Del lunes 21 al miércoles 30 de noviembre
del 2016
“On ne meurt qu’une
fois et c’est pour si longtemps !”
(¡Solo se muere una vez y es para tanto tiempo!)
Molière
– Le Dépit Amoureux
El
dolor es la verdad, todo lo demás está sujeto a duda.
John
Maxwell Coetzee – Esperando A Los Bárbaros
I’m lost. I’m no guide.
Pearl
Jam - Leash
This is the end, my only friend,
the end.
The Doors – The End
La preocupación y la compasión se convirtieron en
odio. Mejor te hubieras muerto, pensé. No quiso ir a un hospital. Quería una
clínica. La San Gabriel. Me hizo gastar un chingo de dinero por un puto parche.
El golpe la había desmayado. Había sangrado bastante, sí; pero no había fracturas
ni desviaciones, nada. Una venda en la nariz, unos analgésicos y descanse,
por favor. La llevé en taxi a su casa.
En el taxi, no me libré de las preguntas. ¿Con
quién estabas en el cine? No estaba en el cine. ¿Cómo que no estabas
ahí? Entonces, ¿qué hacías en el Centro? ¿Te olvidas de que vivo por
ahí? Estaba por la plaza San Martín. Ay, no te hagas. Me escribieron
al WhatsApp y me dijeron que estabas con una chica en el cine y que encima le
invitaste cosas. Cuando has salido conmigo, nunca me has invitado nada,
miserable. Contestarle solo alargaría sus ataques. Dejé que hable. Luego de
unos minutos, sus dardos perdieron convicción. Iba creyéndose mi mentira. Aproveché
el momento para cambiar el tema. Le conté lo de Honduras. ¿Sabías que existe la
posibilidad de que la bebe y tú viajen conmigo y vivamos juntos allá? ¿Y qué
tendría que pasar para que viajemos? Que me prolonguen el contrato. Le detallé
los pormenores. Te van a contratar más tiempo. Ya lo verás, Dani; tú eres
muy bueno en tu trabajo. Todo el mundo parecía creerme bueno en mi trabajo;
excepto yo. Me abrazó. Lloró. Me dijo que a veces no aguantaba a Melina y que
me extrañaba. Por eso, salió volando ante el chisme de mi infidelidad; no quería
verme con otra. Melina la recibió. Puso cara de culo al verme. Nos saludamos fríamente.
Luego, se deshizo en atenciones con mi esposa. Negrita, qué te pasó. A pesar
de que era tarde, caminé hasta Zepita. Había gastado mucho en todo el día.
Jean Carlo no está en la oficina. Pero me llama al
celular ni bien me siento al escritorio. Me dice que una mina en Huaraz quiere
que visitemos sus instalaciones. Está muy interesada en nuestros ventiladores. Así
que hoy, en la noche, viajas a Huaraz. Tu pasaje ya está comprado. Te lo estoy
enviando a tu correo. Vas a estar llegando a las siete y media de la mañana. Yo
estaré esperándote desde las siete. Lo que pasa es que ahorita estoy en
Trujillo; pasé todo el fin de semana aquí. Putamadre. No tenía ánimos de viajar; mucho
menos a la sierra.
Entra otra llamada. Es Héctor Tróchez. Ingeniero
Gutiérrez, le estoy enviando a su correo el contrato. Por favor, léalo bien y
me lo envía escaneado con su firma. Lourdes Cueva, nuestra asistente de
gerencia, está tramitando sus pasajes aéreos para este primero de diciembre.
¿Tendría inconvenientes, ingeniero Gutiérrez? No, ninguno. Perfecto, en
unos minutos Lourdes le estará enviando a su correo el listado de los
documentos que debe enviarnos. Me aceptaron. Es casi casi un hecho que me
voy a Honduras.
Me voy temprano de la oficina; tengo que alistar
mis cosas para el viaje a la sierra. Esta nunca me gustó; tan fría, tan hosca, tan distinta de
Lima, recordatorio de la opresión minera.
Jean
Carlo y yo estamos en una combi rumbo a la mina. Reviso mi correo en el
celular. Son varios los documentos que Lourdes me pide. Señala que debo
enviárselos pronto porque el gerente de la mina quiere que viaje el treinta; ya
no el primero. Le explico que estoy en una mina, lejos de Lima; por lo que no
podré tramitar tan rápido lo que me solicita. Me sugiere que encargue el asunto
a alguien. Le pregunto a Jean Carlo por nuestra fecha de regreso a la ciudad. Jueves, me dice. La cagada; toda la
semana perdida. Será mejor contarle lo de Honduras para separarme de la empresa
cuanto antes y enfocarme en los documentos de Lourdes.
Representamos
nuestra pantomima; Jean Carlo habla maravillas de sus ventiladores,
repitiéndose en varias oportunidades, y yo intervengo dos minutos para reafirmar
lo que ha dicho. En el colectivo de regreso a Lima, le cuento lo de Honduras.
Lo acepta. Me felicita con tibieza. Definimos la fecha de mi desligue. Sugiere que
sea el próximo lunes. Me recuerda que el
ingeniero de la mina nos ha encargado una simulación para redondear la compra
de un lote de ventiladores. Tiene razón. No puedo largarme así como así. Recibo
otro correo de Lourdes. Lo leo. Daniel,
debido a que usted está lejos de Lima, hemos decidido que los documentos los
gestionaremos una vez que se establezca aquí. No se preocupe. Sí le pediríamos
que se vacune pronto contra la fiebre amarilla. Usted sabe que esa vacuna es importante para viajar a un país tropical
como Honduras. Debe aplicársela, como mínimo, diez días antes del vuelo. Usted debe
viajar con el carné de la vacuna para mostrárselo a las autoridades que se lo
soliciten. Recuerde que está viajando el treinta de noviembre. Haga eso pronto,
por favor, y me avisa.
Rosario
ya sabe que me voy. Por eso, va a mi cuarto y hacemos el amor. Al día siguiente,
nos despertamos temprano. Nos besamos largo rato. Intuimos el fin de todo. Ella
toma un taxi al trabajo; yo me pongo la vacuna contra la fiebre amarilla en el
Hospital San José. Le escribo a Lourdes. Ya
me puse la vacuna. Es viernes veinticinco. Como se habrá dado cuenta; de hoy hasta el treinta no hay diez días.
Conversaré con alguien de migraciones para que no tenga problemas al llegar a
Honduras, me escribe.
Paso
la tarde en la oficina. El encargo del ingeniero de ventilación lo termino en cuatro
horas. Son casi las seis de la tarde. Le presento el trabajo a Jean Carlo.
Queda sorprendido y complacido con mi rapidez. Va a ser una gran pérdida para la empresa que te vayas, Daniel. Pero ya
sabes, si deseas volver, las puertas están abiertas. ¿Con el mismo sueldo?
No, gracias, Jean Carlo. Le agradezco el gesto. Manejo rumbo a Zepita.
Como
es viernes, paso por mi hija. Mi esposa está mejor, pero aún lleva el parche en
la nariz. ¿Melina? Salió. ¿Por qué no
vamos al Bembos? No, Daniel, pucha, en estos
días no he ido al gimnasio, por lo del reposo que me recomendaron en la clínica,
y he estado comiendo poco para no engordar. Yo soy así. Olvido los odios
con rapidez. Vamos, le insisto; de paso que te distraes. Sigue
negándose. Entonces, le cuento que mi vuelo a Honduras ya tiene fecha; el
treinta. Me queda menos de una semana,
me hago la víctima. Vamos, salgamos; será
la última vez que lo hagamos en familia este año. No puede negarse más. Le
escribe un mensaje a Melina. Salimos.
Nos
damos un banquete en el Bembos. Repletos, nos vamos al Coney Park. La bebe y yo
nos trepamos en El Gusanito. Es inofensivo, no es muy veloz y apenas se despega
tres metros del suelo. Mi esposa nos saca unas fotos. Por un instante, somos
felices. Embarco a mi esposa en un taxi. Mi hija y yo, en otro taxi, nos vamos
a casa de mi mamá. Veo las noticias en el celular: Fidel Castro, el dictador
cubano, por fin ha muerto.
La
bebe y yo dormimos juntos. No estaré a su lado en mucho tiempo. Quiero que me
invada su olorcito. El sábado me la paso jugando con ella. Vemos sus vídeos
favoritos en Youtube.
Sábado,
noche. La bebe quiere dormir conmigo. Quiere a su papi. Me conmueve su ternura.
Es una niña súper cariñosa. Sacó lo mejor de mí y de su mamá. Empieza la
madrugada. La bebe duerme a mi lado. Ronca suavecito. Como yo, suda, y
bastante. Le paso una mano por su cabecita. Acopio su sudor. Su olor es
riquísimo. Sus labiecitos se alargan en una sonrisa. Está soñando conmigo. Me
siente. Luego, se da la vuelta. Pega su cuerpo contra la pared. Sumida en el
sueño, inconsciente, sabe balancear su temperatura corporal: la fría pared la refrescará.
Veo la hora en mi celular. La una de la mañana. Pienso. Pienso en Azul. Estoy a
punto de irme del país y no sé quién mierda es ni si me contagió algo. Se me ocurre
buscarla por última vez.
No
me preocupa que mi mamá se dé cuenta de que me he ido. Me preocupa que mi hija
no me sienta a su lado y se ponga a llorar. Pero debo hacer esto. Tomo un taxi
a Zepita.
Son
casi las dos de la mañana. Hay pocas hembras en Peñaloza. Por ejemplo, no está
Jazmín. Tampoco hay rastro de Azul. Veo, sin embargo, a una chica que quería
cacharme desde hace un tiempo. Está tan buena como Azul o Jazmín. Es mi último fin
de semana en Lima. Mi última oportunidad de tirármela. Me acerco. La tarifa es
igual a la de Jazmín: cuarenta por el cache y diez por la habitación. ¿No vamos a un hotel? No, vamos a su
cuarto. Así estamos más tranquilos y te
atiendo sin apuros. Bueno. Caminamos hacia su cuarto. Vive en el mismo
edificio de Azul. Entramos. ¿No está prohibido llevar clientes a ese edificio?
En la práctica, parece que no. Además, se entiende que esta chica quiera
embolsicarse los diez soles del cuarto.
Antes
de entrar, le recuerdo que prometió besarme en la boca. Yo solo me vengo cuando me besan en la boca, con todo y lengua. Claro,
claro.
Siempre
he sido fatalista. Este cache puede ser el último de mi vida. El avión puede
irse al mar sin que ninguno de sus ocupantes sobreviva. Así que he decidido
chuparle la pinga a esta mujer.
Se
llama Brigit. Su cuarto está en el segundo piso de la casona; no en el tercero,
donde vive Azul. Entramos. Se desviste. Se quita el conchero, artilugio que se
pone entre las piernas para disimular la pinga, y lo pone sobre una cómoda. Desvestido
ya, me acerco a ella. Me acuclillo y le lamo el trasero. Qué piel. Qué culo. Es
una diosa. Mi lengua es una brocha que no deja vacíos en ese enorme y duro
trasero. Te amo, Brigit, te amo.
Me
tiendo en la cama y ella se apodera de mi pene. Le pone un condón y empieza a
chupármelo. Es delicioso ver un rostro así de bello deformándose al tratar de
acapararme la pichula. La tengo súper dura. Es mi despedida. Tengo que
disfrutar de este momento sin límites ni complejos. Nadie más sabrá de esto;
únicamente Brigit y yo. ¿Tienes otro
condón? ¿Para qué?, me pregunta. Quiero
chupártela. A pesar de no tener puesto el conchero, se da maña para
ocultarse la pinga. Me mira. ¿Es en
serio? Mi respuesta es un beso que ella corresponde. Hay lengua, hay
saliva. Queda tendida sobre la cama. La trato como si se fuese a romper al menor
descuido. Me hace una seña. Quiere que le alcance su bolso. Saca un condón y se
lo pone. Deja el bolso a un lado de la cama. Nos volvemos a comer la boca. Le
dejo los senos llenos de saliva. Desciendo y me topo con una riquísima pinga.
No tiene un pelo. Está peladita. Me encanta. Acuden los prejuiciosos religiosos
y familiares. Acuden a joderme el momento. Pero los ahuyento. Es la oportunidad
de ser yo mismo. Empiezo a chupársela y es delicioso. Ella se estremece. Sus
piernas dobladas tiemblan. Me pone una mano sobre la cabeza. La miro desde ahí
y sus ojos me gritan que no pare. No pienso parar ni por un segundo. Pero el
plástico estorba. Es mi último cache en Lima, quizá en el mundo. Le quito el
condón. Ella no protesta. La sensación es diez mil veces mejor. Te amo, te amo, se lo repito. Me he
comido varias conchas en mi vida, pero ninguna tan rica como esta. Brigit sigue
estremeciéndose. Busco sus manos y entrelazamos nuestros dedos. Ha dejado de
ser una transacción carnal. Es un acto de amor. Ella se siente emocionalmente
urgida a devolverme el favor y ya sé lo que quiere. Lo leo en sus ojos. Hacemos
un sesenta y nueve. Le chupo las bolas. Las tiene peladitas, deforestadas. Te amo, bebé. Ella se traga las mías,
que exhiben, orgullosas, unos pelos retorcidos como alambres. Es una mujer y la
amo. Es mi mujer.
Brigit
se ha tomado mi leche. Yo no la suya. El piso pagó pato. Ya luego limpio, dijo. Quedamos acostados en la cama. Abrazados.
Por un momento, he cerrado los ojos. Me he quedado dormido unos minutos. Ha
sido el éxtasis el que he experimentado. Si
quieres quédate conmigo, me dice. Eres
súper lindo. Le agradezco la oferta, pero declino. Estoy en la casona de
Azul. Voy a encararla en su propio cuarto. Brigit me dice que ya no va a salir.
He sido el último cliente del día. Me
estaba ahuesando hasta que llegaste. Me salvaste. Me visto y me despido. Gracias, amor, la pasé rico, me dice. Yo también, le contesto y nos damos un
beso.
Las
escaleras al tercer piso están a unos pasos. Me convenzo de que nada malo puede
pasarme. Avanzo. Todo está más o menos oscuro. Me ayudo con la luz del celular.
Llego al tercer piso. Parece que todas las puertas están cerradas. Camino hacia
el cuarto de Azul. Por los resquicios de la puerta, huyen retazos de luz
amarilla. Es muy probable que esté adentro. ¿Estará sola? ¿Acompañada? Me
acerco sigilosamente. Quiero oír voces o silencios. El corazón es una bomba a
presión. Sudo y me cago de frío, pero estoy muy cerca de la puerta. Unos
hombres conversan. Se ríen. Dicen lisuras. Se burlan de alguien. ¿Y la voz de
Azul? Uno de los hombres -parece que solo son dos-dice que ya se quita. La
cagada. Retrocedo hasta las escaleras. Me escondo tras la esquina. Se abre la
puerta. La figura de un tipo alto se recorta contra el rectángulo de luz. Entonces le preguntas, pe. Mañana yo te
llamo, le dice al que se queda en el cuarto. Reconozco su voz. No hace
falta que le vea la cara. Es el huevón de Pesadilla.
Pesadilla
es alto. Tiene la cabeza cuadrada. Perdió el ojo izquierdo de un navajazo.
Siempre usa lentes oscuros. Pesadilla es conocido en Quilca. Todos saben que
dirige una banda de atracadores de centros comerciales, pero nadie le tira
dedo. Gracias a él, todo comerciante en Quilca está asegurado. Con el barrio, nadie
se mete. Es frecuente verlo en bicicleta supervisando sus dominios, ofreciendo
al mejor postor un perfume, unos zapatos, gafas. Todo original. De marca. Conoce
a mi esposa desde que ella trabajaba vendiendo ropa en el extinto Boulevard de
la Cultura. Cuando nos hicimos enamorados, me lo presentó. Pesadilla, si lo ves por ahí, me lo cuidas por favor. Es bien
delicadito mi novio. El tipo me miró y me dio la mano. Cuida muy bien a la Negra, compare. Quien frecuentaba Quilca o
vivía ahí, sabía quién era Pesadilla.
Si
Pesadilla me ve, me cago. Se lo contará a mi esposa. Bajo las escaleras lo más
rápido que puedo. Cuido, al mismo tiempo, ser tan silente como una pluma. Por
fin, en el primer piso, abro la puerta de madera y salgo por la de rejas. Corro
a mi cuarto. Meto la llave como chucha sea y encaja. Luego, meto otra llave en
la puerta de madera y también encaja a la primera. Cierro todo y espío por la
mirilla. Me regresa el alma al cuerpo. Pasan unos cinco minutos y aparece
Pesadilla. Es él. No me equivoqué. Va rumbo a Quilca. Prende un pucho y
continúa su camino.
Me
despierta el celular. Es mamá. Me dice que por qué me escapé así, que la tuve
preocupada. Quería despedirme de la vida
nocturna del Centro, le digo. Está llegando en un taxi para ayudarme con la
mudanza. ¿La bebe?, le pregunto. Está bien; la dejé jugando con su Tablet,
me dice. Ni bien entra en mi cuarto exclama, horrorizada: ¿Cómo has podido vivir aquí? Pero está aliviada y orgullosa a la
vez; su hijo dejará de vivir como un pordiosero y, por fin, le dará la alegría
de su vida: demostrará su talento en el extranjero. Se lleva casi todo en el
taxi. Solo queda mi colchón y mi bicicleta. Aún viviré ahí hasta el martes.
El
domingo, en la noche, dejo a mi hija en casa de mi esposa. La bebita no sabe
que dejará de ver a su papi en mucho tiempo. En el bus a Zepita, lloró descontrolado,
sentado en uno de los asientos del rincón.
Es
lunes. Último día en la empresa de Jean Carlo. Nos invita a una cevichería cercana
a la empresa. Nos lleva en su camioneta. Es un lugar amplio. Hay carros lujosos
en las afueras. Brindamos por que me vaya bien en Honduras. Jean Carlo y yo
bebemos cerveza; Patricia, Inka Kola. Te
voy a extrañar, dice Patricia, y se hace un silencio incómodo que la
mesera, una atenta señora de pelo pintado, rompe, trayéndonos una fuente de tiradito.
Rosario
y yo nos encontramos en la Estación de Matellini. Tomamos un taxi a mi cuarto. Dentro,
me alarga un paquete. Es tu regalo de
Navidad, me dice. Su gesto me conmueve. Qué linda. Quiero llorar, pero me
hago el macho. Ábrelo, me dice. Es un
reloj Casio. Tú nunca usas reloj, Daniel.
Y creo que te hace falta. Me siento corto. No tengo nada que ofrecerle
porque no soy detallista. Pero se me ocurre algo.
He
comprado un panetón. Dejamos en el cuarto nuestras cosas y salimos a
despedirnos del Centro de Lima. Nos metemos en un bar de Emancipación. Nos
comemos el panetón con algunas botellas de cerveza. En cierto punto de esa
Noche Buena anticipada, nos deseamos Navidad y nos besamos. Es el beso más
tierno que nos hemos dado. Nos abrazamos. Lloro. Le humedezco la blusa.
Regresamos
a Zepita. Sabemos que es la última noche juntos, la última noche en ese cuarto,
mi última noche en el Centro de Lima. No hacemos el amor. Estamos desnudos, sí,
pero no hay lascivia. Hay tristeza. Nos acurrucamos, mi pecho y su espalda
fusionados. Lloramos en silencio. Cada quien enfrenta la pena con su mejor
repertorio.
Mamá
parte en un taxi con el colchón. Te
espero en la casa, alcanza a decirme. Le entrego el cuarto a Jaime. Lo
evalúa. No halla nada raro. Entra al baño. Remueve el wáter. Está flojo. Me dice que eso estaba firme
como una roca. Ustedes lo removieron con
la cabeza cuando se pelearon esa vez. Lo niego. Le digo que eso no podía
ser posible; hubiéramos terminado con la cabeza rota. El pendejo se cierra.
Dice que no me devolverá los trescientos cincuenta soles de la garantía. Se
quedará con doscientos. Para reparar el
baño. Hijo de puta. Le devuelvo las llaves y me monto en la bici. Gordo
culero, me despido.
Manejo
hasta la casa de mi esposa. Le dejo la bicicleta. La bebe está en el colegio. Es
mejor así. Despedirme de ella sería desgarrador. Cuídate, me dice mi esposa. Tú
también, le digo. Nos abrazamos. Me escribe Lourdes: no habrá problemas con
los diez días de la vacuna. Puedo viajar con tranquilidad.
Es
miércoles. Mamá y Celso me acompañan. Estamos en el aeropuerto, en el segundo
piso. Debo entrar por aquella puerta que dice “Vuelos internacionales”. Nos
abrazamos. Les pido que se cuiden mucho, que vean siempre por mi hija. No te preocupes, papito. Vamos a engreírla
siempre. Más bien cuídate tú, hijito; cuídate mucho. Vas a estar solito.
Escríbenos apenas llegues. Celso nos hace fotos. Es hora de partir. Estoy
ya en la cola de la gente que saldrá del país. Reviso mi correo en el celular. Un
mensaje de Lourdes. Buen día, Daniel; le
adjunto los exámenes médicos que le haremos cuando llegue. Lo reviso. ¿Qué?
¿Me van a hacer la prueba de Elisa? ¿Por qué? Tiemblo. Se me baja la presión.
Ya no hay marcha atrás. Estoy avanzando en esa cola.
pta no entendi ni mrda
ResponderEliminarBuena historia, me atrapó desde el primer capítulo, pregunta, hay alguna secuela o precuela?
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