Jueves 22 de setiembre del 2016
“Estando hoy suplicando a nuestro Señor hablase por mí,
porque yo no atinaba a cosa que decir ni cómo comenzar a cumplir esta
obediencia, se me ofreció lo que ahora diré, para comenzar con algún
fundamento: que es considerar nuestra alma como un castillo todo de un diamante
o muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay
muchas moradas.”
Santa Teresa de Ávila – Las Moradas Del Castillo Interior
Media hora después, llegó Patricia. La
saludé. Fue al baño y salió al cabo de un par de minutos; el cabello húmedo,
los rulos brincando con cada paso. Me gustaba, pero con cautela. Me atrevería a
besarla solo si detectaba que le entraba a la huevada, al coqueteo. Mientras
tanto, me dedicaría a trabajar. No tenía ningún apuro.
¿Dónde
almuerzas?
Estaba parada bajo el pórtico que comunicaba su oficina con la mía. Estábamos
solos. Jean Carlo solía aparecerse por las tardes; era su empresa y podía
llegar cuando le diera la gana. Victorio se había retirado muy temprano; no era
el dueño, pero actuaba como si lo fuera. En
un chifa, aquí enfrente, cruzando la pista, le dije. ¿Puedo acompañarte?, preguntó. Hoy no pude traer mi comida, agregó,
como excusándose. Solía almorzar en el kitchenet de la oficina. Todas las
mañanas, guardaba su táper en la refrigeradora.
La china del chifa ya me conocía. Sabía
perfectamente mis pedidos: arroz chaufa y sopa wantán. Pero no sabía los de
Patricia como sí los de Rosario, quien me había acompañado en más de una
ocasión. ¿Qué le sirvo, señorita? Patricia
examinó la carta. A un lado de la mesa, aguardaba la china. No llevaba ni libreta
ni lapicero; todo lo registraba en la memoria. Era una mujer bastante hábil.
Eligió un arroz chaufa. Lo demás está muy caro, susurró. ¿Estaba
segura de que solo un chaufa? Sí,
volvió a susurrar. ¿Y qué le parecía un tipacay? Buscó el precio del tipacay en la carta. Se le
abrieron los ojos. Muy caro. Aunque
le hubiera gustado probarlo. Entonces,
prueba el tipacay, la animé. Pero no
me va a alcanzar, replicó. No te preocupes; yo te invito. Tú me invitas otro día. Una vez oídos los pedidos, la
china voló a la cocina.
Los platos llegaron rápido. Pedí una
Inka Kola heladita de medio litro. ¿También
quieres una Inka? No; prefería una botella de agua mineral. Las gaseosas hacen daño.
Le eché dos cucharadas de ají a la sopa,
tal cual aprendí de Rosario. El líquido, que humeaba, se tiñó de amarillo. Mojé
la punta de la cuchara y la probé. Me quemó. Aparté el tazón de sopa y acerqué
el chaufa. No podía esperar más. Me cagaba de hambre. Hundí la cuchara en el
montículo de arroz y me la llevé a la boca. ¿Qué
haces?, me detuvo Patricia. Primero,
tenemos que rezar. Debemos encomendarnos a Dios y darle las gracias por los
alimentos. Imité la postura que adoptó. Entrelazó sus dedos y apoyó la
frente en ellos. Cerró los ojos. Padre
celestial, te damos las gracias por estos alimentos que vamos a tomar. También,
te agradecemos por concedernos otro día más de vida, rodeados de las personas
que más queremos. Por favor, danos fuerzas para persistir en tu fe y continuar
tu apostolado. Amén. No se persignó. Yo sí. Empezó a comer. Está muy rico, dijo, tras probar el
tipacay.
Patricia era mormona. Sus padres la bautizaron
en el catolicismo, pero no se preocuparon por inculcarle los ritos propios de
esa religión. Patricia, entusiasta natural de la justicia social, asistió por
cuenta propia a la iglesia. Halló demasiada hipocresía. Al terminar el colegio,
se afilió a un culto evangélico. Formó parte del coro de la secta.
En el coro, conoció al chico que la
embarazaría. Dejó de concurrir a los cultos por encontrarlos menos interesantes
que las salidas que le proponía el futuro padre de su niña.
Fue en casa de una tía de su novio donde
Patricia quedó preñada. Hasta esos detalles me relató. Yo la escuchaba con
atención. El tipo la abandonó al poco tiempo. Se desentendió de ella y de la
niña, que apenas tenía tres meses en el vientre de Patricia. No se apareció
más. Se esfumó. Patricia no intentó buscarlo. Se refugió en su fe, pero, sin un
templo al cual acudir, se sintió indefensa. En esa búsqueda de apoyo, se hizo
mormona. Los ritos de este último credo le sentaron perfectamente. Los mormones
le brindaron aquello que Patricia siempre buscó: pureza corporal y espiritual. Se
le prohibía beber café, té o licor. Eran drogas condenables que, aún en mínimas
proporciones, pudrían el cuerpo. También, debía conservarse pura hasta el
matrimonio. Sus pensamientos debían girar en torno a Dios. Se prefería que su
futuro esposo también fuese mormón; ello evitaría el peligro de apartarse del
credo de la salvación.
¿Y tienes
enamorado?,
le pregunté. Sí, respondió, y también es mormón. Es más, nos vamos a casar en diciembre. La felicité, que era lo que las
convenciones dictaban ante tal clase de noticia. ¿Hace cuánto tiempo que son enamorados? Sacó la cuenta. Iban a
cumplir un año. ¿Y tan rápido se van a
casar? Sí. ¿Y en ese año no han hecho
nada de nada?, me atreví. Sonrió. Me palmeó el hombro. No, no había pasado
nada. Se mantenía casta, tal como lo disponía la iglesia mormónica. Qué raro, insistí; uno, al fin y al cabo, es de carne y hueso. No veo nada de malo en que
una pareja haga el amor antes de casarse. Me la imaginé tirando conmigo,
sacándole la vuelta a su fe y a su futuro esposo. No, por supuesto no hay nada de malo; pero mi novio y yo tratamos de
vivir de acuerdo con lo que ha dispuesto Dios. Sí nos damos algunos besos; pero
cuando sentimos que la situación puede pasar a mayores, cada uno se va a su
casa. Fingí sorpresa: ¿Qué? ¿No
conviven? No; ella y su hija vivían en la casa de una tía, y él, en la de
su mamá. Muy mal, muy mal, observé. Te aconsejo que convivan. Es la única forma
de conocer a la persona con la que te vas a casar. Le conté de mi fallida
experiencia matrimonial. Conocí a mi esposa en noviembre del 2011. La embaracé en
junio del 2012. Nos casamos en octubre de ese mismo año para terminar en la
calle, por infiel, cuatro años después. ¿Veía? Nos habíamos casado sin conocernos,
sin haber vivido lo necesario. Dijo que eso no le pasaría a ella, porque el
Espíritu Santo fortalecía su relación.
Oye, me dijo, vi que tienes tatuajes. La Inka Kola
helada era el perfecto complemento de un buen arroz chaufa. Sí, tengo los brazos llenos de rostros de
escritores. Quiso saber por qué. Me remangué los puños de la camisa y le
mostré los rostros que quedaron descubiertos: Palma y Bayly, en el derecho;
Zweig y Maupassant, en el izquierdo. Y
por aquí, señalé las partes todavía cubiertas, tengo más. ¿Pero por qué
escritores?, volvió a preguntar. ¿Te
gusta leer? Por supuesto, pero los tatuajes eran parte de una estrategia
publicitaria para cuando publicase mi primera novela. ¿Escribes? ¿Qué escribes? Las cosas que me pasaban. ¿Te pasan cosas interesantes? No muchas. Desinteresada en el tema de mi novela,
reincidió en los tatuajes. Los mormones prohibían los tatuajes. El cuerpo del hombre es el templo de Dios, es
Su hogar. Por eso, siempre debemos mantenerlo limpio. Imagínate que tienes tu casa y la pintas de blanco, y al día siguiente
alguien te la garabatea, no te gustaría, ¿no? Refuté su ejemplo. Sí, pero hacerse un tatuaje no es dejarse
garabatear cualquier cosa por alguien; es dibujarse algo que tú siempre has
querido llevar en el cuerpo. Se supone que es un adorno y no un dibujo mal
hecho o impuesto. Igual que en una casa, uno pone cuadros y pinturas para
adornar las paredes. Patricia no supo qué decir. Fue raro, generalmente, yo
perdía las discusiones con cualquiera. Lo usual era quedarme callado y sin
respuesta, y ésta solía ocurrírseme varias horas después de terminada la
discusión.
Más tarde, corrigiendo el texto de
McPhilips, me cayó un mensaje de Enrique Bruces. Enrique había sido uno de mis
pocos amigos en la universidad. Era un tipo generoso. Siempre que íbamos a chupar,
empleaba las pocas monedas que tenía en la compra de trago. Muchas veces, se
quedaba sin dinero con que regresar a su casa. No le quedaba otra que dormir en
el parque enfrente de la universidad.
No lo veía desde la ceremonia de mi
casamiento. La reunión terminó al poco rato de empezada; Enrique, bastante
bebido, reaccionó ante las provocaciones de uno de los tíos de mi esposa, que
también estaba hasta la madre de borracho.
A Enrique le urgía verme. Yo sospechaba
el motivo de la urgencia. La historia iba así: El jefe que mi hermano y yo
tuvimos en VISA, Villanueva Ingenieros S.A., Samuel Dicente, me había llamado hacía
tres meses, cuando mi consultora tenía dos de creada. Le pareció estupendo que
hubiésemos fundado una empresa dedicada al rubro en el cual nos habíamos
especializado: la ventilación de minas. Quiso ser socio de la consultora. Por
aquellos días, Miguel, mi hermano, realizaba un trabajo de consultoría en una
mina de Cerro de Pasco. Le comenté la idea de Samuel. Le pareció que su
incorporación le traería bastantes clientes a la empresa. Se suponía que Samuel
tenía contactos en la minería. Yo, sin embargo, albergaba ciertos temores. Samuel
había sido gerente en VISA. Era lógico que también buscara serlo en nuestra consultora.
Y no era que me importasen demasiado los cargos, sino que si alguien que no era
ni mi hermano ni yo ocupaba un puesto gerencial en la consultora se sentiría
con pleno de derecho de ir dando órdenes. Samuel me citó en varias ocasiones
para tratar los temas legales de su anexión a la empresa. En cada reunión, me
comentaba los planes que tenía para gestionar la consultora. Decía que le
inyectaría una cantidad importante de dinero para convertirse en socio
principal y dueño. Además, nos conseguiría una oficina en la que tendríamos que
reunirnos, como mínimo, una vez por semana. El local era propiedad de su mamá. Todas
esas medidas atentaban contra el espíritu original de la empresa que fundé caminando
bajo un sol inclemente, los huevos y los pies sudándome sin tregua.
Mi hermano asistió a una de las últimas
reuniones propuestas por Samuel. Rápidamente, cambió de parecer. La anexión de
nuestro antiguo jefe eliminaría nuestra libertad. Terminaríamos siendo sus
esclavos. Entonces, nos pusimos de acuerdo: alguien tendría que decirle que se
cancelaba su incorporación. El encargo recayó en mí. Le comuniqué nuestra
decisión por correo. No me hubiera atrevido a decírselo por teléfono; mucho
menos personalmente. Samuel entendió.
Sin embargo, en uno de nuestros pasados
encuentros, Samuel nos comentó que un amigo suyo, que trabajaba en una mina
colombiana, le pidió que evaluara su sistema de ventilación. Voy a necesitar, nos dijo a mi hermano y
a mí en una sanguchería de La Victoria, que
me ayuden con el modelamiento en el software. Luego del correo que truncaba
su anexión a nuestra consultora, no volvió a mencionar el proyecto colombiano.
No volvió a decir una palabra de nada.
Deduje que Dicente había contratado a
Enrique para que le ayudase con el proyecto. Enrique, que no sabía mucho de
modelamiento, requería mi apoyo. Me pareció lógico y evidente. Acepté reunirme
con él. No me confirmó las sospechas. No dijo nada de Dicente. ¿Dónde nos encontramos?, preguntó. En el cruce de Zepita con Alfonso Ugarte, en
el Centro de Lima, le respondí.
Dieron las seis y salí
de la oficina. En dos horas, me encontraría con Enrique. Lo ayudaría sin
pedirle nada a cambio. Era lo menos que podía hacer por alguien que arriesgó
todas sus monedas en pos de unas botellas de ron que tomábamos luego de las
clases en la universidad.