Del martes 11 al sábado 15 de octubre
del 2016
He releído un poco mi diario. Hay en él diez
páginas bien escritas que justifican tal vez la locura de haberlo comenzado.
Todo el resto es una colección de hechos nimios, pésimamente redactados, donde
la insipidez de mi vida está pintada con la elocuencia de un picapedrero.
Julio Ramón Ribeyro – La Tentación Del Fracaso
Yo
no me prostituyo. Hace
una pausa. Sus ojos lanzan un chispazo. Añade, el índice colgando de sus
labios: Bueno, no siempre. Es viernes. Tengo una idea rondándome la
cabeza: deshacerme de la sanguijuela de mi esposa. Azul está hermosa. Verla me
relaja. Son casi las diez. Debo estar en el cuarto en dos horas. Rosario pasará
la noche conmigo ¿No te hizo efecto el
whiskicito de la vez pasada?
Hubo
trabajo en la oficina. Un proyecto en Ecuador: ventilar un par de túneles
mineros. Los clientes, además de comprar los ventiladores, querían saber cómo emplearlos
eficientemente cuando los túneles fueran extendiéndose. Me pasé el día hundido
en la computadora, los mocos cayendo sin control, el sudor apelmazándome el
cuerpo. La fiebre se me había complicado con un fuerte resfrío. El whisky de
Azul no me había ayudado; si lo hizo, el efecto debió de esfumarse con el susto
de esa vez. A pesar de mi lamentable condición, la nariz roja de tanto
restregármela, los ojos adoloridos, los mocos desparramados en las teclas y en
mis manos, el sudor empapándome la camisa, terminé el trabajo. Hecho una
mierda, pedaleé hasta Zepita. Empezaba el Perú-Chile; allá. Partido complicado.
El último empate con Argentina esperanzaba al hincha. La prensa había
dictaminado: si perdíamos, a pensar en Catar 2022. Perdimos.
Ay, fue horrible. Había sacado la botella de whisky. Me
sirvió un poquito. Me acompañó. Menos mal
que te fuiste. No sé qué hubiera
pasado si te encontraba aquí. Quiero bombardearla de preguntas. Me contengo.
Es mejor que la historia le fluya sin presiones. No hay ruido en las calles.
La
prensa dedicó sus titulares a la derrota: la selección quedaba fuera del
mundial. Chile volvía a ser nuestro verdugo. Llevaba en la mochila un buen de
pastillas. Tragaba dos cada cuatro horas. Una no era suficiente. Había toneladas
de trabajo en la oficina. Terminé los cálculos del proyecto tunelero aún con el
acoso de los mocos y la fiebre. Envié el reporte a los clientes. Para la noche,
luego de la manejada a casa, me sentí algo mejor. La transpiración me había
expurgado. Se me antojó un sánguche y una Coca helada. Fui al Chinito. Las
lonjas de cerdo tenían más grasa que carne. Tomé dos pastillas más. Me urgió tirar
con una de las tracas. Eyacular me restablecería por completo la salud, me
purificaría. Salí discretamente de la sanguchería y me di una vuelta por
Chancay y Peñaloza. No hallé ninguna puta que fuera tetona, culona y bonita al
mismo tiempo.
No te voy a decir su
nombre. Es mejor así.
Está echada en la cama y yo sentado en la única silla del cuarto. De vez en
cuando, se oye el bocinazo de algún furibundo conductor. No me pegó. Me
habló fuerte. Gritaba. Me
pregunto qué pasaría si se apareciese por aquí otra vez. No esperaba que viniera. Me sorprendió. Se para. Abre uno de los
cajones de su ropero. Viste un short y un polito. Las zapatillas son Adidas.
Saca un paquete y un par de cigarros. El paquete lo deja sobre la cama. Me
ofrece uno de los cigarros. Lo rechazo. No fumo. ¿Me creerías si te digo que
me cago en plata? Coge un encendedor del tope del armario. Prende el
cigarro. Abre la ventana y, como aquella vez, saca medio cuerpo hacia la noche.
Todavía me parece increíble la manera en que la conocí. Quería contar la
historia de un transexual en mi novela; sus costumbres, su entorno. Por eso, frecuentaba
las discotecas de ambiente del Centro. Sin planearlo, en una lavandería,
conozco a Azul. Tiene un culo hermoso. Me gustaría tomarla de la cintura, besarle
el cuello, la boca. Puede ser muy arriesgado. No conviene. Me puede echar del
cuarto, terminando una historia que ni siquiera ha empezado. Te gusta mi trasero, ¿verdad? Me costó harto
tenerlo así ¿Qué le harías si te lo
diera por unos minutos? Sigue en la ventana. Continúa fumando. ¿Es cierto
lo que acabo de escuchar?
Yo
no le importaba gran cosa. Le hubiera dado igual si me atropellaba un auto. La
noche del jueves fuimos a una de las sangucherías de la Alborada. Ya estaba
mucho mejor. Mi propia receta médica había funcionado.
Se
retira de la ventana. Tira el pucho a la calle. El polito deja ver el arete en su
ombligo. ¿Te gusta mi cuerpo? Claro
que me gusta. Me encanta. Se mira las caderas. Se las toca. Se me acerca. No se
me para del todo. ¿Si regresa el tipo del lunes? Cuando la pinga se asusta, difícilmente
se carga de sangre. Imposible ponerla dura
Necesito trescientos soles,
Daniel. No paraba de pedirme
plata, muy al margen de la que le entregaba puntualmente cada mes. Nada de por
favor ni palabras amables. Sabía que, si me hablaba suave, le negaría sus
pedidos. Si me hablaba con fuerza, habría más chances de que accediera a sus demandas.
Si esto fracasaba, empleaba su último e infalible recurso: Te metes tu plata al poto y me voy con mi hija a vivir adonde yo pueda,
así sea en la punta del cerro. Entonces, no me quedaba más alternativa que
ceder. ¿Para qué quieres los trescientos?
Le formulaba las preguntas con tino, evitando que explotase. Para inscribirme en el gimnasio. Quiero
tomar clases de spinning y, con el tiempo, ser instructora. Quiero trabajar y dejar de pedirte plata.
Había declinado la fiereza en la entonación de sus palabras. Vi la oportunidad para
sobreponerme y aclararle que no botaría el dinero en tonterías. No puedo darte esa plata. Es mucho dinero. Necesito
ahorrar. ¿Cuándo lo vas a entender? Explotó: Nunca me apoyas en nada. Me paso todo el día cuidando a tu hija. ¿Crees
que es fácil? No tengo tiempo para mí, para mis cosas. Ya voy a cumplir treinta
años y no soy nada. Soy una simple ama de casa. No es justo. Repliqué, sin
medir las consecuencias: Pero cuando te
conocí no estudiabas nada. ¿Ahora yo tengo la culpa de que seas ama de casa?
Los dos tuvimos a la bebe. Me corresponde trabajar para tenerlas con comodidad.
¿Acaso me quejo como tú? Me gustaría pasármela leyendo o escribiendo, pero no, tengo
que trabajar. Es mi obligación. No creas que estoy orgulloso de ser ingeniero. Maximizó
su bravura: No me vengas con tonterías,
Daniel. Igual tú sales a trabajar y te distraes. Yo paro encerrada en la casa. Yo
me trago todos los problemas. No es fácil. Siento que me ahogo. La bebe
comía sus papitas. Parecía ajena a la discusión, pero estaba atenta. Intentó
calmar a su mamá: Mami, toma. Come. Le
alargó una papita frita. Ella le respondió con aspereza: No quiero; come y no molestes. No iba a permitir que a mi bebe le
salpicaran los odios de esa mujer. Siempre que el asunto era dinero, se
convertía en una bruja. Ok, ok, te voy a
dar los trescientos. Pero era tarde. Ya se había resentido. ¿Sabes? No soporto verte. Eres un tacaño de
mierda. Se levantó de la mesa y se fue. No corrí tras ella. La bebe continuaba
comiendo. Le acerqué a la boquita los nuggets de pollo. Sus ojitos se abrían
como platos. Gozaba. Por la bebe, valía la pena cualquier sacrificio. Terminó
su pollito y caminamos a casa. Toqué el timbre. Bajó mi esposa. Nos abrió la
puerta. Intenté calmarla. Debía asegurarme de que su mal humor no afectaría a la
bebe. Debía ceder. Mañana, en la mañana,
te deposito los trescientos, le dije. Como
quieras, dijo y cerró la puerta. ¡Plaaa!,
sonó la reja. Desde el rellano de la escalera, la bebe me miró: Papi, no te vayas. Era muy pequeña para
entender que su papá había sido expulsado de la casa.
Qué perra. Estamos echados en la cama. Una de sus
manos serpentea dentro de mi pantalón. Juega con mis testículos. Los acaricia. ¿Y por qué soportas tanta mierda?,
pregunta. Por mi hija. Sin darme
cuenta, le estoy contando mis intimidades. ¿Y
por qué no te divorcias? Porque no quiero perderla. Me sería fatal que ella
creciera viéndome solo unas cuantas veces a la semana. Albergo la esperanza de
que volvamos a vivir juntos, sin peleas ni dificultades. ¿Y qué tiene que pasar para que vivan juntos? La respuesta es una
gran pendejada, digna de un soñador contumaz como yo. Que me salga la visa de trabajo para los Estados Unidos el próximo año.
Me dice que estoy loco. Si te trata mal acá,
lo hará en cualquier parte del mundo. Le doy la razón. A veces pienso, le
digo, que todo sería más fácil si ella desapareciese, que solo fuésemos mi hija
y yo. Permanecemos en silencio. De pronto, me arrepiento de haber confesado tan
bajos deseos. Si tú quieres, te puedo
ayudar. Solo tienes que estar dispuesto a arriesgarte. Su mano me restriega
la pinga. De la punta, salen elásticas gotas que terminan embadurnándole la mano.
Se ve que eres un buen padre.
Nadie quería un hijo vendedor. Querían
médicos, ingenieros, contadores, abogados. Jamás vendedores. De acuerdo con el
contrato, yo era “ingeniero de proyectos”, pero trabajaba en una empresa que
vendía ventiladores. Jean Carlo no solamente esperaba simulaciones y cálculos;
esperaba que recurriera a mis contactos para generarle nuevas ventas y más ingresos.
Yo no tenía contactos en la minería. Nunca fue mi intención tenerlos. Hice
amigos que luego perdí porque no había de qué hablar. Sus temas eran mineros; los
míos no. Yo prefería estar callado. Ellos
vivían orgullosos de ser ingenieros de minas; yo no. No tenía más remedio que conseguirme
los contactos si quería conservar el trabajo. Había una familia por mantener. Rosario,
experta en conseguir información reservada, me pasó un directorio minero. Debía
usar el celular chanchito que Jean Carlo me proveyó y llamar. No me atrevía. No
sabía cómo convencer a un huevón para que comprase ventiladores. Me cagaba de
miedo. Recordé que había visto miles de veces El Lobo De Wall Street. Volví a
ver algunos extractos en YouTube, especialmente aquellos relacionados con
cerrar una venta. Leonardo DiCaprio interpretaba portentosamente a Jordan
Belfort, el ex corredor de bolsa que levantó un opulento imperio gracias a su
habilidad para las ventas. Hallé una serie de videos en los que el mismísimo
Belfort, convertido ahora en conferencista, enseñaba su infalible técnica de
venta. Había diseñado un guion que sutilmente activaba los gatillos
psicológicos que hacían que una persona comprase lo que le ofrecieras. El guion
no debía ser leído como cualquier cosa. Había que meterle suspenso, emoción,
suavidad, fuerza. La modulación de la voz era clave. Al cabo de un mes, tenía
confeccionado mi propio guion, adaptado a la industria minera. Las personas
listadas en el directorio no eran simples hijos de vecino; eran los gerentes de
las principales y no tan principales minas subterráneas del Perú. Yo, un
huevonazo, tratando de hablar con gente que no sabía lo que era viajar en
transporte público ni manejar una bicicleta desde el Centro de Lima hasta
Chorrillos. Sin embargo, las palabras de Belfort me animaban: Con este guion, cualquiera puede cerrar una venta.
Stratton Oakmont la inicié con gente que con las justas había terminado el
colegio. Les di este guion y les enseñé cómo utilizarlo. Al cabo de un año,
esos fracasados habían hecho su primer millón de dólares. Apliqué el guion.
Hacía entre cuatro y cinco llamadas a la semana. Antes de llamar, sentía miedo.
Entonces, pensaba en mi hija y acopiaba el valor necesario para continuar. Nadie
me colgaba el teléfono. Por el contrario, me escuchaban. Se interesaban. No vendía
en la misma llamada, porque comprar ventiladores no era lo mismo que comprar
chocolates, pero obtenía citas. Esto ya era un logro. Querían escucharme
personalmente. Ese día tenía una cita con el gerente de la mina El Torcal. Fui
solo. Llevaba una presentación acorde con las expectativas del cliente. No me
interesaba la comisión que Jean Carlo ofrecía por la venta de sus ventiladores.
Para mí, era una cuestión de superación, de probarme que podía. El gerente se
mostró interesado. Mándame una propuesta
comercial y a ver si me puedes ayudar con este problemita que tenemos en la
mina. Queremos unir estas dos zonas con una galería enorme y nos gustaría
saber… Anoté el pedido. Me retiré contento.
Sus
labios encaran a los míos. Miro sus ojos. Están enfocados en mis labios. Tengo
la pinga dura. Ella me la sigue frotando. Quiero quedarme aquí, pero Rosario va
a llegar en… Carajo. El celular está en mi bolsillo. Si me muevo para sacarlo, Azul
me notará preocupado por la hora, retirará su mano y no haremos el amor. Me seduce
la idea de chupársela. Me inspira la confianza que necesito para hacerlo. Se me
ocurre algo: saco el celular. ¿Qué pasó?
¿Te están llamando? Veo la hora. Putamadre: falta poco para las doce. Si me
quedo más tiempo es seguro que termino tirando con Azul. No, me pareció. Necesito ver a Rosario. Necesito que me preste
quinientos dólares. Guardo el celular. Azul no me quita la mirada de los
labios. Me gusta lo que tienes abajo.
Solo Rosario me dice eso, que le encanta mi pene, que es gruesito. ¿Por eso
mismo le gusta a Azul? ¿Quién es Azul? ¿Qué clase de persona es? Es la segunda
vez que nos vemos y ya estamos en la cama, dispuestos a estirar los límites de
lo permitido. Me gustan tus labios,
me dice. ¿Quisiera probarlos? ¿Te
gustaría? Le digo que me encantaría, sin mostrarme tan necesitado de
afecto. Suena la puerta. Saca la mano de mi pantalón y salta de la cama. Yo no
reacciono tan rápido. Permanezco echado, la sangre congelada. ¿Sí?, pregunta. Se ha acercado a la
puerta, que está cerrada. Aguardamos la respuesta.
Necesito que abras una
cuenta en dólares para depositarte el dinero. ¿Pero no pueden depositármelo en
mi cuenta personal? No, porque el servicio lo diste con la razón social de tu
empresa. Sí, pero ¿cuánto tiempo me tomará abrir la cuenta? Es fácil, súper rápido:
solo anda al banco donde abriste la cuenta en soles y diles que quieres abrir
una en dólares. Irma,
contadora de Villanueva Ingenieros, creía que era muy sencillo abrirle una
cuenta bancaria a una empresa. Luego de la cita con el gerente de El Torcal, fui
al Banco de Crédito de Guardia Civil, en Chorrillos, a unos pasos de mi oficina.
Hacía calor. Sudaba como bestia dentro de una camisa de manga larga que usaba
para cubrirme los tatuajes. Necesitaba quinientos dólares para abrir la mentada
cuenta. Los tenía, pero me parecía imprudente desprenderme de ellos. Los
recuperaría ni bien VISA me depositase el dinero adeudado en la cuenta. Pero ¿en
cuánto tiempo harían el depósito? Teniendo una familia que mantener, una baja
de quinientos dólares podía ser mortal si se presentaba alguna emergencia. Tras
salir del banco, llamé a Rosario. Estaba acostumbrada a oír mis quejas, mis
lloriqueos. Me quejé de los trámites burocráticos. Le conté el asunto de los quinientos
dólares. Si deseas, yo te los presto.
Rosario era un ángel. Me pasas el número
de tu cuenta personal para hacerte el depósito. No merecía mis malos
tratos. Solo te pido algo a cambio: que
hoy nos veamos en tu cuarto. Apenas llegué a la oficina, me metí al baño,
me removí la camisa y hundí la cabeza en el lavabo. Ya no soportaba el calor.
Salí al cabo de diez refrescantes minutos. Jean Carlo, que llegaba de algún lado,
sin motivo aparente, nos invitó a almorzar a una cevichería cercana. Venancio
no había acudido a la oficina. Solo estábamos Patricia y yo. En el trayecto,
recibí un mensaje de Rosario. Confirmado: se aparecería en mi cuarto a eso de
las doce. Me depositaría el dinero todavía el sábado. El almuerzo transcurrió
con mis penosos intentos por generar conversación. Me incomodaba el silencio. Hubiera
preferido almorzar solo, pero ya que Jean Carlo había forzado esa situación,
procuré estimular los intercambios de opinión, por más cojudos que fuesen.
Terminamos hablando, era previsible, de los ventiladores. Jean Carlo encomiaba
sus planes de expansión. Se burlaba de la torpeza de sus competidores. Patricia
bostezaba.
Oye, maricona, ¿cuándo me
vas a pagar?, oímos del
otro lado de la puerta. Antes de que nadie dijera nada, el rostro de Azul
denotaba cierta preocupación. Eso me aterró. ¿Huye de algo, de alguien? ¿Le teme
a algo, a alguien? Tras oír la voz, se le distiende el rostro. Pega el cuerpo a
la puerta y la abre un poco. Por la abertura, conversa con la inesperada
visitante. Algún gesto le ha hecho, porque la voz de la visitante es ahora un
murmullo. Breves segundos dura la conversación. No puedo oír lo que dicen. Veo
la hora. Rosario se acerca. Oye, maricona,
ya sabes que está prohibido traer clientes al cuarto, dice la visitante,
alejándose de la puerta. La voz delata su travestismo. La adivino fea. Su
advertencia está teñida de sarcasmo. Sospecho. ¿Por qué solo dijo aquello en
voz alta? ¿Y el resto de la conversación? ¿Quieren despistarme estos cabros?
¿Despistarme de qué? ¿Y cómo es eso de que está prohibido putear en esta casa? Azul, sorry, ya me tengo que ir. No se
opone. Está bien, dice. Mejor, añade. Me indica que la puerta de
abajo está abierta. Salgo del cuarto. Bajo las escaleras. En la salita del
segundo piso, un cabro está pintándose las uñas, sentado en uno de los dos sofás
del lugar. La ventana está abierta. Las cortinas ondean. El cabro es feo. Parece
tener buen cuerpo. Lleva sandalias. Por respeto, la saludo, pero ni me mira.
Está concentrada en sus uñas. Bajo el último tramo de las escaleras. Peñaloza
está repleta de tracas.
Hicimos
el amor. No intentamos nada nuevo. Empezó chupándome la pinga. Sabía que eso me
gustaba. Se tomó su tiempo. Eyaculé pronto. Las caricias de Azul me habían
dejado bastante arrecho. Veo la hora en el celular. Rosario todavía duerme.
Cuando me paro sobre el colchón, me siente. Voy
a bañarme para salir, le digo. Quiero
ser el primero en ser atendido. No quiero desperdiciar mi sábado haciendo colas.
Dice que dormirá un poquito más. Ok,
le digo. Me enrosco la toalla a la cintura. El cuarto está en penumbras. Procuro
no pisarla. La colcha desordenada deja ver su desnudez. En la ducha, pienso en
lo cerca que estuve de tirar con Azul. Me lavo la pinga, la misma que ella
acarició y que Rosario chupó. Cuando regreso al cuarto, Rosario está furiosa y
llorando. Tiene en sus manos mi diario, el cuaderno donde anoto los sucesos que
me ocurren y que uso para la novela. ¿O
sea que todo lo que has escrito en la novela es cierto, Daniel? Las
palabras le salen con esfuerzo. La luz está prendida. No sé qué decir. Qué asco, Daniel. Has tirado con cabros. Y me
has engañado con Karina. Me mentiste: ella sí estuvo aquí, asqueroso. Eres una
mierda. Permanezco callado. Intento una defensa. Son solo apuntes. No todo es
cierto. Muchas son cosas que me “hubieran” gustado que pasen para hacer más
interesante la novela. Eres un cínico.
Empieza a vestirse. No quiero saber nada
de ti. Me das asco. Procuro no acercarme. No quiero que se me tire encima. No, no te preocupes. No te voy a pegar ni
voy a hacerte escándalos. Ya no tiene sentido. Este cuaderno me ha dicho mucho.
Me ha dicho que ya no debo confiar en ti. Hace una pausa. Deja el diario sobre la mesa. Respiro
aliviado: de ese cuaderno dependen mi novela y mis sueños. Oye, yo me acuesto contigo sin protegerme, y tú tiras con Karina, con
putas, con cabros. Carajo, ¿no te das cuenta de que me puedes transmitir alguna
enfermedad? Llora más. Ha descubierto mi sordidez. Me voy. No quiero que me llames o me escribas, ¿ok? Tengo que sacarte
de mi vida. Sigo con la toalla en la cintura. Se acerca a la puerta. Se detiene
cerca de mí. Temo lo peor. No me voy a defender. Merezco una cachetada. Incluso
más. Y leí que te besaste con tu esposa.
O sea que eso de que estás alejado de ella es puro cuento. Me mentiste, Daniel.
No me respetas para nada. Y yo como una tonta me entrego a ti y cedo a todos tus
caprichos. Me mira con los ojos anegados de dolor, de decepción. Sale. Me
deja solo. Pienso que ni cagando me prestará los quinientos dólares. Tendré que
ponerlos de mis incipientes ahorros. Luego de unos minutos, ya vestido, recibo
un mensaje al WhatsApp. Me apuro en verlo. No es de Rosario. Es de la gordita que
lleva un buen tiempo meciéndome con el arreglo de la laptop que estúpidamente
dañé con mi propio sudor. Después de un mes de falsas esperanzas, me dice que mi
laptop no tiene solución. A cambio, me ofrece otra por cuatrocientos cincuenta
soles. Acompaña el texto con una foto de la laptop. Según ella, es modernísima
por dentro, aunque por fuera, por lo aparatosa, parece una máquina de escribir
de los ochenta. Usted me dice si acepta.
Plata, plata, todo el mundo pide plata.