No digo ¡Asumare!, pero digo ¡Conchesumare!, cuando compruebo hasta qué punto se ha deshumanizado la gente en esta ciudad. Supongo que esta comprobación puede extenderse allende sus fronteras.
Son las 2:05 pm. Ha terminado la hora del refrigerio y tengo que regresar a la oficina. Hago mi cola en el vestíbulo del edificio donde trabajo para ingresar en uno de los dos ascensores que me llevará la piso 6. Tengo un marciano en la mano, cuya longitud se acorta considerablemente luego de las apuradas mordidas que le doy1. En la otra, “Trilce”. Detrás de mí, las voces de una mujer y dos hombres hablan sobre la película “¡Asumare!” La mujer les dice que ya compró cuatro entradas para el pre-estreno. Está entusiasmada. Los hombres comparten su entusiasmo y aseguran que muy pronto comprarán también sus respectivas entradas. Están cansados de trabajar, dicen, les gustaría tomarse unas prolongadas vacaciones para ver más películas. Yo volteo ligeramente para verles las caras. Veo que los tres trabajan para la empresa en que yo trabajo. Lo sé por los fotochecks –con su código de barras- que cuelgan de sus pantalones. Éstos les dan, a las personas que los llevan, la apariencia de objetos o mercancías que llenan los almacenes de un supermercado. Noto que, en cierto modo, disfrutan de ostentar sus códigos de barra a la altura de la cintura. Se sienten orgullosos de estar “marcados”, “codificados”, como el envase de un insecticida o de un lavavajilla2.
Esto me hizo reflexionar: “Hay mucha gente, como los desdichados que conversan detrás de mí, que preferirían no llevar las vidas que llevan sino la de aquellos que mediante la música, la pintura, el cine o la literatura nos invitan a vivir vidas mejores y más nutritivas. Definitivamente, estos desdichados saben que sus rutinarios trabajos no son edificantes para nadie más, si acaso, solo para ellos mismos. Reconocen que vivirán y morirán sin haber movido el alma y la subjetividad del resto de personas. Habrán generado algún dinero –dinero que acabará esfumándose- para sus hijos o nietos, pero no habrán dejado otra huella más profunda en sus semejantes. Habrán vivido para el trabajo y muerto en el más vil y penoso anonimato. Sus vidas habrán sido perfectamente intercambiables, remplazables. Vidas anodinas y fútiles.”
Enseguida, la mujer les cuenta que las entradas que ha comprado les permitirán ver la película, a ella y sus invitados, en pantalla HD. “¿Qué, ya hay pantalla HD en los cines?”, inquiere, sorprendido, uno de los hombres. “Claro”, dice la mujer y el rollo se extiende por los amplios corredores del tema tecnológico. La conversación versa ahora sobre los televisores: el mío tiene conexión a internet, el mío te dice a qué hora debes ejercitarte y te sintoniza canales de aeróbicos, el mío tiene una pantalla tan clara que puedes verles los chupos, barros y espinillas a la gente de la farándula.
Entramos en el ascensor. La mujer y los hombres son los últimos en ocuparlo y están, por eso mismo, más cerca de la puerta, que ya se cierra. Yo estoy detrás de ellos. Prefiero no verles la cara y trato de concentrarme en los versos de “El traje que vestí mañana no lo ha lavado mi lavandera. Lo lavaba en sus venas otilinas, en el chorro de su corazón, y hoy no he preguntarme si yo dejaba el traje turbio de injusticia”. Pero es imposible. Continúan conversando sobre sus televisores todistas3 y gigantescos.
Esto me hizo reflexionar: “Gracias a Dios, no siento mucho apego por el animal humano. Por eso como, camino y vivo, manteniéndome al margen de esa bestia que pulula por el mundo. ¿Para qué dejaría mi libro a un lado y me uniría al hombre en un almuerzo de camaradería? ¿Para oír sus estupideces sobre qué televisor me procuraría mayor solaz? ¿Así se entretiene esa bestia? ¿Con un televisor y un celular? Ni loco cambiaría la compañía de Vallejo por la de uno de esos animales que ven en la obtención de un automóvil de lujo y de un departamento en La Molina el non plus ultra de la realización personal. Mil veces me quedo con Vallejo, quien hasta el último de sus días vivió viajando en tranvía, allá en París; que durmió en las bancas de los parques, que viajaba siempre colgado de los pasamanos del tranvía para no gastar sus posaderas en los asientos.”
Piso 6. Acá bajo, pienso. Se abre la puerta del ascensor. La mujer y los hombres continúan enfrascados en sus hondas disquisiciones. “Permiso, por favor”, les digo, para que abran un espacio por el cual pueda salir. Pero no digo “permiso, por favor” como una salmodia, como si fuera una fórmula. Lo digo con la entonación y cariz de una súplica cordial y amable, como si les pidiera perdón por existir e interrumpir sus elevadas chácharas. Sin embargo, ellos, que tienen un inmenso espacio adelante, apenas si se mueven. Ni me miran. Prácticamente, tengo que escurrirme entre ellos para abandonar el ascensor. Se cierra la puerta del ascensor y yo quedo desconcertado. Esta gente de mierda está tan desconcertada con sus televisores y sus celulares ahítos de Facebook, Messenger, y demás huevadas, que ya han olvidado darle la importancia correspondiente a la expresión cortés: “por favor”.
Notas de pie de página:
2. Estos dos elementos son los que uso frecuentemente en la casa en la que vivo con Wendy y Morgana. Yo estoy encargado de lavar los platos y, los fines de semana, de limpiar el baño. Wendy está encargada de cocinar todos los días. Morgana está encargada de hacernos la vida más llevadera con su infinita dulzura. Antes de entrar en la cocina para efectuar el minucioso lavado de platos, mato con el insecticida a las cucarachas que ya merodean por los platos. El departamento es viejo y, por ende, la cuna de pequeñas cucarachas. Antes, eliminaba a las cucarachas quemándolas. Luego, me di cuenta de que ese método era poco conveniente porque quedaban muchas cenizas regadas por las mayólicas blancas. Además, en cierto modo, aspiraba las emanaciones de las cucarachas, lo cual, pensándolo bien, no resultaba muy agradable. Más agradable es respirar el veneno del insecticida. Una vez despejada la cocina de la presencia molesta de esos insectos, lavo con meticulosidad cada plato, taza, olla o cuchara. Pongo especial cuidado cuando lavo el biberón de Morganita, a quien suelo llamar Muyu, Mogana, Morganuda, Morguis, Moyis, según se me antoje.
3. Llevado por la verborragia, acuño este término para referirme a aquello que hace todo.
interesante.. me guardo mis criticas..
ResponderEliminarThat is bullshit mate.. we are not too different to those zombies... Otherwise, we will be doing some other jobs.. or even better not working at all. I reckon I would get high every day if I didn´t have to work. You would probably have finished your shitty novel . by the way, I am looking forward to reading it. At least, you look like a poor writer or maybe like a sucessfull brothel manager and I will keep growing my hair until it will be long enough to get some dreadlocks. cheers,
ResponderEliminarNasir