Martes 27 de setiembre del 2016
“Tú alcanzas tu perdón con esa letanía de
besos.”
Charles Baudelaire – Poemas Prohibidos
Nos encontramos en el Yield Bar, en la
Plaza San Martín. Tenía un trago colorido delante. Lo tomaba de una cañita.
Llamé al mozo y le pedí una Pilsen helada. ¿Me
acompañas al concierto de Pantera este sábado? Había un afiche en la
entrada del local con la información respectiva. Ah, ya. No, yo quiero ir al otro, al de Calamaro. Es este viernes, un
día antes de tu concierto.
¿Al de Calamaro?, quise saber. Sí ¿No
lo has visto? Su afiche está al lado del de tu concierto. A Rosario le encantaba la música de
Calamaro. Alguna vez, hicimos el amor escuchándolo.
Vamos a ese
concierto,
me suplicó juguetonamente. No, qué
aburrido. Si quieres, ve sola. Rosario
era una de las pocas personas con las que me mostraba tal cual era; muchas
veces, sin delicadeza.
Estaba preciosa. Luego de terminados los
tragos y la chela, en el camino a mi cuarto, uno de los borrachos de la Colmena
le silbó el culo. Qué rica tetas, mi amor,
dijo otro.
Buscamos vídeos de YouTube en su
celular. No había nada nuevo. Durmamos,
sugerí. Me quedé en bóxer y apagué la luz. Nos acostamos, cubiertos por la
colcha, separados debajo de ella.
Quise hacerle el amor, pero no iba a ser
tan fácil. Aún seguía resentida conmigo. Intenté algo.
Rose, ¿puedes tocarme el pene? Desde su extremo del colchón, me habló
claro. ¿Qué tienes, oye? Yo no te voy a tocar
nada, ¿ok? Tú y yo no somos nada. Tú no eres nada mío. No quieres ser nada mío.
Y yo no tengo por qué estar tocándote el pene. Me acerqué a ella. Tócalo un ratito y no te molesto más. Te lo
prometo. Se negó y dijo que no hablaría más del tema. Pero, siguió.
Si fuésemos
enamorados, todo sería distinto, Daniel. Esas palabras eran la brecha por donde
podía infiltrarme. Rose, no digas eso.
Está bien, no somos enamorados, pero lo que siento por ti sí es amor. Cambió
de posición. Su rostro apuntó hacia el mío. Mentiroso,
eres un mentiroso; tú no sientes nada por
mí. Puse mi mano en su cintura. La dejó ahí. Calculé que debía insistir un poco
más para lograr mi objetivo. El terreno empezaba a ceder. Te amo, Rose, te amo; tú sabes que solo contigo la paso bien. ¿Acaso no
es a ti a quien llamo cuando me pasa cualquier cosa?
Te amo, Rose,
te amo, repetí,
luego de un corto silencio. ¿Estás
diciéndome la verdad, Daniel? No respondí al instante. Una mentira requería
de silencio antes de ser enunciada como una verdad cabal. La longitud de ese silencio
dependía de la frialdad del mentiroso. Mi silencio duró segundo y medio. Era un
mal mentiroso. Luego del “sí”, percibí la retirada de sus defensas. Intenté
besarla para confirmar la rendición. Correspondió mi beso. Confundimos nuestras
lenguas por varios segundos. Se me mojó la punta de la pinga.
Chúpamela, ¿ya?, imploré, sin dejar de
besarla. Ella me mordió los labios. Me succionó la lengua. Pasó la suya por mis
labios. Los chupó como caramelos. No te
voy a chupar nada, susurró. Me lamió la boca, el cuello. Bajó hasta mi
pecho. Jugueteó alrededor de mi ombligo. Chúpamela,
por favor, gemí, sabiéndola cerca de mi pichula.
Daniel, no mereces
que te bese.
Volvió a echarse en el colchón. Carajo. Tú
no me amas. Yo quiero entregarme a alguien me ame. Quiero ser una enamorada,
una novia; no una amante. Estaba demasiado excitado como para pensar en
algo nuevo. Retomé el estribillo más fácil. Rose,
Rose, te amo. Volví a tomarla de la cintura. Sentir esa piel me arrechaba. La
pegué hacia mí. El pene me quedó prensado contra sus piernas. ¿Quieres ser mi enamorada?, le pregunté.
Ay, Daniel, no jodas. Eso lo dices solo
para que puedas cacharme y te la chupe. Tenía razón. Pero no se lo iba a
decir. ¿Y si me masturbas con los pies?
Rosario tenía unos pies hermosos. Casi siempre, le chupaba cada uno de los
dedos. Ella les pintaba las uñas de rojo. Ese color me enloquecía. Solo eso, tus pies y nada más. Por la
quietud en su respiración, intuí que estaba considerando mi propuesta. Está bien, dijo. Se me volvió a mojar la
pinga. Pero no me vas a tocar, ah. Solo
yo te voy a tocar con mis pies un rato y nada más. Acepté. Estaba seguro de
que nuestro trato no se limitaría solamente a ese roce. Conocía muy bien a
Rosario. Era tan arrecha como yo. Terminaríamos tirando. Puso la colcha a un
lado. Con delicadeza, atrapó mi pinga con sus pies. Qué rico, suspiré. Sentía sus dedos, las plantas, su piel.
Tras unos minutos del masaje podálico,
se llevó una mano a la vagina y comenzó a frotarse el clítoris. ¿Qué haces?, pregunté, haciéndome el
huevón. Me masturbo, pues, dijo, agitada.
Si quieres, te masturbo con mi lengua,
propuse. No, me dijo, tú no puedes tocarme. Estás castigado. Sí,
claro. Continuó los masajes. Empezó a meterse uno, dos dedos, en la vagina. ¿No quieres que te la meta un rato? No
respondió. Continuó corriéndomela y corriéndosela.
¿Y si le das un
besito a mi cabecita? Estaba
excitada. Podía sentirlo. Era mi oportunidad. Solo un besito, por favor, insistí. Está
bien. Le voy a dar un besito en la cabecita y nada más, ah, dijo. Ahora,
empezaría lo bueno. Cambió de posición. Se puso en cuatro y le dio un besito al
glande, a la puntita, a los labiecitos húmedos. Pero, tal cual lo supuse, el
besito, corto y delicado, se extendió en una de esas mamadas gloriosas que solo
Rosario sabía darme. Se metió mis huevos en la boca y los tuvo ahí un rato.
Volvió al pene. Se lo metió enterito. Le cogí la cabeza y la mantuve en esa
posición. Empezaba a dar signos de asfixia, pero no la solté. Casi diez
segundos la tuve así. Cuando la solté, su garganta explotó en un arghhh.
Terminamos tirando. Se tomó mi semen.
Permanecimos desnudos, tirados en el colchón, medio somnolientos. Así estuvimos
hasta que decidí lavarme la pichula. No quería manchar más la colcha ni el
colchón. Ya bastante semen tenían encima.
Revisé la hora en el celular. No tenía
ningún mensaje. Lo dejé cerca del colchón, en el piso. Me enrosqué la toalla y
fui al baño. Me abres la puerta, por fa,
le dije a Rosario. Ya, respondió.
Cuando terminé, vi la puerta junta. Entré. Rosario sostenía a media altura mi
celular, como restregándomelo. Así que
has estado hablando con Daniela, ¿no? Putamadre. Todo volvía a irse a la
mierda. Había prendido la luz y, por la rabia en sus ojos, parecía lista para
estrellar el celular contra la pared o contra mi cara.