El indio es, en el Perú, el elemento étnico
constitutivo de la entidad nacional, es la materia prima de nuestra
organización social.
Clemente Palma – El porvenir de las razas en el Perú
Entonces,
¿se casaría usted con un cholo?
Por
supuesto, responde ella, sin pizca de duda. Solo que en el amor
no se manda y no tengo pretendientes de esa raza.
Pero
tengo aquí conmigo una copia de sus conversaciones con un tal Silvio, un cholo
por donde se le mire, y es evidente que él la pretende.
No,
imposible; el círculo en el que me muevo es de gente blanca.
Pero
usted se luce con cholos, los abraza y los besa.
Es una
de las muchas cosas que hago. La fundación que dirijo para sacar de la pobreza
a los cholos es mi trabajo; es una de las tantas actividades a las que me
dedico con pasión.
¿O sea
que esos besos y abrazos son interesados?
Bueno,
si no lo hago no podría llegar a más cholos. Esos besos y abrazos me permiten
conseguir auspicios del extranjero; usted sabe, donaciones importantes que me
permitan llevar cultura y prosperidad económica a los cholos de este país.
A ver,
muy bien; voy a entrar por otro lado: ¿Cuánto tiempo ha estado usted ayudando a
los cholos?
Llevo
algo de cinco años apoyándolos. Y continuaré ayudándoles sin fines de lucro
para la organización que dirijo, a pesar de que cada día hay menos cholos
pobres, gracias a las excelentes políticas de la presidenta, por supuesto.
Muy
bien; lleva usted cinco años ayudando a los cholos, según acaba de decir.
Entonces, le pregunto, ¿por qué en ese tiempo considerable no ha hecho usted un
solo amigo cholo siquiera?
No sé.
Supongo que porque los veo como parte de mi trabajo. Y yo no mezclo el trabajo
con la asuntos privados.
¿Qué
me dice, entonces, del pretendiente cholo que figura en sus conversaciones
transcriptas?
No lo
conozco.
Pero
figura en…
Sí,
pero no lo conozco. Ese cholo se ha conseguido mi número no sé cómo y desde
hace un tiempo me acosa. Me acosa; que quede claro. Seguro usted ha podido ver
que me ha enviado fotos de su… Me da asco mencionarlo. De solo imaginarme una
cosa marrón y deforme, me dan ganas de vomitar. Usted puede verificar que
cuando le he respondido a ese cholo, lo he hecho para reprocharle su conducta.
Así que no me venga con cosas. Me voy. No tengo por qué estar respondiendo sus
preguntas insolentes. He sido lo bastante amable como para haber llegado a este
punto, pero mi paciencia llegó a su tope.
Los
dos hombres que acompañan al investigador abren sus sacos y dejan ver las armas
que ocultaban.
No se
vaya, señorita Raffo; todavía no hemos concluido. Aún no le he confiado el
encargo que la presidenta ha dispuesto para usted.
***
¿Listas
las cámaras de la iglesia, carajo?
Sí,
jefe, están listas. No reniegue.
¡Ya,
pues; que empiecen a rodar! ¡Nos vamos a perder el “sí”!
Transcurren
un par de segundos de angustiosa espera.
¡Carajo,
las cámaras! ¡Me van a cortar los huevos si no pasamos esa parte de la
ceremonia!
Ahí
está, jefe. Ya está. Tranquilo.
Las
pantallas del estudio registran ahora todos los planos posibles de los novios.
El velo de la novia trasluce las características finas de su rostro. La cara
del novio, por el contrario, posee riquitos rasgos fuertes; la nariz es ancha
como guante de boxeador; la frente pequeña de australopitecus; la piel, marrón,
como el color de la puerta de un comedor popular. Sin embargo, este rostro duro
brilla como el de un niño al que se le acaba de conceder su más caro deseo.
El
cura recita la consabida fórmula que unirá a los contrayentes a perpetuidad.
Acepto, dice
el novio.
La
misma pregunta que ha respondido el hombre debe ser ahora contestada por la
novia. Ella demora unos segundos en pronunciar su respuesta, pero finalmente
las cámaras de televisión y los circunstantes registran su sí, acepto.
***
Thalia
no publica las fotos de su hijo; tampoco las que le hace Silvio. Sí publica, en
cambio, los centenares de fotos en donde abraza y besa a otros niños también
trinchudos y oscuros como su hijo. Aunque ella, eso sí, aclara en las leyendas
que acompañan a las imágenes que aquellos dichosos niños son frutos de las
cholas humildes que ella, Thalia Raffo, ayuda a progresar.
Sus
amigos más ladinos -que son los que odian en las sombras y, por eso mismo,
odian mejor y con más sabor- han detectado que Thalia ya no besa y abraza a los
cholos de las barriadas con la misma hipocresía de antes. Hay un
distanciamiento que únicamente los entrenados ojos maledicentes pueden
apreciar.
***
Esta
es la sonata catorce para piano de Beethoven, indito feo, le
dice Thalia al niño que ya balbucea sus primeras palabras. ¿Sientes algo?
¿Te transmite algo esta música? Thalia observa al cholito y no puede creer
que no haya heredado una gota de su sangre italiana. Si ella misma no hubiese
visto, aunque algo sedada como estaba, que ese niño salió de su vientre, no
hubiera creído que fuera suyo.
El niño
dice claramente mamá, mamá. A veces dice tatá, tatá, tratando de
llamarla por su nombre, alargando el bracito para procurarle una caricia en la
mejilla.
El
indio de tu padre te ha malacostumbrado a que muevas el culo con esa chicha que
tanto le gusta a los cholos como él. Indios de mierda. Al menos quiero
enseñarte qué cosa es arte, qué cosa es cultura. Oye bien; a ver, repite
conmigo “Bee-tho-ven”, “so-na-ta”.
Suena
el teléfono. Thalia se apresura a contestarlo. Es el chofer. Buenos días,
señora, ¿está lista?
¿Lista?
¿Lista para qué?, dice Thalia, reconociendo para sus adentros,
con rabia, que la nariz de rocoto de su esposo se ha replicado de modo exacto
en medio de la cara del niño.
Para
la sesión de fotos con el ganador de su beca, señora ¿Lo había olvidado usted?
Cierto,
se me había pasado. Llama a Juana y que se quede con el niño. Te alcanzo en
veinte minutos. Espérame en el auto.
¿Veinte
minutos, señora? Pero llegaríamos muy atrasados, si me permite la observación.
Yo no
voy a ir así como estoy. Tengo que arreglarme un poco. Las cámaras van a estar
ahí y no quiero que me vean desarreglada como la sarta de cholos que inundará
el lugar.
Comprendido,
señora.
***
Jimena
coge un frasco de alcohol y presiona el atomizador. Las gotitas van a dar sobre
las planicies cutáneas que circundan al pene todavía duro de Silvio.
Un
periodista me llamó ayer.
Silvio,
con la palma de su mano, esparce las gotitas por toda la zona púbica, las
pelotas y parte del tronco de la pinga. Se cuida de no tocar el glande. ¿Un
periodista?, dice, mostrando una ligera curiosidad.
Sí. Me
preguntó por ti. Quería saber desde cuándo nos conocíamos.
¿Y qué
le dijiste?, dice Silvio, esta vez alarmado, descuidando
sus afanes profilácticos.
Que no
te conocía, que no sabía de qué hablaba. Y luego colgué.
Silvio
se ha vestido como si estuviese principiando un terremoto. Parado ante la
puerta, antes de abrirla, dice: Será mejor que nos dejemos de ver por un
tiempo. Si esto se llega a saber, no sé lo que pueda pasar.
También
pienso lo mismo. Pero creo que es algo tarde, dice ella, revisando
con cara de espanto su celular. Me está escribiendo ese hombre. Me acaba de
enviar una foto de nosotros entrando a esta habitación.
¿A
esta habitación o a este hotel en general?
A esta
habitación, dice ella y mira con terror hacia la puerta, temiendo que
detrás de ella esté parapetada ya toda una batería de fotógrafos y periodistas
sedientos de escándalo.
Entonces,
oyen unos golpes en la puerta y sienten que el corazón se les va a salir.
Silvio retrocede cautelosamente hasta alcanzar la posición de Jimena. Sus
pisadas las amortigua la alfombra del cuarto. Jimena quiere decir algo, pero
Silvio la detiene llevándose un dedo a la boca. Aguardan. Esperan a que aquel
que haya golpeado la puerta se rinda ante la ausencia de respuesta alguna.
La
puerta sufre un par de golpes más; uno muy fuerte y otro débil, como si el
personaje afuera hubiese dicho ok, me voy; parece que no hay nadie.
Una
suerte de calma balsámica distiende los nervios de Silvio y Jimena a medida que
se alargan los segundos que los separan del último y feble golpe en la puerta.
Sin embargo,
al cabo de un breve tiempo de aparente calma, una ráfaga de balas destruye la
puerta del cuarto. Silvio y Jimena se tiran al suelo. Unos hombres irrumpen en
la habitación y, sin preguntar nada, le acomodan cierta cantidad de balas al
cuerpo de Jimena.
Silvio,
que tiene la cabeza enterrada bajo los brazos, llora como un niño, ahí, en el
suelo, al lado de la cama. No se atreve a mirar lo que sucede a su
alrededor. Oye, con el temor cancerbero
que le remece el cuerpo, unos pasos que se le acercan y se detienen delante de
él. Su cabeza obedece con docilidad los movimientos de la suela de un zapato
que se ha prendido de su frente. La suela se mueve hacia adelante y luego hacia
arriba, exponiendo los ojos chinitos de Silvio a la confusión de humo y sangre
que todavía reverbera en el ambiente.
Silvio,
los ojos llorosos, enfoca la mirada en la testa del dueño del zapato, a la que
parece ubicar en la cima de un robusto rascacielos.
No
queremos volver a encontrarte en esta situación, Silvio. Si vuelves a apartarte
de tu matrimonio, te garantizo que correrás la misma suerte de tu amiguita
Jimena. No querrás eso, ¿no? Claro, lo sé. Nadie quiere eso. Cuídate mucho,
Silvio. Te estamos viendo. No lo olvides.
El
hombre da media vuelta y se retira. Otros pasos le siguen. Silvio ha enterrado
nuevamente la cabeza y llora con profusión.
***
Thalia
pela unas naranjas. Pudo haberle encargado esta tarea a su empleada, pero ha
preferido hacerla ella misma. Desde chica le gustó mondar las naranjas que se
comía. Las cáscaras le salían enteras, espiraladas, como un gran acordeón. A un
lado de su gran cama, está su hijo, su “indito”, como le oyó a Quecha sin que
ella, Quecha, se diese cuenta. Por culpa del “indito”, Thalia ya no tiene vida
social. Nadie quiere ser amiga de la mamá de un indio.
Y cae
sangre en la cama. Por primera vez, en una veintena de años, el cuchillo
mondador se ha desviado de la acostumbrada ruta y le ha cortado un dedo.
Maldita sea. Se siente hervir por dentro. Mamá, mamá, dice el pequeño,
señalándole la herida o el cuchillo, esto no se sabe bien. Mamá, mamá. El llamado constante del
indito la altera. Mamá, mamá. Se chupa el dedo, succiona la sangre, y
los ojos no se mueven del berreante infante que continúa llamándola, tratando
de alcanzar - esto no se sabe bien- el cuchillo o el dedo que está siendo
chupado.
¿Qué
quieres?, le dice ella. ¿Quieres esto? Y le acerca el dedo
chupado, al que a los escasos segundos le vuelve a crecer la gotita de sangre
que luego se convierte en una mancha roja inundando de rojo la sábana blanca. ¿O
quieres esto?, y le acerca el cuchillo mondador.
Las
sábanas rojas, húmedas, son ahora la prueba del fracaso de la unión entre los
seres humanos, son el cruento testimonio de que las razas en el Perú son
edificios que corren paralelos hacia el infinito sin tocarse jamás.
***
Señor
Silvio, ¿cómo se siente? ¿Qué opina de los hechos de sangre que han enlutado a
su familia?
Silvio
titubea ante el micrófono. Los labios se le tuercen. Quiere llorar. Es un
hombre muy sentimental, un tipo que se quiebra cuando recuerda la pérdida del
viejo reloj de su papá o del primer zapatito que usó su primogénito cuando
fueron a aquella playa de gente blanca.
Perdónenme
por haber amado a mi familia, dice Silvio y no puede
hablar más porque la garganta se le ahoga en llanto.
La
conferencia de prensa ha terminado, dice un oscuro personaje
mientras Silvio es llevado tras bambalinas.
***
Los
cholos dejaban de tener hijos y la pobreza desaparecía. Las ONG humanitarias
alzaron vuelo sin retorno y no hubo más empeños de blanquitos por amar a los
marrones del Perú. Las cosas adquirieron claridad.