lunes, 10 de marzo de 2014

300: El nacimiento de un imperio

Es domingo. Estoy enfrente de la laptop. La página del procesador está en blanco. No sé sobre qué escribir. Sería estupendo si no escribieras nada, piensan mis amigos de la oficina. Sería formidable que nos cayeran más y más planes de minado para desarrollar, piensan mis amigos de la oficina. Trabajaríamos en ellos día y noche, 24/7.

Daniel, ¿tienes algo qué hacer más tarde?, me dice mi mamá. Sí, tengo 30 años y todavía vivo con mi mamá. Seguramente no soy un buen ejemplo para las jóvenes promesas de la oficina. No, mami, ¿por qué? Para que lleves a Cesitar a ver la segunda parte de “300”. Estoy a punto de decirle que no tengo dinero para comprar entradas para el cine porque los gastos del colegio de mi Morgana me tienen apescuezado. Pero ella continúa: Aquí están las entradas. Es en el Cineplanet de Plaza San Miguel. A las 7 y 15. Cuando tomo las entradas, me percato: ajá, y en 3D.


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Cesitar es uno de mis hermanos menores. Su parte favorita de la Historia es “Grecia antigua”. Desde que vio “300”, quedó totalmente encandilado por las hazañas de aquel puñado de espartanos liderados por Leónidas. Aquellos tenaces guerreros, acorralados en las Termópilas, fueron aplastados por las cuantiosas huestes de Jerjes. Prefirieron morir de pie a vivir genuflexos.

Otro de los tópicos favoritos de lectura de Cesitar es Alejandro Magno, el macedonio redentor de la cultura griega.

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Llegamos con diez minutos de antelación. Hacemos la consabida cola. Mi hermano está emocionado. Me comenta los trailers que ha visto de la película. Está ansioso por armar el rompecabezas que tiene en la cabeza.

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La primera película que vi en 3D fue “Viaje al centro de la Tierra”. La vi con Cesitar en un cine de Larcomar, allá por aquellos días en los que empezaba a tener más dinero del que jamás hube tenido antes, aquellos días en los cuales ese dinero me hacía sentir poderoso, días en los que mi mente alucinaba que era mejor quien tenía más dinero, quien tenía un iPod o veía una película en 3D.

Ahora las cosas han cambiado. He leído a Hesse. Estoy loco, no tengo dinero (ni quiero tenerlo) y disfruto mucho más de la vida.

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Educo a mi hermano en las mañas del buen cinéfilo: una vez que pasemos la revisión de los tickets, corremos y empujamos a todo el mundo para agarrar los mejores asientos (los del medio de la sala hacia arriba). La cola se acaba luego de que nos revisen los tickets, luego todo se convierte en tierra de nadie. ¿Entendiste, Cesitar?
Pero mi consejo no se pone en práctica porque luego del control de tickets sigue la entrega de los lentes 3D. Ergo, la cola continúa.

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No hubo necesidad de atropellar a nadie. Encontramos buenos asientos. Nos damos el lujo de escoger. Bueno, mi hermano se da el lujo de escoger. Yo ya estoy viejo para estar escogiendo algo. La vida me ha enseñado a apreciar y acoger todo lo que ella me dé, sea eso malo o malo.

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“300, El nacimiento de un imperio” está basada en los hechos ocurridos en la batalla de Salamina, enfrentamiento que protagonizaron griegos y persas (los primeros, defendiéndose de la invasión; los segundos, tratando de expandir sus territorios). Temístocles, héroe heleno, logra unificar a los estados griegos y, ensalzando la memoria de Leónidas y los 300 mártires, crea un ejército feroz y pundonoroso, que obliga a Jerjes a poner pies en polvorosa. Si bien la película se toma algunas licencias históricas (nos presenta a una Artemisia algo alejada de lo que el gran historiador Herodoto nos ha contado), cumple su cometido: transmitirnos la crueldad con la que se libraban esas batallas a espada limpia.

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Hay sangre, materia, decapitaciones, brazos que vuelan, piernas que ruedan, cabezas que rebotan, intestinos que serpentean, huesos que se quiebran y flechas que convierten a los cuerpos en dignas copias de quesos suizos. Los efectos son reales, lentos, minuciosos. Sospecho que en unos años no solamente se nos entregarán los consabidos lentes 3D sino también cubiertas o forros para evitar que nos salpique la sangre de las pantallas. No falta nada. Cada día nos insensibilizan más. Los noticieros mañaneros hacen su parte del trabajo cuando nos muestran a los cadáveres atrapados debajo de una llanta o a los cuerpos agujereados por un nutrido grupo de balas asicariadas (si me permiten el neologismo).     

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Garúa. Estamos en el paradero esperando el bus. Mi hermano está fascinado por la película. Todavía no comprende cómo Temístocles y Artemisia pudieron intimar con tal violencia (los que han visto la película saben a qué me refiero). Yo me alucino Temístocles. Un Temístocles cholo, pero Temístocles al fin y al cabo. Y veo el bus que se acerca a toda velocidad, rompiendo la fina garúa que cubre las pistas de la calle Dintilhac. Y alucino que ese bus es un barco persa que viene a por nosotros, y le digo a mi hermano: Agárrate fuerte, Cesitar. Vamos a embestir al enemigo. ¡Ah-hum, ah-hum!


miércoles, 5 de marzo de 2014

Integración 1.0


Llegamos tarde. Era poco más de la una. Hacía calor, pero el día estaba nublado. Teníamos hambre.
Estuvimos esperando medio día en la oficina. A pocas cuadras de ella, sabíamos que los chicos de Minas, Geología y Laboratorio la estaban pasando bien. También queríamos pasarla bien. Cuando mi hermano me dijo que faltaban diez minutos para la una, decidí que ya era tiempo de que nos uniésemos al grupo. Choripanes, anticuchos, papas sancochadas, picarones,…, y cerveza (50 litros). Demasiada tentación para un par de chicos hambrientos y sedientos.

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Unas manos gigantes y coloridas se precipitan sobre unos carteles regados aleatoriamente sobre el suelo poco poblado de pasto. Eso pasa cuando arribamos al Lawn Tennis. Risas, algarabía, zambra. Confirmado: los muchachos de Minas, Geología y Laboratorio la están pasando bien. Me siento sobre unas gradas y empiezo a cambiarme de ropa. También quiero jugar. Oigo por ahí que es el último juego de la tarde. Luego pasaremos a degustar del rico almuerzo, dice alguien con micrófono. Lástima: habían culminado los juegos. Igual me cambio. La ropa de la oficina no combina con este clima de divertimento.

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Luego de un rato, me encuentro con Ernesto, joven trabajador del área de “Gestión de Personas”. No lo conocía. Alguna vez lo había visto, pero jamás habíamos tenido la oportunidad de conversar. Al menos, podía reconocerlo vagamente por la foto del correo corporativo. A mí nadie me reconocería por la fotografía que circula de mi cara en la intranet de la empresa: salgo feo. En persona, soy más feo todavía.

-¿Ernesto? Hola, ¡qué tal! Muchas gracias por el comentario del post sobre don Alberto-le digo. Los ojos de Ernesto están cubiertos por unas gafas de lunas azules. Me veo reflejado en esos espejuelos. Mi reflejo me traba las ideas. Desbarro.

-Ah, eras tú. No, no tienes por qué darlas, D. Estuvo interesante. ¿Y por qué no publicas algunos de los cuentos de tu libro?

-No, ni hablar. Esos cuentos son demasiado malogrados como para colgarlos en la página de la empresa. Además, ustedes (Patty y él) ya se pasaron de generosos al permitirme colaborar con artículos que seguramente no son del agrado del grueso de la gente de la empresa. Tú sabes, yo imagino que la gente quiere que se posteen artículos sobre gerencia, ingeniería, no sé, cosas que sirvan-. Era cierto, me sentía terriblemente agradecido porque Patty me permitiera publicar mis desvaríos, pero también sentía que era una gran frescura de mi parte endilgarles mis fantasiosos textos al esforzado staff de ingenieros de la empresa, ingenieros que jamás perdían el tiempo en el Facebook o en el Twitter.

-No, no te preocupes. Pero, a mí me gustaría leer tus cuentos.

-Claro, Ernesto. En estos días te paso un ejemplar.

-¿Sabes? Yo también escribo. Escribo poesía. También, tenía un blog, pero lo dejé por falta de tiempo.

-¡Qué bacán!-exclamo (en un lugar habitado principalmente por ingenieros es algo difícil encontrarse con gente que escriba cosas que no sean solo informes)-. Para ser poeta uno debe tener cierta…-y, demonios, no encuentro la palabra. Las lunas de sus gafas, que me devuelven mi reflejo de muchacho feo, me desconciertan. El reflejo me obnubila-. Deben tener cierta…-y no se me viene ninguna palabra. Ernesto espera que termine mi comentario. La espera sobrepasa los dos minutos. Se le nota impaciente. Pensaría: ahora cómo salgo de esta conversación-. Bueno –digo, al fin-, a ver si un día de estos te paso mi libro-concluyo. ¿Y así me considero un lector? ¿Dónde se ha visto que un lector se quede sin palabras, sin vocabulario?

-Claro. No hay problema-dice Ernesto y se despide, se mezcla con el grupo de muchachos que acaba de concluir las actividades de esparcimiento, las cuales habían empezado aproximadamente a las 10 de la mañana.

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Hay mesas y sillas que se guarecen del sol (que hace pocos minutos se acaba de apoderar del cielo de Jesús María -¿o estamos en el Centro de Lima?-) gracias a un extenso toldo. A un lado están las viandas y, al costado, el lugar más concurrido en esos pocos metros cuadrados: el shop de cerveza; una caja metálica por uno de cuyos lados emerge un grifo controlado por una palanca negra. Un shop de cerveza cuyos cincuenta litros tendrían que cumplir la función de manumitir la espontaneidad y jovialidad de las almas allí reunidas.

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Geólogos con geólogos, mineros con mineros, laboratoristas con laboratoristas. Los juegos parecen no haber derribado las barreras profesionales, digámoslo así, las barreras creadas ya por una afinidad pretérita, conocida. 

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Empieza la comilona. Algunos pocos (muy pocos), bien porque tienen que conducir o bien porque cumplen una arcana promesa, beben únicamente gaseosas, desdeñando la cerveza que otros (los más) consumen con avidez y no poco entusiasmo. Hay alegría (y quién no se sentiría alegre, alborozado, comiendo y bebiendo en horas en las que correspondería trabajar) en las mesas, pero seguimos con los geólogos y geólogos, mineros y mineros, laboratoristas y laboratoristas.

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No sé de dónde sale la idea, pero una manada de gente se dirige hacia el campo de juego ubicado en un extremo del Lawn Tennis. Una pelota de fútbol es conducida por un quimboso jugador hacia dicho campo. OK, vamos a jugarnos una pichanguita, ¿pero con mujeres? Perfecto, me digo y corro hacia el campo. Llegó la hora de la integración, pienso.  

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Hay una veintena de personas corriendo tras un balón (yo estoy muy pesado, fuera de forma, fuera de combate y elijo ubicarme debajo de uno de los arcos de la cancha. Los arqueros de pichangas generalmente son los jugadores que hemos caído en la obsolescencia, pichangueros venidos a menos), todas tostándose bajo el sol que ahora brilla furioso y hace que muchos sudemos copiosamente. Se me vienen a las mientes (Marco Aurelio Denegri suele emplear esa locución verbal cuando quiere expresar que acaba de recordar algo) las palabras de mi abuelita Bertha: Sudas como un caballo. Sí, sudo como un caballo, y ahí estoy, debajo del arco, pasándome innumerables papeles toalla por la testa, el cuello y la cara.
Sin embargo, interrumpo el restañamiento de mi sudor porque se ha armado, enfrente de mí, un poderoso grupo de cuatro agradables damas cuyo objetivo es vulnerar mi desguarnecido arco. Son unas fieras. Juegan al fútbol mejor que nadie. A duras penas (con mucha suerte) detengo sus furibundos disparos. Luego, mi resistencia eclipsa y el arco es de ellas. Ganan el partido. Pierdo (como siempre), pero siento que me he integrado con aquellas cuatro damas, pues conversábamos mientras los defensas y volantes de su equipo armaban meticulosamente las jugadas maestras que terminarían en centros envenenados y dirigidos al corazón del área, que yo vagamente defendía, para que las goleadoras damas aumentasen el score.

Siento que el partido ha logrado aquello que los juegos tempraneros no. Este improvisado match ha conseguido que, al menos en mi caso, conozca el nombre de las cuatro damas que casi me perforan el cuerpo con sus furibundos y certeros disparos.

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Estamos en las mesas, sentados. Los incorregibles seguimos exprimiendo de la cajita plateada mililitros y mililitros de cerveza. No toleramos ver nuestros vasos plásticos vacíos. Ahora, el ánimo es distinto, los integrantes de Minas, Geología y Laboratorio se muestran ávidos de integración. Cada grupo todavía permanece en sus respectivas mesas, pero ahora la gente voltea la cabeza buscando al compañero con el que congenió muy bien durante la pichanga.

Cuando el reloj se acerca a las 4, Minas, Geología y Laboratorio (bueno, los pocos que aún quedábamos en el terreno) nos unimos en una sola gran mesa. Alguien dice foto, foto. La gente (un solo grupo ya) se acomoda ante la cámara, lista para perennizar aquel momento.



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Camino a casa. Recorro con mis gastadas suelas las entrañables y siempre atosigadas veredas de la avenida Wilson. Se me ocurre que si nos daban dos horas más, la integración hubiera sido completa y no hubiéramos dejado ni una gota de cerveza en aquella bienhechora cajita de metal.

Fue una tarde memorable. Mis brazos están rojos. Con toda seguridad se me descascará la piel el domingo. Ojalá se acuerden de mí aquellas simpáticas damas productoras de infinitos goles. Quiero continuar con la integración. Y no estoy dispuesto a esperar dos meses para ser parte del próximo evento. Caray, si al menos hubiera anotado el número celular de alguna de las damas, me lamento mientras paso cerca de la fachada de un vetusto edificio.