Me
cubriré del agua
De
la mar y ya no he
Más
de morir
Y ya no he más
Luchito Hernández Camarero – Dicen que soy…
Tengo
solo diez minutos para salir y aún estoy sin ropa. Mi manía por tenerlo todo
controlado me ha obligado a coger una tijera filuda para podarme los pendejos.
No puedo ponerme un bóxer limpio encima de estos pelos que ya, sin darme
cuenta, han ganado volumen y longitud.
Corto
arriba del pene y alrededor de su base. Los restos caen y forman un entrevero
de caracteres chinos en el piso blanco del baño. Corto rápido; y la claridad de
la piel, que le va ganando terreno al enmarañado boscaje, me es tremendamente
satisfactoria.
¡Perfecto!
Los pelos quedan reducidos al mínimo. La tijera ya no puede hacer más. Sin
embargo, la tarea aún no ha terminado: los pelos de los huevos están intactos.
Los oigo reírse de mí: Ya no te queda tiempo para cortarnos. Seguiremos
creciendo así, retorcidamente, como alambres rebeldes, pegándonos a tus huevos,
haciéndolos sudar, reteniendo la humedad, propiciando aquel hedor que tanto te
gusta oler cuando zambulles la mano debajo del pantalón; no lo niegues.
Impelido
por tales burlas, reafirmo las tijeras en los dedos, cojo un sector del escroto
y, ¡zas!, de un plumazo, les extingo la vida a decenas de pendejos largos,
horribles, asquerosamente ondulados. ¡Zas! Otro tijeretazo y más pelos caen al
suelo con rotundidad. Son filamentos duros, pesados. No se dejan hamacar por el
aire. Caen como bolas de plomo, como cachetada de esposa engañada.
¡Zas!
¡Zas! ¡Zas! ¡Aaaaaauuuuuuuuu, mieeeeerdaaaaa!
Espesos
y diminutos círculos de sangre se mezclan con los nigérrimos jeroglíficos del
suelo. Me acabo de abrir la bolsa escrotal. Hasta creo que me he cortado un
huevo. No sé qué hacer. Desespero. Corro hacia cualquier lado. Aparezco en la
cocina. Veo la hora en la pared y una botella de pisco encima del refrigerador.
Tomo la botella y la pongo cerca del lavabo. Me empino para que los huevos
cuelguen sobre este. Abro el caño y vierto manotazos de agua sobre los
testículos. El agua se lleva la sangre que me continúa saliendo y me deja ver
la herida. Veo las glándulas y las venas que recorren mis huevos. Destapo la
botella de pisco y me echo todo su contenido, que es alrededor de la mitad,
sobre la boca que le hecho al escroto.
¡Aaaauuuuuuuuuuu,
mieeeeeeeeeeeerdaaaaaaaa!
***
Lo
primero que veo al despertar es un gran pedazo de vidrio. Giro la cabeza y veo
más pedazos, pero pequeños. Poco a poco, recupero la memoria. Y las fuerzas. Me
levanto, cuidando de no cortarme con los vidrios. El cuarto huele fuerte; a
pisco. Estoy con los huevos colgando, manchados de sangre. Miro la hora.
Entonces, recuerdo. La cita. Ya fue la cita. Ahora sí no me salvo de esta. Ya
deben de estar buscándome. Lo primero que harán será venir aquí. Este lugar ya
no es seguro. Voy al cuarto y me visto con lo primero que encuentro. Aunque el
corte ya no duele, me pongo el calzoncillo con cuidado. Cojo la billetera. Es
lo más importante. Siempre es lo más importante. Abro la puerta y… Muy tarde.
Me doy de frente con El Salsero. Ahí está. Me mira con insana satisfacción,
seguramente imaginando las torturas físicas que me aplicará. Lleva en la mano
su clásico maletín. El Salsero dice que mira qué casualidad, justo iba a
tocarte la puerta. ¿Qué pasó? ¿Cómo estás? ¿Puedo entrar?
Claro,
pasa, pasa, le digo con plena tranquilidad, aunque en mi cabeza se
entrechocan distintos planes para salir con vida de esta situación.
¡Upa!
¿Qué pasó? ¿Quién se peleó aquí?, nota socarronamente al ver
el estropicio sangriento y vidriado que el suelo le muestra con doméstica
resignación. ¿Te pusiste nervioso o qué? ¿Dónde está Carmela? ¿Carmelita? ¡¿Carmelita?!
No me digas que te reventó una botella cuando se enteró de tu milagrito.
Ella
no está acá, digo secamente, al tiempo que, con disimulo,
estudio sus movimientos. ¿Entrará a la sala? ¿Irá al cuarto? Parece que va a la
sala. Lo sigo. No hay nada a mi alcance. Si hubiera algo, ya se lo habría
tirado por la cabeza. Él, muy confiado, me da la espalda. No teme que pueda
hacerle algo. No me teme. No me respeta. Nunca me ha respetado El Salsero.
Se
sienta en el sofá. Extiende sus brazos en la cima del respaldo y cruza las
piernas. El maletín lo ha puesto a su lado.
Bueno,
hablemos.
Quedo
de pie delante de él; a unos tres metros. No hay nada cerca que yo pueda usar
como arma. Desde su cómoda ubicación, tiene el perfecto control de mis
movimientos y posibilidades.
Te
estuvimos esperando, compadre. Siempre te ha gustado que la gente te espere,
¿no? Disfrutas con esa huevada.
Permanezco
en silencio. Sus preguntas son retóricas. Puro chamullo antes de la tortura.
Él, como yo, me estudia, aquilata donde clavarme el primer golpe. Yo también
estudio cómo dejarlo fuera de combate antes de que se me venga con todo. Sé que
lo que me tiene preparado es grande y devastador. Si no me apuro, no habrá
marcha atrás y desapareceré de este mundo sin haber plantado un árbol, escrito
un libro o formado una familia. Tengo el reloj en cuenta regresiva.
Bueno,
basta de huevadas, entremos en materia: ¿Qué pasó? ¿Tienes mi encargo?
Lo
tuviera o no, mi fin estaba próximo. El Salsero no iba a tu casa a pedirte las
cosas a la buena; no, señor, pues luego de arrancarte lo que le pertenecía, te
torturaba. Además de hincharse de dinero, otra de sus pasiones era desaparecer
gente por las tuberías de la ciudad.
Vamos,
huevón, dame lo que es mío y deja de mirarme como cojudo.
Entonces,
me bajo el cierre y me desabrocho el botón del pantalón.
¿Qué
estás haciendo?
Me
bajo el pantalón y quedo en calzoncillo.
Oe, ¿qué
tienes, huevón? ¿Qué haces?
Me
bajo el calzoncillo y dejo al descubierto el pene y los huevos.
¡Pala
mierda! ¡Qué es eso, huevón!, dice, fijándose en la sangre
que me chorrea por entre las piernas.
Me
corté los huevos, le digo.
¿Por
qué, huevón?, dice, conteniendo las náuseas. La herida se
me ha abierto y supura. Se te están pudriendo los huevos, cojudo. ¡Aghh!
Tápate esa mierda.
Dentro
de mis huevos tengo lo que buscas, le digo.
¿Cómo?
¿Dónde?
Aquí,
dentro de mis huevos, le repito, con una calma que me sorprende.
¡Conchatumadre,
tápate esa huevada! ¡Voy a vomitar!
Y
vomita. Deja el piso regado de todo lo que había tragado ese día.
¿Cómo
chucha tienes mi huevada ahí? ¿Cómo llegó ahí, huevón?
El
Salsero no para de vomitar. Es mi oportunidad. Decido abrirme la bolsa escrotal
y terminar con su sufrimiento. Meto un índice en la herida y luego el otro. Con
ambos, estiro la abertura. Al contrario de lo que puede sospecharse, la acción
me provoca un dolor muy tenue. ¿Será el pisco que aún recorre mi cuerpo?
El
Salsero está ahora en cuatro patas. Empieza a vomitar sangre. A pesar de su
posición y del tremendo asco que lo ataca, no quita los ojos de mis huevos. No
quiere perderse un detalle de lo que estoy haciendo. Tremendo masoquista.
Entonces, decido ofrecerle un verdadero espectáculo.
Meto
más dedos en la abertura y atrapo el primer cordón que siento. Lo jalo. Es el
epidídimo que emerge a la atmósfera de esa habitación acompañado del conducto deferente.
Vuelvo a mirar al Salsero. Tiene los ojos en blanco. La cabeza se le despeña y
cae como plomo sobre el desastre orgánico que él mismo ha desparramado en el
suelo.
¿Está
muerto?