viernes, 7 de febrero de 2025

NOVELA PERUANA BRUTALIDAD de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 05: Como dijo Quevedo, por menos de 180 soles el Profe Puti no mueve un dedo

 


Era la primera vez que poseía, en su puta vida, unos lentes Ray-Ban, modelo aviador, de cuatro mil dólares. Lo he logrado, pensó Gonzalo. Ahora soy alguien.

¿Adónde vas?, le dijo a su mujer, viéndola lista para salir a la calle.

A la tienda de la vuelta. Se me olvidaron comprar unas cositas en el mercado. Pero regreso rápido, dijo, con temor. Gonzalo podía reaccionar violenta e intempestivamente ante cualquier falta u omisión. Él sí podía equivocarse y siempre tenía la excusa perfecta para perdonar -o incluso no reconocer- sus propias cagadas; pero era intolerante en cuanto a los errores ajenos, especialmente, en cuanto a los dislates de su mujer. Parecía no tolerar su presencia en casa. Muy frecuentemente y, sin motivo alguno, Gonzalo la atormentaba con gestos gruesos, miradas duras y la bemba torcida por el resentimiento, como si ella fuese la culpable de alguna desgracia en su vida.  

Déjalo. Yo voy, dijo Gonzalo.

La mujer no podía creer que su esposo, remolón para efectuar cualquier tipo de labor doméstica, por muy liviana que fuera, se ofreciese a ir a la tienda. Pero, como le había dicho su madre alguna vez aprovéchate gaviota que no volverás a ver otra, la mujer tomó de buen grado el ofrecimiento.

Entonces, tomó una hoja de papel y garabateó rápidamente el listado de las cosas que debía comprar.

No sin cierto miedo, le entregó la hojita a Gonzalo. Este tenía la cara de culo, como siempre que interactuaba con ella. Parecía un australopitecus furioso por no haber recibido la pierna prometida del mamut cazado y cocinado luego en el fogón de piedra de la tribu. 

¿Y la plata para comprar esto?, dijo Gonzalo tras leer la nota.

La mujer había pensado que el repentino e inusitado favor iría acompañado del ahorrito del dinero del mes que Gonzalo le proveía y que tampoco era la gran cosa.

No; se había equivocado. Gonzalo le exigió el dinero que ella tenía destinado para la compra. Le tendió su inconfundible palma anaranjada demandando que colocase sobre ella el billete de diez soles calculado para comprar las minucias detalladas en el papel.

Pero, pero, yo pensé que…, balbuceó la mujer.

¿Qué pensaste?, tronó Gonzalo, dirigiéndole a la pobre una ácida mirada, como si tuviera delante de él, no a la mujer que le dedicaba sus mejores días, sino a uno de sus más feroces jodedores, el Tío Marly. Pensaste que yo iba a gastar de mi propia plata, ¿no? Tas tú bien cojuda. Para eso te doy treinta soles para la comida al mes.

La mujer bajó la cabeza. No se atrevió a mirar a su marido. Le temía. Ya había existido un par de conatos de violencia en el pasado.

Ya, dame, dame los diez soles, oe. Apura, le exigió Gonzalo. El billete terminó envuelto en esa grotesca palma de homínido salvaje.  

Gonzalo sonrió y caminó hacia la puerta, una puerta de barras negras metálicas cuyas contorsiones imitaban a ciertas flores y hierbas lanceoladas. Los vacíos de dichas formas iban cubiertos por láminas de vidrio amozaicado. Una de ellas había sido quebrada por un furibundo pelotazo escapado de una pichanguita protagonizada por los revoltosos niños de la barriada. Todos terminaron siendo severamente amonestados por Gonzalo. A raíz de ello, el padre del chiquillo autor del pelotazo quebrador, quien recibió los insultos más procaces y cargados de saliva de Gonzalo, juró sacarle la reconchasumare a ese negro de mierda si se lo encontraba por ahí. Quién chucha se ha creído para hablarle así a mi hijo, carajo.

El hueco dejado por la destruida lámina fue saneado gracias al ingenio de la mujer de Gonzalo. Una lámina de cartón había sido la solución.

Cuando Gonzalo detectó ese basto pedazo de cartón afeando su ya horrorosa puerta, le llamó la atención a su mujer: No seas bruta, oe. Como vas a poner ese cartón feo ahí. Mejor fórralo con esto que te voy a dar. Y corrió hacia la habitación matrimonial. Metió su gruesa mano debajo del colchón de la cama y extrajo el calendario de 1999 de Mónica Cabrejos que él atesoraba con fervor. Cuando su mujer no estaba, Gonzalo se pajeaba viendo a la Cabrejos desnuda en esas doce clásicas posturas. Su mes preferido, el que más leche le sacaba, era el de febrero: carnavales. Mónica llevaba un dildo atravesado en el culo. Ese dildo era igualito a la tercera pierna de Gonzalo. Sin embargo, cuando un día se enteró de que Mónica salía con un venezolano pinchador de discos por el solo hecho de ser guapo y no por su catadura intelectual, le perdió el antiguo fervor al almanaque.

Toma, forra el cartón con el mes de febrero y no me vuelvas a joder más con tus tonterías. Mira, ve; ponerle un cartón feo a la puerta. Faltaba más, dijo Gonzalo.

La mujer forró el basto cartón con las tetas y los potos de la Cabrejos.

Antes de abrir la puerta y ventilarle su oscura piel al mundo, Gonzalo se calzó los Ray-Ban que le había regalado un admirador suyo, un tipo que demostraba su falta de criterio, juicio y seso al admirar a un negro bestia como Gonzalo.

El admirador había llegado de los Estados Unidos para colmar de regalos a Gonzalo, quien se había hecho muy famoso por derramar Brutalidad a través de su canal de YouTube El Profe Puti.

Además de haberle traído calcetines Nike, un par de AirPods blancos de trescientos dólares, calzoncillos Paco Rabanne, y un lapicero con mango de oro, para que escriba sus poemas, Profe; también le regaló, y esta era la cereza del pastel, unos Ray-Ban de cuatro mil dólares. Gonzalo no cabía de contento.

En lugar de brindarle un agradecido abrazo por el gesto, lo primero que hizo Gonzalo fue probarse los lentes y preguntarle al obsequiador cómo se veía.

El tipo, algo desconcertado por la irracional ingratitud de Gonzalo, dijo: Sí, te quedan bien.

Y ahora iba a lucir esos lentes carísimos en las estragadas y polvorientas calles de la barriada donde moraba. El viento era el jurado enemigo de los vecinos, ya que trasladaba la mugre de una casa a otra y viceversa.

Con los Ray-Ban, vio a su barriada de forma diferente. La vio peor que antes, porque ahora él era supremamente mejor que los adefesieros habitantes que la pululaban como moscas.

Entró a la tienda con el pecho inflado. Había logrado superarse en la vida. Y pensar que para lograrlo solo me hacían falta estos Ray-Ban y mis Airpods blancos. Negros, no; porque negros son para cholos y negros.

Los Airpods los traía incrustados en los oídos, pero desconectados de cualquier música. Solo quería lucirlos.

Oe, le dijo al tendero.

El aludido, que se encontraba despachando a un cliente, alzó un ojo. Pensó: ¿Y qué chucha se ha creído este negro feo para hablarme así?

Oe, despáchame esto, ¿ya?, exigió Gonzalo, tirando el papelito garabateado por su esposa sobre la superficie del mostrador. Rápido que soy un docente famoso que no puede perder mucho tiempo.

Espere, señor, dijo secamente el tendero y continuó despachando a su cliente.

Gonzalo, desesperado, empezó a tamborilear los dedos sobre el mostrador.

‘Ta que malcriados son los serranos, pensó Gonzalo a viva voz.

El cliente volteó lentamente la cabeza para apreciar al hijo de puta que acababa de decir tamaña barbaridad en una barriada poblada por serranos, en un distrito poblado por serranos, en un país gobernado por una presidente serrana, a quien Gonzalo, en uno de sus programas, había jurado ponerla en cuatro uñas y, ¡plag!, enterrarle todo mi Tío Marly por el culo, incluyendo a mis dos Homeros Lornas que me cuelgan todos peludos.

¿Puedes dejar de hacer eso?, le dijo el cliente a Gonzalo.

¿Qué cosa?, respondió Gonzalo, como propulsado por un resorte. ¿Hacer qué? Explícate.

 Deja de jugar con tus dedos, dijo el hombre con la suficiente autoridad en la voz como para espantar a Gonzalo. El tamborileo cesó inmediatamente.

Gonzalo empezó a sudar frío. Miró de reojo al tipo que lo había mandado a callar. Era bajo, corpulento, de pelos como púas, la piel marrón como caca de perro, los ojos achinados por los años de milenaria ascendencia serrana.

Ni cagando me saca la mierda este huevón. Es un retaco. De un manazo así, ¡plag!, lo hundo más, pensó Gonzalo. Entonces, volvió a tamborilear los dedos. Rápido, pe, serrano de porquería, atiéndeme, demandó.

¿Tú no eres el negro de la otra cuadra?, dijo el cliente.

¿A quién le dices negro, oe, serrano y la reconchatumadre? A mí me respetas, ah. Igualado. ¿Acaso tú tienes unos Ray-Ban como los míos? ¿Acaso eres docente que ha enseñado en la universidad más antigua de América como yo?

Compadre, mira, ve. Para empezar, dudo mucho que un centro tan prestigioso te haya contratado a ti ni para limpiar los baños. En segundo lugar, acompáñame afuera si tienes la cortesía, dijo el cliente. Luego, dirigiéndose al tendero, que le extendía un par de bolsas cargadas con productos de panllevar: Gracias, Máximo. Y refiriéndose claramente a Gonzalo: Esto lo arreglo ahorita mismo. Mientras, por favor, cuídame las bolsas. Ya regreso.

Sí, don Claudio, dijo Máximo. Como usted mande.

¿Ya saliste? Sal, compare. Vamos a conversar afuera, dijo Claudio, una blanca y cortés sonrisa acompañando sus palabras.

Gonzalo presintió que algo malo le pasaría si salía. Así que permaneció en sus trece.

¿Me vas a obligar a salir? Estás bien huamán si crees eso. Yo voy a hacer unas compras y me voy a ir cuando haya terminado, dijo Gonzalo, el rostro avinagrado, pero el alma deshaciéndose en pichi, tanta era su cobardía.

Claro que te voy a obligar. Estás en mi tienda, amigo. Yo soy dueño de este minimarket, dijo muy sueltamente y sin odio alguno don Claudio. Así que te voy a pedir que salgas a conversar conmigo afuera porque aquí Máximo no te va a despachar. Al menos hasta que hayamos terminado de conversar, continuó, y se colocó los billetes del vuelto que Máximo le había extendido en el bolsillo de su camisa.

Gonzalo pensó: Este hombre sí que es honrado, no como yo que soy una cagada. Si fuera mi tienda, qué chucha voy a estar comprando. Más bien, sacaría todo lo que necesito y ya, pero sin pagar un sol.

Adoptando una postura digna y de hombre de plata, de recursos, Gonzalo abandonó el local. Claudio salió detrás de él.

Ya, ¿qué quieres, pezuñento? Me sacas afuera todo porque eres el dueño de esa tienda hasta las huevas. Y el otro serrano de Máximo se presta porque tú le pagas. Es tu mono. Todo porque dices tener plata. Eso te hace sentir poderoso, ¿no, serrano? Seguro como nunca has tenido plata, ahora te sientes la gran cagada.

Muy sosegadamente y sin tomarse a pecho las engoriladas de Gonzalo, Claudio dijo: Te voy a enseñar lo que significa tratar con respeto a la gente.

Cuál respeto, serrano. ¿Solo eso me querías decir, payaso?

Las personas malcriadas como tú solo entienden a punta de puñetes. Así que, antes de darte tu lección, voy a amarrarme los zapatos, dijo Claudio. Su calzado era de fino cuero de canguro.

Gonzalo se miró las zapatillas. Las había comprado en Metro, un supermercado popular en el Perú. Cualquier par de zapatillas en ese establecimiento no superaba los cinco dólares. Se le ocurrió que, en su próximo programa, les pediría unas zapatillas Nike, modelo Jordan, a sus seguidores del extranjero. Así ningún serrano podría menospreciarlo.

Al momento de agacharse para atarse los cordones del calzado, del bolsillo de la camisa de Claudio se desprendieron ciento ochenta soles: un billete de cien, uno de cincuenta y tres de diez. Gonzalo se quitó los Ray-Ban para apreciar mejor esa hermosa cifra. Claudio se percató del hecho. ¿Te gusta lo que ves?, dijo.

No está mal, dijo Gonzalo.

A propósito, ahora que estás sin lentes, creo que te reconozco. ¿Tú no eres el Profe Puti, el youtuber más menesteroso y convenido del Perú?, dijo Claudio.

Cuál menesteroso, serrano conchatumadre, protestó Puti. ¿No ves que tengo estas Ray-Ban que en tu vida vas a tener tú?

Claudio, sin desesperarse, con total parsimonia, sacó del bolsillo posterior de su pantalón unos Ray-Ban aún más caros que los de Puti. Se los puso y dijo: Y estos no me los regalaron, por si acaso. Tengo el certificado de originalidad y compra en casa. Más bien, ¿no te gustaría quedarte con estos ciento ochenta soles que salieron de mi bolsillo?

Puti quería pegarla de digno, pero su negra naturaleza era más poderosa: Sí quiero. Dámelos.

Claudio se los entregó. Y de donde salieron esos, hay más.

¿Sí? ¿A ver?, dijo Gonzalo, más avaricioso que presidente del Perú exigiendo no ya el cinco por ciento de la hechura de una carretera sino el treinta, más el pago de un avión privado.

Aquí tengo ciento ochenta más, dijo Claudio, metiendo la mano en otro de los bolsillos de su pantalón de fino algodón francés. Son tuyos si bailas para mí y dices que Alianza Lima es tu padre.

Puti bailó y dijo no solo que Alianza Lima era su padre, sino que también le daba por atrás y lo ponía de rodillas.

¿Qué pasó? ¿Le aumentaste?, rio Claudio con la falta de escrúpulos de Puti. Vale, vale, aplaudió. Toma doscientos por eso, mi monito de feria.

Puti cogió los doscientos soles con prisa, como si fuesen a desvanecerse en el aire si no se apoderaba de ellos en el acto. Increíble, pensó. En una ida a la tienda me he hecho más de trescientos soles. Y todavía podía sacarle más a este serrano.

¿Qué más quieres que haga?, se ofreció Puti.

Por ahora nada más. Pero tengo un canalito de YouTube en donde quiero formar un panel no sé si de deportes o de cultura o de noticias, pero te quiero ahí de todas maneras. Ya estaré en contacto contigo, mi monito de feria.

Ya, ya, señor Claudio, cuente conmigo para lo que quiera.

Listo, negro muerto de hambre, aplaudió Claudio.

A Puti le jodía que le dijeran así, aunque él sabía que era la purita verdad, pero se lo toleraba solo a aquellos que tuvieran la billetera gruesa, a aquellas ovejas a quienes pudiera trasquilarles las lanas de oro sin protesta alguna, sin que le reclamen ¡ay, por qué no me agradeciste, malo, malito, malote!

Dame tu número para estar en contacto. En cualquier momento te cae mi llamada, negro pesetero. ¿Estamos?

Estamos, excelentísimo Claudio, dijo Gonzalo, pensando en los dineros que se vendrían más adelante.

Ahora, mi monito cocotí que gusta de colgarse de mis hueví, te dejo. Tengo cosas que hacer. Dile a Máximo que te despache lo que quieras.

Luego de decir esto, Claudio sacó de otro de sus bolsillos unas llaves. Presionó un botón sobre una de ellas y una alarma se desactivó haciendo un tin tin. Gonzalo vio que el tin tin provino de un modernísimo vehículo de gruesas llantas, tan gruesas como su pedigüeña bemba. Claudio no era cualquier serrano. Era uno de los que le gustaba a Puti: un serrano con plata.

Ah, pero eso sí, añadió Claudio. Para que Máximo te despache, él tiene que comprobar algo. De lo contrario, no te dará ningún producto de mi tienda. Se lo he prometido.

¿Qué cosa, señor Claudio?, dijo Guti, verdaderamente interesado.

Acércate, negro desahuciado, dijo Claudio.

Puti se acercó a él, esperando recibir un secreto.

Cuando el empresario lo tuvo suficientemente cerca, le lanzó un contundente derechazo en la cara. Los Ray-Ban de Puti salieron despedidos por los aires y el docente cayó al suelo terroso de su barrio menesteroso.

Ahora sí, dijo Claudio, carcajeándose, satisfecho. Cuando Máximo te vea la ñata rota, te despachará todo lo que quieras. Aprovecha en llenar tu refri, negro sin moral.

Claro, claro, dijo Puti, sobándose la nariz. Lo que usted diga, amo.

Máximo, que ya había visto todo, salió de la tienda cargando las bolsas de don Claudio.

Gracias, hijo, dijo el empresario al recibir sus compras. Dale todo lo que te pida este negro muerto de hambre y lengua suelta. Lo anotas en mi cuenta. Luego se alejó hacia su vehículo. De un salto, trepó en él y enrumbó hacia su casa, erigida en uno de los distritos más clasistas de la ciudad, donde los vecinos solían referirse a él como el cholo con plata y, otros que algo de respeto le tenían, el rey de los minimarkets.  


No hay comentarios:

Publicar un comentario