It is a waste of time to be angry about my disability.
One has to get on with life and I haven’t done badly. People won’t have time
for you if you are always angry or complaining.
Stephen Hawking – En una entrevista
El
primer cague fue difícil; por poco y me hundo en el wáter. Me había quedado
solo, sin la ayuda de Clotilde, mi enfermera. El accidente no solo me arrancó
las piernas; también se devoró mis ahorros.
Desde
hacía algunos años, los libros se habían convertido en los objetos más
solicitados del país. Las librerías se habían transformado en negocios muy
rentables y, en ese contexto, mis novelas se vendieron con frenesí. Llegué a
ser un autor bastante reconocido. Se me consideró entre lo mejorcito del último
quinquenio.
Sin
embargo, luego del accidente que me arrebató las piernas, mis intereses
literarios se desvanecieron. Quería morirme. Después de unos meses de entender
que la vida continuaba, alineé mis energías en torno a mi adorada y respetada
antigua actividad: la literatura. Fue tremendamente duro volver a parir un
texto, producir líneas que sobrecojan, que estimulen. No fue fácil
acostumbrarse a la idea de haberse quedado sin piernas.
Porfié
y porfié hasta recuperar el enhebrado romántico característico de las historias
que me habían forjado un lugar preponderante en los escaparates librescos del
país. Así, tras un hercúleo esfuerzo, publiqué “Esto no es amor”. Poquísima
gente compró el libro. La novela fue incapaz de soliviantar a las plumas de los
críticos y hombres de prensa. Ni lo blogueros, youtuberos o tiktokeros la
comentaron.
La
gente, me dijo el editor, el tipo que apostó por mis novelas
desde el inicio, gracias a cuyas ganancias se había comprado dos casas,
quiere que hables de tu accidente. La gente es enferma; quiere saber cómo haces
para ir al baño, si te hundes en el wáter o no. ¿Te llega hasta el suelo la
pichula cuando estás “parado”? Ese tipo de detalles son los que causarían furor
en los lectores. Todo lo que se vende por estos días trata del “yo”, del “yo” y
sus miserias. Mientras más cagada esté tu vida, más lectoría te asegurarás. Son
las nuevas reglas del juego. Ya nadie quiere leer historias cursis. Lo que está
de moda es refocilarse en las desgracias del otro.
Pero
no podría…, me defendí, sin ninguna convicción.
¿Quieres
plata? ¿Quieres recuperar lo que el accidente te quitó? Escribe sobre ti, sobre
tu nuevo yo. ¿Cómo es vivir sin piernas luego de que lo tuviste todo? La gente
ama las historias de los infelices; los hace sentirse mejores, incluso si en la
realidad son unos fracasados comprobados. ¡Vamos! Ponte a trabajar. Tú eres el
único que conoce minuciosamente el basural en que se ha convertido tu vida.
¡Vamos! Toma un lápiz y un papel y a escribir. El talento lo tienes. Confía en
ti mismo. Tente fe.
Apesadumbradamente
convencido, me puse a trabajar. Mi obra sería el marcial reflejo de las
vicisitudes diarias de un hombre sin piernas: el ir al baño, desplazarse por la
ciudad, conseguir una erección cuando desfilan ante tus ojos unas caderas
impresionantes. Fue así como, tras infinitas y esforzadas gotas de sudor,
derribando el férreo corsette de mi pudor, entregué “Las miserias de un hombre
sin piernas”.
“Las
miserias…” fue mi segunda derrota. Mi editor, que no estaba dispuesto a perder
más dinero, me abandonó: dio por concluido nuestro contrato. Entonces, mis
ahorros iniciaron un vertiginoso viaje cuesta abajo. Me deprimí como no lo
había estado cuando perdí las piernas. Era cierto eso de que uno nunca toca
fondo del todo: siempre se puede estar peor.
A
partir de mañana, haremos dieta, me dije. Tenía que ajustarme
las tripas si quería alargar los pocos soles que aún se aferraban a mis
faltriqueras.
Urgía
hacer algo más. Debía buscar un trabajo. El problema era que todos los oficios
prácticos me eran desconocidos. Únicamente la escritura me era familiar. Aunque
luego de mis dos fracasos, ya no estaba tan seguro de ser un buen escritor. Era
un bueno para nada.
¿Qué
podía hacer un cojo como yo para ganarse la vida?
¿Cojo?
Estrictamente hablando, no soy cojo. A quien ha perdido las dos piernas no se
le puede llamar cojo. Cojo es aquel que ha perdido una sola pierna o tiene una
más corta que la otra. Yo no tengo piernas. No hay calificativos para personas
como yo. ¿Mocho? No, mocho es el que tiene alguna extremidad trunca,
generalmente el brazo. ¿Qué soy yo? Hay un apelativo cruel para gente como yo:
culebra, porque no tenemos patas.
Cierto
día, montado sobre la silla de ruedas, fui al centro comercial. No entré en
ninguna tienda. No tenía dinero para comprar nada. Tampoco quería hacerlo. Solo
permanecí en el patio del lugar, despejando la mente, dejando de pensar en mi
futuro, observando a la gente, al cielo, a los pocos árboles que emergían
enclenques por sobre el grueso manto de cemento, como trasnochados
sobrevivientes. Aquí, me ocurrieron dos cosas.
Primero,
escuché la conversación de un par de jóvenes lectores. Uno de ellos tiró a la
basura el libro que dijo que había empezado a leer hacía unas horas. Era la
historia de un sordo. ¿A mí qué me importa lo que le pase a un sordo?,
dijo al tirarlo al tacho. Luego, se alejaron, y la conversación, que se hacía tenue,
moró en el tema de la novela que leía su compañero. Imaginé que la misma suerte
hubiera corrido mi última novela de haber caído en las manos de ese lector. ¿A
mí que me importa cómo caga un huevón sin piernas?, hubiera dicho al
lanzarla por los aires.
Esto
me confirmó que la autoficción, sobre todo la que narra las miserias de un
autor minusválido y patético, ya no asombraba ni espantaba a nadie. Esta
epifanía fue dura, pero reveladora.
Entonces,
ocurrió la segunda cosa: Stéfano Pajoy.
***
Stéfano
Pajoy tiene veinte años y no va a leer un solo libro. Vive al margen de la ley.
Se ha escapado de que lo fusilen y el gobierno elimine así a otro analfabeto
funcional más. Esta condición de renegado lo ha obligado a dedicarse a negocios
extraoficiales. Es sicario. Y cobra caro. Él dice que eso está plenamente
justificado por la limpieza y eficiencia de sus trabajos.
¿Cómo
supe todo eso? Porque se lo pregunté. Me acerqué y le pregunté a qué se
dedicaba para ganarse la vida. Me le acerqué porque su rostro adusto -la nariz
entre afilada y ganchuda, el mentón enérgico- me recordó al de mi papá cuando
joven. No conocí a mis viejos. Y cuando te pasa lo que a mí, y conservas algunas
de sus fotos, llegas a asumirlas como si ellas fuesen tus mismísimos padres;
entonces, les hablas, les pides consejos, les rindes cuentas.
Mato
gente, me dijo. ¿Me conoces de algún lado? ¿Te mato a
alguien?
Mejor
te invito un café, le dije.
¿Café?
¿Cerveza,
entonces?
Bueno.
Tomamos
cerca de dos horas. No tengo piernas, pero sí buena cabeza para el trago.
Stéfano también. Es más, podría decir que, dentro de nuestra ecuanimidad, yo
andaba algo más picado que él. Este parecía como si no hubiese probado una sola
gota de alcohol. El asesino tiene que estar atento hasta cuando duerme,
mucho más cuando se está divirtiendo.
Entonces,
¿a quién voy a matarte? Cobro caro, pero soy efectivo.
Le dije
que no se apure, que ya llegaríamos a ese punto.
No
puedo perder más mi tiempo. Si no me dices nada ahorita, me voy. Gracias por
las cervezas.
No, no
te vayas. Si te quedas una hora más, te prometo que te cuento mi proyecto.
No me
interesa. Gracias.
No vas
a matar a una sola persona. Vas a matar a diez. Te voy a pagar por matar a
diez. Cueste lo que me cueste.
No sé
cómo me atreví a proponerle eso. No contaba con mucho dinero. A las justas
tenía el suficiente para subsistir unos seis meses más. Definitivamente, le
tuve mucha confianza al proyecto literario que se me ocurrió en el transcurso
de nuestra conversación. Estaba consciente de que, si no le pagaba, me mataría.
Recuerdo que, durante la plática, me comentó que le molestaba tremendamente
deshacerse de aquellos que incumplían el acuerdo de palabra (en el negocio del
sicariato, no hay facturas ni contratos escritos que hagan valedero el pacto),
ya que tenía que liquidarlos tomando las mismas precauciones que adoptaba
cuando ejecutaba un trabajo bien pagado. Me ha pasado pocas veces. Pero con
el correr del tiempo, he aprendido a reconocer a los estafadores. Por eso, no
creo que tú me vayas a pagar tanto. Adiós.
Te doy
mi palabra y un adelanto por el primer muerto. ¿Qué te parece?
¿Seguro?
Mira que, si no cumples tu palabra, el muerto serás tú.
Totalmente
seguro. Terminamos esta cerveza y te llevo a mi casa. Ahí te pago por el primer
muerto.
Está
bien.
***
Los
periódicos no se ahorraron detalles. Sus páginas goteaban sangre. El crimen había
sido laureado como obra de arte por los cultores del perfeccionismo. El
asesino, afirmaban los cronistas, había ejecutado al escritor con una limpieza
impresionante. No había huella o rastro que lo delatara. Por algún motivo, al
escritor se le habían extirpado dos incisivos. ¿Sería una marca de la obra del
asesino? ¿Quería ser descubierto el criminal? Se elucubraron toda clase de
hipótesis. Hacía tiempo que no sucedían asesinatos en el país, excepto los
ordenados por el gobierno para eliminar a los analfabetos funcionales.
***
Al
cabo de dos meses del limpio asesinato del escritor Yack Mamani, cuya estela
narrativa había impactado no solo en el país sino también en Norteamérica y
Europa, se publicó la novela “YM”, que relataba la muerte de Yack Mamani. Los
datos eran de una verdad escalofriante. Solo el asesino podía haber escrito ese
libro. Los mil ejemplares iniciales se vendieron en la primera semana de su
lanzamiento. Se tiraron nuevas ediciones, que fueron consumidas como caramelos
por una bandada de niños famélicos.
La crudeza
y precisión de los detalles vertidos en la novela colocaron al editor en el
centro de las investigaciones. Al parecer, el autor, que firmaba como M.
Lenoir, era un fantasma. No existía registro alguno de esa persona. El editor
era el único que podía conocerlo.
***
Luego
de que se halló el cuerpo sin pene y sin los dos incisivos centrales del
tremebundo y fantástico escritor Yohn Pooll, se publicó, a los pocos meses, “Salida
de emergencia”, novela del mismísimo M. Lenoir, en donde se describía pormenorizadamente
el asesinato de Yohn Pooll. Incluso, en el capítulo seis, se indicaba el lugar
en el que el lector podía hallar el pene y los dientes de la víctima.
Las
autoridades le encajaron un ultimátum al editor del libro: si no revelaba a
quién le giraba el dinero de las exorbitantes ventas de la novela -se suponía
que el recipiente era el asesino-, su cabeza rodaría por los suelos.
El
editor no se dio por aludido y, en dos días, un pelotón de fusilamiento
irrumpió en las instalaciones de su empresa editora, cita en avenida Benavides
cuadra cincuenta y dos, Surco. Sin mediar saludo alguno, ni bien detectaron al
editor, le descargaron letales ráfagas de proyectiles. El Gobierno no era
tonto: el editor tenía que saber quién era el autor de las novelas. Entonces,
resultaba siendo cómplice de los asesinatos. La muerte fue su castigo. Sin
embargo, aún pervivía el misterio: ¿quién era el autor de esas novelas? ¿Quién
era el asesino?
Muerto
el editor, las ventas explotaron todavía más. Mediante un canal bancario de
depósito automático, el poseedor de la cuenta -presumiblemente el autor- seguía
haciéndose rico. El gobierno decidió adoptar otra medida: amenazar directamente
al dueño del banco. Pero el banco era un banco suizo, entonces, el nombre del
dueño de la cuenta era inviolable. Los investigadores gubernamentales tendrían
que buscar por otro lado, jalar otros hilos, atar otros cabos.
***
No se
hallaba al culpable (o a los culpables) de las muertes de los diez escritores
peruanos más importantes de la última década. Todos los cuerpos estaban
desmuelados (excepto por uno que quedó sin pene): A uno le habían quitado dos
dientes, a otro tres, a otro solo uno, y así. La policía estaba segura de que los
dientes perdidos representaban alguna simbología para el asesino. Los
investigadores oficiales se rompían la cabeza tratando de hallar un patrón
entre la cantidad y las posiciones de los dientes extraídos. Mientras tanto, la
saga novelística que daba cuenta exacta de los asesinatos continuaba
publicándose en diversas editoriales. El gobierno se dio cuenta de que
perseguir a los editores no conduciría a la captura del asesino. Admitió, eso
sí, haberse equivocado al eliminar al primer editor. Esto generó caos en el
país. Se había matado a un inocente. Se busca siempre la justicia, pero sin
cometer injusticias en el intento.
La
gente había leído lo suficiente. Había adquirido un juicio más maduro. No podía
tolerar la dictadura imperante, por más que ella hubiese sido la causa de su
renovado espíritu crítico. El gobierno había liquidado a un inocente y eso
descalificaba por completo al presidente transexual.
La
penúltima novela de la saga añadía un epílogo en el cual el narrador o el autor
de los crímenes -ya a estas alturas no se les diferenciaba- perfilaba la muerte
del presidente transexual. La última entrega de la novela tendría como tema
central la desaparición del régimen a causa del anunciado magnicidio. El país
entero fue sumido en una vorágine de especulaciones. ¿Podrían matar a la presidente?
***
Yo me
retiro. Ese trabajo no estaba pactado en nuestro trato inicial.
Bueno,
pues, te renuevo el trato. Ya hemos anunciado ese trabajo para la próxima
novela. El público está a la expectativa. La plata que vas a cobrar te va a
permitir vivir sin preocuparte más por el dinero.
Con lo
hecho hasta ahora, tengo para vivir tranquilo sin volver a matar a nadie.
No
hagas que te amenace. No te conviene. Sabes que si lo hago pierdes en grande.
No me
importa. Haz lo que quieras. Con la plata que he ganado puedo perderme en
cualquier parte del mundo. Descansar. Así que haz lo que te parezca. Yo me voy. El
joven dio media vuelta y empezó a alejarse.
Está
bien. Respeto tu decisión. Me saludas a Claudia. Adiós,
alcanzó a gritarle el hombre.
Como
si la mención del nombre de esa mujer le hubiera significado un machetazo en
plena frente, el joven se volvió y gritó: Espera.
El
hombre giró lentamente sobre sus ruedas y, ya de cara al joven, lentamente,
delectando cada sílaba, dijo: Entonces, ¿cuento contigo?
***
El
país entero amaneció con una noticia que lo remeció: La presidente del país
acababa de ser asesinada.
Al mes
de lo que parecía ser el magnicidio perfecto, apareció el último tomo de la
saga del escritor desconocido -ese que firmaba como M. Lenoir-, en donde se
narraba con precisión la espeluznante muerte de la presidente. Entonces, las
ventas enloquecieron como nunca se había visto, y a la cabeza del autor se le
puso un precio que también quebró marcas históricas.