede verificar que cuando le he respondido a ese cholo, lo he hecho para reprocharle su conducta. Así que no me venga con cosas. Me voy. No tengo por qué estar respondiendo sus preguntas insolentes. He sido lo bastante amable como para haber llegado a este punto, pero mi paciencia llegó a su tope.

Los dos hombres que acompañan al investigador abren sus sacos y dejan ver las armas que ocultaban.

No se vaya, señorita Raffo; todavía no hemos concluido. Aún no le he confiado el encargo que la presidenta ha dispuesto para usted.

***

¿Listas las cámaras de la iglesia, carajo?

Sí, jefe, están listas. No reniegue.

¡Ya, pues; que empiecen a rodar! ¡Nos vamos a perder el “sí”!

Transcurren un par de segundos de angustiosa espera.

¡Carajo, las cámaras! ¡Me van a cortar los huevos si no pasamos esa parte de la ceremonia!

Ahí está, jefe. Ya está. Tranquilo.

Las pantallas del estudio registran ahora todos los planos posibles de los novios. El velo de la novia trasluce las características finas de su rostro. La cara del novio, por el contrario, posee riquitos rasgos fuertes; la nariz es ancha como guante de boxeador; la frente pequeña de australopitecus; la piel, marrón, como el color de la puerta de un comedor popular. Sin embargo, este rostro duro brilla como el de un niño al que se le acaba de conceder su más caro deseo.

El cura recita la consabida fórmula que unirá a los contrayentes a perpetuidad.

Acepto, dice el novio.

La misma pregunta que ha respondido el hombre debe ser ahora contestada por la novia. Ella demora unos segundos en pronunciar su respuesta, pero finalmente las cámaras de televisión y los circunstantes registran su sí, acepto.

***

Thalia no publica las fotos de su hijo; tampoco las que le hace Silvio. Sí publica, en cambio, los centenares de fotos en donde abraza y besa a otros niños también trinchudos y oscuros como su hijo. Aunque ella, eso sí, aclara en las leyendas que acompañan a las imágenes que aquellos dichosos niños son frutos de las cholas humildes que ella, Thalia Raffo, ayuda a progresar.  

Sus amigos más ladinos -que son los que odian en las sombras y, por eso mismo, odian mejor y con más sabor- han detectado que Thalia ya no besa y abraza a los cholos de las barriadas con la misma hipocresía de antes. Hay un distanciamiento que únicamente los entrenados ojos maledicentes pueden apreciar.

***

Esta es la sonata catorce para piano de Beethoven, indito feo, le dice Thalia al niño que ya balbucea sus primeras palabras. ¿Sientes algo? ¿Te transmite algo esta música? Thalia observa al cholito y no puede creer que no haya heredado una gota de su sangre italiana. Si ella misma no hubiese visto, aunque algo sedada como estaba, que ese niño salió de su vientre, no hubiera creído que fuera suyo. 

El niño dice claramente mamá, mamá. A veces dice tatá, tatá, tratando de llamarla por su nombre, alargando el bracito para procurarle una caricia en la mejilla.

El indio de tu padre te ha malacostumbrado a que muevas el culo con esa chicha que tanto le gusta a los cholos como él. Indios de mierda. Al menos quiero enseñarte qué cosa es arte, qué cosa es cultura. Oye bien; a ver, repite conmigo “Bee-tho-ven”, “so-na-ta”.

Suena el teléfono. Thalia se apresura a contestarlo. Es el chofer. Buenos días, señora, ¿está lista?

¿Lista? ¿Lista para qué?, dice Thalia, reconociendo para sus adentros, con rabia, que la nariz de rocoto de su esposo se ha replicado de modo exacto en medio de la cara del niño.

Para la sesión de fotos con el ganador de su beca, señora ¿Lo había olvidado usted?

Cierto, se me había pasado. Llama a Juana y que se quede con el niño. Te alcanzo en veinte minutos. Espérame en el auto.

¿Veinte minutos, señora? Pero llegaríamos muy atrasados, si me permite la observación.

Yo no voy a ir así como estoy. Tengo que arreglarme un poco. Las cámaras van a estar ahí y no quiero que me vean desarreglada como la sarta de cholos que inundará el lugar.

Comprendido, señora.

***

Jimena coge un frasco de alcohol y presiona el atomizador. Las gotitas van a dar sobre las planicies cutáneas que circundan al pene todavía duro de Silvio.

Un periodista me llamó ayer.

Silvio, con la palma de su mano, esparce las gotitas por toda la zona púbica, las pelotas y parte del tronco de la pinga. Se cuida de no tocar el glande. ¿Un periodista?, dice, mostrando una ligera curiosidad.

Sí. Me preguntó por ti. Quería saber desde cuándo nos conocíamos.

¿Y qué le dijiste?, dice Silvio, esta vez alarmado, descuidando sus afanes profilácticos.  

Que no te conocía, que no sabía de qué hablaba. Y luego colgué.

Silvio se ha vestido como si estuviese principiando un terremoto. Parado ante la puerta, antes de abrirla, dice: Será mejor que nos dejemos de ver por un tiempo. Si esto se llega a saber, no sé lo que pueda pasar.

También pienso lo mismo. Pero creo que es algo tarde, dice ella, revisando con cara de espanto su celular. Me está escribiendo ese hombre. Me acaba de enviar una foto de nosotros entrando a esta habitación.

¿A esta habitación o a este hotel en general?

A esta habitación, dice ella y mira con terror hacia la puerta, temiendo que detrás de ella esté parapetada ya toda una batería de fotógrafos y periodistas sedientos de escándalo.

Entonces, oyen unos golpes en la puerta y sienten que el corazón se les va a salir. Silvio retrocede cautelosamente hasta alcanzar la posición de Jimena. Sus pisadas las amortigua la alfombra del cuarto. Jimena quiere decir algo, pero Silvio la detiene llevándose un dedo a la boca. Aguardan. Esperan a que aquel que haya golpeado la puerta se rinda ante la ausencia de respuesta alguna. 

La puerta sufre un par de golpes más; uno muy fuerte y otro débil, como si el personaje afuera hubiese dicho ok, me voy; parece que no hay nadie.    

Una suerte de calma balsámica distiende los nervios de Silvio y Jimena a medida que se alargan los segundos que los separan del último y feble golpe en la puerta.

Sin embargo, al cabo de un breve tiempo de aparente calma, una ráfaga de balas destruye la puerta del cuarto. Silvio y Jimena se tiran al suelo. Unos hombres irrumpen en la habitación y, sin preguntar nada, le acomodan cierta cantidad de balas al cuerpo de Jimena.

Silvio, que tiene la cabeza enterrada bajo los brazos, llora como un niño, ahí, en el suelo, al lado de la cama. No se atreve a mirar lo que sucede a su alrededor.  Oye, con el temor cancerbero que le remece el cuerpo, unos pasos que se le acercan y se detienen delante de él. Su cabeza obedece con docilidad los movimientos de la suela de un zapato que se ha prendido de su frente. La suela se mueve hacia adelante y luego hacia arriba, exponiendo los ojos chinitos de Silvio a la confusión de humo y sangre que todavía reverbera en el ambiente.

Silvio, los ojos llorosos, enfoca la mirada en la testa del dueño del zapato, a la que parece ubicar en la cima de un robusto rascacielos.

No queremos volver a encontrarte en esta situación, Silvio. Si vuelves a apartarte de tu matrimonio, te garantizo que correrás la misma suerte de tu amiguita Jimena. No querrás eso, ¿no? Claro, lo sé. Nadie quiere eso. Cuídate mucho, Silvio. Te estamos viendo. No lo olvides.

El hombre da media vuelta y se retira. Otros pasos le siguen. Silvio ha enterrado nuevamente la cabeza y llora con profusión.

***

Thalia pela unas naranjas. Pudo haberle encargado esta tarea a su empleada, pero ha preferido hacerla ella misma. Desde chica le gustó mondar las naranjas que se comía. Las cáscaras le salían enteras, espiraladas, como un gran acordeón. A un lado de su gran cama, está su hijo, su “indito”, como le oyó a Quecha sin que ella, Quecha, se diese cuenta. Por culpa del “indito”, Thalia ya no tiene vida social. Nadie quiere ser amiga de la mamá de un indio.

Y cae sangre en la cama. Por primera vez, en una veintena de años, el cuchillo mondador se ha desviado de la acostumbrada ruta y le ha cortado un dedo. Maldita sea. Se siente hervir por dentro. Mamá, mamá, dice el pequeño, señalándole la herida o el cuchillo, esto no se sabe bien.  Mamá, mamá. El llamado constante del indito la altera. Mamá, mamá. Se chupa el dedo, succiona la sangre, y los ojos no se mueven del berreante infante que continúa llamándola, tratando de alcanzar - esto no se sabe bien- el cuchillo o el dedo que está siendo chupado.

¿Qué quieres?, le dice ella. ¿Quieres esto? Y le acerca el dedo chupado, al que a los escasos segundos le vuelve a crecer la gotita de sangre que luego se convierte en una mancha roja inundando de rojo la sábana blanca. ¿O quieres esto?, y le acerca el cuchillo mondador.

Las sábanas rojas, húmedas, son ahora la prueba del fracaso de la unión entre los seres humanos, son el cruento testimonio de que las razas en el Perú son edificios que corren paralelos hacia el infinito sin tocarse jamás.

***

Señor Silvio, ¿cómo se siente? ¿Qué opina de los hechos de sangre que han enlutado a su familia?

Silvio titubea ante el micrófono. Los labios se le tuercen. Quiere llorar. Es un hombre muy sentimental, un tipo que se quiebra cuando recuerda la pérdida del viejo reloj de su papá o del primer zapatito que usó su primogénito cuando fueron a aquella playa de gente blanca.

Perdónenme por haber amado a mi familia, dice Silvio y no puede hablar más porque la garganta se le ahoga en llanto.

La conferencia de prensa ha terminado, dice un oscuro personaje mientras Silvio es llevado tras bambalinas.

***

Los cholos dejaban de tener hijos y la pobreza desaparecía. Las ONG humanitarias alzaron vuelo sin retorno y no hubo más empeños de blanquitos por amar a los marrones del Perú. Las cosas adquirieron claridad.