Era la
primera vez que poseía, en su puta vida, unos lentes Ray-Ban, modelo aviador,
de cuatro mil dólares. Lo he logrado, pensó Gonzalo. Ahora soy
alguien.
¿Adónde
vas?, le dijo a su mujer, viéndola lista para salir a la calle.
A la tienda
de la vuelta. Se me olvidaron comprar unas cositas en el mercado. Pero regreso rápido, dijo, con
temor. Gonzalo podía reaccionar violenta e intempestivamente ante cualquier falta
u omisión. Él sí podía equivocarse y siempre tenía la excusa perfecta para
perdonar -o incluso no reconocer- sus propias cagadas; pero era intolerante en
cuanto a los errores ajenos, especialmente, en cuanto a los dislates de su
mujer. Parecía no tolerar su presencia en casa. Muy frecuentemente y, sin
motivo alguno, Gonzalo la atormentaba con gestos gruesos, miradas duras y la
bemba torcida por el resentimiento, como si ella fuese la culpable de alguna
desgracia en su vida.
Déjalo. Yo
voy, dijo Gonzalo.
La mujer no
podía creer que su esposo, remolón para efectuar cualquier tipo de labor doméstica,
por muy liviana que fuera, se ofreciese a ir a la tienda. Pero, como le había
dicho su madre alguna vez aprovéchate gaviota que no volverás a ver otra,
la mujer tomó de buen grado el ofrecimiento.
Entonces,
tomó una hoja de papel y garabateó rápidamente el listado de las cosas que
debía comprar.
No sin
cierto miedo, le entregó la hojita a Gonzalo. Este tenía la cara de culo, como
siempre que interactuaba con ella. Parecía un australopitecus furioso por no
haber recibido la pierna prometida del mamut cazado y cocinado luego en el
fogón de piedra de la tribu.
¿Y la plata
para comprar esto?, dijo Gonzalo tras leer la nota.
La mujer
había pensado que el repentino e inusitado favor iría acompañado del ahorrito
del dinero del mes que Gonzalo le proveía y que tampoco era la gran cosa.
No; se había
equivocado. Gonzalo le exigió el dinero que ella tenía destinado para la
compra. Le tendió su inconfundible palma anaranjada demandando que colocase
sobre ella el billete de diez soles calculado para comprar las minucias
detalladas en el papel.
Pero, pero,
yo pensé que…, balbuceó la mujer.
¿Qué
pensaste?, tronó Gonzalo, dirigiéndole a la pobre una ácida
mirada, como si tuviera delante de él, no a la mujer que le dedicaba sus
mejores días, sino a uno de sus más feroces jodedores, el Tío Marly. Pensaste
que yo iba a gastar de mi propia plata, ¿no? Tas tú bien cojuda. Para eso te
doy treinta soles para la comida al mes.
La mujer
bajó la cabeza. No se atrevió a mirar a su marido. Le temía. Ya había existido
un par de conatos de violencia en el pasado.
Ya, dame,
dame los diez soles, oe. Apura, le exigió Gonzalo. El billete terminó envuelto en
esa grotesca palma de homínido salvaje.
Gonzalo sonrió
y caminó hacia la puerta, una puerta de barras negras metálicas cuyas
contorsiones imitaban a ciertas flores y hierbas lanceoladas. Los vacíos de
dichas formas iban cubiertos por láminas de vidrio amozaicado. Una de ellas había
sido quebrada por un furibundo pelotazo escapado de una pichanguita protagonizada
por los revoltosos niños de la barriada. Todos terminaron siendo severamente
amonestados por Gonzalo. A raíz de ello, el padre del chiquillo autor del
pelotazo quebrador, quien recibió los insultos más procaces y cargados de
saliva de Gonzalo, juró sacarle la reconchasumare a ese negro de mierda si
se lo encontraba por ahí. Quién chucha se ha creído para hablarle así a mi hijo,
carajo.
El hueco
dejado por la destruida lámina fue saneado gracias al ingenio de la mujer de
Gonzalo. Una lámina de cartón había sido la solución.
Cuando
Gonzalo detectó ese basto pedazo de cartón afeando su ya horrorosa puerta, le
llamó la atención a su mujer: No seas bruta, oe. Como vas a poner ese cartón
feo ahí. Mejor fórralo con esto que te voy a dar. Y corrió hacia la
habitación matrimonial. Metió su gruesa mano debajo del colchón de la cama y
extrajo el calendario de 1999 de Mónica Cabrejos que él atesoraba con fervor.
Cuando su mujer no estaba, Gonzalo se pajeaba viendo a la Cabrejos desnuda en
esas doce clásicas posturas. Su mes preferido, el que más leche le sacaba, era
el de febrero: carnavales. Mónica llevaba un dildo atravesado en el culo. Ese
dildo era igualito a la tercera pierna de Gonzalo. Sin embargo, cuando un día se
enteró de que Mónica salía con un venezolano pinchador de discos por el solo
hecho de ser guapo y no por su catadura intelectual, le perdió el antiguo
fervor al almanaque.
Toma, forra
el cartón con el mes de febrero y no me vuelvas a joder más con tus tonterías.
Mira, ve; ponerle un cartón feo a la puerta. Faltaba más, dijo
Gonzalo.
La mujer
forró el basto cartón con las tetas y los potos de la Cabrejos.
Antes de
abrir la puerta y ventilarle su oscura piel al mundo, Gonzalo se calzó los Ray-Ban
que le había regalado un admirador suyo, un tipo que demostraba su falta de
criterio, juicio y seso al admirar a un negro bestia como Gonzalo.
El
admirador había llegado de los Estados Unidos para colmar de regalos a Gonzalo,
quien se había hecho muy famoso por derramar Brutalidad a través de su canal de
YouTube El Profe Puti.
Además de
haberle traído calcetines Nike, un par de AirPods blancos de trescientos
dólares, calzoncillos Paco Rabanne, y un lapicero con mango de oro, para que
escriba sus poemas, Profe; también le regaló, y esta era la cereza del
pastel, unos Ray-Ban de cuatro mil dólares. Gonzalo no cabía de contento.
En lugar de
brindarle un agradecido abrazo por el gesto, lo primero que hizo Gonzalo fue
probarse los lentes y preguntarle al obsequiador cómo se veía.
El tipo,
algo desconcertado por la irracional ingratitud de Gonzalo, dijo: Sí, te
quedan bien.
Y ahora iba
a lucir esos lentes carísimos en las estragadas y polvorientas calles de la
barriada donde moraba. El viento era el jurado enemigo de los vecinos, ya que
trasladaba la mugre de una casa a otra y viceversa.
Con los
Ray-Ban, vio a su barriada de forma diferente. La vio peor que antes, porque
ahora él era supremamente mejor que los adefesieros habitantes que la pululaban
como moscas.
Entró a la
tienda con el pecho inflado. Había logrado superarse en la vida. Y pensar
que para lograrlo solo me hacían falta estos Ray-Ban y mis Airpods blancos.
Negros, no; porque negros son para cholos y negros.
Los Airpods
los traía incrustados en los oídos, pero desconectados de cualquier música.
Solo quería lucirlos.
Oe, le dijo
al tendero.
El aludido,
que se encontraba despachando a un cliente, alzó un ojo. Pensó: ¿Y qué
chucha se ha creído este negro feo para hablarme así?
Oe, despáchame
esto, ¿ya?, exigió Gonzalo, tirando el papelito garabateado por
su esposa sobre la superficie del mostrador. Rápido que soy un docente
famoso que no puede perder mucho tiempo.
Espere,
señor, dijo secamente el tendero y continuó despachando a su cliente.
Gonzalo,
desesperado, empezó a tamborilear los dedos sobre el mostrador.
‘Ta que
malcriados son los serranos, pensó Gonzalo a viva voz.
El cliente
volteó lentamente la cabeza para apreciar al hijo de puta que acababa de decir tamaña
barbaridad en una barriada poblada por serranos, en un distrito poblado por
serranos, en un país gobernado por una presidente serrana, a quien Gonzalo, en
uno de sus programas, había jurado ponerla en cuatro uñas y, ¡plag!,
enterrarle todo mi Tío Marly por el culo, incluyendo a mis dos Homeros Lornas
que me cuelgan todos peludos.
¿Puedes
dejar de hacer eso?, le dijo el cliente a Gonzalo.
¿Qué cosa?, respondió
Gonzalo, como propulsado por un resorte. ¿Hacer qué? Explícate.
Deja de jugar con tus dedos, dijo el
hombre con la suficiente autoridad en la voz como para espantar a Gonzalo. El
tamborileo cesó inmediatamente.
Gonzalo
empezó a sudar frío. Miró de reojo al tipo que lo había mandado a callar. Era
bajo, corpulento, de pelos como púas, la piel marrón como caca de perro, los
ojos achinados por los años de milenaria ascendencia serrana.
Ni cagando
me saca la mierda este huevón. Es un retaco. De un manazo así, ¡plag!, lo hundo
más, pensó Gonzalo. Entonces, volvió a tamborilear los dedos. Rápido, pe,
serrano de porquería, atiéndeme, demandó.
¿Tú no eres
el negro de la otra cuadra?, dijo el cliente.
¿A quién le
dices negro, oe, serrano y la reconchatumadre? A mí me respetas, ah. Igualado. ¿Acaso
tú tienes unos Ray-Ban como los míos? ¿Acaso eres docente que ha enseñado en la
universidad más antigua de América como yo?
Compadre,
mira, ve. Para empezar, dudo mucho que un centro tan prestigioso te haya
contratado a ti ni para limpiar los baños. En segundo lugar, acompáñame afuera
si tienes la cortesía, dijo el cliente. Luego, dirigiéndose al tendero, que
le extendía un par de bolsas cargadas con productos de panllevar: Gracias,
Máximo. Y refiriéndose claramente a Gonzalo: Esto lo arreglo ahorita
mismo. Mientras, por favor, cuídame las bolsas. Ya regreso.
Sí, don
Claudio, dijo Máximo. Como usted mande.
¿Ya saliste?
Sal, compare. Vamos a conversar afuera, dijo Claudio, una blanca y cortés sonrisa
acompañando sus palabras.
Gonzalo
presintió que algo malo le pasaría si salía. Así que permaneció en sus trece.
¿Me vas a
obligar a salir? Estás bien huamán si crees eso. Yo voy a hacer unas compras y
me voy a ir cuando haya terminado, dijo Gonzalo, el rostro avinagrado, pero el alma
deshaciéndose en pichi, tanta era su cobardía.
Claro que
te voy a obligar. Estás en mi tienda, amigo. Yo soy dueño de este minimarket, dijo muy
sueltamente y sin odio alguno don Claudio. Así que te voy a pedir que salgas
a conversar conmigo afuera porque aquí Máximo no te va a despachar. Al menos
hasta que hayamos terminado de conversar, continuó, y se colocó los
billetes del vuelto que Máximo le había extendido en el bolsillo de su camisa.
Gonzalo
pensó: Este hombre sí que es honrado, no como yo que soy una cagada. Si
fuera mi tienda, qué chucha voy a estar comprando. Más bien, sacaría todo lo
que necesito y ya, pero sin pagar un sol.
Adoptando
una postura digna y de hombre de plata, de recursos, Gonzalo abandonó el local.
Claudio salió detrás de él.
Ya, ¿qué
quieres, pezuñento? Me sacas afuera todo porque eres el dueño de esa tienda
hasta las huevas. Y el otro serrano de Máximo se presta porque tú le pagas. Es
tu mono. Todo porque dices tener plata. Eso te hace sentir poderoso, ¿no,
serrano? Seguro como nunca has tenido plata, ahora te sientes la gran cagada.
Muy
sosegadamente y sin tomarse a pecho las engoriladas de Gonzalo, Claudio dijo: Te
voy a enseñar lo que significa tratar con respeto a la gente.
Cuál
respeto, serrano. ¿Solo eso me querías decir, payaso?
Las
personas malcriadas como tú solo entienden a punta de puñetes. Así que, antes
de darte tu lección, voy a amarrarme los zapatos, dijo
Claudio. Su calzado era de fino cuero de canguro.
Gonzalo se
miró las zapatillas. Las había comprado en Metro, un supermercado popular en el
Perú. Cualquier par de zapatillas en ese establecimiento no superaba los cinco
dólares. Se le ocurrió que, en su próximo programa, les pediría unas zapatillas
Nike, modelo Jordan, a sus seguidores del extranjero. Así ningún serrano podría
menospreciarlo.
Al momento
de agacharse para atarse los cordones del calzado, del bolsillo de la camisa de
Claudio se desprendieron ciento ochenta soles: un billete de cien, uno de
cincuenta y tres de diez. Gonzalo se quitó los Ray-Ban para apreciar mejor esa
hermosa cifra. Claudio se percató del hecho. ¿Te gusta lo que ves?,
dijo.
No está mal, dijo Gonzalo.
A
propósito, ahora que estás sin lentes, creo que te reconozco. ¿Tú no eres el
Profe Puti, el youtuber más menesteroso y convenido del Perú?, dijo
Claudio.
Cuál
menesteroso, serrano conchatumadre, protestó Puti. ¿No ves que tengo estas Ray-Ban
que en tu vida vas a tener tú?
Claudio,
sin desesperarse, con total parsimonia, sacó del bolsillo posterior de su
pantalón unos Ray-Ban aún más caros que los de Puti. Se los puso y dijo: Y
estos no me los regalaron, por si acaso. Tengo el certificado de originalidad y
compra en casa. Más bien, ¿no te gustaría quedarte con estos ciento ochenta
soles que salieron de mi bolsillo?
Puti quería
pegarla de digno, pero su negra naturaleza era más poderosa: Sí quiero.
Dámelos.
Claudio se
los entregó. Y de donde salieron esos, hay más.
¿Sí? ¿A
ver?, dijo Gonzalo, más avaricioso que presidente del Perú exigiendo no ya
el cinco por ciento de la hechura de una carretera sino el treinta, más el pago
de un avión privado.
Aquí tengo
ciento ochenta más, dijo Claudio, metiendo la mano en otro de los
bolsillos de su pantalón de fino algodón francés. Son tuyos si bailas para
mí y dices que Alianza Lima es tu padre.
Puti bailó
y dijo no solo que Alianza Lima era su padre, sino que también le daba por
atrás y lo ponía de rodillas.
¿Qué pasó? ¿Le
aumentaste?, rio Claudio con la falta de escrúpulos de Puti. Vale,
vale, aplaudió. Toma doscientos por eso, mi monito de feria.
Puti cogió los
doscientos soles con prisa, como si fuesen a desvanecerse en el aire si no se
apoderaba de ellos en el acto. Increíble, pensó. En una ida a la
tienda me he hecho más de trescientos soles. Y todavía podía sacarle más a este
serrano.
¿Qué más
quieres que haga?, se ofreció Puti.
Por ahora
nada más. Pero tengo un canalito de YouTube en donde quiero formar un panel no
sé si de deportes o de cultura o de noticias, pero te quiero ahí de todas
maneras. Ya estaré en contacto contigo, mi monito de feria.
Ya, ya,
señor Claudio, cuente conmigo para lo que quiera.
Listo,
negro muerto de hambre, aplaudió Claudio.
A Puti le
jodía que le dijeran así, aunque él sabía que era la purita verdad, pero se lo
toleraba solo a aquellos que tuvieran la billetera gruesa, a aquellas ovejas a
quienes pudiera trasquilarles las lanas de oro sin protesta alguna, sin que le
reclamen ¡ay, por qué no me agradeciste, malo, malito, malote!
Dame tu
número para estar en contacto. En cualquier momento te cae mi llamada, negro
pesetero. ¿Estamos?
Estamos,
excelentísimo Claudio, dijo Gonzalo, pensando en los dineros que se
vendrían más adelante.
Ahora, mi
monito cocotí que gusta de colgarse de mis hueví, te dejo. Tengo cosas que
hacer. Dile a Máximo que te despache lo que quieras.
Luego de
decir esto, Claudio sacó de otro de sus bolsillos unas llaves. Presionó un
botón sobre una de ellas y una alarma se desactivó haciendo un tin tin.
Gonzalo vio que el tin tin provino de un modernísimo vehículo de gruesas
llantas, tan gruesas como su pedigüeña bemba. Claudio no era cualquier serrano.
Era uno de los que le gustaba a Puti: un serrano con plata.
Ah, pero
eso sí, añadió Claudio. Para que Máximo te despache, él tiene que comprobar
algo. De lo contrario, no te dará ningún producto de mi tienda. Se lo he
prometido.
¿Qué cosa,
señor Claudio?, dijo Guti, verdaderamente interesado.
Acércate,
negro desahuciado, dijo Claudio.
Puti se
acercó a él, esperando recibir un secreto.
Cuando el
empresario lo tuvo suficientemente cerca, le lanzó un contundente derechazo en
la cara. Los Ray-Ban de Puti salieron despedidos por los aires y el docente
cayó al suelo terroso de su barrio menesteroso.
Ahora sí, dijo
Claudio, carcajeándose, satisfecho. Cuando Máximo te vea la ñata rota, te
despachará todo lo que quieras. Aprovecha en llenar tu refri, negro sin moral.
Claro,
claro, dijo Puti, sobándose la nariz. Lo que usted diga, amo.
Máximo, que
ya había visto todo, salió de la tienda cargando las bolsas de don Claudio.
Gracias,
hijo, dijo el empresario al recibir sus compras. Dale todo lo que te pida
este negro muerto de hambre y lengua suelta. Lo anotas en mi cuenta. Luego
se alejó hacia su vehículo. De un salto, trepó en él y enrumbó hacia su casa, erigida
en uno de los distritos más clasistas de la ciudad, donde los vecinos solían
referirse a él como el cholo con plata y, otros que algo de respeto le tenían,
el rey de los minimarkets.
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