miércoles, 21 de febrero de 2018

El solitario de Zepita - Capítulo 28


Del martes 11 al sábado 15 de octubre del 2016

He releído un poco mi diario. Hay en él diez páginas bien escritas que justifican tal vez la locura de haberlo comenzado. Todo el resto es una colección de hechos nimios, pésimamente redactados, donde la insipidez de mi vida está pintada con la elocuencia de un picapedrero.

Julio Ramón Ribeyro – La Tentación Del Fracaso

Yo no me prostituyo. Hace una pausa. Sus ojos lanzan un chispazo. Añade, el índice colgando de sus labios: Bueno, no siempre. Es viernes. Tengo una idea rondándome la cabeza: deshacerme de la sanguijuela de mi esposa. Azul está hermosa. Verla me relaja. Son casi las diez. Debo estar en el cuarto en dos horas. Rosario pasará la noche conmigo ¿No te hizo efecto el whiskicito de la vez pasada?

Hubo trabajo en la oficina. Un proyecto en Ecuador: ventilar un par de túneles mineros. Los clientes, además de comprar los ventiladores, querían saber cómo emplearlos eficientemente cuando los túneles fueran extendiéndose. Me pasé el día hundido en la computadora, los mocos cayendo sin control, el sudor apelmazándome el cuerpo. La fiebre se me había complicado con un fuerte resfrío. El whisky de Azul no me había ayudado; si lo hizo, el efecto debió de esfumarse con el susto de esa vez. A pesar de mi lamentable condición, la nariz roja de tanto restregármela, los ojos adoloridos, los mocos desparramados en las teclas y en mis manos, el sudor empapándome la camisa, terminé el trabajo. Hecho una mierda, pedaleé hasta Zepita. Empezaba el Perú-Chile; allá. Partido complicado. El último empate con Argentina esperanzaba al hincha. La prensa había dictaminado: si perdíamos, a pensar en Catar 2022. Perdimos.

Ay, fue horrible. Había sacado la botella de whisky. Me sirvió un poquito. Me acompañó. Menos mal que te fuiste. No sé qué hubiera pasado si te encontraba aquí. Quiero bombardearla de preguntas. Me contengo. Es mejor que la historia le fluya sin presiones. No hay ruido en las calles.   

La prensa dedicó sus titulares a la derrota: la selección quedaba fuera del mundial. Chile volvía a ser nuestro verdugo. Llevaba en la mochila un buen de pastillas. Tragaba dos cada cuatro horas. Una no era suficiente. Había toneladas de trabajo en la oficina. Terminé los cálculos del proyecto tunelero aún con el acoso de los mocos y la fiebre. Envié el reporte a los clientes. Para la noche, luego de la manejada a casa, me sentí algo mejor. La transpiración me había expurgado. Se me antojó un sánguche y una Coca helada. Fui al Chinito. Las lonjas de cerdo tenían más grasa que carne. Tomé dos pastillas más. Me urgió tirar con una de las tracas. Eyacular me restablecería por completo la salud, me purificaría. Salí discretamente de la sanguchería y me di una vuelta por Chancay y Peñaloza. No hallé ninguna puta que fuera tetona, culona y bonita al mismo tiempo.

No te voy a decir su nombre. Es mejor así. Está echada en la cama y yo sentado en la única silla del cuarto. De vez en cuando, se oye el bocinazo de algún furibundo conductor. No me pegó. Me habló fuerte. Gritaba. Me pregunto qué pasaría si se apareciese por aquí otra vez. No esperaba que viniera. Me sorprendió. Se para. Abre uno de los cajones de su ropero. Viste un short y un polito. Las zapatillas son Adidas. Saca un paquete y un par de cigarros. El paquete lo deja sobre la cama. Me ofrece uno de los cigarros. Lo rechazo. No fumo. ¿Me creerías si te digo que me cago en plata? Coge un encendedor del tope del armario. Prende el cigarro. Abre la ventana y, como aquella vez, saca medio cuerpo hacia la noche. Todavía me parece increíble la manera en que la conocí. Quería contar la historia de un transexual en mi novela; sus costumbres, su entorno. Por eso, frecuentaba las discotecas de ambiente del Centro. Sin planearlo, en una lavandería, conozco a Azul. Tiene un culo hermoso. Me gustaría tomarla de la cintura, besarle el cuello, la boca. Puede ser muy arriesgado. No conviene. Me puede echar del cuarto, terminando una historia que ni siquiera ha empezado. Te gusta mi trasero, ¿verdad? Me costó harto tenerlo así ¿Qué le harías si te lo diera por unos minutos? Sigue en la ventana. Continúa fumando. ¿Es cierto lo que acabo de escuchar?

Yo no le importaba gran cosa. Le hubiera dado igual si me atropellaba un auto. La noche del jueves fuimos a una de las sangucherías de la Alborada. Ya estaba mucho mejor. Mi propia receta médica había funcionado.

Se retira de la ventana. Tira el pucho a la calle. El polito deja ver el arete en su ombligo. ¿Te gusta mi cuerpo? Claro que me gusta. Me encanta. Se mira las caderas. Se las toca. Se me acerca. No se me para del todo. ¿Si regresa el tipo del lunes? Cuando la pinga se asusta, difícilmente se carga de sangre. Imposible ponerla dura

Necesito trescientos soles, Daniel. No paraba de pedirme plata, muy al margen de la que le entregaba puntualmente cada mes. Nada de por favor ni palabras amables. Sabía que, si me hablaba suave, le negaría sus pedidos. Si me hablaba con fuerza, habría más chances de que accediera a sus demandas. Si esto fracasaba, empleaba su último e infalible recurso: Te metes tu plata al poto y me voy con mi hija a vivir adonde yo pueda, así sea en la punta del cerro. Entonces, no me quedaba más alternativa que ceder. ¿Para qué quieres los trescientos? Le formulaba las preguntas con tino, evitando que explotase. Para inscribirme en el gimnasio. Quiero tomar clases de spinning y, con el tiempo, ser instructora. Quiero trabajar y dejar de pedirte plata. Había declinado la fiereza en la entonación de sus palabras. Vi la oportunidad para sobreponerme y aclararle que no botaría el dinero en tonterías. No puedo darte esa plata. Es mucho dinero. Necesito ahorrar. ¿Cuándo lo vas a entender? Explotó: Nunca me apoyas en nada. Me paso todo el día cuidando a tu hija. ¿Crees que es fácil? No tengo tiempo para mí, para mis cosas. Ya voy a cumplir treinta años y no soy nada. Soy una simple ama de casa. No es justo. Repliqué, sin medir las consecuencias: Pero cuando te conocí no estudiabas nada. ¿Ahora yo tengo la culpa de que seas ama de casa? Los dos tuvimos a la bebe. Me corresponde trabajar para tenerlas con comodidad. ¿Acaso me quejo como tú? Me gustaría pasármela leyendo o escribiendo, pero no, tengo que trabajar. Es mi obligación. No creas que estoy orgulloso de ser ingeniero. Maximizó su bravura: No me vengas con tonterías, Daniel. Igual tú sales a trabajar y te distraes. Yo paro encerrada en la casa. Yo me trago todos los problemas. No es fácil. Siento que me ahogo. La bebe comía sus papitas. Parecía ajena a la discusión, pero estaba atenta. Intentó calmar a su mamá: Mami, toma. Come. Le alargó una papita frita. Ella le respondió con aspereza: No quiero; come y no molestes. No iba a permitir que a mi bebe le salpicaran los odios de esa mujer. Siempre que el asunto era dinero, se convertía en una bruja. Ok, ok, te voy a dar los trescientos. Pero era tarde. Ya se había resentido. ¿Sabes? No soporto verte. Eres un tacaño de mierda. Se levantó de la mesa y se fue. No corrí tras ella. La bebe continuaba comiendo. Le acerqué a la boquita los nuggets de pollo. Sus ojitos se abrían como platos. Gozaba. Por la bebe, valía la pena cualquier sacrificio. Terminó su pollito y caminamos a casa. Toqué el timbre. Bajó mi esposa. Nos abrió la puerta. Intenté calmarla. Debía asegurarme de que su mal humor no afectaría a la bebe. Debía ceder. Mañana, en la mañana, te deposito los trescientos, le dije. Como quieras, dijo y cerró la puerta. ¡Plaaa!, sonó la reja. Desde el rellano de la escalera, la bebe me miró: Papi, no te vayas. Era muy pequeña para entender que su papá había sido expulsado de la casa.

Qué perra. Estamos echados en la cama. Una de sus manos serpentea dentro de mi pantalón. Juega con mis testículos. Los acaricia. ¿Y por qué soportas tanta mierda?, pregunta. Por mi hija. Sin darme cuenta, le estoy contando mis intimidades. ¿Y por qué no te divorcias? Porque no quiero perderla. Me sería fatal que ella creciera viéndome solo unas cuantas veces a la semana. Albergo la esperanza de que volvamos a vivir juntos, sin peleas ni dificultades. ¿Y qué tiene que pasar para que vivan juntos? La respuesta es una gran pendejada, digna de un soñador contumaz como yo. Que me salga la visa de trabajo para los Estados Unidos el próximo año. Me dice que estoy loco. Si te trata mal acá, lo hará en cualquier parte del mundo. Le doy la razón. A veces pienso, le digo, que todo sería más fácil si ella desapareciese, que solo fuésemos mi hija y yo. Permanecemos en silencio. De pronto, me arrepiento de haber confesado tan bajos deseos. Si tú quieres, te puedo ayudar. Solo tienes que estar dispuesto a arriesgarte. Su mano me restriega la pinga. De la punta, salen elásticas gotas que terminan embadurnándole la mano. Se ve que eres un buen padre.

Nadie quería un hijo vendedor. Querían médicos, ingenieros, contadores, abogados. Jamás vendedores. De acuerdo con el contrato, yo era “ingeniero de proyectos”, pero trabajaba en una empresa que vendía ventiladores. Jean Carlo no solamente esperaba simulaciones y cálculos; esperaba que recurriera a mis contactos para generarle nuevas ventas y más ingresos. Yo no tenía contactos en la minería. Nunca fue mi intención tenerlos. Hice amigos que luego perdí porque no había de qué hablar. Sus temas eran mineros; los míos no. Yo prefería estar callado. Ellos vivían orgullosos de ser ingenieros de minas; yo no. No tenía más remedio que conseguirme los contactos si quería conservar el trabajo. Había una familia por mantener. Rosario, experta en conseguir información reservada, me pasó un directorio minero. Debía usar el celular chanchito que Jean Carlo me proveyó y llamar. No me atrevía. No sabía cómo convencer a un huevón para que comprase ventiladores. Me cagaba de miedo. Recordé que había visto miles de veces El Lobo De Wall Street. Volví a ver algunos extractos en YouTube, especialmente aquellos relacionados con cerrar una venta. Leonardo DiCaprio interpretaba portentosamente a Jordan Belfort, el ex corredor de bolsa que levantó un opulento imperio gracias a su habilidad para las ventas. Hallé una serie de videos en los que el mismísimo Belfort, convertido ahora en conferencista, enseñaba su infalible técnica de venta. Había diseñado un guion que sutilmente activaba los gatillos psicológicos que hacían que una persona comprase lo que le ofrecieras. El guion no debía ser leído como cualquier cosa. Había que meterle suspenso, emoción, suavidad, fuerza. La modulación de la voz era clave. Al cabo de un mes, tenía confeccionado mi propio guion, adaptado a la industria minera. Las personas listadas en el directorio no eran simples hijos de vecino; eran los gerentes de las principales y no tan principales minas subterráneas del Perú. Yo, un huevonazo, tratando de hablar con gente que no sabía lo que era viajar en transporte público ni manejar una bicicleta desde el Centro de Lima hasta Chorrillos. Sin embargo, las palabras de Belfort me animaban: Con este guion, cualquiera puede cerrar una venta. Stratton Oakmont la inicié con gente que con las justas había terminado el colegio. Les di este guion y les enseñé cómo utilizarlo. Al cabo de un año, esos fracasados habían hecho su primer millón de dólares. Apliqué el guion. Hacía entre cuatro y cinco llamadas a la semana. Antes de llamar, sentía miedo. Entonces, pensaba en mi hija y acopiaba el valor necesario para continuar. Nadie me colgaba el teléfono. Por el contrario, me escuchaban. Se interesaban. No vendía en la misma llamada, porque comprar ventiladores no era lo mismo que comprar chocolates, pero obtenía citas. Esto ya era un logro. Querían escucharme personalmente. Ese día tenía una cita con el gerente de la mina El Torcal. Fui solo. Llevaba una presentación acorde con las expectativas del cliente. No me interesaba la comisión que Jean Carlo ofrecía por la venta de sus ventiladores. Para mí, era una cuestión de superación, de probarme que podía. El gerente se mostró interesado. Mándame una propuesta comercial y a ver si me puedes ayudar con este problemita que tenemos en la mina. Queremos unir estas dos zonas con una galería enorme y nos gustaría saber… Anoté el pedido. Me retiré contento.  

Sus labios encaran a los míos. Miro sus ojos. Están enfocados en mis labios. Tengo la pinga dura. Ella me la sigue frotando. Quiero quedarme aquí, pero Rosario va a llegar en… Carajo. El celular está en mi bolsillo. Si me muevo para sacarlo, Azul me notará preocupado por la hora, retirará su mano y no haremos el amor. Me seduce la idea de chupársela. Me inspira la confianza que necesito para hacerlo. Se me ocurre algo: saco el celular. ¿Qué pasó? ¿Te están llamando? Veo la hora. Putamadre: falta poco para las doce. Si me quedo más tiempo es seguro que termino tirando con Azul. No, me pareció. Necesito ver a Rosario. Necesito que me preste quinientos dólares. Guardo el celular. Azul no me quita la mirada de los labios. Me gusta lo que tienes abajo. Solo Rosario me dice eso, que le encanta mi pene, que es gruesito. ¿Por eso mismo le gusta a Azul? ¿Quién es Azul? ¿Qué clase de persona es? Es la segunda vez que nos vemos y ya estamos en la cama, dispuestos a estirar los límites de lo permitido. Me gustan tus labios, me dice. ¿Quisiera probarlos? ¿Te gustaría? Le digo que me encantaría, sin mostrarme tan necesitado de afecto. Suena la puerta. Saca la mano de mi pantalón y salta de la cama. Yo no reacciono tan rápido. Permanezco echado, la sangre congelada. ¿Sí?, pregunta. Se ha acercado a la puerta, que está cerrada. Aguardamos la respuesta.

Necesito que abras una cuenta en dólares para depositarte el dinero. ¿Pero no pueden depositármelo en mi cuenta personal? No, porque el servicio lo diste con la razón social de tu empresa. Sí, pero ¿cuánto tiempo me tomará abrir la cuenta? Es fácil, súper rápido: solo anda al banco donde abriste la cuenta en soles y diles que quieres abrir una en dólares. Irma, contadora de Villanueva Ingenieros, creía que era muy sencillo abrirle una cuenta bancaria a una empresa. Luego de la cita con el gerente de El Torcal, fui al Banco de Crédito de Guardia Civil, en Chorrillos, a unos pasos de mi oficina. Hacía calor. Sudaba como bestia dentro de una camisa de manga larga que usaba para cubrirme los tatuajes. Necesitaba quinientos dólares para abrir la mentada cuenta. Los tenía, pero me parecía imprudente desprenderme de ellos. Los recuperaría ni bien VISA me depositase el dinero adeudado en la cuenta. Pero ¿en cuánto tiempo harían el depósito? Teniendo una familia que mantener, una baja de quinientos dólares podía ser mortal si se presentaba alguna emergencia. Tras salir del banco, llamé a Rosario. Estaba acostumbrada a oír mis quejas, mis lloriqueos. Me quejé de los trámites burocráticos. Le conté el asunto de los quinientos dólares. Si deseas, yo te los presto. Rosario era un ángel. Me pasas el número de tu cuenta personal para hacerte el depósito. No merecía mis malos tratos. Solo te pido algo a cambio: que hoy nos veamos en tu cuarto. Apenas llegué a la oficina, me metí al baño, me removí la camisa y hundí la cabeza en el lavabo. Ya no soportaba el calor. Salí al cabo de diez refrescantes minutos. Jean Carlo, que llegaba de algún lado, sin motivo aparente, nos invitó a almorzar a una cevichería cercana. Venancio no había acudido a la oficina. Solo estábamos Patricia y yo. En el trayecto, recibí un mensaje de Rosario. Confirmado: se aparecería en mi cuarto a eso de las doce. Me depositaría el dinero todavía el sábado. El almuerzo transcurrió con mis penosos intentos por generar conversación. Me incomodaba el silencio. Hubiera preferido almorzar solo, pero ya que Jean Carlo había forzado esa situación, procuré estimular los intercambios de opinión, por más cojudos que fuesen. Terminamos hablando, era previsible, de los ventiladores. Jean Carlo encomiaba sus planes de expansión. Se burlaba de la torpeza de sus competidores. Patricia bostezaba.

Oye, maricona, ¿cuándo me vas a pagar?, oímos del otro lado de la puerta. Antes de que nadie dijera nada, el rostro de Azul denotaba cierta preocupación. Eso me aterró. ¿Huye de algo, de alguien? ¿Le teme a algo, a alguien? Tras oír la voz, se le distiende el rostro. Pega el cuerpo a la puerta y la abre un poco. Por la abertura, conversa con la inesperada visitante. Algún gesto le ha hecho, porque la voz de la visitante es ahora un murmullo. Breves segundos dura la conversación. No puedo oír lo que dicen. Veo la hora. Rosario se acerca. Oye, maricona, ya sabes que está prohibido traer clientes al cuarto, dice la visitante, alejándose de la puerta. La voz delata su travestismo. La adivino fea. Su advertencia está teñida de sarcasmo. Sospecho. ¿Por qué solo dijo aquello en voz alta? ¿Y el resto de la conversación? ¿Quieren despistarme estos cabros? ¿Despistarme de qué? ¿Y cómo es eso de que está prohibido putear en esta casa? Azul, sorry, ya me tengo que ir. No se opone. Está bien, dice. Mejor, añade. Me indica que la puerta de abajo está abierta. Salgo del cuarto. Bajo las escaleras. En la salita del segundo piso, un cabro está pintándose las uñas, sentado en uno de los dos sofás del lugar. La ventana está abierta. Las cortinas ondean. El cabro es feo. Parece tener buen cuerpo. Lleva sandalias. Por respeto, la saludo, pero ni me mira. Está concentrada en sus uñas. Bajo el último tramo de las escaleras. Peñaloza está repleta de tracas.

Hicimos el amor. No intentamos nada nuevo. Empezó chupándome la pinga. Sabía que eso me gustaba. Se tomó su tiempo. Eyaculé pronto. Las caricias de Azul me habían dejado bastante arrecho. Veo la hora en el celular. Rosario todavía duerme. Cuando me paro sobre el colchón, me siente. Voy a bañarme para salir, le digo. Quiero ser el primero en ser atendido. No quiero desperdiciar mi sábado haciendo colas. Dice que dormirá un poquito más. Ok, le digo. Me enrosco la toalla a la cintura. El cuarto está en penumbras. Procuro no pisarla. La colcha desordenada deja ver su desnudez. En la ducha, pienso en lo cerca que estuve de tirar con Azul. Me lavo la pinga, la misma que ella acarició y que Rosario chupó. Cuando regreso al cuarto, Rosario está furiosa y llorando. Tiene en sus manos mi diario, el cuaderno donde anoto los sucesos que me ocurren y que uso para la novela. ¿O sea que todo lo que has escrito en la novela es cierto, Daniel? Las palabras le salen con esfuerzo. La luz está prendida. No sé qué decir. Qué asco, Daniel. Has tirado con cabros. Y me has engañado con Karina. Me mentiste: ella sí estuvo aquí, asqueroso. Eres una mierda. Permanezco callado. Intento una defensa. Son solo apuntes. No todo es cierto. Muchas son cosas que me “hubieran” gustado que pasen para hacer más interesante la novela. Eres un cínico. Empieza a vestirse. No quiero saber nada de ti. Me das asco. Procuro no acercarme. No quiero que se me tire encima. No, no te preocupes. No te voy a pegar ni voy a hacerte escándalos. Ya no tiene sentido. Este cuaderno me ha dicho mucho. Me ha dicho que ya no debo confiar en ti. Hace una pausa. Deja el diario sobre la mesa. Respiro aliviado: de ese cuaderno dependen mi novela y mis sueños. Oye, yo me acuesto contigo sin protegerme, y tú tiras con Karina, con putas, con cabros. Carajo, ¿no te das cuenta de que me puedes transmitir alguna enfermedad? Llora más. Ha descubierto mi sordidez. Me voy. No quiero que me llames o me escribas, ¿ok? Tengo que sacarte de mi vida. Sigo con la toalla en la cintura. Se acerca a la puerta. Se detiene cerca de mí. Temo lo peor. No me voy a defender. Merezco una cachetada. Incluso más. Y leí que te besaste con tu esposa. O sea que eso de que estás alejado de ella es puro cuento. Me mentiste, Daniel. No me respetas para nada. Y yo como una tonta me entrego a ti y cedo a todos tus caprichos. Me mira con los ojos anegados de dolor, de decepción. Sale. Me deja solo. Pienso que ni cagando me prestará los quinientos dólares. Tendré que ponerlos de mis incipientes ahorros. Luego de unos minutos, ya vestido, recibo un mensaje al WhatsApp. Me apuro en verlo. No es de Rosario. Es de la gordita que lleva un buen tiempo meciéndome con el arreglo de la laptop que estúpidamente dañé con mi propio sudor. Después de un mes de falsas esperanzas, me dice que mi laptop no tiene solución. A cambio, me ofrece otra por cuatrocientos cincuenta soles. Acompaña el texto con una foto de la laptop. Según ella, es modernísima por dentro, aunque por fuera, por lo aparatosa, parece una máquina de escribir de los ochenta. Usted me dice si acepta. Plata, plata, todo el mundo pide plata.  

martes, 6 de febrero de 2018

El solitario de Zepita - Capítulo 27


Del domingo 09 al lunes 10 de octubre del 2016

Por esa puerta huyó, diciendo: «¡Nunca!»
Por esa puerta ha de volver un día...
Al cerrar esa puerta, dejó trunca
la hebra de oro de la esperanza mía.
Por esa puerta ha de volver un día.

Amado Nervo – La Puerta

Es domingo. Tengo la garganta inflamada. Reviso las noticias en el celular. Hoy debaten Trump y Clinton por la presidencia de los Estados Unidos. Si retomo ahorita la corrección del libro de McPhilips, podré ver el espectáculo con tranquilidad.

Trabajo sin pausas. A las cuatro de la tarde, queda lista la corrección. La envío a los gringos. Me he quitado un enorme peso de encima. Sin embargo, el dolor en la garganta ha empeorado. Busco el debate en internet. Los candidatos se insultan y se lanzan golpes bajos.  

Es lunes. Cuesta abrir los ojos. El dolor en la garganta ha devenido en fiebre. Estoy solo en el cuarto. No tengo a nadie que me ayude. La fiebre se ensaña conmigo. Le envío un mensaje a Jean Carlo: Mil disculpas, Jean Carlo; hoy no podré ir a la oficina. He amanecido con fiebre. Apago el celular. Temo la réplica. Trato de retomar el sueño y pienso que hubiera sido mejor pasar la noche en casa de mamá.

En una bolsa, tengo un montón de ropa sucia. Está ahí, en un rincón, pudriéndose, desde el sábado. 

Estoy sudando. Me había quedado dormido. Prendo el celular para ver la hora. Son las ocho. Jean Carlo no ha respondido. Mejor. Apago el celular. La fiebre ha recrudecido. No tengo nada para combatirla. La infección en la garganta es una pelota que me destruye los nervios cada que paso la saliva. Necesito unas pastillas para desinflarla. Pienso en Balani, la botica de la cuadra siete de Piérola, en donde compraba los remedios que mi esposa y mi hija necesitaban cuando vivíamos en el viejo edificio de Camaná. Ya no hay esposa, tampoco hija. Estoy solo, sin fuerzas y sin ánimos para levantarme. Necesito dormir más. Podría leer, pero me duelen los ojos. Podría masturbarme, pero con el celular apagado, sin internet, será difícil.  Opto por usar la imaginación. Imagino a Rosario a mi lado. A ella le gusta cuidarme. Si supiera que estoy enfermo, vendría a verme. Compraría medicinas, algo de comer, algo de beber. Rosario siempre me trata bien. Y yo le pago mal. No lo hago a propósito. Es mi naturaleza: me gusta seducir a las mujeres, hacerles el amor, apretujar sus tetas, palmear sus culos. Imagino a Rosario junto a mí. La conozco tan bien que podría dibujarla completita. La he visto calata innumerables veces. Hemos conversado sin ropa, echados en la cama de un hotel, brindando con latas de cerveza. Cuando me cuenta una historia, le exijo que me chupe la pinga. Así, entre anécdotas, me la mama con maestría. Ahora mismo me está chupando la pinga. Mi mano es su boca. Me frota el tallo con esos labios blanditos y gruesitos. Frota y frota. Oh, sí, ya me vengo. Ya no es necesario cerrar los ojos. Se me viene el quaker. Es obvio que la boca de Rosario no va a recibir la leche. Busco el rollo de papel higiénico. Ahí está, sobre la mesita blanca, en el extremo más alejado. Carajo. No lo alcanzo. Rosario desaparece. Su boca se deshace. No hay fuerzas para levantarse, estirarse, coger el papel, arrancar tres vueltas de mano y volver a la posición masturbatoria. Imposible retomar la viada. El esfuerzo mental me ha agotado. Cierro los ojos y consigo dormir. Despierto luego de un rato. Tengo el pelo empapado de sudor. Me lo seco con las manos. Las huelo. El olor es narcótico. Sudor de enfermo, de fiebre, de colchón nuevo. Me jode que la ropa siga pudriéndose en una esquina del cuarto. Me incomoda saber que millones de hongos y bacterias proliferan en las entrañas de ese montón de trapos sudados. Sudor de ciclista callejero.

La persistente idea de la ropa pudriéndose a escasa distancia del colchón me hace saltar de la cama, vestirme al toque y salir a la calle, directo a la lavandería. 

Saludo a la gorda que atiende. Una chica se para a mi costado. No soy de los que miran con descaro a una mujer; pero igual le echo una ojeada. Su perfume es atrayente. El short que lleva es muy corto; descubre más de lo que cubre. Subo la mirada. Me topo con las puntas de una cola entintada. Adelante, unos pezones desafiantes hinchan un polito casi transparente.

La muchacha le encarga una bolsa de ropa a la gorda. Esta la pone en una balanza. Le dice el precio que le cobrará por el lavado. Hola, me saluda la chica. Le entrega un billete a la gorda. Hola, le contesto. La chica vuelve la cabeza en señal de que ha recibido mi saludo. Todo lo ha hecho con estudiada coquetería. Me flecha. Es hermosa. Con disimulo, le miro los pies. Son muy importantes los pies. Los de ella llevan unas Nike blancas, limpias, tan limpias que parecen nuevas. ¿Vives por aquí?, me pregunta. Sí, aquí, no más, en la otra cuadra, le digo.  

Es algo más alta que yo. Es tetona, culona y piernona. Su piel es clara. ¿Y tú?, le pregunto. Supongo que vives por acá. Me hace una seña con los dedos, una seña que interpreto como: termino con la gorda y regreso contigo, ¿sí? Tras recibir su vuelto, lo cuenta. ¿Por qué “supones” que vivo por acá? Me resulta peligroso conversar con una traca a plena luz del día. Algún datero de mi esposa podría estar observándome. La gorda nos ve conversar. ¿Pensará que soy homosexual?  Una vez me dijo que las ropas de los homosexuales o no las acepta o las lava aparte. En adelante, ¿lavaría mi ropa con la de los cabros?

Si no vivieras cerca, llevarías tu ropa a otro lado, ¿no? Se ríe con sutileza. ¿Cómo te llamas? Invento un nombre: Andrés. Lo repite en un susurro, como memorizándoselo. Lo vuelve a repetir, pero su voz apenas se deja oír. ¿Y tú?, le pregunto. No me contesta. Le dice a la gorda que regresará mañana. No te preocupes, dice la gordita. Yo pienso: preocúpate; a mí ya me va perdiendo varias medias. En lugar de responderme, examina mi cara. ¿Estás mal? Me sorprende la pregunta. Se supone que debía decirme su nombre. Sí, tengo algo de fiebre. Su rostro planea sobre el mío. Su aliento es suave. Mi boca está a pocos centímetros de la suya. Me palteo. No me arrecho. Si estuviéramos solitos en un cuarto, ya habría intentado besarla. Pero estamos en el pórtico de la lavandería de la gorda pendeja, a merced de cualquier chismoso.

Ven conmigo. Me toma de la mano; pero me suelto con disimulo, para no ofenderla. No sé cómo se llama, ni dónde vive, ni adónde me lleva; sin embargo, el trasero que se mueve delante de mí es lo suficientemente atrayente como para preocuparme por esas cuestiones.

Cruzamos Chancay, pasamos El Chinito, y, por la putamadre, estamos a punto de desfilar ante la tienda del hijo de puta de Jaime. Me va a ver caminando detrás de un cabro y va a pensar lo peor de mí. Demoro mis pasos. Creo una distancia estimable entre ella y yo. Cuando alcanzo el pórtico de la tienda, chequeo de reojo que Jaime no esté. No está. Es un milagro. Lo único que sabe hacer ese huevón es espiar la vida de la gente.   

Al doblar la esquina, en Peñaloza, recupero los metros que me dejé sacar. No hay tracas a esta hora. Nos detenemos ante una puerta de rejas. Ella mete un brazo por entre los barrotes y abre un ala de la puerta de madera que está detrás. Gimen los goznes que sujetan el maderamen. Es una vieja casona, como todas las de la zona. Entramos. Subimos unas escaleras de losetas negras. Llegamos al segundo piso, a una especie de salita de estar. Hay unos muebles viejos, un televisor enorme encima de una mesa antigua. La alfombra del centro también es vieja. La salita se estrecha en un pasillo repleto de puertas cerradas con candados. La escalera continúa hacia el tercer piso. Subimos. Hay dos pasillos a cada lado de la escalera y más puertas con candados. Tomamos el pasillo de la derecha. Llegamos a la puerta del fondo. Entramos. 

Me llamo Azul. Hay una cama, una mesita, una silla y un ropero muy pequeño. Todo muy ordenado. Esto hace que la habitación, tan pequeña como la mía, luzca algo más grande. ¿Sabes qué te puede ayudar con esa fiebre? No. Supongo que una pastilla o un jarabe. Prueba esto. Me acerca una botella rectangular. La luz que viene de la calle crea más espacio en el cuarto. Recibo la botella y, sin desconfianza alguna, tomo un trago. Es whisky, creo. Siento el remezón. Tras unos segundos, desaparecen el malestar de la cabeza y el dolor en los ojos. ¿Ves? Te estás sintiendo mejor. No lo puedo creer; es verdad. ¿En dónde vives exactamente? Me doy cuenta de que está vestida toda de blanco: el shorcito, el polito, las zapatillas. Le digo que aquí, en Zepita, pero no me atrevo a precisarle el lugar exacto. Podría buscarme y encontrarse, así son las casualidades, con Rosario. O Jaime podría echarme del cuarto por maricón. 

Sé que te he visto antes, pero no sé dónde, dice. Está sentada sobre el filo de la cama, las piernas cruzadas, los pezones apuntándome detrás del polo. La cola rubia de su cabello cae en cascada por entre sus tetas. Yo estoy sentado en la única silla del cuarto. ¿Y qué vas a hacer ahora?, le pregunto. Azul mira a su alrededor. Hay un periódico encima de la almohada. Leer, supongo. Se echa. Cruza las piernas. ¿Qué haces? ¿Trabajas?, me pregunta, sin apartar la vista del periódico. No, no trabajo, le digo. ¿Te mantienen? Ya estás algo viejo para eso. No quiero decirle que soy ingeniero. Se supone que un tipo así tiene plata. Y ese no es mi caso. Bueno, me recurseo. Hago cualquier cosa: albañilería, pintura, lo que sea. Ella aparta el periódico y me mira. No tienes pinta de albañil, papito. Vuelve a su periódico. ¿Y tú en qué trabajas? No tiene que decirme en qué. Estoy seguro de que se prostituye como todas las tracas de esa calle. Hago mis cositas, dice. Cambio de tema. ¿Siempre has vivido aquí? El cuarto tiene una ventana que da a la calle. El aire entra con relativa fuerza, fresco. Mi cuarto no tiene ventanas a la calle. Cuando llegue el verano, voy a cocinarme adentro. Azul se levanta. Se acerca a la ventana. Apoya sus manos en el alféizar y empina el culo. El viento le revuelve el cabello. Parece reconocer a alguien afuera. Hace una seña y sale del cuarto. Llevaba una sonrisa en la cara. Alcanza a decirme que ya vuelve. Yo me quedo sentado en la silla, como petrificado. No quiero asomarme por la ventana. No sé qué clase de peligro pueda estar allí afuera. Temo que sea su marido. Espero ¿Y si ella sube con alguien con quien se ha puesto de acuerdo para pepearme, drogarme, robarme y matarme? Me pongo nervioso. Abandonar el lugar es la única solución razonable. La puerta ha quedado abierta de par en par. Tras unos segundos de mucho miedo, me asomo a la puerta. Ni cagando miraré por la ventana. Debo escapar. El pasillo está vacío. Salgo. Camino lo más rápido que puedo, sin hacer ruido. Me apresuro en bajar las escaleras. Cuando llego al segundo piso, me detengo y escucho. ¿Estarán subiendo Azul y su acompañante? Las parejas de estos cabros suelen ser asesinos o asaltantes; vagos, en el mejor de los casos. No oigo nada. Bajo lo más rápido que puedo y llego a la puerta de madera que da a la calle. Está cerrada. Carajo. Me acerco a la puerta. No tiene llave. Solo hay que jalar de la manija para estar afuera. Pero puede que haya alguien al otro lado, puede que Azul y su acompañante estén conversando en el porche de la puerta. Pego la oreja a la madera. No oigo nada. Jalo la manija muy despacio. Estoy helado. Me cago de miedo. Abro la puerta lo justo como para deslizar el cuerpo. Felizmente, la puerta de rejas está junta. Ahora solo es cuestión de salir disparado. Nadie debe verme ahí, mucho menos los inquilinos de esa casona; puede que sean tipos de cuidado.

Pero no corro. No hay nadie cerca. Estoy sudando. Es la fiebre y son los nervios. Curiosa mezcla. Oigo la voz de un cabro. Pero no es la de Azul. La voz proviene de la esquina más alejada de la calle. Hey, grita. Salgo de mi estupor y me doy cuenta de que trata de comunicarse conmigo. Hey, adónde vas. Es un cabro metido en un vestido rojo. Corre hacia mí montado en unas zapatillas celestes, de suela gruesa. Lleva en la mano una botella de cerveza. Oye, quién eres. Se va acercando. Corro en la dirección opuesta. Corro y, en la esquina con Zepita, tuerzo a la derecha, para perderme en Alfonso Ugarte.