Había
llegado el momento: estaba frente a frente con el señor que decidiría mi
suerte. Una lámina de vidrio nos separaba. La comunicación se lograría a través
de un achacoso intercomunicador.
Ningún
recuerdo o imagen vino a mi mente, como suele pasar cuando uno se encuentra
debatiéndose en lo que podría ser el suceso más importante de su vida. No, no
recordé ni rememoré absolutamente nada. Solo me repetía que tenía que estar
tranquilo. Expulsar los nervios. Que me dejen de sudar las putas manos.
*
Salí
de la casa a las seis y media de la mañana. Había discutido ligeramente con mi
esposa, aunque nos calmamos y nos fundimos en un abrazo después. Me deseó
suerte. Nunca he tenido suerte, le dije. Claro que la tienes, sino mira, me dijo
y señaló una foto de nuestra hija. Por eso, le respondí, en Morganita gasté
toda mi suerte.
Desde
la cumbre de uno de mis libreros, San Judas Tadeo observa la escena desde atrás
del vidrio que protege su urna. Lo toco con mi índice y mi anular. Gracias,
susurro.
*
Qué
atrevido e insolente es andarle pidiendo cosas a Dios. A Dios solo se le
agradece por lo que nos dio, nos da, y nos dará. Que se haga siempre Su
voluntad. Cuando pedimos corremos el riesgo de convertir a Dios en un simple
amuleto de la buena suerte. Evitemos pedir y solo agradezcamos.
*
Caminar
hasta la Bolívar. Llegar al paradero de la cuadra diez. Un sol hasta Arenales
con Cuba. Alcanzar la Arequipa. Caminar tres cuadras hasta alguno de los
paraderos autorizados del Corredor Azul. ¿Cuánto es el pasaje, maestro? Sol
veinte. Bajar en Angamos. Chapar una combi hasta el puente Primavera. Caminar,
bajo un sol implacable, veinte cuadras hasta la Embajada de los Estados Unidos.
Ocho y cuarto de la mañana. Llegar a la Embajada. Buscar algo de sombra. Es
fresco aquí, bajo la copa de este árbol joven y delgado.
*
Mi
entrevista está programada para las diez y media de la mañana. Estoy a dos
horas de esa hora, acodado en uno de los grandes maceteros de la Embajada, viendo
cómo funcionan las colas, tomando tiempos.
La
primera cola (fila 1) es la más nutrida. Debes formar parte de ella media hora
antes de tu entrevista. Después del tiempo señalado, llegarás a una ventanilla
en donde, a cambio de tu pasaporte y la hoja de confirmación, el diligente
burócrata te entregará un ticket blanco y una tarjeta verde. Consérvalos. En el
ticket blanco, figura el número del grupo según el cual serás llamado para
comparecer ante tu entrevistador. La tarjeta verde la entregarás al celoso
guardián que te esperará al finalizar la siguiente fila. Pase a la fila 2, oirás.
La
fila 2 es la última cola que harás antes de entrar en territorio americano. No
te preocupes, esta fila avanza bien rápido. Cuando llegues al final, entrégale
la tarjeta verde al atento guardián peruano. Conserva el ticket blanco.
*
Quítese
la correa y cualquier otra cosa metálica. ¿Es ese su celular? Démelo. Con esta
tarjeta roja la reclamará después.
La
oficial que coloca mi correa y mi mochilita guinda putona en una bandeja
plástica es una mujer bastante robusta, casi musculosa. Calculo que en dos
segundos me podría hacer una llave mortal.
Pase
debajo del detector. Recoja sus cosas y siga de frente.
Salgo
de la oficina de revisiones, doy unos pasos y, apoyado en un muro bajo de
cemento, me colocó calmadamente la correa, como si hoy no fuese uno de los días
más importantes de mi vida. Me acomodo la correa con tranquilidad. Nadie te apura,
choche. ¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Regresar a la mina e internarse
diaria y maquinalmente en las entrañas de la Tierra? No, eso no puede pasar.
Saco la estampa de San Judas. Por tercera vez, leo la plegaria del reverso. La
primera vez la recé en la cuadra uno de La Encalada; la segunda, en la cuadra
catorce. En ambas ocasiones, tenía el cuello y la cabeza abrumados de sudor.
Las tres veces elevé la plegaria con verdadera devoción. Algunas lágrimas
asomaban cautelosas en las comisuras de mis ojos como botones, como diría
Faulkner.
Faulkner.
Ayer leí a Faulkner, sentado en las gradas de la Catedral de Lima. Picoteé
algunas páginas de “Santuario”.
*
Al
ver aquel recinto lleno de gente que esperaba, sentada, la penúltima llamada,
recordaste claramente aquella vez, hace doce años, cuando te negaron la visa.
Eras un estudiante de mierda que se entrevistó sin saber absolutamente nada de
su viaje a los Estados Unidos. Ahora eres un viejo de 31 años, que se va por
los 32, y todavía no le ha ganado a nadie, ni siquiera a sí mismo.
Hay
una mujer que, de tanto en tanto, anuncia los números de ciertos grupos. Los
llamados tienen que formarse delante de ella. Luego, oirán que deberán pasar
por esa puerta para que se les tome las huellas digitales.
Sus
hojas de confirmación tienen un código escrito en esta parte de arriba. Cuando
lleguen a la vitrina en donde se les tomará la huella digital, apoyarán el
número contra el vidrio para que el oficial pueda leer el código. Pasen.
Tengo
hambre y calor. A pesar de que un toldo nos cubre a todos, el vientecillo
refrescante es una ausencia importante.
Un
hombre de pelo cano y bigotes expende triples, helados, empanadas, gaseosas.
Maestro,
un triple y una Coca helada, por favor.
La
gente abandona el recinto en grupos. Siguen a la señorita e ingresan por una
puerta. Ahí se juega todo mi futuro, pienso; detrás de esa puerta. La Coca Cola
apenas me ayuda a refrescarme el cuerpo. Las manos me sudan, un par de gotas
resbalan por mis patillas. Estoy nervioso y con calor. Eso es lo más jodido.
En
la mano tengo el ticket blanco con el número de mi grupo: 161. Me he pasado el
ticket por la frente, a modo de rastrillo o pala, para eliminar el sudor que vuelve
a aparecer, pertinaz, apenas lo he eliminado. El papelito parece ser de un buen
material porque no se ha humedecido del todo.
Entonces,
luego de unos diez minutos, me llega el momento.
Grupo
158, 159, 160 y… 161. Formen aquí, por favor.
Aquí
vamos, San Judas. Let’s do this shit.
*
El
primer percance ocurrió en la ventanilla de la toma de huellas digitales.
Había
formado una cola breve, pues el trámite no exigía mucho tiempo. Tal como había
indicado la señorita, tenías que colocar el número que te habían escrito en la parte
superior de la hoja de confirmación contra el vidrio de la ventanilla. El
oficial sentado detrás leería el código y diría: ¿Señor Gutiérrez? Tú contestarías,
con cara de yo no fui: Así es. Luego él, visiblemente fatigado por los miles y
miles de rostros peruanos que tiene que ver a diario, te indicaría lo que debías
hacer en ese instante; es decir, poner tu meñique, anular, medio e índice de la
mano izquierda sobre la superficie de una pantallita de 8 cm x 12 cm que está
delante de ti. Luego, colocar los mismos dedos, pero de la otra mano, sobre esa
misma pantallita. Los dedos deben estar muy juntos unos contra otros. Enseguida,
presionar las yemas de tus dos pulgares juntos sobre esa misma pantalla.
Más
arriba tiene que poner los dedos, señor.
Me
pongo nervioso. Veo que la pantalla está como subdividida en dos franjas y,
según veo, ambas podrían ser las que detectan las huellas. Entonces, los nervios
me obligan a decidir la posición incorrecta sobre la que debo posar mis dedos.
Más
abajo, señor, me dice, molesto, el joven oficial americano desde el otro lado
de la ventanilla. Ahora ponga sus dedos de la mano derecha.
Y
nuevamente contraataca.
Más
abajo. No; más arriba. Ya, ahí está bien. Ahora sus pulgares.
Y
estoy nervioso. Me veo en la oficina de la compañía minera en la que acababa de
trabajar, pidiéndole un puesto al director de Recursos Humanos, aceptando el
hecho de que había fracasado y no me quedaba más alternativa que trabajar para
vivir. Adiós consultoría, adiós vida literaria nocturna, adiós California.
Señor,
todo ha salido mal. ¿Puede, por favor, limpiarse los dedos con ese papel del
lado? La computadora no ha registrado nada. Tiene los dedos muy mojados.
Ahora
sí: adiós a California, parafraseando el “Adiós a las armas” de Hemingway.
Después
de haberme secado los dedos, y ante la mirada de cansancio y fastidio (qué
peruano más bruto) del oficial americano, vuelvo a hacer el procedimiento de
toma de huellas digitales.
Gracias,
dice el oficial.
Cuando
doy la vuelta, la cola, gracias a mi estupidez y mis nervios, había crecido bastante.
Había sido yo la causa de la congestión.
*
Al
fondo de la sala, hay varios asientos dobles acolchados, y ahí esperan su turno
las personas que acabamos de dejar nuestras huellas digitales para pasar, por
fin, la entrevista que decidirá si podrás dejar unas flores en la tumba del
viejo Bukowski, en Los Ángeles, California.
Al
dirigirme hacia los asientos, paso por la zona de fuego. A mi derecha, la fila,
corta, de mis esperanzados compatriotas, que piensan qué dirán ante las
preguntas del oficial, que repasan algunas líneas aprendidas, que rezan en
silencio, que escuchan ávidamente lo que se dice a mi izquierda, en donde hay
cinco ventanillas atendidas por los cinco oficiales que te preguntarán las
cosas mínimas y necesarias que les harán optar por prohibirte el ingreso a los
Estados Unidos o permitir que te tomes unas fotos con Pluto en Disneylandia.
*
Aquí
hay aire acondicionado. Trepo hacia los asientos que están más cercanos de la
zona de fuego. Quiero escuchar las entrevistas y estudiar a los oficiales,
detectar quién es el más duro, el más blando, el más carismático, el que no me
haga preguntas difíciles.
*
¿Hay
alguien del grupo 148 que no haya pasado la entrevista?
Nadie
contesta.
Ya,
a ver, hagan la cola para la entrevista el grupo 159, 160 y… 161.
Listo, ahí vamos. Acompáñame,
San Judas. Entonces me toco el tatuaje de mi brazo derecho, que representa a
San Judas Tadeo, para armarme de valor.
*
Hay
cinco oficiales. Dos son mujeres y están ubicadas en los extremos. Entre ellas,
hay tres varones.
La
mujer del extremo izquierdo tiene el cabello negro. Parece que es bastante
amable.
La
mujer del extremo derecho es rubia. Puede tener cuarenta y ocho años. También
es amable e incluso ríe con varios de sus entrevistados. No parece que fuera
difícil obtener la visa con ella. Imploro porque esta oficial me haga la
entrevista. Antes de este día, había leído varios artículos en internet que te
aconsejaban lo que debías hacer en las entrevistas y todos coincidían en que
las risas estaban prohibidas. Ciertamente, las personas que los escribieron no
se toparon con esta rubia.
El
primer varón desde la izquierda es un gringo de bigote y chiva en forma de
candado. Puede tener cuarenta y dos años. Es serio. No se ríe para nada. Debo
tener cuidado. La visa peligra con este oficial.
El
segundo varón desde la izquierda es un afroamericano. Como todos sus
compañeros, está vestido con una camisa blanca impoluta. Se le nota amable.
Aunque no se ríe como la señora de la izquierda pero tampoco es tan serio como
el gringo ya descrito.
Con
quien quiero entrevistarme, si en caso no pudiera hacerlo con la oficial de la derecha,
es con el tercer oficial contado desde la izquierda. Es joven y mucho más inclinado
a la risa y al trato campechano. Podría afirmar que supera en alegría a la
rubia.
Delante
de mí hay una viejita que no para de rezar. Que sea lo que Dios quiera,
termina.
Cuando
la viejita está liderando la fila, a un paso de la entrevista, ni la rubia ni
el gringo reilón se desocupan. Todavía tienen para rato con sus entrevistados.
Entonces, se libera el gringo serio. Y, uff, de la que me salvé, porque
prácticamente empujo a la abuelita para que se atienda con él. Enseguida, se
desocupa la ventanilla del moreno. Tomo aire y ahí vamos.
*
Buenos
días.
Buenos
días.
El
oficial me hace una seña: debo pasar mi pasaporte y mi hoja de confirmación por
debajo de la ventana.
El
oficial teclea algo en su computadora. Tiene la mirada y el cuerpo fijos en su
monitor. Cuando quiere hablarme, solo desvía sus ojos hacia mí.
¿Señor
Daniel Gutiérrez?
Sí.
Las
páginas de internet decían: responde solo lo necesario.
¿Edad?
31
años.
Tecleo.
¿Motivo
de viaje?
Entrevista
profesional.
Más
tecleo.
¿Por
qué?
Una
empresa americana está interesada en contratarme. Justamente aquí traje una
carta escrita por ellos.
Hago
el ademán de entregársela, pero el extiende su mano izquierda. No será
necesario. Este oficial no quiere ver nada.
¿A
qué se dedica usted?
Soy
ingeniero de minas.
¿Cuánto
es su sueldo?
Siete
mil soles mensuales.
¿Para
qué va a los Estados Unidos? ¿Me lo dice una vez más?
Sí,
claro, para una entrevista profesional.
¿Brindará
usted algún tipo de asesoría?
No,
no. Solamente pasaré una entrevista.
When
are you travelling?
Entonces
viene el segundo percance: entender y hablar inglés a través de ese vetusto aparato
de intercomunicación con el que apenas pude entender las preguntas en español.
Titubeo,
no porque no sepa la respuesta sino porque hablar en inglés en el momento que
decidirá mi futuro, el de mi hija, el de mi esposa y el de mi familia, así de
pronto, sin previo aviso, cuando tengo la guardia baja, me ha dejado impávido.
Sir, when are
you travelling?
Ah, ah, well,
if everything goes ok with my visa, the company wants me to travel in the third
week of February.
Where is
located this company?
In Clovis.
Who is paying
the flight?
Oh, well, the
company will take care of my flight and accommodation expenses.
Fine. Where’s
the nearest airport?
What?
Where’s the
nearest airport?
Sorry,
what?
No
entiendo la pregunta. ¿Cuál es el aeropuerto más cercano? ¿No es el Jorge
Chávez? Luego de largos microsegundos, comprendo que el oficial puede no saber
dónde queda Clovis ni cuál es el aeropuerto más cercano a ese lugar. Entonces,
reacciono.
Los Angeles.
The flight will be Lima Los Angeles, Los Angeles Clovis.
Oh, ok, I see.
So, again, when are you travelling?
Otra
vez la misma pregunta.
Ah, well, two
weeks from now.
Ok.
Y
veo que su mano se dirige hacia una pila de papelitos verdes. Me extiende uno
de ellos.
Well, remember
that your visa will be ready within a week. Congratulations. Your visa has been
approved.
Recibo
el papelito verde y solo puedo decir “thank you”. Los nervios habían
desaparecido, al fin.