Si alguien dice: “Yo permanezco en él”, debe portarse
como él se portó.
Primera carta del apóstol San Juan 2, 6 – Biblia
A
pesar de haber asesinado a doce curas, Alejandro Pizarro no fue ejecutado
sumariamente como cuando se atrapaba a un criminal en flagrancia. Por el contrario,
fue celebrado por la mayoría de un país que había empezado a descubrir el valor
de un hecho honesto fundamentado en un pensamiento racional.
El
cura Luis Cáceda fue su décimo segunda víctima, pero la primera que asesinó
públicamente, a vista y paciencia de los tres o cuatro feligreses que le
quedaban a la iglesia católica, una religión prácticamente desaparecida en el
nuevo país.
Las
familias de los once curas asesinados no habían logrado conocer la identidad
del cegador de las vidas de sus santos parientes. Habían velado los cuerpos sin
un rostro a quien culpar, sin una cara que maldecir. Ahora, esas mismas
familias, que veían por las pantallas de sus televisores, computadoras y
celulares el rostro de Alejandro Pizarro, empezaban a sentirse redimidas.
Los
noticieros se preguntaban qué había impulsado a Pizarro a cometer tales
atrocidades. La respuesta la dio el mismo Pizarro cuando Jerónimo Huertas,
reportero estrella del canal dos, ingresó en su celda y le formuló la
mentadísima pregunta.
Yo amo
a Dios, dijo Pizarro. Llevaba las manos y los pies enmarrocados.
A pesar de estar inerme, las autoridades consideraron de extrema precaución mantenerlo
inmovilizado durante la entrevista ya que, con sus solas manos, había cometido
todos sus crímenes, incluyendo el último, que fue atestiguado por la escasa
feligresía del cura Cáceda; escasa, aunque no por ello ajena al uso de los
celulares con los cuales transmitieron al mundo el estrangulamiento del
sacerdote. Y él nos dice muy claramente, continuó Pizarro, a través
de Juan en su primera carta que si alguien dice llevar a Cristo en sí, debe
portarse como él. ¿Usted no ha visto acaso con qué lujo visten estos curas?
¿Cuándo Jesús se vistió como ellos? Yo nunca he visto a un cura con la sotana
raída, sucia, como la del pordiosero que fue nuestro señor Jesús. Entonces, no
me hizo falta interpretar la palabra de Dios. El significado era contundente: acabar
con esa sarta de mentirosos.
¿Y por
qué mató al párroco Luis Cáceda delante de la gente? ¿Qué lo impulsó a salir
del anonimato?, dijo Huertas, el gesto juzgador, la mirada
penetrante, cuando hacía dos noches, en las postrimerías de las celebraciones
de su cumpleaños, rodeado de varias botellas de whisky, les había asegurado a
sus primos Julio Huertas y Pedro Chang que estaba totalmente de acuerdo con el
asesino de curas y que, no le cuenten esto a nadie, hic, hic, cuando lo
entreviste de aquí a unos días, abriré la conversación dándole mis más sinceras
felicitaciones. ¿Y si te botan del canal?, le preguntó Pedro Chang,
no tan alcoholizado como Jerónimo, pues en ocasiones anteriores el pegarse
fuertemente a la bebida le había ocasionado pérdidas de plata y celulares. Que
me boten, respondió Jerónimo. Me llega al pincho; yo soy consecuente con
lo que pienso. ¡Salud, carajo!
Alejandro
se tocó la barbilla. Deseó tener una pinza consigo para arrancarse
placenteramente los pelitos que, tercos, atravesaban los poros de su mentón. La
palabra del Señor, dijo, por fin. Su palabra me impulsó a salir a la
luz. Era parte del plan. En Marcos, cuatro veintidós, el Señor dice que si algo
se hace a ocultas es para que salga a la luz. Y salió a la luz la misión que me
encomendó.
Jerónimo
Huertas le hizo más preguntas y todas fueron contestadas citando la biblia. No
hubo más que hacer.
***
Luis
Cáceda, como todos los últimos días de la semana, se preparó rigurosamente
antes de dar la misa. Se vistió según mandaba el rito del particular domingo.
Lo auxilió el señor López, hombre de cincuenta años que se hizo monaguillo en
penitencia por haberle sido infiel a su mujer con la señora que les lavaba la
ropa. La felonía la descubrió su cuñado, quien no dudó en molerlo a golpes con
la escoba que encontró a mano. Luego, la esposa engañada, lo echó a la calle.
Tras unos meses de incertidumbre, el señor López se presentó en la iglesia y se
ofreció al servicio del Señor desde su laica posición. Llevaba diez años
oficiando de monaguillo y cinco acompañando al padre Cáceda. Sentía que sus
pecados habían sido redimidos por completo. Su mujer lo había aceptado de
vuelta en casa hacía tres años.
¿Dónde
está el anillo de la Presunción?, dijo de pronto el padre
Cáceda, con esa voz que parecía dar órdenes a toda hora.
El
monaguillo, haciéndose el tonto, preguntó que a qué se refería.
Al
anillo que se usa en el día de San Cornelio, tronó Cáceda, quien
no era muy afecto a darles explicaciones a sus subalternos. Cáceda quería
perfección, rapidez y sumisión.
El
monaguillo aún no tenía preparado el recurso verbal que largaría en el momento
en que el cura Cáceda se diese cuenta de la ausencia del anillo. Aquel estaba
seguro de que aún faltaban dos meses para el día de San Cornelio. Había equivocado
sus cálculos. Reunió aplomo y comenzó a bocetar alguna divagación.
Padre,
¿está seguro de que hoy es el día de San Cornelio? Creo que se equivoca.
Todavía faltan dos meses.
Cáceda,
tipo de paciencia nula, le encaja una cachetada de padre y señor mío. ¡So
pedazo de cojudo! Hoy es el día de San Cornelio. Ya, rápido, dame el anillo. Tú
eres el único pendejo que sabe dónde está. ¡Rápido!
El
monaguillo, sobreponiéndose al dolor de la bofetada, empieza a verbalizar la
excusa que le hubiera chantado al padre si éste descubría, todavía en unas
varias semanas más, la ausencia del anillo, que había sido pignorado en una
casa de empeños en el Centro de Lima. Con un cuarto del dinero recibido, el
señor López ingresó a su esposa en una clínica para que recibiera los primeros
tratamientos de un cáncer que pintaba muy mal. Con los tres cuartos restantes,
probó suerte en una casa de apuestas. Quiso triplicar el dinero. Entonces,
formuló dos arriesgadas apuestas. Cada una combinaba los resultados de tres
distintos partidos de fútbol. Ninguno de los equipos a los que López les había
augurado la victoria ganó. Aquellos tres cuartos de la importante cifra que
tuvo entre sus manos pasaron a engrosar el activo de las arcas de la casa de
apuestas.
Empeñé
el anillo, santo padre. Mi mujer necesitaba curarse de un cáncer y no tenía los
medios para someterla a un tratamiento. Yo le voy a recuperar el anillo en dos
meses, padre santo. Téngame fe.
Hijo
de tu putísima madre, estalla el padre Cáceda. La explosión llega
acompañada de una bofetada que le derriba un molar al monaguillo. En pocos
segundos, la túnica se le tiñe de un rojo intenso. Y ahora cómo voy a dar
misa sin el anillo, estúpido. ¡Anda, dime! El monaguillo, en veinte uñas,
busca la muela expulsada. Un minuto para salir, carajo. Límpiate rápido,
mierda. Tenemos que salir. Ponte mi sotana blanca y deja de lloriquear. Pero,
eso sí, cuando terminemos la misa, no te me vas a ningún lado; voy a llamar a
la policía para que se haga cargo de ti.
Pero,
santo padre, se atreve a porfiar el monaguillo, yo voy
a devolver el anillo en dos meses.
¡Cuál “dos
meses”, cojudo! Tú has robado, así de simple; sustrajiste algo sin que nadie se
enterara. Eso es robo. Ya sabes. No quiero seguir discutiendo. ¿Ya te pusiste
mi sotana blanca? Correcto. Salgamos.
El
monaguillo sale hacia el presbiterio. Lo sigue el cura Cáceda. Cuando llegan al
centro, ante la imagen de Cristo crucificado, se arrodillan y se persignan. El
monaguillo lleva dentro de la boca un pedazo de algodón que le retiene el
sangrado.
El
señor López y el cura Cáceda se colocan en las posiciones que dicta Roma y este
último dice: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. La
paz de Nuestro Señor…
Foto: El Confidencial
Y se
corta el formulismo porque un hombre, la mirada roja como la de los reyes
foscos, corre hacia el padre Cáceda con unas ganas locas de exprimirle el
cuello.
***
¿Por
qué no podemos fusilarlo, presidenta? El tipo ha matado delante de todos al
padre Cáceda y ha confesado ser el culpable de las muertes de los otros curas.
Algo debemos hacer, presidenta. A otros, por solo haber robado una bolsa de
pan, les hemos metido harta bala.
La
presidente no cede. No, de ningún modo. El caso del señor Pizarro es muy
distinto. Él ha hecho justicia como mucha gente aquí a la que se le ha dado la
autorización de matar a los criminales en plena ejecución de sus maldades. Los
curas que se ha despachado el señor Pizarro son culpables de deshonestidad. El
señor Pizarro lo ha explicado muy bien en sus alegatos, y creo que a todos nos
queda claro, ¿no? Se le cuidará en un recinto especial, pero tras un mes, como
mucho, será liberado. El señor es un héroe. No un asesino.
***
Esto
queda entre nosotros, le dijo ella.
No te
preocupes. No diré nada. Te pedí un favor y cumpliste, dijo
él.
¿Desapareciste
el cuerpo?, dijo ella.
Claro,
al día siguiente nomás, le aseguró él. ¿Nos volveremos a ver?
No lo
sé, Alejandro. No lo sé. Dejemos que la vida nos lleve por donde quiera y si
quiere que nos encontremos luego, pues lo haremos. Te quiero, lo
abrazó ella.
Yo
también, dijo él antes de partir.