Del lunes 14 al domingo 20 de noviembre del
2016
Why would you
want to hurt me? Oh
So frightened of
your pain
I'd rather be…
I'd rather be
with…
I'd rather be
with an animal.
Pearl Jam – Animal
Me gustaría comerte esa conchita,
le dijo, las manos en las de ella. Puedo apostar que es rosadita. Déjame
verla, por favor. Eran César Rengifo, conocidísimo escritor limeño, y
Rosario, mi compañera, sentados frente a frente en una de las mesas cuadradas
de ese bar en la cuadra tres de Colmena. Yo ocupaba uno de los lados neutrales de
la mesa. Presenciaba los devaneos del escritor por conseguir el cuerpo de mi Rose.
Llevábamos varias botellas de cerveza, inusuales para un lunes, pero suficientes
para gatillar en Rengifo su lado natural, el rostro de un enfermo sexual.
Fue en el 2007
cuando leí El Rumor Del Vendaval, uno de los cuentarios de Rengifo. Aún estaba
en la universidad y no tenía un centavo. Le pedí a mamá, quien apoyaba mis
búsquedas literarias, me llevase a cierta feria del libro. No podíamos
permitirnos los obscenos costos que se desplegaban en los escaparates, así que
hojeé los ejemplares cuyos valores no superaban los veinte soles. Di con el
texto de Rengifo. Me interesó el lenguaje llano de sus cuentos. Y sus personajes:
el maestro fracasado de una escuela fiscal, el congresista corrupto y sexópata.
En la solapa, aparecía el rostro del autor: facciones afiladas, piel amarillenta,
gafas redondas, pelo negro medio largo. Lo hallé idéntico al rockero
miraflorino con quien Jaime Bayly se enredó y retrató en La Noche Es Virgen.
Por asociación de ideas, le trasplanté a Rengifo los atributos de aquel
rockero: liviandad, sabiduría callejera, enajenación por las cosas rutinarias
de la vida.
Alejandro salió del cuarto. Rosario, su
enamorada, no esperó esa jugada. Se suponía que debía quedarse con ella. Ahora,
estaba a solas con el tipo que habían contactado por internet. Se llamaba Telémaco
y estudiaba Literatura en la Villareal. Se miraron. Ella no sabía qué hacer. Él
sí. Se desnudó. Daniel, nunca vi una
pinga tan grande. Era más larga que la de Alejandro. La tuya con las justas le
llegaría a la mitad.
Ese día descubrí la hipocresía artística
en la nueva camada de escritores peruanos. Aún no era El Solitario. Ya estaba
casado y mi hija tenía meses de nacida. Pero no imaginaba que mi esposa, cierto
lejano día, me echaría de la casa y metería a su novia en mi lugar. Tampoco imaginaba
que ella asumiría con orgullo una postura bisexual; aunque en una ocasión me relató
de cierta experiencia lésbica que protagonizó en el Elvira García y García, el
colegio de toda su vida. Mi esposa nunca supo quién fue la dama que le prestó
el nombre a su colegio. Yo sí. Pero eso no importaba. Uno era cachudo incluso
sabiendo cosas que el resto desconocía.
Se llamaba Jorge Robles y era feo, pero
fotogénico. Yo era feo y no era fotogénico. Jorge dirigía la página literaria
de un conocido periódico de la ciudad. Publicaba las colaboraciones de conocidos
escritores y alguno que otro artículo enviado por los seguidores de la página,
como fue mi caso. Me contacté con él. Le mandé una reseña de Los Detectives
Salvajes, la gran novela de Bolaño. Le agradó lo que leyó. Me invitó a su
oficina. Me mostró las ligeras modificaciones que le haría al artículo antes de
publicarlo. Yo estaba encantado con la idea de que mi nombre y mis palabras apareciesen
en ese prestigioso periódico. Le obsequié un ejemplar del único libro que había
publicado hasta ese momento: Latidos Del Asfalto. Podría apostar que nunca lo
leyó. A los dos días, mi artículo y mi nombre aparecieron en el diario.
La página se llamaba Solo Lee. Ese día
cumplía un año de existencia. El nombre era creación de Jorge. Invitó a sus
colaboradores a una reunión en la librería Communitas, en San Isidro. Jorge
había separado un ambiente en el segundo piso del local. Era una sala con varias
sillas y un podio. Asistimos alrededor de veinte personas. Todos hombres; solo
una mujer: una señora de cuarenta y cinco años con un buen par de tetas. Se llamaba Lina Santagadea y había publicado
varios cuentos. Era una de las escritoras más importantes del país. Yo no lo
sabía. Nunca leía a una mujer. No eran capaces de escribir las cochinadas que a
mí me gustaban. Las únicas mujeres que leí cuando niño fueron Agatha Christie,
Isabel Allende y George Sand. Perdida la inocencia, evitaba los libros de
autores femeninos. Jorge se echó un discursito de bienvenida y agradecimiento. Compartió
la génesis de Solo Lee. Subieron al podio dos personas más. Llevaban sus líneas
preparadas. Lina fue una de ellas. Rescató el valor de la lectura. Deseó que el
Perú se convirtiese en un país de lectores. Hubo aplausos. No se vayan, dijo Jorge. Aún
les tengo una sorpresa. Había reservado una mesa en un restaurante cercano.
Se descorcharon dos botellas de vino y se sirvieron diversos tentempiés. Los
escritores se afanaron en chuparse las pingas con ahínco. Halagos por aquí,
halagos por allá. Uno de ellos, un tipo alto, trigueño, de voz y modales suaves,
me abrazó –iba algo alicorado con apenas dos copas de vino- y me vaticinó un
futuro en la Literatura. Vas a ser grande,
me dijo. Se llamaba Mario Aquije y era, de lejos, el colaborador más frecuente
de la página. Había estudiado Literatura en San Marcos. Me contó que postulaba para
una beca en los Estados Unidos. Estudiaría un doctorado en Literatura en Massachusetts.
Me lo imaginé chupando las vergas de varios de sus profesores, rogando por las recomendaciones
necesarias para obtener la beca. Estos izquierdistas eran una sarta de mamones;
mataban a su madre con tal de viajar a los Estados Unidos, lugar del que, en
tertulias, despotricaban con no poco placer. Yo, en cambio, no ocultaba mi
deseo de ser ciudadano norteamericano. No renegaba de mis orígenes peruanos.
Tuve una infancia de la putamadre: fulbito con los patas del barrio; hembritas
con quienes desvirgué mis labios a los trece años; verbenas, polladas,
carnavales con harta agua y harto manoseo. Pero si a eso se le añadía una Green
Card, hubiese sido el deshueve. A los pocos minutos, Lina, la escritora, dijo que
tenía que retirarse. Era lógico. Se le notaba la pituquería. Era amiga de
Alonso Cueto, uno de los escritores que yo leía en cualquier caso y condición. Además,
Lina tenía en su palmarés un premio Copé de novela. Definitivamente, no estaba
para continuar una reunión rodeada de un grupo de muchachos que parecían
sacados de una revuelta universitaria. Ella era una dama. Había cumplido y ya debía
retirarse. Minutos después, abandonamos el lugar. El grupo se disolvió.
Quedamos muy pocos. Caminamos a lo largo de la Dos De Mayo. Eran varias cuadras
hasta la Arequipa. Se notaba que ninguno llevaba un centavo en el bolsillo. Entonces,
se me ocurrió invitarles una pizza. Nadie se negó.
No capté el nombre de quien me llamaba,
pero su acento definitivamente no era peruano. Ingeniero Gutiérrez, me gustaría que me hablase de su experiencia en ventilación
de minas. Mi experiencia me llegaba al huevo. Desde que leí a los
escritores malditos, me di cuenta de la estupidez de la gente. Unos se hacían
supervisores, luego jefes de zona, después superintendentes, finalmente
gerentes. Con cada escalón trepado, se creían con el derecho de tratar al resto
como la mierda. Estaban convencidos, y esto era lo peor, de que su fin último
en la vida era ser alguien laboral y económicamente superior al resto. Ganar un
culo de plata. Los ejemplos de este tipo de gente abundaban en la minería.
Entonces me acordé de Gary. Hacía unos
días me había dicho que le mandase mi currículum (latinajo digno de la
esclavitud de estos tiempos), que había la oportunidad de un trabajo en Centroamérica.
Yo me había acostumbrado a la vida en soledad. Estaba cómodo con las tiraderas
casi diarias con Rosario, con el espacio y la tranquilidad que disponía para
escribir. Aunque, últimamente, la presencia de Azul se había convertido en una
amenaza dispuesta a joderme la vida. Actualicé mi currículum y se lo envié.
Contestó con un frío gracias.
Gary tenía que estar detrás de esa
llamada. Disculpe, no le escuché muy
bien, ¿de dónde dijo que llamaba? De Honduras. No le pregunté por su nombre
porque no quería que pensase que era sordo o bruto. Era ambas cosas, pero era
innecesario que el huevón lo supiera. Quedó convencido de mi experiencia en
ventilación de minas. Como todo postulante, exageré lo positivo y eliminé lo
negativo. Estaba seguro de que hasta él mismo embellecía su historial cuando era
entrevistado por algún cabrón. Muy bien,
señor Gutiérrez. Le coordinaré una entrevista con el gerente de operaciones de
la mina a la brevedad. Colgó. Me tomó unos minutos asimilar lo que había
ocurrido. Mi vida estaba a punto de cambiar. Trabajaría y viviría en otro país.
El tipo me había preguntado si tenía esposa e hijos. Sí, le dije. Puede usted
traerlos si desea. La mina le ofrece cómodas instalaciones y una escuela
bilingüe, de profesores extranjeros, para su menor hija. Le dije que, como
el contrato sería solo por tres meses, llevaría a mi familia si este se
extendía. Como usted guste, señor
Gutiérrez.
Todo el mundo la mira. Está sentada, pero
se le nota lo alta. Muy blanca. Los rasgos finos. El pelo teñido. Me pidió ver la
misma estupidez que medio país ha celebrado, la misma que había visto con
Rosario hacía dos días. Azul quería ver esa mierda. Ya tengo las entradas, le muestro. Ella viene hacía mí. Las mujeres
le envidian el cuerpo. Los hombres reprimen sus ganas de meterle huevo ahí
mismo. Lleva un vestido rosa pintado a sus curvas. También tacones. Altos. Blancos.
Quedan al descubierto los dedos de sus pies. Uñas rojas. Bien pintadas. Una
delicia. Cómprame canchita y gaseosa.
Vuelve a sentarse, a esperar. Tras unos minutos, listo el pedido. A pesar de
que estamos en el UVK de la Plaza San Martín, donde los precios de las entradas
y las golosinas son bastante más bajos que en las salas de San Miguel, San
Isidro o Miraflores, no dejo de sentirme estafado. Con un décimo de ese dinero,
en las sucias calles, hubiera podido comprar la misma cantidad de canchita y
gaseosa. Vuelve a pararse. Me sigue hasta la ubicación del joven que recibe los
boletos. ¿Se habrá dado cuenta la gente de que Azul no es una mujer?
Jean Carlo trajinaba en el patio de su local.
Descargaba él mismo, encaramado en su flamante montacargas, un lote de
ventiladores recién llegado de Suecia. El patio, un terral apisonado, era amplio.
A un lado, se ubicaba el depósito. Jean Carlo se trasladaba en su montacargas
hacia un canto de la avenida Guardia Civil, donde un tráiler llevaba en su
tolva los ventiladores. Venancio, mano derecha de Jean Carlo y vigilante del
local al mismo tiempo, le dirigía los movimientos. En un solo día, Jean Carlo aprendió
de Venancio el manejo del montacargas, que no era de segunda o tercera mano; era
un Bobcat recién salido de fábrica. Jean Carlo se estaba haciendo rico con sus
ventiladores. Yo, en lugar de estar en el patio, sudando la camiseta, estaba en
la oficina, escribiendo mi novela, fingiendo que trabajaba. Entró Patricia. Dani, acompáñame al banco, por fa; el pesado
de Jean Carlo me encargó hacer unos depósitos. No seas malito. La acompañé.
El Continental quedaba a tres cuadras de la oficina. Al caminar por la vereda, nuestros
brazos y cuerpos tendían a chocar, a rozarse. Me dio detalles de la
planificación de su inminente boda. Nuestros brazos volvieron a encontrarse. Pensé:
ya qué mierda; veamos si son ideas mías o
es que ella quiere algo más. La abracé. Le rodeé la cintura. Estábamos a
pocos metros del banco. Continuamos la marcha. Al poco rato, ella también me
abrazó. No nos detuvimos. Entramos en el banco. Ella efectuó los depósitos y yo
esperé sentado. Regresamos a la oficina. ¿Almorzamos?,
preguntó. ¿Chifa?, propuse. Ya, saco algo de mi cartera y vamos. Patricia
era muy bonita, pero le faltaba culo. Fuimos al chifa. Dejamos a Jean Carlo
afanado en la descarga y acomodo de sus ventiladores.
Había escrito once libros, entre
cuentarios y novelas. Nos habló de su último proyecto, una novela que conjugaría
la vida de dos músicos y la de un vetusto escritor peruano, Oswaldo Reynoso. Rengifo
nos reveló que la homosexualidad de Reynoso sería uno de los ingredientes clave
de su historia. Nos dio detalles de sus hábitos de escritura. Era evidente que
disfrutaba hablar de sí mismo. Era adicto a echarse flores. Nos habló de los
premios que había ganado. Premio de esto, premio en tal año, premio por aquí,
premio por allá. La garganta se le secó. Vertió en su vaso el último poco de
cerveza y se lo echó de un sorbo. Enseguida, se levantó y caminó hacia el baño.
Zigzagueaba. Estábamos en un bar de la cuadra seis de Piérola, el único bar
abierto a esas horas de la madrugada. Nos habíamos dado cuenta de que el
escritor jamás se pondría una chela. Para eso estábamos sus admiradores, se
figuraría. Desde que lo abordamos en el Queirolo, hacía un par de horas, no
había puesto una sola cerveza. Lo hallamos conversando con un par de fulanos:
un profesor de literatura y un poeta. Rosario y yo nos habíamos acercado a su
mesa. La idea había sido mía. Quería relatar en mi novela el encuentro con un
escritor del prestigio de Rengifo. Disculpe,
¿es usted César Rengifo? Yo he leído sus libros. (Era mentira; solo había
leído El Rumor Del Vendaval). Queremos
invitarle una cerveza. ¿Podemos? El escritor y sus amigos quedaron
gratamente sorprendidos. Estaba seguro de que jamás en sus vidas una mujer tan
sabrosa como Rosario les había invitado de beber. Como era de esperarse, nos
invitó a sentarnos. Al poco rato, se retiraron sus amigos. Adujeron
responsabilidades académicas. Quedamos Rosario, el escritor y yo. Rengifo no
había dejado de mirar las tetas de mi chica.
APEC: Asia Pacific
Economic Cooperation. Era
un evento de negocios internacionales que se realizaría en Lima del jueves 17
al domingo 20. El gobierno declaró feriados para el sector público de Lima. Esos
días, las delegaciones extranjeras participantes se movilizarían por la ciudad.
Al gobierno le parecía oportuno tener las calles descongestionadas. A Lima le
convenía un largo descanso. Yo no estaba muy seguro de que la empresa de Jean
Carlo acatase el feriado; era una empresa minúscula, de dos empleados. La tarde
cayó fresca. Jean Carlo, aún vestido de overol, nos reunió en la recepción. Chicos, tómense mañana y el viernes. ¿Por el APEC?, preguntó Patricia. Sí, dijo Jean Carlo. No pudimos estar
más felices. Jean Carlo abandonó la oficina al poco rato. Había pasado toda la
mañana descargando sus ventiladores mientras Patricia y yo hueveábamos sin
remordimientos. Una hora después de la partida de Jean Carlo, decidí que había holgazaneado
bastante. Entré en el baño y me puse la ropa de manejo. Que tengas un lindo fin de semana, me deseó Patricia desde su asiento.
Yo estaba a punto de franquear la puerta de salida, el short resaltándome la
pinga, cuyo bulto procuraba poner al alcance de la vista de Patricia. Me quedo un ratito más y salgo. Mi novio me
acaba de escribir; está esperándome afuera. Y dale con el novio. Antes de
irme a Honduras, te beso de todas maneras. Solo para quitarme la duda. ¿Quería
algo conmigo? ¿Qué mujer con novio le daba a otro huevón café con leche en la
boca? ¿Qué mujer con novio dejaba que un idiota la cogiese por la cintura?
Es un martirio ver esta película por
segunda vez. Ya nadie mira Azul; ella y el resto de la sala tienen los ojos
clavados en la pantalla. La luz se refleja en las decenas de dientes pelados
listos para estallar en carcajadas. Es el tipo de película peruana que se ha
puesto de moda: insultos y risas fáciles, golpes y risas fáciles, pendejadas y
risas fáciles. Soy el único que no ve la película. Pienso en qué pasará
después. Afortunadamente, Rosario creía que el incidente del colectivo había
sido un hecho aislado, que pudo pasarle a cualquiera. Ella, siempre tan valiente,
no dejó de visitarme al cuarto. En lugar de tenerles miedo a los tipos que
quisieron violentarla, quería topárselos nuevamente, acusarlos, denunciarlos.
Azul debe de saber algo. ¿Cómo preguntárselo? Me vibra el celular en un
bolsillo del pantalón. Quién puede estar llamándome un domingo por la noche. Saco
discretamente el teléfono. Es mi esposa. ¿Qué? ¿Está aquí? ¿Me está viendo? ¿Está
en la sala? Comienzo a sudar frío. No sé qué hacer. Dejo que se extinga la
llamada. Hay un mensaje. Lo leo. Ya me
dijeron dónde estás. Putamadre, ya me cagué.
Se ve que no tiene
plata, dijo
Rose. Así son los escritores, le respondí. El pata es soltero. Solo vive de la Literatura. Se ha ganado un
prestigio. Eso es admirable. Puede no caerme muy bien este huevón, pero respeto
a los tipos que, por dedicarse a lo que les gusta, sacrifican un trabajo bien
pagado. Nosotros somos esclavos, Rose; prisioneros. Este huevón no necesita ir
a una oficina todos los días para comprarse unas chelas; porque se las
compramos nosotros, los cobardes que no nos atrevemos a probar un poco de
libertad. Pedí una cerveza más. Helada. Convenimos en que tan pronto la
terminásemos nos iríamos al cuarto. Verla deseada por otro hombre me había despertado
el apetito por tirármela ya mismo. Amor,
le dije, tomándole la mano que el escritor había sujetado hacía unos minutos, por fa, cuando lleguemos al cuarto, vuelve a
contarme de esa vez en que Alejandro hizo que tiraras con ese pata de la
Villarreal. Pero cuéntame la historia mientras me la chupas ¿ya? Separó su
mano de la mía. Ante mi asombro, me hizo una seña con los ojos; Rengifo
regresaba de mear. El muy idiota, hacía varios minutos ya, los ojos deslucidos
por la lujuria y la embriaguez, nos había preguntado si éramos algo. Solo amigos, me anticipé. Enseguida, le
mandé un guiño a Rose. Ella me captó la idea. Rengifo regresó innecesariamente
agresivo. Comparito, tu amiga quiere ser
la musa de mi próxima novela. Tú estás sobrando. Por qué no te largas y nos
dejas solos. En ese momento, el joven que despachaba las cervezas dejó
nuestro pedido sobre la mesa. Rengifo, conchudazo, acostumbrado a que las
chelas le cayesen del cielo, cogió la botella por el cuello y la inclinó hacia
su vaso. No pudo evitar derramar parte de la chela sobre la mesa. Imbécil. Cogió
su vaso y se lo empujó de un tirón. Quiso reprimir un eructo, pero falló. Hubo
un silencio. Miré a Rose. Quisimos cagarnos de la risa. El huevón retomó la
actitud bélica. Lárgate, pues, compare.
Déjame con Rosita. Entonces, intervino Rosario: César, él es mi mejor amigo; si él se va, yo también. Lo que tengas que
decirme, puedes decírmelo delante de él. El escritor no dijo nada. Algo en
su rostro revelaba satisfacción; parecía gustar de las mujeres con carácter. Yo
estaba tranquilo. Sin embargo, era consciente de que cuando tenía más de un par
de cervezas encima, se me despertaba el indio y era capaz de moler a golpes a quien
me jodiera, sin importar que me triplicase el tamaño y el peso. Rengifo estaba
viejo, falto de agilidad; hubiera sido fácil dejarlo fuera de combate. Pero no tenía ganas de pelear. No con
Rengifo. Quería ver hasta dónde llegaba con Rosario. El silencio se extinguió y
volvió a coger la mano de Rose. Vámonos a
otro lado más privado, Rosita. Yo soy el mejor escritor del Perú. Te voy a
inmortalizar en mi próxima novela. Ven conmigo y te juro que te llevo al cielo.
Nadie te va a poseer como lo voy a hacer yo. Rose me lanzó un guiño. El
idiota de Rengifo ni puta cuenta se dio. ¿Solo
me quieres cachar? ¿Y después qué? El escritor se quedó perplejo. No vio
venir esa respuesta. Yo tampoco. Se tomó unos segundos para recomponer sus
ideas. Lo que pasa es que yo no me amarro
con una sola mujer. Las mujeres me van y me vienen. Por ejemplo, ahorita tengo -hizo memoria- tres. Y ninguna me pide exclusividad. Para ellas, es un honor más bien
estar conmigo. Saben que soy un alma libre, un alma que crea y divaga y
encuentra en alguien o en algo un impulso, un areté, que llamaban los griegos,
eso que te mueve a ser mejor, pero que en el caso de un astro de las Letras
como yo se traduce en escribir una obra de arte. Volvió a servirse otro
trago. Volvió a derramar la chela. El vaso de Rose estaba vacío y él lo sabía
porque lo había visto. En cambio, un
huevón como este -continuó, refiriéndose a mí- qué te puede ofrecer. Me miró. Me preguntó qué chucha hacía por la
vida. Soy ingeniero de minas, le dije.
Hizo una mueca de desaprobación. De los
ingenieros no se puede esperar nada bueno. Son idiotas sin alma, cuadriculados,
unas mierdas sin utilidad alguna. Yo no entiendo cómo existe gente que canjea
su alma por plata. Volvió a llenarse el vaso. Se había apropiado de la
botella. Porque tú tienes plata, huevón;
no me lo vas a negar. No se lo negué. Sí,
tengo mucho dinero, le dije. Sí,
dijo Rose, y gracias a ese dinero estás
chupando gratis. El escritor enmudeció. Encajó el golpe. Está bien, dijo Rosario; te voy a besar. Chucha, la cagada; estaba
yendo demasiado lejos con la mascarada. Luego de asimilada la propuesta, Rengifo
volvió a coger las manos de Rosario. La miró fijamente. Los celos empezaron a
calentarme la piel. Muy lentamente, acercaron sus cabezas por encima de la
pequeña mesa. Sentí que Rosario empezaba a cobrarse todas las perradas que le
había hecho.
La pizza duró un par de minutos; los
escritores peruanos eran unos perros hambrientos. No me agradecieron el gesto.
Me exigieron una gaseosa, pero hasta ahí no me llegó la generosidad. Mientras
dieron cuenta de la pizza, hablaron de las tetas de Lina. Yo le haría una rusa a esas tetas, dijo uno. Tenía un escote bien bandido la tía, dijo Robles. Contó la vez en
que la entrevistó para la página web del periódico. Ella lo había recibido en
camisón. Putamadre, tuve que contenerme
para no saltarle encima. Desde esa vez, le tengo un hambre terrible. La
charla continuó mientras caminábamos hacia la Arequipa. Los escritores de la
Generación Solo Lee querían recalar en algún bar del Centro de Lima. Las
voluminosas tetas de Lina los obligó a compararlas con las de las exuberantes
chicas que aparecían en los realities de competencia en la televisión. Mario, quien
minutos antes, en el podio de la librería, disertó sobre la tragedia que
representaba para la cultura en general, y la literatura en particular, la eclosión
de los realities de competencia, fue quien nombró, con matemática precisión,
los nombres de cada una de las chicas que participaban en esos programas.
Concluyó que las tetas de Lina eran más grandes y más sabias. Pasaron a la
comparación de culos. Lina no tenía mucho poto, lo que la excluía del juego. Los
escritores de la Generación Solo Lee eran almas confundidas; debajo de los rígidos
discursos literarios, de las lecturas que pretendían imponer al Perú entero, de
las novelas de Bolaño, los cuentos de Ribeyro, la cartografía vargaslloseana y
la pluma compulsiva de Balzac se escondían los más conspicuos seguidores de la chismografía
televisiva. Llegamos a la Arequipa y tomamos un taxi. Los escritores de la
Generación Solo Lee eran rabiosos antimineros; sin embargo, dejaron que el
minero les pagara el viaje.
La mañana del jueves nos pilló bien empernados.
Habíamos empezado la noche del miércoles tomando unos chilcanos en el Rocky’s
de la Plaza San Martín. Ya picados, continuamos el desbande en La Casona. Todos
los desafueros corrieron por cuenta de Rosario. Era un amor; siempre me
consentía. Bastante arrechos, nos retiramos al cuarto. Eran las cuatro de la
mañana. Nos desnudamos. Tiré el colchón al suelo y me tendí de espaldas, la
pinga chorreando la pre lechada, esperando por entrar en la boca de mi chica. Cuando
terminó de desnudarse, le pedí que me contara de esa vez cuando ella, una tetona
de dieciocho años, con cuatro ciclos en la universidad, se tiró al sastre de su
barrio, un viejo de cincuenta años, solitario y canoso, conocido de todos los
vecinos. Lo había buscado para que le hiciera unos arreglitos a su pantalón. La
situación económica de Rosario no era la mejor; la ropa tenía que durarle lo
más que se pudiera. El viejo hizo unos rápidos remiendos y le pidió a Rosario
que se probase el resultado. Ella tomó el pantalón y se desvistió en el
consabido rincón del humilde cuarto chorrillano del viejo, rincón cubierto por
una desvaída cortina azul. ¿Y cómo así se
te ocurrió hacerlo con ese viejo?, le pregunté, conociendo la respuesta
varias veces contada, la pinga parada, la lengua de Rosario bordeándome el
glande, los ojos mirándome para decirme que simplemente sintió ganas de
provocar al tío. Ella se había dado cuenta de que el viejo la miraba con deseo,
siempre solapa y caleta, desde que a ella le crecieron las tetas y las caderas.
No solo se quitó el pantalón, también la blusa, el brassier y el calzón. Salió calatita
de esa cortina azul. Nunca olvidaré los
ojitos que puso, dijo ella. Querían
llorar de la emoción. El viejo no se imaginó tamaño regalo del cielo. En
ese punto de la historia, la pinga me palpitaba como aorta de pollo recién
decapitado. Chupa, chupa, le decía, pausando
la narración. Ah, sí, cómete mis bolas,
perra. Me había puesto en el pellejo de ese viejo, a punto de saborear a esa
ricura adolescente. Acérquese, le
dijo ella. El viejo, cauto, silente, obedeció. Los años le habían enseñado que las
palabras eran juradas enemigas de los momentos de arrebato. La espontaneidad solo
demandaba acción. ¿Le gusto? La boca
del viejo permaneció cerrada. Sus manos, sin embargo, la tomaron de la cintura.
Era algo más bajo que ella. Ella se dejó tocar. El viejo acercó los labios a
una de las tetas de su clienta. Ah, Rose,
sí, chúpame otra vez la cabeza. Así, perra, que tus labios se mojen con los
jugos de mi pinga. A punto estuvieron de atrapar el pezón cuando ella lo
detuvo. No, no, retrocedió un paso. Solo quiero que me lama la vagina. Se tendió
en la cama y abrió las piernas. El viejo, sumiso, se arrodilló y con la punta
de la lengua removió el clítoris de mi Rose. Entonces, yo ya no aguanté tanta
arrechura y la puse en cuatro. Le metí la pinga con fuerza. Sus nalgas se agitaron
como gelatina. Dime que soy tuya, Daniel.
Dime que soy tu puta. Ah, sí, así, no pares, sigue, dame más fuerte, golpéame
el culo.
Aún faltan quince minutos para que
termine la película; tiempo suficiente para escapar de mi esposa. Azul no
despega la vista de la pantalla. Vaya obra maestra. Las risas expulsan pedazos
de canchita que se pierden en la oscuridad. Hay distensión en el ambiente, pero
yo soy la desesperación encarnada. Debo huir pronto. Si mi esposa me descubre
en esta sala, me sacará a patadas. Ella tiene su pareja. Es Melina. Y no solo
está con ella, sino que conviven en nuestra casa. Entonces ¿por qué temo que me
encuentre con otra mujer? ¿Acaso no tengo derecho a tener mis cosas? No lo tengo.
Tener una mujer, en la concepción de mi esposa, es gastar más dinero del que le
entrego mensualmente; es malgastarlo en una perra. Si ella me descubre con otra
mujer, me pedirá el doble del dinero que le doy. De negarme a dárselo, me
prohibirá ver a la bebe. Así de fácil. Me tiene cogido de los huevos. Pero si me
descubre con un cabro, desaparecerá con mi hija y la criará con el poco dinero
que sufridamente conseguirá. Imaginarme a la bebe viviendo como una pordiosera me
taladra el alma. Tengo que huir. Me tengo
que ir, le digo a Azul. Es una
urgencia. Ella me mira. Sus ojos brillan como las ascuas de dos puchos en
una discoteca. ¿Es tu esposa? Su
pregunta, que parece más una certeza, me paraliza.
El taxi se metió en Petit Thouars para
evitar la congestión de la Arequipa. Íbamos apretujados. Se hablaba del bar en
el que continuaríamos la chupadera. El auto iba embalado. Se detuvo solo en un
semáforo, varias cuadras después de donde lo tomamos. Los escritores de la
Generación Solo Lee adelantaron sus cacharros a las lunas más cercanas. Me inocularon
la curiosidad. ¿Qué mierda miraban? Tras esquivar varias cabezas, hallé un
hueco por el cual sapear: mujerotas semidesnudas que paseaban sus cuerpos por
las fatigadas veredas de esa calle. Las más pudorosas vestían un brassier,
tanga y mallas en las piernas. Las más putas solo una tanga, y una carterita que
oscilaba de una de sus muñecas. Putamadre,
dijo Mario, todavía espoleado por los vinos de la tarde, si tuviera cincuenta mangos, me bajo y le zampo la pinga a una esas
mamacitas. Nadie criticó ese deseo. Todos queríamos lo mismo en ese taxi.
Varios días después, regresé a esa cuadra de Petit Thouars y saldé mis antojos.
Luego de eso, no volví a ver a los escritores de la Generación Solo Lee. Habían
resultado ser una sarta de fariseos. Un año después, leyendo la página de Jorge,
supe que Mario había publicado su primera novela. Solo Lee ofrecía a sus
lectores las primeras páginas del libro. Era el canto desgarrado a un amor de
adolescencia. El protagonista, claro alter ego de Mario, era un lector impenitente.
Asaltaba cuanta biblioteca se topase en su camino. Odiaba la televisión, las
redes sociales y todo aquello que había convertido al hombre en una bestia
cuaternaria. Hijo de puta. Qué distinto del Mario que conocí, qué distinto del huevón
que se sabía todos los chismes de la televisión, qué distinto del tipo que
estaba dispuesto a meterle pinga a las travas de la Petit Thouars.
Al mediodía, salimos del cuarto. Acudimos
a la primera función de una comedia peruana. Nos aburrió, pero estábamos juntos
y era lo que importaba. Te voy a llevar a
un lugar al que fui con mis amigas hace unos meses. La comida es muy rica. Se
llama Kasamama. Está aquí, no más, a
una cuadra. Después de tanto cache, el hambre apuraba nuestros pasos. No
éramos de los que comían canchita en el cine, así que nuestros estómagos
imploraban un bocado. Rosario había insistido en que pagaría el almuerzo. Ella
era genial, la compañera perfecta. No quería que yo gastase un sol.
Efectivamente, Kasamama estaba súper cerca, a un paso del cruce del jirón
Moquegua con el jirón de La Unión. Subimos unas escaleras. El restaurante era
acogedor, amplio, muy bien ventilado. El exquisito olor de la comida criolla te
atrapaba desde el saque. Hoy hay buffet,
jóvenes, nos dijo una amable señora. Había regular cantidad de gente. Rosario
aseguró su bolso debajo de la mesa que elegimos, bastante cerca del buffet. Llené
un plato enorme con todo lo que me gustaba: ceviche, arroz chaufa, chicharrón
de calamares, papas con crema huancaína y seco de frejoles. Para bajarla, un poderoso
vaso de chicha helada. Rosario fue más moderada. Nos sentamos. Empecé a dar
cuenta de mi plato. Conversamos. Estábamos pasando un feriado de la putamadre.
Me tragué la mitad del plato y aún tenía espacio para la otra mitad. Vibró mi
celular. Era un número de puros ceros. Tenía que ser de Honduras. Ay, carajo. Amor, me están llamando de Honduras, le
dije, sosteniendo el teléfono ante sus ojos. Tengo que contestarles. Rosario era la única persona que sabía lo
de la oferta de chamba en ese país. Contesta,
pues. Contesté. Hola, Daniel. Le
habla nuevamente Héctor Trochez. Era para avisarle que hemos pactado una
entrevista para hoy, dentro de una hora, con nuestro gerente de operaciones, el
ingeniero Flores. ¿Tiene algún inconveniente? Claro que lo tenía; en una
hora ni cagando terminaba todo lo que tenía pensado comer y disfrutar al lado
de Rosario. Luego vendría el reposo reparador, la pinga succionada
placenteramente por mi chica. No hay
problema, Héctor. A esa hora está bien. No quería desechar esa oportunidad.
Así, no más, uno no salía del país; menos por trabajo. Por otro lado, según me
había explicado Héctor, cabía la posibilidad de llevarme a la familia. Lo
sentiría muchísimo por Rose, pero, antes que ella, estaba el recuperar a mi
hija. Estaba seguro de que mi esposa aceptaría la mudanza. Sería como un
preámbulo de nuestra futura vida en California. Rose, pucha, ahora cómo hago, dije, tras colgar. ¿Por qué?, preguntó. Porque la entrevista va a ser en una hora y
por Skype. Y tú sabes que prácticamente no tengo internet en el cuarto. El wifi
del idiota de Jaime es una mierda. ¿Habría tiempo para ir a alguna cabina
de internet, ponerme una camisa, peinarme y dar la entrevista sin problemas? Mi
cabeza era un desorden. Tranquilo, me
dijo Rose. Ella era el factor racional de la relación. Vamos a tu cuarto ahorita para no perder tiempo. Para la entrevista,
puedes usar mi celular como módem. ¿Se podía hacer eso? Claro, tonto, yo siempre lo hago. Vamos ya,
apúrate. Me dio pena terminar así nuestra salida. No quiero dejar esto a medias, amor, le dije, mirando el plato de
comida. Está tan rico y me lo pagaste con
tanto amor. Rosario no era millonaria, pero había nacido con un noble
desapego al dinero. Daniel, lo que
importa es tu entrevista. Otro día, cuando vengas de Honduras, porque sé que
conseguirás ese trabajo, ya tú me invitas. Pagó la cuenta y nos retiramos.
Llegamos al cuarto en diez minutos. Mientras ella solucionaba la conexión a
internet, entré al baño, me lavé la cara, me mojé el pelo, me peiné y me puse
una camisa. Ensayé frente al espejo mi mejor cara de huevón. Me salió con
naturalidad. Regresé al cuarto. Ya está,
me dijo Rose. Prueba entrar al Skype.
Funcionó. Eres la mejor, le dije y la
besé. Agregué el contacto que me había dado Héctor. La cámara empezó a
registrarme. Chucha, podía ver mi colchón contra la pared y a Rose detrás de mí.
Tiré el colchón al suelo y le pedí a Rose que me esperase afuera del cuarto. Me
besó. Suerte, sé que lo harás bien. Sentí
la pena en su beso. A pesar de los altibajos, nunca habíamos estado tan juntos
como cuando empecé a vivir en Zepita. Nos dimos el lujo de convivir más de una
vez. Con todo y mis locuras, ella me amaba. El viaje a Honduras terminaría con
nuestra historia. Y ella sabía que me iría bien en la entrevista. Supo, desde
el inicio, que embaucaría muy bien al gerente de operaciones y que él me diría perfecto, Daniel, vamos a coordinar con Héctor
para que estés aquí la primera semana de diciembre.
Mientras avanzó hacia ella, la pinga se
le irguió. Le quitó la blusa y le dejo un par picos en el hombro. La vio cerrar
los ojos. La sintió estremecerse. Dejó en su cuello una cimbreante estela de
saliva que desembocó en esas tetas blancas que, desde abajo, suplicantes,
exigían unas muy arrechas lamidas. Solo entregándose a la furia de los lengüetazos
olvidaría al imbécil de Alejandro que aguardaba en alguna parte de ese hotel. ¿Te gustó cuando te las besó? Sí, le
gustó el dominio lingüístico de Telémaco. Además, era guapo. Blanquito. ¿Te excitaste? Se estaba excitando.
Había empezado a chorrearle la vagina. Y el pendejo de Telémaco lo sabía,
porque enseguida puso a trabajar los dedos en esa conchaza. Ah, sí, perra, tú siempre paras mojada. Sí,
así, dale un besito al ojito de mi pinga. Sí, así. Telémaco le metió la
lengua, que también la tenía larga, en toda la boca. La temperatura batía récords
de calentura. Rose, confesa y experta mamadora, se arrodilló ante él y empezó a
chuparle la verga. ¿Cómo se la chupaste?
A ver, chúpamela como se la chupaste a ese huevón. Tras unos minutos, la tomó
de los hombros y, como si se tratase de una fina pieza de cristalería, la
tendió cuidadosamente sobre la cama. Se
suponía que el idiota de Alejandro debía estar ahí conmigo, en ese cuarto,
viendo cómo otro hombre me cachaba. Esa fue la idea que se le ocurrió. Era un enfermo
como tú. Yo, como era una tarada en ese entonces, acepté. Cogió el condón
dejado sobre la mesita de noche y se lo puso con la rapidez de un guiño. Mi
Rose abrió las piernas y recibió toda la longitud de Telémaco. Era suficiente. Ponte en cuatro, perra. Te voy a clavar como
te clavó ese huevón. La historia me había calentado. Eyaculé tras unas
pocas embestidas. Me gustaba llenarla de leche. Tomamos un descanso y conversamos.
Aún me quedaban fuerzas para un segundo round. Recordamos la cara de autogol de
Rengifo cuando chapamos en sus narices. Yo también me había creído que Rose terminaría
besándolo. Pero, en el último segundo, desvió su boca y terminó ensalivándola
con la mía. Al escritor no le quedó más remedio que retirarse derrotado al
hueco donde vivía, borracho, hasta las huevas, sin mujer, a merced de los
asaltantes de caminos. ¿Y si algún día
hacemos eso?, me animé. ¿Qué cosa?,
dijo ella. Que tires con otro mientras yo
veo. Me excitaría un culo, confesé. No,
Daniel, eso fue en el pasado. Yo sí estoy enamorada de ti. Solo quiero tirar
contigo.
La película terminó. Salimos con la
multitud. Son las nueve de la noche. Es temprano. Ella me toma de la mano con
fuerza. Yo solo espero no encontrarme con mi esposa. Casi siento la quemazón de
los insultos y las cachetadas con que me rellenará apenas me vea. Para estar con cabros sí tienes plata ¿no,
huevón? Ni más vuelves a ver a tu hija. Azul sabe que me estoy cagando de
miedo. Estoy pálido. Helado. La gente ha dejado de comentar la película y nos
mira sin roche. Azul, jodida como ella sola, se detiene y me zampa un beso. Qué
rico me mete la lengua. Por un segundo, me olvido de todos. Pero luego vuelvo a
poner los pies en tierra firme: la persona que me ha tirado dedo con mi esposa
puede estar grabando ese beso, recabando más pruebas de mis perversas
desviaciones. La imagino texteando: Apúrate,
huevona, mira cómo el sinvergüenza de tu esposo se besa con otro hombre.
Por algún motivo, intuyo que es una mujer y no un hombre la persona que ha disparado
las alarmas. Mi esposa tiene muchas amigas en el Centro de Lima. Me zafo de los
labios de Azul. Estoy temblando. Siento que mi fin se aproxima como un tren a
toda velocidad. Llegamos a la calle. Hay un grupo bullicioso en la mera esquina
del Banco de Crédito, cerrado a esa hora. Los tipos que salen con nosotros se
unen a ese grupo y lo nutren. Es la oportunidad para perderme dentro de ese
montón de curiosos. Adónde vas, dice
Azul, pero yo ya estoy en otra. Si te vi, no me acuerdo. Se habla de robo, de golpes.
Hay unas viejas que cacarean auxilio,
policía, ambulancia. Me gana la curiosidad por ver a quién rodean. Sí, hay
una persona tirada en el suelo mugriento de la calle. Parece una mujer. No me
dejan ver bien estos sapos de mierda, que se reproducen con los segundos. Ya me
estoy yendo, cuando, por esas casualidades, me fijo en que quien es el centro
de toda esa atención es mi esposa. Ni cagando. No puede ser. Me abro paso a
empujones. Aplaco la ira de los empujados diciéndoles es mi esposa, es mi esposa. Un par de señoras la abanican con unos
cartapacios. Mi esposa tiene sangre en la nariz y los ojos entreabiertos. Ya, tranquila, ya viene la ayuda. Me
acerco hecho una bala. ¿Qué te pasó? Escucho
voces detrás. Los testigos. Le robaron,
causa. Querían quitarle el celular y como no aflojó le metieron un combazo.
Azul no está. Como siempre, ha vuelto a desaparecer, dejándome en medio de una
tragedia.