Del lunes 26 al martes 27 de setiembre
del 2016
“Hace unos días eras una diosa, ahora
eres solo una mujer.”
Charles Baudelaire sobre la socialité
francesa Apollonie Sabatier.
Pedimos un sánguche de pavo y uno de
lomo saltado. Hacía calor. Ordenamos una jarra helada de chicha morada. El
lugar estaba lleno. Tuvimos la suerte de hallar una mesa libre. Terminamos
repletos y con cargo de conciencia. Karina redoblaría su rutina de ejercicios
en el gimnasio. Yo me fajaría la panza con bolsas de basura para sudar el
triple manejando al trabajo.
Para bajar la guata, caminamos hasta la
licorería de Colmena. Compramos dos vinos. No me importó que fuera lunes. Los
borrachos éramos ajenos al calendario.
El colchón ya estaba en el suelo. ¿Te parece si nos quitamos la ropa y
conversamos?, propuse. Aceptó. Nos quedamos en ropa interior. Serví el vino
en los vasitos descartables que nos regaló el tendero. No me avergoncé de tener
la pinga parada. A cualquiera se le pararía con semejantes tetas a la vista.
Nos sentamos en el colchón. Te cuento, empezó Karina; terminé con Mark. ¿No que no estaban?
Estaban y no estaban. Para ella no estaban; para él, sí. Se había puesto muy cargoso el chibolo.
Después de eso, no quedaba mucho por
contar. Ahora, solo quería tirármela.
Pareció leerme la mente. Dani, ese día, no esperaba que me volvieras
a hacer el amor en la mañana. Un momento; ¿a qué se refería con eso de que
“me volvieras a hacer el amor en la mañana”? ¿Lo habíamos hecho dos veces? Claro, ¿no te acuerdas? La primera fue antes
de dormir, luego de que bailamos; la segunda fue en la mañana, antes de que te
fueras al trabajo. No recordaba nada de la primera. Incluso, le conté que
le hice el amor en la mañana porque pensé que, por el cansancio, no me la había
tirado antes de dormir. Y no iba a
permitir que te regresaras a tu casa sin haberme comido esas tetotas. Se rio.
La misma risa de los tiempos en que fuimos enamorados. Eres un loco, Dani.
Pusiste las botellas
debajo de la mesa y te me tiraste encima; me quitaste el brassier y empezaste a
morderme los pechos. Te dije que despacio, pero estabas recontra arrecho. No recordaba un carajo de
lo que me contaba. Era como si me estuviera hablando de otro huevón. Por más
que lo intenté, ninguna imagen me vino a la cabeza.
Entonces,
cuando lo hicimos en la mañana, ¿fue la segunda vez? Karina tomó otro trago. Sí. Yo, también. Podía sentir el vino
agarrotándome los dedos, afilándome la lengua, disparándome la pichula. No
estaba borracho. Estaba en mis cinco sentidos. Así debía uno cachar con una
hembra: despierto. Si no lo recordabas, no había pasado.
¿Terminaste?, le dije. ¿Qué cosa?, preguntó. Tu vaso. Miró dentro de él. Sí. ¿Me sirves más? Me acerqué a ella y
la besé. Le metí la lengua. Me metió la suya. La saliva le sabía a vino. Sin
dejar de besarla, le saqué el sostén. Pegué mi pecho contra sus tetas. Siempre
hacía eso con una mujer de tetas grandes: sentir sus pezones en mi pecho. Esos pezones son míos, alucinaba,
enfermo de sexo. También, les pasaba la cabeza de mi pinga. Era como dejar mi
marca en ellas, tal cual hacían los perros al orinar al pie de un poste de luz.
Le puse la pinga a la altura de su boca.
Ella sabía perfectamente qué hacer a continuación. Llevábamos catorce años
haciendo las mismas cochinadas. Me chapó la pinga del tronco y se la metió en
la boca. Así, chupa, perra, chupa. Le
saqué la pinga y le puse mis bolas. Las succionó una por una. Qué rico, carajo.
Ya había visto demasiado. Era hora de
sentir; solo sentir. Apagué la luz. La puse en cuatro y me entregué a lamerle
el ano. El vino me facilitaba las cosas, me quitaba lo disticoso, me hacía un
valiente, un asqueroso de mierda.
Luego de media hora de lamidas y
metidas, quiso venirse. La posición que le acomodaba era la misma que le
conocía desde hacía tiempo. Se echó encima de mí, la pichula dentro de su vagina,
y cerró las piernas. Empezó a mover la pelvis en círculos. Gimió. Mmm, mmm, mmm. Pude sentirla venirse como
huayco.
Era mi turno. Te tomas mi semen, ¿ya? Me corrí la paja mientras me besaba. Volvió
a ponerse en cuatro y acercó su boca hasta la cabeza de mi pinga. Continué
masturbándome sabiendo que la boca de Karina estaba a pocos centímetros arriba
de la punta de mi pichula, la lengua afuera, esperando la leche. Le manoseé las
tetas con la mano libre. Eran enormes y blandas. Era lo que me faltaba para darla.
Ya, alcancé a decir. Sin demora,
hundió la boca en mi pichula y no dejó escapar una gota del yogurt.
Luego de eso, se me esfumó el deseo de
seguir tirándomela. Karina había vuelto a ser una mujer más. La única de la que
no me cansaba del todo era Rosario. Eso debía de significar la comunión entre
los gustos caprichosos de la pinga y la sana costumbre que el corazón siente
por una mujer.
A pesar del cache y del vino, llegué
temprano al trabajo. No tenía nada que hacer, así que continué revisando mi
traducción del libro de McPhilips. A media mañana, me estaba quedando dormido.
Fue entonces cuando Patricia se acercó a mi escritorio. ¿Me acompañas un ratito al banco? Caminar por ahí me despejaría la
mente. Conversamos de cualquier tontería. La hacía reír. Otra vez, nuestros
cuerpos tendían a pegarse, como imantados. Varias veces, sin intención, mi mano
le rozó los muslos.
Antes de trabajar para Jean Carlo, Patricia
fue boletera en un circo. El lugar le pertenecía a un popular cómico peruano
que ganó notoriedad porque se tiró a su cuñada en la misma cama donde dormía
con su mujer. Siempre que teníamos
presentaciones, el circo se llenaba y, no me creerás, me entregaban un montón
de billetes falsos. Ahí aprendí a
diferenciar los billetes.
A los vivazos
que me daban billetes chuecos, se los rompía en la cara. Hablaba con vehemencia. Se
metía en la piel de sus recuerdos. Esos
que hacen pasar los billetes falsos van a los circos populares. No te imaginas
la cantidad de billetes que rompí. Trabajó desde junio hasta agosto. No me
atreví a preguntarle cuánto le pagaba el cómico, a quien jodían de serrano. Se
decía de él que era bastante tacaño. ¿Lo habría sido con ella? Mi esposa solía atacarme
de tacaño. Todos los cholos son tacaños,
decía, antes de encerrarse en su cuarto dando un portazo.
El paseo me quitó el sueño. Regresamos a
la oficina. Fui al chifa solo. Patricia había traído su táper.
Jean Carlo no se manifestó. Seguramente,
había cerrado el contrato con el cliente del lunes. Debía de estar festejando. Victorio
tampoco se apareció en la oficina. Continué con la revisión de la mañana. Hoy me quito temprano, pensé.
Unas horas después, el sueño regresó con
fuerza. Sonó el anexo que Jean Carlo me había asignado. Rara vez sonaba. Nadie
me llamaba. Era Patricia. ¿No te molesta
si pongo unas canciones? No. Puso algunas salsas del recuerdo. Las cantamos
desde nuestras respectivas oficinas. Volvió a sonar el anexo. ¿Qué tal? ¿Te están gustando? Sí, estaban
buenas.
Quiero ponerte
unita más. Espero que también te guste. Fue un reggaetón lento. No me gustó. Volvió
a telefonearme. Quiso saber mi opinión. Me
encantó, le dije. A pesar de la mentira, la letra me había llamado la
atención. La busqué en Google y la leí. Quiero
llevarte y hacerte el amor, déjame tocarte… ¿Por qué Patricia esperaba que
me gustase esa canción? ¿Quería algo conmigo? ¿Era la señal que estaba
esperando? Por fuera, parecía una mormona de fe inquebrantable, pero,
enfrentada a sus sentimientos por la soledad de la oficina, parecía ir
revelando a la mamona que en realidad era. Dejé de pensar en ella y sus
canciones. Cogí el celular y le escribí a Rosario. Quería verla; tomarme unos
tragos con ella. Aceptó. Pero solo para
acompañarte y ver una película. No quiero que pase nada. No mereces estar
conmigo; ni siquiera tocarme, escribió. No
te preocupes, le mentí, no voy a
intentar nada.
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