Del lunes 31 de octubre al domingo 06 de
noviembre del 2016
Cuando uno quiere hacer algo terrible se
miente a sí mismo. Se dice uno que todos los demás están equivocados.
Ray Bradbury – Crónicas Marcianas
El día voló. Ni Jean Carlo ni Victorio acudieron
a la oficina. Patricia llegó con una hora de retraso. Sin jefes, el tiempo
transcurrió con liviandad. Esa levedad se sentía en toda la ciudad; al día
siguiente habría un feriado. Regresé del trabajo más temprano, me bañé y me
acosté. Quería desconectarme de las tribulaciones de la semana anterior. Eran
las once cuando vibró el celular. Estaba cargándose sobre la mesita blanca. Era
Karina. Dani, estoy con una amiga aquí en
Los Olivos, en El Embarcadero de Plaza Norte. Vente al toque, pues. No lo
pensé dos veces: Salgo en diez minutos;
espérenme. Una noche con la impredecible compañía de Karina me disiparía
las preocupaciones. Ella siempre se las arreglaba para que tirar a pelo
resultase relajante y nada preocupante. Si yo tenía unos pocos días con el
SIDA; ella debía de tener varios años. Éramos unos promiscuos de mierda. Me
vestí, me mojé la cabeza y la cara, y tomé un bus a Los Olivos.
Se me aguó el culo cuando Jean Carlo me
llamó al anexo. Daniel, ven un momento.
Caminé hacia su oficina. Toma asiento.
Nunca lo había visto tan serio. Bueno, pensé; me disculparé por no haber
justificado mi ausencia del viernes. Tenía en mente una excusa más o menos
convincente. Daniel, el viernes despedí a
Victorio. Puse cara de circunstancia. La verdad; no me afectó la noticia. Sentí,
sí, un gran alivio; la cosa no era conmigo. Con respecto a Victorio, la oficina
sería un lugar mucho más tranquilo sin su presencia. Era un orgulloso de mierda
que se pavoneaba de sus contactos y nos relataba extenuantes historias en las
que resultaba siempre el héroe de los proyectos y el resto, una recua de
tarados. Él era el listo, el hábil, el pendejo. Yo le seguía la corriente y
esperaba impacientemente a que se callase y volviese a encerrarse en su
oficina. ¿Qué había pasado con Victorio? Había estado usando información
confidencial de la empresa en beneficio propio. Hacía pocas semanas había
inscrito en registros públicos una empresa importadora de maquinaria para la
industria minera, y había adquirido un modesto lote de ventiladores franceses.
Todo este proceso lo había realizado siendo todavía parte de la empresa de Jean
Carlo. El sinvergüenza, decía Jean
Carlo, casi con asco, ha estado ofreciendo
sus ventiladores a NUESTROS clientes. La oficina de Jean Carlo estaba
pintada con los colores de la bandera de Suecia, país de origen de los
ventiladores que vendía en el Perú cada vez en mayor número. Lo gracioso, dijo, exhibiendo esa
sonrisa de suficiencia que surgía cuando hablaba de los competidores a los que
aplastaba, es que como Victorio es un
ignorante en ventiladores nadie ha querido comprarle. ¿Cómo se enteró de la
traición? Uno de sus clientes le filtró el dato. Así que el viernes lo encaré. Ya le tenía preparada su notificación de despido.
Hablamos aquí en mi oficina. Cuando le mostré los correos que él mismo había
mandado al cliente, se quedó callado. Al principio quiso negarlo, ¿puedes creer
su cinismo? Me extendió unos papeles. Los hojeé un toque, fingiendo
interés, y se los devolví. Me dijo que eran los correos que Victorio le había
mandado al cliente delator. ¿Te fijaste
de dónde los envió?, dijo, la mirada cómplice. Sí, mentí. No me había fijado en nada. Es tan idiota que envió todo desde la cuenta de correo de nuestra
empresa. Eso fue suficiente para botarlo como a un perro, sin ningún beneficio.
No le quedó otra que firmar la notificación. Lo tenía cogido de los huevos con
las pruebas de los correos, nuevamente esa sonrisa de ganador, de tipo sagaz
al que nadie podía timar. Ese mismo día
agarró sus cosas y se fue. Hizo una pausa. ¿No sabías nada de esto? Su pregunta era retórica; no esperó una
respuesta. Continuó regodeándose en su astucia y en cómo había expectorado sin
miramientos a Victorio. Por si acaso, si
preguntan por él hay que decir tajantemente que ya no trabaja más con nosotros.
De vuelta en mi escritorio, recordé la vez que Victorio me preguntó por cierta
marca de ventiladores franceses. El huevón ya planeaba la traición.
Daniela me escribió; quería ir al cine.
Había una comedia peruana en cartelera. Era sábado y yo estaba en casa de mamá,
como casi todos los fines de semana. Quedamos en asistir a la función de las
ocho y media de la noche. La película fue una mierda; fugaces momentos de gracia
apuntalados por un par de lisuras. Recordé haber leído la Historia Universal De
La Infamia, de Borges. El exquisito sarcasmo de sus páginas era garantía de
risas reflexivas y duraderas. A la salida del recinto, Daniela me dijo que le
provocaba descansar. Si quieres vamos a
tu cuarto, Chato; para echarme un ratito. Eran cerca de las once. Era mi
oportunidad de tirar con ella. Pero recordé que había dejado las llaves del cuarto
en casa de mamá. Tampoco tenía dinero para pagar un hotel; había llevado el suficiente
para las entradas, las canchitas y las gaseosas. Pucha, Chata, mejor lo dejamos para otro día. Su casa no estaba
lejos del cine. Fuimos caminando. Nos despedimos besándonos al pie de las
escaleras de su edificio. Era una suerte que aún me considerara su amigo, luego
de la vez que desaparecí del mapa tras enterarme de que no le venía la regla. Compré
un pollo a la brasa, papitas y gaseosa en una pollería del Óvalo Varela. Tomé
un taxi. Eran las doce. Estaba seguro de que hallaría despierta a mi bebé y de que
disfrutaría de la sorpresota que le llevaba.
O sea que por eso
no quieres estar conmigo,
dice Rosario. Qué fue, le respondo. Has vuelto con Daniela. Y no me mientas
porque ahora sí tengo pruebas.
No puedo, le dije. Tú sabes muy bien que lo que gano me alcanza
apenas para pagar mi cuarto y mis comidas. Lo que te doy para la bebe y los
gastos de la casa es lo justo. No puedo darte más. Discutíamos delante de
la puerta de rejas del departamento. Debía llevar a mi hija a la casa de mi
mamá y luego regresar a Zepita. Hacía dos días le había entregado el dinero mensual.
Ahora, pedía más. Lo necesito, Daniel,
por favor. Quiero llevar ese curso. Yo me aburro metida en la casa todo el día.
Quiero salir, aprender y trabajar en eso. Yo ya no le creía nada. No tengo; lo siento. Aunque sí tenía;
haciendo un esfuerzo, podía darle lo que pedía. Pero era tirar el dinero.
Siempre que se entusiasmaba con algo, terminaba dejándolo. Cuántos cursos le
había pagado y cuántas veces había tirado la toalla. No le aflojaría los
trescientos soles que pedía. Suficiente había hecho ya por ella yéndome de la
casa y dejándola ahí con Melina. Yo no tenía quién me cocine o lave la ropa a
cambio de nada. Con mi plata, con lo que me quedaba luego de entregarle el
dinero mensual, debía encargarme de todas esas huevadas. Ahora estás con Melina ¿no? Me decías que con ella serías todo lo feliz
que no fuiste conmigo, pues que ella te ayude con tu curso. A mí no me jodas.
Cuando me alteraba, se me escapaba estupidez y media. Eres una mierda, Daniel, un egoísta de mierda. El rostro se le
había congestionado por la frustración. Si
no me das el dinero que necesito para despejarme por cuidar a tu hija todos los
días, no te la llevas hoy, ni hoy ni nunca más. Yo me iré con ella a algún lado
para empezar sola y tener mi propio dinero y no tener que pedirte nada nunca
más. No sabes lo humillante que es para mí pedirte plata. La bebe había bajado
las escaleras y estaba detrás de su mamá, ansiosa por que su papi la llevase a
casa de su abuela. Mami, quiero ir donde
la abuela, pidió. No, no vas a ir,
le gritó mi esposa. A la bebe se le fruncieron los labiecitos y empezó a
llorar. Era el llanto que laceraba el corazón de cualquier padre. Eres un abusivo, Daniel. Yo me hago cargo de
tu hija y tú no puedes apoyarme con lo que te pido. Eres un miserable.
Estaba completamente alterada, rabiosa. En momentos así, me provocaba golpearla,
encajarle un par de puñetazos y hacerle sentir quién mandaba. Pero no podía. No
tenía los huevos para imponerme. Cómo no te cruzas en el camino de una bala
perdida, pensaba mientras la oía continuar con sus reclamos. Tu muerte nos
mejoraría la vida a todos; criaría a la bebe con holgura, sin que estés
chupándome dinero cual sanguijuela. Mami,
por favor, quiero ir con papi. La bebe recibía la indiferente espalda de su
mamá. No te la vas a llevar si no me
apoyas. No es justo para conmigo. Las lagrimitas en los ojos de mi bebe me perforaban
el alma. Saqué mi billetera y le di lo que pedía. Toma, le dije. Por qué eres
tan basura conmigo. Por qué no puedes darme el dinero sin que tengamos que
llegar a estos extremos. Lloraba. Respiré hondo. Quise abrazarla y
consolarla. Los odios no me duraban nada. La bebe nos tenía que ver tranquilos.
La abracé. Perdóname, le dije. La
bebe se unió al abrazo. Ustedes son mis
padres, dijo. No peleen. No pude
contener las lágrimas. No sabía hasta qué punto la discusión había mellado los sentimientos
de mi hija.
De El Embarcadero nos pasamos a Rústica,
un restaurante que luego de las doce funcionaba como discoteca. El lugar estaba
repleto de gente. Los mozos debían escurrir sus huesos entre el gentío para transportar
los pedidos de cerveza y whiskey. Karina, su amiga y yo bailábamos en
sanguchito: ellas eran el pan y yo el relleno. Karina, como siempre, estaba
bien maquillada. Llevaba un sostén que le juntaba las tetas y las hacía más
provocadoras. El lugar empezó a vaciarse a las cuatro. Karina propuso que fuésemos
a su casa. Tomamos un taxi. Pagué yo. Los tragos corrieron por cuenta de
Karina. El dinero era su última preocupación. No necesitaba trabajar como una
esclava. Administraba las cuantiosas propiedades que le había heredado su
difunto padre: hoteles, viviendas en alquiler, una ferretería. Envidiaba su
suerte; yo debía alquilarme ciento ochenta horas a la semana a cambio de un
flaco estipendio. Karina aún vivía en Los Nogales, barrio donde transcurrió nuestra
infancia y adolescencia. La casa, en la que tiré por primera vez en mi vida sin
pagar un sol, tenía ahora tres pisos. Karina era dueña y única habitante del
primero. Los restantes eran de sus hermanas. Nos acomodamos en su sala. Sirvió
un vino heladito en tres gordas copas de vidrio. Puso algo de música.
Reggaetón. Hablamos tonterías. Al cabo de un rato, Karina dijo que era hora de
dormir. Yo me quedo en el sofá, les
dije. Ven, Dani, duerme con nosotras. No
hay problema. Te va a dar frío en el sofá. Su cuarto seguía siendo el mismo
que conocí hacía quince años, cuando fuimos enamorados un par de semanas hasta
que descubrí que me engañaba con otros hombres. Fue la primera mujer por la que
lloré como una niña. Más pudorosa, la amiga de Karina, Leslie, se desvistió y
vistió en el baño. Karina le había prestado algo cómodo para dormir. Karina y
yo nos desvestimos en el cuarto. Era estrecho, cálido. Nos iluminaba el tenue
resplandor del televisor prendido. Le vi las tetas: grandotas y colgadas. Así
me gustaban. Se puso una chompa ancha y un shorcito liviano. No llevaba sostén
ni calzón. Aquí se va a echar Leslie,
dijo. Ella siempre se pega a la pared. Yo
voy a dormir en medio para que no le hagas travesuras a mi amiga. Entró
Leslie. La ropa de Karina le quedaba grandísima. Se echó en el lado convenido y
se cubrió con las frazadas. Karina se tendió a su lado; yo, al lado de Karina.
Entonces, recordé la primera vez que estuve en la cama con dos mujeres.
La librería del señor Luna está ubicada a
mitad de la cuadra dos del jirón Quilca, al fondo de un corto pasillo. Ese
jueves, luego del trabajo, y de haberme bañado y vestido cómodamente, la visité.
Revisaba los libros colgados del triplay que servía de mostrador cuando me topé
con unas letras grandes y rojas que decían SIDA. Instantáneamente, me acordé de
Azul y de la infección que llevaba a cuestas. Era un libro de pocas páginas; su
título, Qué Es El SIDA Y Cómo Prevenirlo. Quise comprarlo y leerlo inmediatamente.
Quería saber qué tenía exactamente en el cuerpo. Pero me avergonzaba intentar
cogerlo. Alejé la vista del libro y la paseé por otras zonas del triplay. Era
inútil; en ese momento, ningún libro me interesaba más que ese. Qué chucha, pensé. Vencí el temor y cogí
el librito. Decididamente, caminé hacia el señor Luna y le consulté el precio.
Luna conversaba con tres de sus habituales contertulios. Los tres se fijaron en
el título del libro. El silencio creado fue opresivo. Me sentí un sidoso en medio
de tipos normales, correctos y sanos. Dos
soles, caballero, dijo el señor Luna. Pagué. Agradeció. Le agradecí. Caminé
deprisa al cuarto. En el trayecto, leí el opúsculo, ocultando su tapa. Nadie
debía enterarse de mi enfermedad. SIDA significaba Síndrome de
Inmunodeficiencia Adquirida. Era un grupo de síntomas clínicos que aparecía
luego de que la barrera defensiva natural del cuerpo era derribada por el virus
de la inmunodeficiencia humana, el VIH. Una vez derribada la defensa del
cuerpo, los organismos y bacterias que vivían desde siempre con nosotros podían
matarnos inopinadamente. En resumen, el VIH nos desprotegía; un simple
resfriado podía quitarnos la vida. Tirado en el colchón del cuarto, continué develando
a mi enemigo, que medía 0.000,000,012 metros de largo y que replicaba su ARN,
cual fotocopiadora, en el núcleo de mis células, desquiciándolas, enloqueciéndolas,
neutralizándolas.
Llevaba el dinero del mes para la
manutención y educación de mi hija. Además, incluí un monto para el pago de una
terapia de concentración que la psicóloga del colegio le había recomendado a la
bebe. Yo no creía en los psicólogos. Su misión era suprimir la espontaneidad de
los niños. Sus diagnósticos y tratamientos apuntaban a moldear ciudadanos obedientes
y adocenados. Su verdadero objetivo era hacerse ricos con el dinero que
tirábamos en sus terapias y metodologías. Pero mi esposa les creía a pie
juntillas. No se daba cuenta de que la psicología era un negocio basado en la
presunta formación de gentes de bien. Cela reconoció haber sido un gamberro en
su niñez. Jamás se corrigió, y terminó consiguiendo el Nobel de Literatura en
1989. Llegué a la casa de mi esposa. La encontré de buen humor. Me aventuré,
entonces, a invitarlas a ella y a mi hija a salir. En un principio, se negó: que
estaba a dieta, que la bebe no podía comer frituras. Ya, pues, salgamos en familia, que la bebe nos vea juntos, la
animé. Aceptó. Antes de irnos, le entregué el dinero. Subió a guardarlo. La
bebe bajó entusiasmada. Sí, papi, vamos a
comer papitas. Tomamos un taxi a plaza San Miguel. Fuimos al Pardos Chicken.
Las papas fritas eran gruesas y estaban riquísimas. Ordenamos tres cuartos de
pollo, parte pecho. La bebe comió todas sus papitas. Empezó a dar cuenta de las
mías. Su mamá la detuvo. Ya comiste.
Basta, por favor. Quise defender el derecho de mi bebe a empacharse con
cuanta papa quisiera, pero me contuve. No valía la pena abogar por los
saludables beneficios de consentir a nuestros hijos. La rigidez creaba seres
acomplejados. Mi esposa jamás lo entendería. Mis argumentos solo encenderían la
pradera. La noche transcurrió tranquila. Las llevé en un taxi a su casa. Estaba
aprendiendo a tratar con pinzas a mi esposa. La mínima fricción desencadenaba una
reacción que terminaba explotándome en la cara.
Hacía seis meses que era papá y estaba a
punto de tirar con dos mujeres en la misma cama. Vivía con mi hija y con mi esposa
en un viejo edificio del jirón Camaná, en el Centro de Lima. Me habían hartado los
arranques de histeria de mi esposa, generados por el llanto de la bebe, los
quehaceres de la casa, la gordura que se apoderaba de su cuerpo, la convivencia
en un espacio reducido y un encierro al que no estaba acostumbrada. Yo le había
sido fiel desde que la conocí. Me mantuve así hasta la aparición de los constantes
gritos y reclamos en el hogar. Entonces, la fidelidad pasó a ser un mero
recuerdo y le eché un vistazo al menú que me ofrecía la calle. Llevaba un año
trabajando en VISA, una consultora que participaba en proyectos mineros y
civiles. Cierto día, arrecho en mi escritorio, googleé: servicios sexuales señoras
tríos Lince. La oficina estaba cerca de Lince, distrito en el que se
hallaban las putas más baratas. Las señoras, por ser señoras, cuerpos gruesos,
avejentados, cobraban menos que una jovencita. Los tríos habían sido una de mis
más cimeras fantasías. El buscador me devolvió un solo anuncio. Anoté el número
de teléfono. Llamé. Una voz cariñosa me atendió. Me indicó su ubicación. El
costo del servicio era inmejorable: cincuenta soles por las dos mujeres.
Increíble. Al cabo de una semana, había reunido el dinero y el valor, sobre
todo esto último, para visitar a la pareja de señoras. Su departamento estaba a
unas cuadras de la oficina, un recorrido a pie que, calculé, podía hacer en
diez minutos. Elegí la hora del almuerzo; la una de la tarde. Mientras el resto
de la oficina calentaba sus fiambres en el microondas, yo me alistaba para el
trío. En el baño, me lavé la pinga. Minutos después, recorría las calles que
había estudiado en Google Maps. Volví a llamar al número del aviso para enterar
a las señoras de mi inminente visita. Cuando llegué al viejo edificio de la calle
León Velarde, se me bajó la presión. Eran los nervios. Presioné el botón del
número 302. Se oyó un bip. Hablé. Llamé
hace un ratito por el servicio. La misma voz cariñosa: Ah, ya. Sube, amor. Un clic eléctrico abrió la puerta de rejas.
Crucé un zaguán, cuyo piso estaba salpicado de publicidad de supermercados,
cartas no recogidas y volantes de institutos. Subí al departamento. La puerta estaba
junta. Entré. Me recibieron dos señoras gordas. Les calculé unos cuarenta años.
Una de ellas tenía silueta, la deseada forma de pera; la otra era directamente una
bola. Pero ambas tenían un culazo y unas tetas grandes y caídas. Me
enloquecieron esos cuerpos. Era un fanático de la carne y de la grasa. Llevaban
sendos vestidos negros translúcidos. Me condujeron de la mano a un cuarto. Se
quitaron los vestidos. No llevaban ropa interior. Les pagué. La bola recibió el
dinero y lo guardó en el cajón de una cómoda. Me desvestí tan rápido como pude.
Tenía la pinga parada y borbotando sus jugos. Me tiré en la cama, dispuesto a
todo. Mientras les lamía las nalgas como un desesperado, una de ellas me puso
un condón. Empezaron a chupármela por turnos. Dos mujeres mamándome la pinga,
rozando sus labios con mis pendejos. Hice denodados esfuerzos por no venirme; todavía
tenía que meterles la pinga. Gocé estrujándoles los rollos de la barriga. Mientras
le metía la pinga a una, a la otra le comía las tetas y le lamía los rollos, se
los mordía. Les dije que las amaba. Volvieron a mamarme la pinga; esta vez, yo
parado y ellas de rodillas en el suelo. Una me lamía el pene y la otra me
chupaba los huevos. Me decían papito,
queremos tu leche. Me elevé al cielo cuando eyaculé. Recibieron la leche en
sus tetas enormes y flácidas. ¿Te gustó, amor?,
preguntó la bola. Sí, me encantó, le
dije, todavía suspendido en el aire. La bola restañó el semen que caía de las
tetas de su compañera. Vuelve pronto,
me dijeron al salir. Por supuesto,
les dije. La perita me despidió con un piquito. No volví. Me animé a
contratarlas luego de un tiempo, pero el servicio había desaparecido de la red
y el número estaba fuera de servicio. Mi esposa nunca me creyó que fui feliz
con su cuerpo de gordita. Ella se avergonzaba de él. El gimnasio y sus dietas
absurdas la redujeron a un insípido palo.
Leslie y yo viajábamos en el mismo bus.
Lo habíamos tomado en la Panamericana. Habíamos caminado en silencio seis
cuadras desde la casa de Karina. Leslie era bajita, delgada, sin mayores
atributos que su piel blanca. Tenía la nariz medio en gancho. Karina nos había
hecho un jugo de papaya. Actuaba desinhibida, como si nada hubiera pasado. Yo
no podía. Se notaba que era feriado; la carretera estaba despejada. No podía
hablarle a Leslie. ¿De qué le hablaría? ¿De cómo me chupó la pinga sin abrir
los ojos? Karina y yo nos lengüeteábamos y manoseábamos, arrodillados en la
cama, al tiempo que la boca de Leslie me succionaba la pichula. No abrió los
ojos hasta bien entrada la mañana. ¿Qué
vas a hacer más tarde?, le pregunté. Tenía que preguntarle algo; el
silencio era opresivo. Nada, creo que voy
a salir con mi enamorado. No sabía que tuviera uno, o no recordaba que lo
hubiese mencionado. ¿Tú? El bus
corría a toda velocidad y nos hacía saltar en los agujeros de la pista. Seguir durmiendo; mañana trabajo. Nos
acercábamos al puente de Prolongación Tacna. Yo también, dijo ella. Trabajo
con mi enamorado en el Plaza Vea de San Isidro, por Paseo de la República. Íbamos
en los últimos asientos del bus, uno al lado del otro. La carcacha tenía dos o
tres pasajeros más. ¿Dormiste bien?,
me atreví. Sí, respondió. Había salido
el sol. El día se prestaba para un cebichito. Entramos en Alfonso Ugarte. Chévere si salimos otro día, le dije. Normal, no hay problema, aseguró. Nos
despedimos con un beso en la mejilla. Bajé en el hospital Loayza. Crucé Alfonso
Ugarte. Al poco rato, abría la puerta de mi cuarto. Tiré el colchón al piso, me calateé y me metí
debajo de la colcha azul. Faltaba algo: una lectura veloz para conciliar el
sueño. Las Tradiciones de Palma nunca fallaban. Entretenían y enriquecían el
vocabulario. Leí Mujer – Hombre, la historia de la primera lesbiana en Lima.
Aprendí una palabra; espontanearse: revelar con sinceridad nuestros
sentimientos y pensamientos. Vibró el celular. Era Karina. Te cuento algo, me dijo. Dime,
le dije. Dice Leslie que le encantó el
sabor de tu semen, que era como dulcecito. Quedamos en repetir la salida.
Me masturbé recordando las imágenes de la madrugada: Karina recibiendo pinga al
lado de Leslie, que se hacía la dormida. Leslie mamándome la pichula sin abrir
los ojos; su lengüita franeleándome el glande. Mis dientes mordisqueando los
pezones de Karina. ¡Ahhh! Eyaculé en
un pedazo de papel higiénico. Lo abolillé y lo tiré en un rincón. Dormí
plácidamente.
Espérame, ¿sí? Te
caigo a la una y media.
Caminaba hacia la Marina. Ok, te espero,
bebé. Hacía unas horas había llevado a mi hija al Bembos. Si mi esposa me sacó
más plata, dizque, para un curso, entonces yo tenía todo el derecho de llevar a
mi bebé adonde le diese la gana. Pensé: si no gasto mi plata en satisfacer mis
urgencias, entonces la mierda de mi esposa terminará agotándomela con sus
continuos pedidos. La pinga se me paraba muy a menudo. Debía emplear mi dinero
en satisfacer sus imperiosos requerimientos. Había dejado a mi bebé con su
abuela. Ma, regreso mañana al mediodía luego
de recoger mi ropa de la lavandería. Chau. La discusión con mi esposa había
dilatado mis tiempos. Por eso, me aseguré llamando a Jazmín. Solo su cuerpo
podría satisfacerme. Llegué veinte minutos antes de la una y media a Peñaloza.
A cinco metros de la esquina con Nicolás de Piérola, estaba Jazmín. Ese era su
punto de operaciones. Me reconoció y caminó hacia el Malka Masi. Sí, había
jurado no volver a ese hotel, pero ¿qué posibilidades había de que ocurriera otra
redada? Ninguna, me convencí. Entré detrás de ella. Pagué por el cuarto en la
recepción. Recordé mis primeras veces en ese hotel, siempre apurado, agachando
la cabeza, evitando que algún conocido me sorprendiera: ajá, con que te gusta
tirar con maricones. Ni siquiera contaba el vuelto; cogía al vuelo el papel
higiénico y el condón, y me metía al cuarto. Ahora no. Ahora me llegaba al
pincho. Tiramos. Nos besamos en la boca. Te
amo, te amo, le decía, mientras le metía la pinga. Si no les decía “te amo”
a mis eventuales parejas, no disfrutaba del cache y se me hacía difícil eyacular.
Me gustas mucho, gemía ella. Se la seguía
metiendo al tiempo que estrujaba esas tetotas. ¿Me amas?, le preguntaba yo, con cada arremetida. Sí, te
amo, te amo, decía ella. ¿Si me amas
te tomas mi semen?, la reté. Sí, sí,
gimió. Cuando estuve a punto de venirme, le desconecté mi pinga. Se oyó un ploc. Me quité el condón y acerqué a su
boca la punta de mi pichula. Estábamos sobre la cama, yo parado y ella de
rodillas. Tenía la pinga embutida en su boca. Me succionó toda la leche. Sentí
un tremendo alivio. No había nada que superase venirse en la boca de una mujer.
Me pidió ser mi enamorada. ¿O estás con
otra maricona? Le aseguré que estaba solo. ¿Qué raro que un chico pingón y lindo como tú esté solo? Permanecimos
echados en la cama; la cama sin frazadas de un hotel que solo servía para
cachar. Entonces, ¿somos enamorados? Me
metió la lengua en la boca. Claro, bebé.
Me contó que la violó un caficho de San Juan de Lurigancho. Yo vivo allá, pues. Pasé por una cuadra donde trabajaban varias mariconas. Y ese pata, que
es el taita de todas, me ve, y, como me tenía ganas de antes, me levantó a la
fuerza. Me metió en su camioneta. Me enseñó su fierro. ¿Qué iba a hacer yo?
¿Llamar a la policía? Ahí es tierra de nadie. Era mejor seguirle la corriente.
Dejar que me viole y ya. A la policía le
importa una mierda lo que le pase a una chica como yo. Si ven que matan a una,
se alegran, más bien. Su cabeza descansaba en mi pecho. Tenía el cabello frondoso.
Ni cagando era natural. Me acuerdo que
cuando me puse mis primeras tetas, no tan grandes como estas, unas mariconas
envidiosas, no de aquí, de San Juan, me las reventaron a golpes. Siguió
prostituyéndose, pero metiéndose unas almohadillas en el pecho. Reunido el
suficiente dinero, volvió a ponerse siliconas. Se alejó de San Juan y recaló en
el Centro, donde la seguridad estaba garantizada siempre y cuando se arreglara
con la policía. Un tipo se encargaba de mantener contentos a los oficiales que
tenían Peñaloza a su cargo. Ese tipo era el que las cuidaba. Solo a él debían
pagarle. Casi nunca se le veía. Pero está
en amoríos con una traca que vive en esta cuadra. Bueno, no tanto vive aquí, pero
para de vez en cuando. Esa maricona y él se encargan de la seguridad de toda
esta cuadra. De Chancay, por ejemplo, se encarga otro; pero a ese pata los
tombos se lo comen vivo. No sabe arreglar con ellos ni con sus propias chicas.
Por eso es más difícil trabajar en Chancay. Ahí es más fácil que te levanten
los tombos. Le pregunté, entonces, cómo fue que esa vez casi nos metían en
cana. Hubo un retraso en el cheque de los
tombos. Al capitán no le gusta que jueguen con su plata. Y ese día metió miedo.
Lo meten cuando hay que meterlo, para que no olvidemos quién manda. Recordé
a Azul conversando con el policía gordo. ¿Dices
que el caficho de esta zona tiene su pareja?, pregunté. Sí, confirmó
ella. Pero esa maricona no se prostituye.
De vez en cuando viene a “supervisar” cómo va la cosa. Se me aceleró el
corazón. Cambié de tema. Me gusta tu
nariz, le dije. Era pequeñita y respingada. Antes la tenía como tú, me dijo, levantando la vista para mirarme. Y no, pues; con esa nariz nadie me iba a
levantar. Me la operé dos veces, hasta tenerla como ahora. Volví a cambiar
de tema. ¿Vas a discotecas? Le conté
que solía ir al 1031, aunque, últimamente, prefería La Jarrita. Esa es una disco para tracas viejos, soltó.
Hay que ir un día al Sagitario, propuso.
¿Dónde quedaba esa vaina? Aquí, no más,
en Wilson con Torrico, cerca de esa placita que está en la dos de Quilca.
¿La plaza Elguera? Claro, claro. Me
había dado cuenta de que ahí había una discoteca bien caleta. Bien temprano, en
las mañanas de los sábados y domingos, salían de sus puertas bandadas de
cabros, homosexuales con vestimenta de hombre, nunca travestis ni transexuales.
Sí, pues, ahí van gays vestidos de hombre, confirmó. ¿Entonces cómo entrarías tú si vamos? Hizo un gesto de obviedad: No, pues, tontito; yo iría como tu pareja.
Ahí no habría problema. Nos despedimos prometiéndonos fijar el día para
visitar el Sagitario. Cuídate mucho, mi
amor. Retuvo un momento mi salida. Mira,
mira, quiero que veas esto. Tecleó en su celular. Te acabo de guardar como “Amor”. Nos dimos un piquito y salí del
hotel. Eran casi las dos y media de la mañana. Todavía se podía hallar alguna
tienda abierta. Compré un Aquarius de naranja y caminé morosamente al cuarto.
Pensé en Azul y en quién era realmente. Quería encontrármela ahí, caminando, o
que ella me encontrase a mí, como la vez en que me sorprendió a las tres de la
mañana. Llegué al cuarto, subí y me tiré en el colchón. No tardé mucho en conciliar
el sueño.
Le digo que no me importa si tiene
pruebas. No necesitas pruebas, yo mismo
te puedo confirmar que salí con Daniela. Vuelve a llorar. Por eso ya no lo hacemos ¿verdad? Porque
sigues viéndola, porque te has vuelto a enamorar de ella. Su voz se ahoga
en el llanto. Mira, Rose, lo siento.
Siento haberme portado tan raro en estos días. Es verdad, la extraño.
Extraño meterle pinga y dormir abrazados en el colchón. Ahorita estoy en casa de mi mamá. Ven mañana a mi cuarto. Conversemos.
Estemos juntos. Vuelve con el tema de Daniela. Por favor, olvídate de eso. Ella no significa nada para mí. Vente
mañana, tú sí me importas. Te necesito. Si Azul está con ese caficho, es
imposible que tenga SIDA. Los cafichos son tipos listos, inmunes a cualquier
enfermedad. No son tontos como yo. Está
bien, dice, calmándose. En resumen, Rosario le exigía a su marido que la
pise como es debido. Lo haré, pensé. Además, es imposible que mi cuerpo se haya
convertido en una sucursal del VIH. Cómo chucha YO voy a tener SIDA. Es ilógico.
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