No temas, Zacarías, porque tu ruego ha sido escuchado:
tu mujer Isabel te dará un hijo, y le pondrás por nombre Juan.
San Lucas 1, 13 – La Biblia
Estoy
embarazada, idiota.
¿Estás
segura? ¿Ya lo confirmaste?
Claro
que ya lo confirmé, tarado. Tan segura como que me llamo Isabel Masías.
El
hombre se sienta en el sofá. Se toma la cabeza. El pelo largo se le filtra por
los dedos, como hilos de mercurio.
Me
salvé de hasta dos pelotones de fusilamiento y ahora vengo a caer del modo más
cojudo, dice entre dientes, pero la mujer alcanza a escucharlo y
le zampa un carterazo.
¡Cobarde
de mierda! Sabía que te esconderías como una rata. En eso, debo reconocer que el
cornudo de mi marido sí es un hombre de verdad. A su lado, eres un insecto. Mi
marido sí asume sus divinas cagadas, el muy santurrón.
El
hombre, como picado en el culo por un resorte rebelde en el sofá, se levanta
entusiasmado: ¿Sus divinas cagadas, dices?
Sí,
sus divinas cagadas, sus cagadas, al fin y al cabo. Aunque pocas veces la ha
cagado. Soy yo más bien la que lo para fregando. Y, a pesar de eso, me aguanta
con una paciencia admirable. El pobre ya no sabe qué más hacer para no molerme
a golpes. Porque, míralo, de un manazo puede matar a un toro. Aun así, nunca me
grita, mucho menos me golpea. Pero no sé cómo vaya a reaccionar ahora que se
entere o se dé cuenta de que otro estúpido me ha embarazado. Ahora sí me va a
matar. Y si no me mata a mí, te mata a ti. O nos mata a los dos, huevón. Es
un fanático religioso. Mucho más que tú. Ya lo conoces. Él buscará la venganza
divina.
No
estás entendiendo. Con eso de “divinas”, recordé lo santo que se cree tu
marido. En el culto, es insoportable, dice él, los ojos
refulgiendo de maldad.
Ahorita
no tengo cabeza para entender nada, idiota.
Cálmate,
entonces, para que me entiendas un ratito, dice él, haciendo un
gesto para que la mujer se tranquilice y se siente a su lado.
No me
voy a sentar, mañoso. Lo único que quieres es tirar. Si me siento, terminaremos
en la cama. Lo sé. A ti solo te importa eso. Es increíble la poca capacidad de
entendimiento que tienes. La poca empatía. No sé cómo has hecho para escaparte
de la muerte cuando saliste sorteado hasta dos veces para que te fusilen en
televisión. Porque si hubieras ido, y te hubieran hecho las preguntas del
libro, de hecho, te fusilaban. ¿Llegaste a leer algo?
No,
nunca. Nunca leí un libro y ya ves; yo estoy muy vivo aquí y el maricón de la
presidenta, bien muerto. Gracias al magnicida desconocido, esos tiempos ya
quedaron en el pasado.
Ya no
hay tanto pobre como antes. Le reconozco eso, dice la mujer.
Ya no
hay mucho, sí, reconoce él. Pero, ven, te voy a contar
qué vamos a hacer. Y luego, cuando veas que mi plan está de la putamadre,
querrás terminar conmigo en la cama un buen rato. Ya verás.
***
Zacarías
camina hacia el altar para colocar la ofrenda al Supremo. Su cuerpo hierve de
nervios y exultación al mismo tiempo. Esa última semana ha sido la mejor de su
vida. No solo fue ingresado en la Orden Restauradora de la Fe y la Abundancia
Espiritual -la ORFAE-, logro, ya de por sí, dificilísimo de conseguir, sino
que, al día siguiente de su inclusión, fue designado obispo, cargo cúspide en
la organización. Ello le otorgaba el exclusivo privilegio de realizar el ritual
de la ofrenda en la misma casa del Supremo -un ambiente hermético y fieramente
resguardado en el interior del templo-, en donde, se afirmaba, moraba el
espíritu del dios. Se sabe que el exobispo Urbina, en cierta ocasión en que,
como Zacarías ahora, presentaba la ofrenda en esa misma casa, el Supremo le
habló y profetizó que el presidente maricón sería asesinado y su legado de
oscuro racionalismo empezaría a sucumbir. Desde esa vez, el Supremo no había
vuelto a hablar con ningún otro mortal. El exobispo Urbina había sido comparado
con un Abraham, un Moisés o un Daniel.
Luego
de colocar la ofrenda en el altar, Zacarías se postra ante la imagen del
Supremo, quien parece recibirlo con los brazos abiertos. El obispo inclina la
cabeza y ora en silencio. Agradece el privilegio que se le ha concedido y el
retorno de la fe al país, luego de una época de libérrima y sangrienta
racionalidad.
Entonces,
oye una voz: ¿Hola?
Zacarías
da un respingo. Se supone que es la única persona en la casa del Supremo. El
acceso a ese espacio está prohibido para cualquiera, excepto para él. ¿Quién
pudo haber cometido el sacrilegio de hollar suelo sagrado? No se apena en lo
más mínimo por la futura suerte del intruso: una vez capturado, perderá la
cabeza física e indefectiblemente.
¿Quién
anda ahí?, dice con energía.
No
temas, Zacarías. Soy el Supremo. Te anuncio que tus ruegos han sido escuchados.
¿El
Supremo? ¿Mis ruegos? ¿Cuáles ruegos?, pregunta Zacarías,
desconfiado, indagando con sus ojos caídos la procedencia de la voz.
Soy el
Supremo, el dios a quien ahora mismo acabas de ofrecer ese delicioso cordero
ahumado. Me presento ante ti para exponerte que te he elegido el padre putativo
de mi Hijo el Salvador, porque reconozco y encomio el empeño que has puesto en
lograr que mi nombre y mi legado sobrevivan en esta sociedad de racionalismo y
sangre.
¿De
dónde me hablas?, dice Zacarías, continuando con la búsqueda
del origen de la voz. Mira hacia todos lados, sin disimular sus esfuerzos, pero
la búsqueda es inútil. No da con el parlante o dispositivo transmisor de la
voz. Parece como si ella surgiese de un punto en el espacio y de ninguno a la
vez.
¡Zacarías,
déjate de huevadas, y escucha!
El
obispo se sorprende. La contundencia de esas palabras es inequívoca. Solo puede
provenir de alguien tan puro y directo como el Supremo. Cero paseos, cero
hipocresías. Se arrodilla y abre los brazos, las palmas de las manos hacia
arriba. Te escucho, Supremo, implora, la cabeza gacha y los ojos
concentradísimos en hundirse en la oscuridad de sus adentros.
Zacarías,
tu mujer está preñada. Te dará un varón a quién pondrás por nombre Elías. Él es
el mesías que todo el mundo ha estado esperando.
Supremo,
perdona mi incredulidad, pero cómo será posible que mi mujer quede embarazada
si hace tiempo que el pene ya no me funciona. Solo una vez se me paró, y fue
cuando, desventurado de mí, accidentalmente vi a mi vecina desnuda. Creo que el
problema es que el cuerpo de mi mujer ha dejado de interesarme, Supremo.
¡Silencio,
sátiro! Olvídate de esas huevadas y préstame atención. Tu mujer está
embarazada. Punto. Así que cuidadito con dudar de la procedencia de ese niño,
¿ok? No querrás verme enfadado y mandando plagas mortíferas a todo el mundo.
Entiendo,
Supremo; mi mujer está embarazada y yo seré el padre adoptivo de tu hijo, oh,
gran señor, el padre adoptivo del mesías del mundo.
Zacarías,
arrebatado por la emoción de tan magno suceso, salta y se desplaza alocadamente
de un lado a otro del recinto, dando vivas y murmurando salmodias.
¡Arrodíllate,
huevonazo! ¡Quién dijo que te pares! Cuando se oye mi palabra, se permanece
arrodillado.
Ese
día, Zacarías perdió el habla.