Del domingo 09 al lunes 10 de octubre
del 2016
Por esa puerta huyó, diciendo: «¡Nunca!»
Por esa puerta ha de volver un día...
Al cerrar esa puerta, dejó trunca
la hebra de oro de la esperanza mía.
Por esa puerta ha de volver un día.
Amado Nervo – La Puerta
Es domingo. Tengo la garganta inflamada.
Reviso las noticias en el celular. Hoy debaten Trump y Clinton por la
presidencia de los Estados Unidos. Si retomo ahorita la corrección del libro de
McPhilips, podré ver el espectáculo con tranquilidad.
Trabajo sin pausas. A las cuatro de la
tarde, queda lista la corrección. La envío a los gringos. Me he quitado un enorme
peso de encima. Sin embargo, el dolor en la garganta ha empeorado. Busco el
debate en internet. Los candidatos se insultan y se lanzan golpes bajos.
Es lunes. Cuesta abrir los ojos. El
dolor en la garganta ha devenido en fiebre. Estoy solo en el cuarto. No tengo a
nadie que me ayude. La fiebre se ensaña conmigo. Le envío un mensaje a Jean
Carlo: Mil disculpas, Jean Carlo; hoy no podré
ir a la oficina. He amanecido con fiebre. Apago el celular. Temo la
réplica. Trato de retomar el sueño y pienso que hubiera sido mejor pasar la
noche en casa de mamá.
En una bolsa, tengo un montón de ropa
sucia. Está ahí, en un rincón, pudriéndose, desde el sábado.
Estoy sudando. Me había quedado dormido.
Prendo el celular para ver la hora. Son las ocho. Jean Carlo no ha respondido.
Mejor. Apago el celular. La fiebre ha recrudecido. No tengo nada para
combatirla. La infección en la garganta es una pelota que me destruye los
nervios cada que paso la saliva. Necesito unas pastillas para desinflarla.
Pienso en Balani, la botica de la cuadra siete de Piérola, en donde compraba
los remedios que mi esposa y mi hija necesitaban cuando vivíamos en el viejo
edificio de Camaná. Ya no hay esposa, tampoco hija. Estoy solo, sin fuerzas y
sin ánimos para levantarme. Necesito dormir más. Podría leer, pero me duelen
los ojos. Podría masturbarme, pero con el celular apagado, sin internet, será
difícil. Opto por usar la imaginación.
Imagino a Rosario a mi lado. A ella le gusta cuidarme. Si supiera que estoy
enfermo, vendría a verme. Compraría medicinas, algo de comer, algo de beber.
Rosario siempre me trata bien. Y yo le pago mal. No lo hago a propósito. Es mi
naturaleza: me gusta seducir a las mujeres, hacerles el amor, apretujar sus
tetas, palmear sus culos. Imagino a Rosario junto a mí. La conozco tan bien que
podría dibujarla completita. La he visto calata innumerables veces. Hemos conversado
sin ropa, echados en la cama de un hotel, brindando con latas de cerveza.
Cuando me cuenta una historia, le exijo que me chupe la pinga. Así, entre anécdotas,
me la mama con maestría. Ahora mismo me está chupando la pinga. Mi mano es su
boca. Me frota el tallo con esos labios blanditos y gruesitos. Frota y frota.
Oh, sí, ya me vengo. Ya no es necesario cerrar los ojos. Se me viene el quaker.
Es obvio que la boca de Rosario no va a recibir la leche. Busco el rollo de papel
higiénico. Ahí está, sobre la mesita blanca, en el extremo más alejado. Carajo.
No lo alcanzo. Rosario desaparece. Su boca se deshace. No hay fuerzas para
levantarse, estirarse, coger el papel, arrancar tres vueltas de mano y volver a
la posición masturbatoria. Imposible retomar la viada. El esfuerzo mental me ha
agotado. Cierro los ojos y consigo dormir. Despierto luego de un rato. Tengo el
pelo empapado de sudor. Me lo seco con las manos. Las huelo. El olor es
narcótico. Sudor de enfermo, de fiebre, de colchón nuevo. Me jode que la ropa
siga pudriéndose en una esquina del cuarto. Me incomoda saber que millones de
hongos y bacterias proliferan en las entrañas de ese montón de trapos sudados.
Sudor de ciclista callejero.
La persistente idea de la ropa
pudriéndose a escasa distancia del colchón me hace saltar de la cama, vestirme
al toque y salir a la calle, directo a la lavandería.
Saludo a la gorda que atiende. Una chica
se para a mi costado. No soy de los que miran con descaro a una mujer; pero
igual le echo una ojeada. Su perfume es atrayente. El short que lleva es muy
corto; descubre más de lo que cubre. Subo la mirada. Me topo con las puntas de
una cola entintada. Adelante, unos pezones desafiantes hinchan un polito casi
transparente.
La muchacha le encarga una bolsa de ropa
a la gorda. Esta la pone en una balanza. Le dice el precio que le cobrará por
el lavado. Hola, me saluda la chica.
Le entrega un billete a la gorda. Hola,
le contesto. La chica vuelve la cabeza en señal de que ha recibido mi saludo.
Todo lo ha hecho con estudiada coquetería. Me flecha. Es hermosa. Con disimulo,
le miro los pies. Son muy importantes los pies. Los de ella llevan unas Nike
blancas, limpias, tan limpias que parecen nuevas. ¿Vives por aquí?, me
pregunta. Sí, aquí, no más, en la otra
cuadra, le digo.
Es algo más alta que yo. Es tetona,
culona y piernona. Su piel es clara. ¿Y
tú?, le pregunto. Supongo que vives por acá. Me hace una
seña con los dedos, una seña que interpreto como: termino con la gorda y regreso contigo, ¿sí? Tras recibir su
vuelto, lo cuenta. ¿Por qué “supones” que
vivo por acá? Me resulta peligroso conversar con una traca a plena luz del
día. Algún datero de mi esposa podría estar observándome. La gorda nos ve
conversar. ¿Pensará que soy homosexual? Una
vez me dijo que las ropas de los homosexuales o no las acepta o las lava
aparte. En adelante, ¿lavaría mi ropa con la de los cabros?
Si no vivieras cerca, llevarías tu ropa
a otro lado, ¿no?
Se ríe con sutileza. ¿Cómo te llamas?
Invento un nombre: Andrés. Lo repite
en un susurro, como memorizándoselo. Lo vuelve a repetir, pero su voz apenas se
deja oír. ¿Y tú?, le pregunto. No me
contesta. Le dice a la gorda que regresará mañana. No te preocupes, dice la gordita. Yo pienso: preocúpate; a mí ya me va perdiendo varias medias. En lugar de
responderme, examina mi cara. ¿Estás mal?
Me sorprende la pregunta. Se supone que debía decirme su nombre. Sí, tengo algo de fiebre. Su rostro
planea sobre el mío. Su aliento es suave. Mi boca está a pocos centímetros de
la suya. Me palteo. No me arrecho. Si estuviéramos solitos en un cuarto, ya habría
intentado besarla. Pero estamos en el pórtico de la lavandería de la gorda
pendeja, a merced de cualquier chismoso.
Ven conmigo. Me toma de la mano; pero me
suelto con disimulo, para no ofenderla. No sé cómo se llama, ni dónde vive, ni
adónde me lleva; sin embargo, el trasero que se mueve delante de mí es lo
suficientemente atrayente como para preocuparme por esas cuestiones.
Cruzamos Chancay, pasamos El Chinito, y,
por la putamadre, estamos a punto de desfilar ante la tienda del hijo de puta
de Jaime. Me va a ver caminando detrás de un cabro y va a pensar lo peor de mí.
Demoro mis pasos. Creo una distancia estimable entre ella y yo. Cuando alcanzo
el pórtico de la tienda, chequeo de reojo que Jaime no esté. No está. Es un
milagro. Lo único que sabe hacer ese huevón es espiar la vida de la gente.
Al doblar la esquina, en Peñaloza,
recupero los metros que me dejé sacar. No hay tracas a esta hora. Nos detenemos
ante una puerta de rejas. Ella mete un brazo por entre los barrotes y abre un
ala de la puerta de madera que está detrás. Gimen los goznes que sujetan el
maderamen. Es una vieja casona, como todas las de la zona. Entramos. Subimos
unas escaleras de losetas negras. Llegamos al segundo piso, a una especie de
salita de estar. Hay unos muebles viejos, un televisor enorme encima de una
mesa antigua. La alfombra del centro también es vieja. La salita se estrecha en
un pasillo repleto de puertas cerradas con candados. La escalera continúa hacia
el tercer piso. Subimos. Hay dos pasillos a cada lado de la escalera y más
puertas con candados. Tomamos el pasillo de la derecha. Llegamos a la puerta
del fondo. Entramos.
Me llamo Azul. Hay una cama, una mesita,
una silla y un ropero muy pequeño. Todo muy ordenado. Esto hace que la
habitación, tan pequeña como la mía, luzca algo más grande. ¿Sabes qué te puede ayudar con esa fiebre?
No. Supongo que una pastilla o un jarabe. Prueba
esto. Me acerca una botella rectangular. La luz que viene de la calle crea
más espacio en el cuarto. Recibo la botella y, sin desconfianza alguna, tomo un
trago. Es whisky, creo. Siento el remezón. Tras unos segundos, desaparecen el
malestar de la cabeza y el dolor en los ojos. ¿Ves? Te estás sintiendo mejor. No lo puedo creer; es verdad. ¿En dónde vives exactamente? Me doy
cuenta de que está vestida toda de blanco: el shorcito, el polito, las
zapatillas. Le digo que aquí, en Zepita, pero no me atrevo a precisarle el
lugar exacto. Podría buscarme y encontrarse, así son las casualidades, con
Rosario. O Jaime podría echarme del cuarto por maricón.
Sé que te he
visto antes, pero no sé dónde, dice. Está sentada sobre el filo de la cama, las piernas
cruzadas, los pezones apuntándome detrás del polo. La cola rubia de su cabello
cae en cascada por entre sus tetas. Yo estoy sentado en la única silla del
cuarto. ¿Y qué vas a hacer ahora?, le
pregunto. Azul mira a su alrededor. Hay un periódico encima de la almohada. Leer, supongo. Se echa. Cruza las
piernas. ¿Qué haces? ¿Trabajas?, me pregunta,
sin apartar la vista del periódico. No,
no trabajo, le digo. ¿Te mantienen?
Ya estás algo viejo para eso. No quiero decirle que soy ingeniero. Se
supone que un tipo así tiene plata. Y ese no es mi caso. Bueno, me recurseo. Hago cualquier cosa: albañilería, pintura, lo que
sea. Ella aparta el periódico y me mira. No tienes pinta de albañil, papito. Vuelve a su periódico. ¿Y tú en qué trabajas? No tiene que
decirme en qué. Estoy seguro de que se prostituye como todas las tracas de esa
calle. Hago mis cositas, dice. Cambio
de tema. ¿Siempre has vivido aquí? El
cuarto tiene una ventana que da a la calle. El aire entra con relativa fuerza,
fresco. Mi cuarto no tiene ventanas a la calle. Cuando llegue el verano, voy a
cocinarme adentro. Azul se levanta. Se acerca a la ventana. Apoya sus manos en
el alféizar y empina el culo. El viento le revuelve el cabello. Parece
reconocer a alguien afuera. Hace una seña y sale del cuarto. Llevaba una
sonrisa en la cara. Alcanza a decirme que ya vuelve. Yo me quedo sentado en la
silla, como petrificado. No quiero asomarme por la ventana. No sé qué clase de
peligro pueda estar allí afuera. Temo que sea su marido. Espero ¿Y si ella sube
con alguien con quien se ha puesto de acuerdo para pepearme, drogarme, robarme
y matarme? Me pongo nervioso. Abandonar el lugar es la única solución
razonable. La puerta ha quedado abierta de par en par. Tras unos segundos de
mucho miedo, me asomo a la puerta. Ni cagando miraré por la ventana. Debo
escapar. El pasillo está vacío. Salgo. Camino lo más rápido que puedo, sin
hacer ruido. Me apresuro en bajar las escaleras. Cuando llego al segundo piso,
me detengo y escucho. ¿Estarán subiendo Azul y su acompañante? Las parejas de
estos cabros suelen ser asesinos o asaltantes; vagos, en el mejor de los casos.
No oigo nada. Bajo lo más rápido que puedo y llego a la puerta de madera que da
a la calle. Está cerrada. Carajo. Me acerco a la puerta. No tiene llave. Solo
hay que jalar de la manija para estar afuera. Pero puede que haya alguien al
otro lado, puede que Azul y su acompañante estén conversando en el porche de la
puerta. Pego la oreja a la madera. No oigo nada. Jalo la manija muy despacio.
Estoy helado. Me cago de miedo. Abro la puerta lo justo como para deslizar el
cuerpo. Felizmente, la puerta de rejas está junta. Ahora solo es cuestión de salir
disparado. Nadie debe verme ahí, mucho menos los inquilinos de esa casona;
puede que sean tipos de cuidado.
Pero no corro. No hay nadie cerca. Estoy
sudando. Es la fiebre y son los nervios. Curiosa mezcla. Oigo la voz de un
cabro. Pero no es la de Azul. La voz proviene de la esquina más alejada de la
calle. Hey, grita. Salgo de mi
estupor y me doy cuenta de que trata de comunicarse conmigo. Hey, adónde vas. Es un cabro metido en
un vestido rojo. Corre hacia mí montado en unas zapatillas celestes, de suela
gruesa. Lleva en la mano una botella de cerveza. Oye, quién eres. Se va acercando. Corro en la dirección opuesta.
Corro y, en la esquina con Zepita, tuerzo a la derecha, para perderme en Alfonso
Ugarte.
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