Miércoles 21 de setiembre del 2016
“Gilbert: ¿Qué
libro es? ¡Ah! Ya veo. Aún no lo he leído. ¿Está bien?
Ernest: Pues me
he divertido hojeándolo mientras usted tocaba, y eso que, por norma,
me desagradan
los libros modernos de memorias. Suelen estar escritos por personas que o
bien han
perdido por completo la memoria o nunca han hecho nada digno de ser
recordado; lo
cual, claro está, es la auténtica razón de su éxito, pues el público inglés
suele
sentirse a
gusto cuando le habla un mediocre.”
Oscar Wilde –
La Importancia De No Hacer Nada.
Mi
esposa me escribió al Messenger. Necesitaba comprar cositas para la lonchera de
la bebe. Quedamos en encontrarnos en Metro de Alfonso Ugarte. Voy a llevártela. Quiere verte.
La
bebe iba sentada dentro del carrito de las compras. Yo lo empujaba. Mi esposa
lo llenaba con galletas, bolsas de pan integral y jugos en cajita.
Oye, Dani, ¿cómo
me ves? ¿Te parezco atractiva? Había adelgazado varios kilos gracias a sus
rutinas en el gimnasio. Pero no me gustaba. Lo mío eran las mujeres de bastante
carne; las mujeres con celulitis. Las flacas no me excitaban ni por asomo. Sin embargo, se la notaba feliz con su nuevo
cuerpo. Estás bien, le dije, sin entusiasmo.
Nos
acercamos a la zona de carnes, pollos, quesos y salchichas. Metió tres cajas de
hamburguesas en el carrito. Oye, le
dije, ¿por qué pones tantas hamburguesas?
¿Acaso la bebe se va a comer todo eso? No me parecía creíble que, faltando
tan pocos días para el fin de mes; es decir, para que le renovara el dinero de
los víveres, la bebe fuera capaz de acabarse tantas hamburguesas. Claro, Dani, la bebe se come todo eso.
Nuestra gordita es bien glotona. No me tragué ese cuento. Y cómo sé yo que esas hamburguesas no se las
van a comer Melina y tú. No, solo llévate una caja. Estoy seguro de que el
resto de hamburguesas son para ti y tu chica y yo no estoy dispuesto a gastar
mi plata alimentándolas a ustedes. Ustedes viven juntas y son una pareja, así que,
si quieren comer, coman con su plata. La plata que gano es para mi hija, no
para parásitos. Comprensiblemente, se alteró. Devolvió las hamburguesas y
me dijo que ya no quería nada, que me fuera a la mierda, que era un tacaño de
porquería. Que tu hija se muera de
hambre, entonces. Agarró el carrito y lo empujó hacia la salida. La llamé.
La seguí. La sujeté del brazo y le ofrecí disculpas. Lo siento, no quise decir lo que dije. Llévate las hamburguesas que
desees. Supliqué. Prefería que se llevase cien cajas de hamburguesas, pero
que mi bebe pudiese disfrutar de al menos veinte. Tras un buen rato, la
convencí.
Pagué
las compras. Además de las hamburguesas, llevó quesos y salchichas. La bebe
pidió que fuésemos al Kentucky. Fuimos al del segundo piso. Compré unas alitas,
unas piezas de pollo, una caja de papitas y unas gaseosas. La bebe devoró sus
papitas y las nuestras. De aquí ya no me vuelves
a comer más comida chatarra, ¿me oíste?, la amonestó su mamá. Me jodía que
le desinflasen la diversión a mi hija, pero convenía permanecer callado; mi
esposa explotaba ante el menor cuestionamiento a su autoridad.
La
bebe empezó a corretear por entre las mesas. Mi esposa y yo permanecimos
sentados. Yo vigilaba los movimientos de la bebe. ¿Estás con otra mujer? Y a ella, qué mierda le importaba. ¿Por qué
me preguntaba eso? Porque eres un idiota
y se te nota clarito cuando andas detrás de una mujer. Pobre de ti que embaraces
a alguien. Ahí sí que te friegas y jamás vuelves a ver a mi hija. Se
levantó del asiento. ¿Sabes qué?; mejor
me voy. Me enferma verte la cara. Llamó a la bebe. Vámonos, hijita. Traté de detenerla. ¿Qué era lo que tenía? ¿Por
qué se ponía así? ¿Qué no te das cuenta?
Me arreglé bien para verte, para salir en familia con la bebe, y tú lo que
haces es ignorarme todo el tiempo. Estaba loca. No cabía duda. Había que
darle por donde le gustaba y calmarla. La abracé. Le volví a ofrecer disculpas.
Le dije que el trabajo me tenía distraído. Le dije que la quería mucho. ¿En serio? Me abrazó. Acercó su boca a
la mía y nos besamos. Me dio gusto devolverle los cuernos a Melina.
Las
llevé en un taxi a casa. Todavía nos besamos un par de veces más dentro del
vehículo. Ya en los alrededores del vecindario, cortamos los besos. Mi esposa
miraba inquieta a través de las ventanas.
La
bebe no quería que me fuese. Quédate,
papi; sube conmigo. Vamos a jugar. La abracé. Contuve las lágrimas. Melina
apareció en la ventana. Sube un rato, si
deseas, me dijo. Me invitaba a
pasar a mi propia casa. Decliné amablemente la oferta. Adiós, Daniel, gracias, dijo mi esposa, y subió tras la bebe.
Caminé
hacia el paradero de Tingo María. Lloré lo que había reprimido.
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