domingo, 4 de mayo de 2025

Novela Peruana "Brutalidad" de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 15: La voz de Homero

 


Yo creé la voz de Homero, Lorna. Tienes que agradecerme a mí, pongo de mierda. Porque eso es lo que eres, un pongo de mierda. Alguien sin talento, sin oficio y sin beneficio que agacha la cabeza ante el patrón.

Lorna, mientras rebanaba la pota que serviría al día siguiente en los platos de ceviche y chicharrón, siempre en trozos muy pequeños para la obtención del mayor rendimiento posible, escuchaba atentamente la catilinaria que le dedicaba Groover en su programa “Cuchillos Largos”. Este viejo siempre está inventando huevadas, pensaba. Para que la pota pudiese cortarse con facilidad, había que someterla a intensos y prolongados hervores. La que estaba cortando Lorna no había sido sometida a esa buena práctica. Qué chucha. No es la primera vez que comen la pota dura estos serranos, decía, picando con esfuerzo al molusco y refiriéndose a los clientes que solían consumir la limitada carta de platos marinos de la cevichería de su tío putativo, don Prudencio Cascajo. En realidad, la cevichería le pertenecía a su tía Castañita Choca, pero Prudencio, su conviviente, se había adueñado del negocio a los pocos meses de arrejuntados. Doña Castañita Choca había hecho todo cuanto estuvo en sus manos para criar y educar a Lorna. Arturo -que ese era el nombre de Lorna- quería inmensamente a doña Castañita, la adoraba como a la madre que nunca tuvo o que no llegó a conocer debido a imponderables de la vida.

Con esa voz de cabro que tiene, sabía que no llegaría lejos en este mundo de la Brutalidad. Por eso yo, yo, Groover, al verlo disminuido y desvalido, le recomendé, prácticamente le exigí, que usara un modulador de voz. ‘Usa una voz que sea pendeja, una voz gruesa y cachacienta. Solo así serás algo en este mundo. Solo así impondrás respeto, huevonazo’, recuerdo clarito que le reconvine. Y no me vas a dejar mentir, Lorna conchatumadre. Yo sé que me estás escuchando. La cosa es que el huevón me hizo caso. A los pocos días, empezó a intervenir en el programa de Montecito, pero con la voz de Homero Simpson. Puta, a pesar de que no aportaba sustancia a las conversaciones, su sola nueva voz, la de Homero, ya trasuntaba esa picardía que Dios no le dio, porque lo que natura no da, Salamanca no presta.

Suéltame, Prudencio, suéltame, gritó una mujer.

Arturo dejó el cuchillo sobre la mesa y corrió en dirección a la fuente de los alaridos. Al parecer, como ya se había hecho costumbre, Prudencio, nuevamente ebrio, golpeaba a Castañita, cuyos gritos provenían de la habitación de la pareja. Cuando Arturo ingresó en ella, halló a Prudencio propinándole a su tía severos puntapiés en el estómago. Mientras la pateaba, Prudencio gritaba, con la modulación vocal de un narrador deportivo de antaño: Fuentes se la pasa Mifflin (patada), Mifflin a Chale (patada), Chale a Baylón (patada), Baylón a Cubillas (patada) y ¡goooool! (patadón). Los vecinos que pasaban por la cevichería y oían las exclamaciones futboleras de Prudencio se preguntaban si estaban pasando algún partido importante por la tele a esas horas de la noche.

Ya deje de pegarle a mi tía. Ya estoy cansado de sus maltratos, dijo Arturo.

Cubillas no se cansa, quiere meter otro gol, dijo Prudencio y corrió hacia Arturo. Cubillas quiere meter un doblete, Cubillas quiere coronar y ¡goooool! A pesar de sus setenta años y de que Lorna era muchísimo más corpulento y alto, Prudencio logró incrustarle el zapato en la boca del estómago.

Si vas a pararle el macho a alguien, mocoso de mierda, asegúrate de tener voz de macho. Tu voz de cabro solo me hace cagar de la risa.

Prudencio volvió el cuerpo y la mirada hacia su mujer. Aún estaba consciente. Se tomaba la barriga con ambas manos. Al parecer, Castañita no se encontraba en el estado que Prudencio deseaba. Entonces, antes de reanudar su empresa, exclamó: Y empieza el segundo tiempo del partido, Fuentes se la pasa a Mifflin (patada),…

***

Déjenme solo con este conchasumadre, exigió Groover. Los panelistas del programa “Cuchillos Largos” mutearon sus micrófonos y solícitamente se dispusieron a saborear la pulla que protagonizarían Groover y Arturo Lorna.

Por si acaso, tu voz no me va a intimidar, pedazo de vago, empezó Groover.

Lorna decidió debatir con su voz natural, con la de fábrica, con la de cabro. Dijo: Siñurs, nu vuy a permitir que ustid mi diga cusas duras.

Calla, payaso, ahora vas a saber lo que es bueno, lo cortó Groover y empezó a detallarle las desgracias de su vida que se habían filtrado gracias a los soplones de la Brutalidad, personajes anónimos que pululaban en cualquier bando, el de Montes o el de Groover, con tal de que generar confrontación. El mundo de la Brutalidad estaba al tanto de los conflictos hogareños de Arturo Lorna; específicamente, de la beligerancia con la que Prudencio, el tío político, trataba a su tía. Se sabía que Prudencio había llegado al extremo de asemejar a su señora a una pelota de fútbol. La Brutalidad le había colocado a la señora el mote de Viniball, extinta y conocida marca de balones.

Los calificativos de Groover afectaron muy seriamente a Lorna, tanto así que este empezó a sollozar, pero se muteó oportunamente para que nadie lo oyera.

Dejas que tu tío use a tu tía de pelota, carajo. ¿Dónde se ha visto eso? ¿Acaso no tienes los huevos para defenderla? Pero, claro, con esa voz de cabro que tienes, tu tío seguro también te agarra de balón. Lo puedo jurar, conchasumadre.

Las palabras de Groover fueron como el dedo que apachurraba el grano de pus. Lorna cayó al fondo de un pozo colmado de dolor. Lo que el Viejo acababa de intuir no era nada más que la pura y cruel verdad: Prudencio abusaba de su tía y de él.  

Arturo llegó a la impajaritable conclusión de que no podía vivir sin la voz de Homero Simpson. Esa voz le daba calle, le otorgaba prestancia, le confería autoridad. Pensó responderle a Groover encendiendo la diminuta cajita electrónica que trastocaba su amariconada y apaisanada voz para convertirla en la pendeja y estentórea de Homero Simpson; pero eso hubiera sido volver a usurpar una identidad. Arturo decidió que tenía que poseer la voz de Homero para siempre. Entonces, fue a la cocina y tomó el cuchillo con el que picaba la pota. No temió abandonar la transmisión, ya que una vez que Groover hablaba no había forma de callarlo. Ese cojudo estaba enamorado de sí mismo y de las tremendas huevadas que rebuznaba. Ni cuenta se daría de que Arturo lo dejaría hablando solo.

Antes de clavarse el cuchillo en el cuello para incrustarse la cajita con la voz de Homero, meditó por última vez su decisión: Sí, era la única forma de cambiar, de ser alguien seguro de mí mismo. Claro, se le ocurrió, por eso Groover es así como es: moralmente indestructible. Gracias a su potente voz. A ese huevón lo han acusado de todas las bajezas posibles, le han enviado pizzas-bomba a su casa, le han dicho que tiene sida, el amor virtual de su vida, Bafi, la cazamaridones, se ha reconciliado con él, y todo por su poderosa voz. Y siempre que he aparecido en el “Habla Montecito” con la voz de Homero he generado muchas vistas, la gente se pega al programa así no diga nada, porque saben que cualquier cosa que diga con esa voz será algo interesante. Cuando habla Arturo, todo se va a la mierda. Desaparezco. Cuando soy yo mismo, soy la invisibilidad del pobre, soy el reclamo de un Quispe, de un Ataucusi, de un cholito que nadie quiere ver. Robustecido en su decisión, reafirmó el cuchillo en su mano y se abrió un agujero en el cuello. La sangre le salió a borbotones, ensuciando la cocina que hacía un par de horas había terminado de limpiar y fregar el buen don Prudencio, quien ya se encontraba descansando en su habitación porque debía levantarse a las tres de la mañana para comprar en el terminal pesquero de Trujillo los pescados más frescos que ofrecería al día siguiente en la cevichería.

Con precisión de cirujano, se ensartó el aparatito de la voz de Homero justo en las conexiones medulares de las cuerdas vocales. Soportando el dolor, probó la voz. Au, conchatumadre, au, conchatumadre, decía tentadora y pungentemente. Oírse ya como Homero Simpson fue todo un triunfo, una redentora transformación. Había logrado una cirugía de la putamadre.

Dejando de lado el éxtasis que le producía ser otro, alguien infinitamente superior al deslucido Arturo Lorna, tomó el hilo de pescar, que sabía estaba en uno de los cajones cercanos al punto en donde se realizó la tamaña proeza quirúrgica, y se suturó el agujero.

Volvió a probar su nueva voz luego de haberse echado un paracetamol: Ahora sí, Viejo reconchatumadre, ahora vas a saber quién es Homero Lorna. En ese momento, había dejado de llamarse Arturo para ser por siempre Homero, Homero Lorna. Mataría con acritud e impíamente a todo aquel que se atreviera a llamarlo Arturo, empezando por el viejo Groover, quien, seguramente, seguía despotricando contra él sin darse cuenta, el muy huevón, de que estaba hablando in absentia adversarii.   

Arturo, hijo de la gran puta, qué has hecho, carajo. Prudencio, como nunca, había bajado a la cocina en busca de un trago de agua. Estaba dándose con el infausto escenario de su lugar de trabajo inundado en sangre y mierda. Arturo, qué has hecho, cojudo, qué has hecho, responde. Pero Arturo ya no era Arturo; era Homero, y no estaba dispuesto a ser llamado con el nombre de ese pusilánime que acababa de morir hacía unos minutos, mucho menos por el desalmado este que le pega a la señora que yo considero como si fuera mi verdadera madre.

Don Prudencio empezó a calentar las piernas a lo Maradona. Iba a replicar con Lorna el partido que el Perú le ganó al Uruguay en el estadio Centenario el 23 de agosto de 1981 bajo la dirección del gran Tim. Terminada la calistenia, se acercó a Lorna exclamando, como poseso: Ahí está Julio César Uribe frente a Barrios, sigue Julio César, Juan Carlos Oblitas, consigue descontarlo, Juan Carlos Oblitas, Juan Carlos Oblitas, vamos Perú, Juan Carlos Oblitas para La Rosa, La Rosa libre para tirar y…

Un cuchillazo en la frente terminó con los delirios de don Prudencio, evitando que La Rosa conquistara el primer tanto para el Perú. Homero Lorna tomó el cuerpo del muerto, lo desnudó y lo picó. Del cuerpo rendidor, aunque algo duro, de Prudencio no solo salió material para los ceviches de pota del día siguiente, sino también para los pulpos a la parrilla, las leches de tigre con chicharrón y los infaltables chupes de camarón. Homero Lorna pensó que el sabor de la carne de don Prudencio, parecido al de la suela rancia de un zapato, podría ser fácilmente disimulado con los sachets de mayonesa Alacena que había en abundancia. Ahora voy por ti, Groover conchatuabuela.

***

…o sea, eres un administrador de empresas sin empresa, sin ni mierda de experiencia, sin oficio, sin beneficio, un administrador de empresas que solo es bueno para hacer memes. Cuando vayas a buscar trabajo te van a decir: ‘¿Qué sabes hacer, oe, imbécil?’ ¿Y qué vas a contestar? ‘Siñurs, yu sulu sí hacirs mimis muy graciusus, siñurs’. ‘¡Fuera conchatumadre!’, te van a decir, y te van a botar a ti y a tu curriculum por la cloaca de la ignominia, te van a echar por...

Ya, cállate, huevonazo, irrumpió Homero Lorna. Al menos, yo no sangro a mi mamá; yo no le succiono la pensión como zancudo. Tampoco prendo programas solitarios en Kick esperando que mi patrón me deje caer unas limosnas. Tampoco me endulzan diciendo que voy a protagonizar un programa político con el coquero de Cocavel para que luego me dejen botado como caca en el rincón del corral. Al menos, con mis veintiséis añitos, soy joven, soy una guagua, y tengo toda la vida por delante. En cambio, tú tienes sida y casi cincuenta años, tu familia te repudia y estás al borde de la muerte, y encima das pena haciendo un programita de YouTube que nadie ve, y hablas solo como loco toda la madrugada, y te quedas jato babeando, roncando, con semen en la mano luego de haber alucinado con las tetas de Bafi. Eso es dar pena. Y le doy gracias a Dios que no soy tú.

Groover no pudo hacer nada contra la voz potente y pendeja de Homero. Había estado denigrando a Lorna durante tres horas consecutivas y Lorna, Homero Lorna, en tan solo un minuto, lo había destruido por completo. Groover abandonó la transmisión con el rabo entre las patas.

Buena, Homero; ya el Viejo se estaba pasando de pendejo.

Excelente, Homero, ánimos; yo tengo ochenta años y no he hecho nada con mi vida, pero ahora que me has descubierto la realidad de Groover, me alegra al menos no ser él. Eran algunos de los comentarios.

El programa terminó hacia las seis de la mañana. Doña Castañita tocó la puerta del cuarto de su casi hijo. Le consultó si no había visto a su tío. Creo que se fue temprano a buscar pescado. Seguro se quedó tomando con sus amigos. No te preocupes que yo me encargo del restaurante hoy, dijo con dulzura y severidad.

¿Y esa voz, hijito?, se sorprendió la tía. Ella, que siempre solía instigarlo con que busque trabajo, sintió un terror cerval y no agregó más; por el contrario, se ofreció a prepararle un suculento desayuno.

Está bien, tía, pero que sea un buen desayuno, por favor, tronó Homero. Más bien, si va a usar la carne de la refri, échele harta mayonesa Alacena. No vaya a ser que me sepa hasta el culo.


viernes, 25 de abril de 2025

Novela Peruana "Brutalidad" de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 14: Vargas Llosa y el Profe Puty desentierran muertos – El secuestro de Cambrito

 


Mario Vargas Llosa tiró la lampa al suelo. Se oyó un clun. Sudaba copiosamente. Era una madrugada muy calurosa en Lima.

Mario, sigue, sigue. Dos lampadas más y sale el muerto, dijo el Profe Puty.

Pero, Profe, ¿está usted seguro de que yo me dedicaba a saquear tumbas?, dijo Vargas Llosa, pasándose el dorso de la mano por la amplia frente. Nunca antes había sudado así.

Claro, Mario, claro, dijo Puty con infranqueable seguridad. Tú hiciste muchos trabajos duros en tu vida y uno de ellos fue desenterrar muertos para robarles sus pertenencias. Incluso, este trabajo que estás haciendo es uno no muy conocido por tu amplia fanaticada. Recuerdo que, hace poco nomás, a raíz de tu muerte, en mi programa de YouTube lo escueleé a un culto presentador de televisión llamado Cocavel con ese datazo.

¿Y qué se supone que les robaba, Profe?, dijo Mario, volviendo a coger la lampa.

Relojes, zapatos, camisas; todo lo que tuviera de valor, pe, dijo Puty. Mis alumnos también se quedaron sorprendidos cuando les conté este datito.

¿Y usted cómo lo supo?, dijo Mario, clavando con fuerza la lampa en la tierra.

¿Ah?, dijo Puty, titubeando. Todo lo que sabía de Vargas Llosa lo había aprendido a través de cortísimos vídeos de TikTok. Pero no iba a confesarle ello al mismísimo Nobel de Literatura del 2010. Es que…, eh…, me leí ese libro tuyo en el que cuentas tus…

Memorias, completó Mario.

Claro, esa gran obra tuya, titulada “El peso del agua”. Título bien poético, ah.

Vargas Llosa se desconcertó: Disculpe, Profe, no será “El pez en el agua”.

No, Mario, claro que no; es “El peso del agua”. ¿“El pez en el agua”? No, ese título no sería digno de un genio como tú. “El pez en el agua” es una frase común, pedorra. Además, yo soy el mejor docente de Literatura del Perú. A mí no me vas a venir a corregir sobre las obras que has escrito.

El escritor se figuró que quizá el Profe Puty tenía algo de razón. Esa obra la había publicado allá por los lejanos 1993, y, a sus actuales 89 años, las capacidades mentales ya no eran las mismas. Era muy posible que estuviera confundiendo el título de sus memorias. El Profe Puty, por otro lado, era un jovenzuelo de cuarenta y pico de años que gozaba de la plenitud de sus facultades intelectuales. Debía de tener toda la razón. Por supuesto.

Ahí está, señaló Puty hacia el hoyo en el que se encontraba Mario, arrojando todo el chorro de luz que despedía una linterna a pilas semejante en grosor y largor a la pinga de un burro.

¿Qué cosa?, dijo el escribidor.

El cajón. Ya está, ¿ves? Te dije que estábamos cerca, dijo con entusiasmo Puty.

No, si ya sabía que estábamos cerca. Yo mismo sentí que la lampa pegaba contra el cajón. ¿No ve que yo soy el que está paleando?, dijo medio molesto el escritor. Pero era inútil; Puty ahora le estaba dedicando toda su atención al celular que pendía de su mano, enfrascado en lo que se decía de él en los programas de la Brutalidad.

Qué mal educado es este negro, pensó Vargas Llosa, mientras continuaba con la faena de exhumar el ataúd cuyos bordes y superficies iban quedando al descubierto. Yo dejando la vida en la excavación y el muy puta abstraído en su celular. La capacidad de atención que posee este negro es comparable con el de una mosca.

Media hora después, Vargas Llosa explotó: Ya está a ojos vista la tapa del ataúd. Bájese acá y ayúdeme a removerla, pues, negro. Ya no se pase.

Puty dejó el celular a un lado y de un brinco se introdujo en el pozo. ¿Ñastá? Ahora, sí, dijo, frotándose las manos. Vamos a ver qué cosas valiosas tiene este muerto.

***

¿Cambrito?, se extrañó Groover. ¿Qué hace este conchasumadre llamándome? ¿De cuándo acá se ha creído con el derecho de llamarme este insecto? Movido más por la curiosidad que por un acto de cordialidad, Groover contestó la llamada.

Viejo, Viejo, hola, soy Cambrito.

Sí, cojudo, ya sé que eres tú. Te tengo registrado. ¿Qué quieres? ¿Para qué me llamas?

Viejo, Viejo, quiero que me hagas un gran favor. Solamente tú puedes ayudarme. La voz de Cambrito era urgente y al mismo tiempo preocupada. Parecía abrumado por un grave problema.

Articula bien, conchatumadre; no te he entendido ni pincho, reclamó Groover.

Después de bajarle cinco revoluciones a su acostumbrada y atropellada velocidad de comunicación, Cambrito recomenzó: Viejo, quiero que me hagas un favor. Dile a tu patrón que, por favor, me deposite cinco mil dólares. Es un asunto de vida o muerte. 

Oe, tú estás bien, huevón, ¿no?, detonó Groover. Lamentó no estar conversando con Cambrito en su canal, “Cuchillos Largos”, en frente de las pocas pero significativas personas que solían verlo para dar show, para que todos se deleitaran con los epítetos con los que siempre decoraba la reputación de Cambrito. Con las justas mi patrón me compra dos o tres suscripciones de Kick al mes, lo que equivale a diez o quince dólares americanos, ¿y crees que te va a dar a ti cinco mil dólares? Ni siquiera yo puedo creer lo que acabo de decir. ¿Estás bien de la cabeza, oye, ameba, escoria de la sociedad?

El celular de Groover estaba bañado en saliva. Cuando se exaltaba, deflagraba en océanos de escupitajos.

Viejo, es que se trata de un asunto muy grave, dijo Cambrito. La voz se le quebraba por momentos. Se notaba que hacía un esfuerzo por no desmoronarse.

Groover captó esas inflexiones y presupuso que la llamada no se trataba de una broma. Entonces, dejando de lado la ira que inequívocamente le provocaba la sola presencia física o virtual de Cambrito, preguntó: ¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Qué tienes?

Viejo, dijo Cambrito, intuyendo que ahora sí tenía algo de la atención de Groover, han secuestrado a mi tío. Si no les deposito a los secuestradores cinco mil dólares para mañana, me van a enviar su miembro viril. Y si no tengo el dinero para pasado mañana, me devolverán a mi tío en trozos.

Pasu, ¿en serio?, fue todo lo que pudo decir Groover, tratando de procesar la noticia. Esto no parecía algo común en la Brutalidad. Estábamos hablando de cosas mayores.

***

¿Cuántas veces dice usted que he estado preso por hurtarles sus cosas a los muertos?, dijo Vargas Llosa. Se encontraba en una celda de la Penitenciaría de Lima. Puty, a su lado, le prestaba más atención al celular que a la situación en la que se hallaban.

¿Qué?, dijo Puty, sin siquiera mirar al escritor. Este, harto de las majaderías del maestro, le arranchó el celular.

Présteme atención, carajo. Le estoy hablando, protestó Vargas Llosa.

Putamadre, estaba escuchando las huevadas que habla la Iguana, un periodistucho sensacionalista de la Brutalidad, dijo Puty, extendiendo una mano que pedía la devolución del celular. Está diciendo que la inteligencia artificial ña es capaz de escribir novelas mejores que las tuyas. Dice que Chat GPT acaba de lanzar una obra mucho mejor que tu novela “La Guerra de Las Galaxias”. ¿Puedes creer a ese imbécil? ¡Cómo lo odio, carajo!

Vargas Llosa, aunque ahora sí estaba muy seguro del título –“La Guerra del Fin del Mundo”- que le colocó a esa novela y que le había costado un triunfo investigativo en los sertones del Brasil, no se atrevió a corregirlo; el Profe estaba completamente engorilado. No vaya a ser que me ataque este salvaje, pensó. Más bien, le devolvió el celular.

¿O sea que Vargas Llosa estuvo preso muchas veces por desenterrar cadáveres?, preguntó un muchachito de quince años.

El Profe Puty, ataviado de un polo que decía “Viva el Comunismo. Soy Castillista”, respondió: Claro, muchas veces. Es más, en una de esas, casi lo violan, jejeje. Esos datos solamente los saben por mí, chicos, el Profe Gonzalo Reynoso. Y en estas aulas de la gran academia del Profesor Castillo, “Los Burros Seremos Libres”, pueden encontrar a más profesores de mi misma categoría.

Profe, ¿y qué otras anécdotas sabe de Vargas Llosa que pueda compartirnosnos?, acotó el alumno.

¿Qué?, se engoriló Puty. ¿Qué dijiste?

El alumno, temblando ante la figura de su maestro que, de pronto, lucía como un indómito Australopitecus, repitió su pedido: Que si, por favor, puede compartirnosnos más anécdotas.

Oye, burro, bestia, ignorante de mierda, no se dice “compartirnosnos”; se dice solo “compartirnos”, nomás. No seas cojudo. Lárgate de mi aula o te boto. Te boto ahorita mismo si no me das un centro.

El alumno no supo qué decir.

Ña, huevón, no te hagas el cojudo y mándame tu centro o te boto por bruto.

Gutiérrez-Híjar, un cholo que solía sentarse en las últimas filas del aula y aprovechaba las clases de Puty para dormir, ya que sabía que de él no se podía aprender nada útil, se levantó de su asiento blandiendo un billete de diez soles en la mano. ¿Así estará bien, profe?

Ahí tá, claro, a ver, dame ese centrito, dijo Puty, tomando al vuelo, cual foca amaestrada, el billete extendido. Agradézcale a su compañero que ya se me haya pasado el malestar por la estupidez que has dicho. “Compartirnosnos”. Dónde puta habrás escuchado eso. Seguro tus viejos son unos serranos ignorantes. Bueno, dijo tras frotarse las manos, pasemos a otro tema.

 Oe, Mario, tus novelas me gustan mucho, dijo Puty, luego de un silencio que el escritor había aprovechado para cavilar sobre cómo había terminado en prisión al lado de un negro tan bestia. Ni mi Ambrosio era tan bruto como este moreno. Pero la que más me gusta es “Conversación en la Catedral”, añadió Puty.

Hablando de Ambrosio y el gorila que se asoma, pensó Vargas Llosa, sin poder eludir una sonrisita delatadora.

Me encanta que en “Conversación” se puede ver la influencia de tu ídolo Gustavo Flauer.

¿Cómo?, pegó un respingo Vargas Llosa.

Flauer, pe, tu ídolo máximo, el escritor francés.

Mario ya no podía tolerar que este auto nombrado profesor desbaratase los idiomas. Pronunciaba los nombres extranjeros como le daba la gana y con autoridad. Vargas Llosa pensó: Es decir, ahora existen celulares que son pequeñas computadoras al alcance de uno. Si este energúmeno dice ser maestro, lo mínimo que podría hacer es recurrir a Google Translator y oír cómo se pronuncian correctamente los nombres de los personajes que son parte de su profesión, la Literatura. No quiero imaginarme qué estarán aprendiendo los chicos con esta bestia. Soy ateo, pero me veo obligado a pedirle a Dios que salve a la juventud peruana de salvajes como este.

Disculpe, Profe Puty, me parece que usted se refiere a “Gustave Flaubert”, dijo Mario pronunciando en un correcto y elegante francés el nombre y apellido de su más venerado escritor. Y usted ha dicho “Flauer”, continuó Vargas Llosa, tratando de no vomitar al pronunciar de ese esperpéntico modo el nombre del maestro del Realismo literario.

Oe, conchatumadre, yo hablo como quiero, ¿ña?

Mario no se quedó atrás: ¿Pero hace poco no me había usted contado que le gustaba corregir las burradas que decían sus alumnos? Yo también lo estoy corrigiendo, y del modo más amable posible, so burro. Se dice “Flaubert”, no “Flauer”. Esta vez, Mario ya no pudo contener el vómito.

Calla, conchatumadre, puedes ser todo lo Premio Nobel que quieras, pero no me vas a venir a corregir a mí. Además, en la transmisión que hice con el culto presentador de televisión Cocavel, le dije que tu máximo ídolo era “Flauer”, y lo pronuncié así, “Flauer”, y no me dijo ni mierda. Y eso que ese huevón habla cinco idiomas, incluido el francés, y mejor que tú. Entonces, se dice “Flauer” y punto; no me jodas.

Desde lo más recóndito de su ser, y recordando la furia que le provocó que Fujimori lo venciera en las elecciones de 1990 o la que lo carcomió cuando se enteró de que Gabriel García Márquez pretendía afanarle a su esposa, Vargas Llosa concentró un certero puño que lo envió sin escalas hacia la mandíbula de Puty, quien cayó contundentemente sobre el suelo vomitado.

Esto es por Flaubert, las elecciones del 90 y Patricia, exclamó serena pero firmemente Vargas Llosa al ver tendido el cuerpo inerte del moreno profesor.

***

 El celular de Groover volvió a sonar.

Aló, Cambrito, ¿qué fue? ¿Te llegó el dinero?, dijo Groover.

Cambrito sollozaba.

Oe, tío, qué fue, dijo Groover, tratando de calmar los ánimos de su colocutor. ¿Te llegó el dinero o no? Habla.

Viejo, me acaban de mandar la pinga de mi tío, dijo Cambrito, llorando desgarradoramente. Con esa vaina me hacía muy feliz. ¿Viste la foto que te mandé ayer?

Groover quiso cagarse de la risa, pero se contuvo. Por otro lado, consideró que, si al tío le volaban el miembro, le hacían un favor más bien. El mundo de la Brutalidad conocía que el tío de Cambrito hacía rato que quería adoptar la perfecta y sacrosanta figura femenina.

Oe, Cambrito, pero me dijeron que sí te iban a enviar los cinco mil dólares.

No me han enviado nada, Viejo.

Puta, Cambrito, yo no sé. A mí me dijeron que ya te habían enviado los cinco mil cocos.

 ¿Entonces no crees que sea verdad?, dijo el patrón de Groover.

Ni cagando, pues, huevón; claramente se ve que esa foto la han armado el mismo Cambrito con su tío. No sé cómo chucha se les ocurrió tramar este cuento macabro del secuestro, pero a todas luces se ve que el huevón de Cambrito tomó la foto. Fíjate bien en la imagen. Como es un cojudo de tomo y lomo, tomó la foto de su tío amarrado y con semen en la cara, que seguro era de él mismo, teniendo al televisor detrás. Hazle zoom a la tele para que veas que el que toma la foto es el cojudo de Cambrito.

El patrón de Groover expandió la imagen y sí, efectivamente, se podía ver el reflejo de Cambrito en la oscura pantalla del televisor.

Nada, Viejo, dijo Cambrito muy conmovido por la noticia de la mutilación de su tío. No me ha llegado nada. Estoy revisando mi cuenta de banco y no hay nada.

Cambrito, sé que no es el momento, pero en estas situaciones hay que estar seguros de todo. ¿Podrías mostrarme la prueba que te enviaron los secuestradores sobre la amputación que le perpetraron a tu tío? De repente y no le han hecho nada.

¿Qué es esto?, dijo Cambrito, sosteniendo la caja de zapatos que le acababa de entregar su tío peluquero y maricón Román Clavijo. Pasu, pesa mucho.

Es la pinga que vas a mostrar por si no te depositan. Le tomas una foto y les dices que es mía. Y si esos pendejos la quieren ver, se las muestras. Les dices que te vino en esa caja. Le dije a mi casero del mercado que la salpique de sangre por dentro para que se vea recién como recién cortada.

¿Es la pinga del carnicero?, dijo Cambrito sorprendido.

No, tontito, dijo Román, dándole un beso en la boca a su sobrino; es la pinga de un toro. Me la regaló el casero. No me costó ni un sol.

Es doloroso para mí mostrarte esto, Viejo, dijo Cambrito, compungido, con dolor.

¿Ves?, dijo Groover.

Oe, sí, ¿no?, Viejo; tienes razón, dijo su patrón.

Claro, pues, dijo Groover, celebrándose su propia astucia. Este Cambrito, ese muerto de hambre, cree que nos va a agarrar de cojudos. Yo sé de pingas de toro. Una vez en Lima le hice una carrerita a Roca Rey en mi taxi y el huevón me contó todo sobre los toros. Me volví un experto en reconocer pingas de toro. ¿Ves como la pinga se curvea? Las pichulas de esos animales tienden a adoptar la forma de S y la punta la tienen alargada y no fungal como la mía. Y, además, ahí yo le calculo unos cuarenta centímetros de largor. Tamaño característico en esos vacunos. ¿Sabías que los toros tienen una eyaculación ultrarápida y que poseen un hueso en la pichula? Puta, siendo taxista, y aprista encima, aprendes un montón, compañero.

U-hum, u-hum, asentía su patrón, valorando que Groover efectivamente era un viejo sabueso difícil de embelesar.

¿Solo le cortaron la pinga? ¿No le hicieron el favor de cortarle los huevos también?, dijo Groover, soltando una carcajada que parecía ofender el tono luctuoso de la conversación telefónica.

No, pues, Viejo, ¿cómo vas a decir eso? Sé un poco más consciente. Yo aquí estoy sufriendo por mi tío. Si mañana no está la plata, me lo van mandar en trozos, dijo Cambrito, llorando.

Groover intuyó que el llanto y dolor de Cambrito eran debido a que el tío estaba detrás ensartándole todo el mango de la secadora que tenía entre las piernas. Porque gran actor no era el muerto de hambre ese de Cambrito.

No, discúlpame, Cambrito, discúlpame, no quise blasfemar este momento de supremo dolor para ti. Más bien, hazme un favor.

¿Cuál será ese favor, Viejo?

Vas a ver que al toque te sueltan los cinco mil dólares, mi amor, le dijo Román a su sobrino.

Pero cómo voy a hacer para llorar, dijo Cambrito. Soy muy malo fingiendo.

Toma esa pinga y mámala muy bien, hijo de puta, soltó Groover.

Te la voy a meter mientras estés negociando con ellos. Ya ves que siempre te hago clamar de dolor, querido sobrino.

¿Y con los cinco mil dólares me podrás comprar mi silla gamer para hacer mis directos de modo más profesional?, soñó Cambrito.

Claro, claro, mi amor. Te voy a comprar eso y más.

Hazme el favor de decirle a tu tío, que seguro está detrás de ti bombeándote rico, que se meta esa pinga de toro en el culo, cabro malo. Eso eres, un cabro malo. Porque hay que ser bien retorcido para jugarse con una huevada tan seria como el secuestro. Ruega a Dios que nunca te cruces en mi camino porque si lo haces, no la cuentas. Es cuanto, dijo Groover y colgó el teléfono.

Pero antes, mi amor, tú que sabes tanto de leyes, ¿crees que esto que vamos a hacer sea delito?, dijo Román, lamiendo los cachetes de su sobrino.

Cambrito dijo: Para que una acción sea delito tiene que ser típico, antijurídico, culpable y punible, y nuestra acción no se configura en un tipo penal. No seas ignorante, querido tío.

Ya, mi amor, dijo Román y se llevó a su sobrino a la cama. Había que celebrar la magnífica trama del secuestro. Ambos, mientras hacían el amor, estaban muy seguros de que lograrían su objetivo.


viernes, 18 de abril de 2025

Novela Peruana "Brutalidad" de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 13: La historia del adobazo que trastornó al Profe Puty

 


Se llamaba Charlie y no le gustaba inmiscuirse con los gatos del pampón.

Encontraba repulsivas sus costumbres, espantosos sus olores, y muy cojudos sus juegos. Verlos devorar a los ratones mugrosos que pululaban en el lugar era un espectáculo vomitivo: empezaban triturando las cabecitas, moliendo cada uno de sus huesitos hasta llegar al estómago; tragando las vísceras con plena delectación. Finalmente, comminuían la cola vértebra por vértebra. Era una odisea avistar aquella barbárica exhibición. Afortunadamente, él, Charlie, no era un ser incivilizado. Él había nacido y crecido en otro ambiente, en un lugar en los que la finura, la decencia y el glamour eran el pan cotidiano.

Sin embargo, había que venir de vez en cuando al pampón, acompañando a la mamá Bobby.

Algo, no obstante, le llamaba la atención en aquel paraje. No era uno de sus congéneres, sino uno de los tantos negritos, uno muy curioso y de amplia e inmaculada frente, que se acercaba mansamente para proveerle caricias en el lomo y unos pedazos ahumados de carne de corazón de res que llamaba anticuchos.

¡Increíble! En casa, las personas, todas blancas, por cierto, jamás habían probado esos pedazos de corazón. Este negrito, qué ternura, se los prodigaba en el hociquito, con un amor que le indicaba a Charlie que debajo de esa piel chamuscada por el inclemente sol habitaba un alma de blancura deslumbrante. Por otro lado, estos anticuchos sí que sabían deliciosamente.

En esta visita, sin embargo, no se ha concretado el habitual ritual. Algo andaba mal. Charlie no solía alejarse de su amo Bobby más de diez metros. Gonzalo, entonces, siempre con la anuencia tácita -aunque no del todo gratuita- del gran caballero vestido siempre de blanco, Bobby, solía acercarse a Charlie para darle esos pedacitos de anticucho y acariciarle el mullido lomo.

El día que encuentre muerto a mi gato te cuelgo de las bolas, solía advertirle Bobby a Gonzalo mientras este se relacionaba con su portentosa mascota, a quien Bobby ciertamente no llamaba mascota sino hijo. Eres el único negro al que mi hijo le ha agarrado cariño. No vayas a traicionar su confianza, ladino. Solo contigo mi Charlie come esas porquerías, porque en casa definitivamente se alimenta mejor que tú, negrito futbolero.

Desde la altura del anda desde donde Bobby miraba a sus negros esclavos arar sus tierras, recolectar sus algodones y recoger sus uvas, y que era sostenida firmemente en el aire por cuatro indios, continuaba diciendo: Tienes el privilegio de que un ser, que de lejos vale más que tú, se deje acariciar por tus manos pobretonas.  

¿Dónde estará el negrito?, pensaba Charlie, quien había sido bautizado así por su mamá Bobby en honor a la admiración que sostenía por el rey Charles II, su Charles favorito de entre los cuatro que rigieron Inglaterra, por haber restaurado la monarquía luego del periodo dictatorial presidido por el pezuñento de Cromwell.

Ya habían pasado diez minutos desde que Bobby hubo llegado en el anda a supervisar los trabajos en sus viñedos y algodonales, y Charlie, enroscado a su lado, se desesperaba al no oír los movimientos vitales característicos del negrito Gonzalo, tampoco ese olor recio que, como castigo del cielo, lo seguiría a todas partes y derrotaría por siempre a cualquier aroma bienhechor exhalado por el perfume más caro del mundo.

Entonces, decidió salir a investigar. Sí, tendría que pisar aquel suelo terroso, casi siempre enmierdado, pero debía confesar que se había hecho adicto a esos llamados anticuchos y también, valía la pena admitirlo, a las caricias de esa mano negra, así como a la voz bronca e inculta de Gonzalo. Encontraba, además, curioso el parecido que sostenía con Mandela, el orangután que mamá Bobby tenía en el zoológico de la casa. Charlie era consciente de que Mandela no le guardaba el mismo cariño que Gonzalo sí. Es más, siempre que pasaba cerca de su jaula, el gorila lo miraba con aviesa intención, como diciéndole si te descuidas, te parto el cuello y te como, gato maricón.

Con cada pisada en esa tierra baldía, sentía un poderoso asco. Mamá Bobby no se dio cuenta de su ausencia, ya que se había quedado dormida a expensas del tibio sol que a esa hora adormecía cabezas y vientres. Los indios permanecían de pie y firmemente enquistados en el suelo para que el anda sobre la que descansaba mamá Bobby no se moviera un ápice so pena de cien latigazos en la espalda. A Bobby le encantaba disfrutar de sus siestas en la más absoluta quietud.

Charlie se aventuró en uno de los galpones en los que, había atestiguado en alguna ocasión, los negritos del pampón prorrumpían en alaridos ensordecedores que muchas veces lo obligaron a tensar las orejas hacia atrás. Ahora, no provenía ningún ruido de ahí. Ingresó por la ligera abertura de una puerta apenas cerrada. Una vez que sus ojos se acostumbraron a la penumbra del recinto pudo ver a su negrito, sí, a su estimado Gonzalo, arrodillado y con la cabeza gacha. Delante de él, un tipo de tez clara, le decía algunas cosas. El sujeto, probablemente de la misma edad de Gonzalo, hablaba con cierta dificultad, como seseando, como gagueando. Charlie se dispuso a escuchar la conversación.

Te tengo que castigar de algún modo, negro, dijo el gago. Te he chapado comiéndote una de las uvas de la cosecha.

Gonzalo no se atrevía a mirar a su amonestador. Mantenía los ojos cerrados y la actitud suplicante de quien anhela que la situación termine pronto.

Pero, si me permite, joven Coco, dijo Gonzalo, el amo Bobby no tiene por qué enterarse de mi delito, sugirió.

¿Estás insinuando que te encubra, negro? Tás bien huevón, ¿no? ¿Quieres que mi Tío Bobby me pierda la confianza? Además, yo ya le conté, mintió Coco. El huevón quiere ver sangre, tu sangre. Precisamente me advirtió que la ibas a cagar y dicho y hecho. Así que tengo que darte un castigo que todo el mundo vea y sobre todo que vea mi padrino Bobby. No quiero fallarle.

Un par de lágrimas se desprendieron de los ojos de Gonzalo. Charlie encontró la escena desgarradoramente triste. Dedujo que la víctima de esa situación era precisamente su amigo Gonzalo. Algunas veces había visto a los empleados de su mamá Bobby secretar agua por los ojos como lo estaba haciendo Gonzalo, generalmente luego de que Bobby les decía cosas tremendamente duras o luego de que les acomodaba fuetazos que les improntaba la piel. Charlie decidió correr hacia Gonzalo, ayudarlo de algún modo, defenderlo.

Coco frunció el ceño ante el avistamiento del gato que se aventaba a los brazos de Gonzalo.

¡Oye, guarda ahí!, exclamó Coco. Cuidado te lo vayas a tragar, negro cojudo. Ese es el gato de mi padrino Bobby. Coco se acercó para apartar al gato de las mugrosas manos de Gonzalo. Charlie, quien tomó ello como un primer avance de agresión, saltó a la cara de Coco y se agarró de sus tremendas orejas.

Coco empleó todas sus fuerzas para sacarse al gato, pero le fue imposible; el animal había perforado con una de sus uñas el cartílago de una de las descomunales orejas del gago.

A mi negro no lo vas a molestar, maullaba Charlie con fiereza.

En pleno forcejeo, el gato se dio cuenta de que el negro aún permanecía arrodillado, en el mismo lugar donde el gago lo tenía verbalmente sometido. Le gritó, entonces, a todo pulmón: Sal de aquí, estúpido, ¿qué no ves que no le voy a durar mucho a este gago? Pero el negro no entendió una sola palabra de Charlie. Lo único que oyó fueron maullidos descontrolados.

Finalmente, Coco logró quitarse al gato, pero tuvo que desprenderse de algo: de una de sus orejas, de aquella que había sido traspasada por una uña de Charlie.  

Gato hijo de puta, me cagaste la oreja, exclamó Coco tras arrojar a Charlie contra una de las paredes del galpón. El animal, luego de chocar contra el muro, cayó en sus cuatro patas y salió corriendo del lugar con la idea de solicitar la ayuda de su mamá Bobby, el único ser humano que era capaz de descifrar sus maullidos.

Negro de mierda, me has dejado sin oreja, conchatumadre, lloriqueaba Coco. ¿Por qué me aventaste al gato de mi padrino? Ahora sí te voy a sacar la reconchatumadre. Tomó un cañazo de azúcar que reposaba cerca. Con esto te voy a marcar el poto, conchatumadre.

Gonzalo, que había sido aleccionado muchas veces por su tío con ese mismo material y sabía perfectamente cómo a uno le quedaba el culo tras una serie de cañazos, huyó. Cruzó la misma puerta por la que segundos antes había salido Charlie.

Ah, cojudo, no te me vas a escapar, gritó Coco y salió tras él, pero al llegar al umbral, vio que Gonzalo le había sacado una ventaja que le impediría alcanzarlo y agarrarlo a cañazos. Rápidamente, con los ojos extraviados que poseía, miró en derredor y descubrió un pedazo de adobe macizo, resto de alguna casita que se acababa de derrumbar. En esos parajes, las casas se caían prácticamente solas. Bastaba un viento mediano, el zapateo de algunos morenos o el rumor de las ruedas de los camiones algodoneros para que las casitas de aquel poblado sojuzgado por la blancura del patrón Bobby se desintegraran, llevándose consigo la vida de sus ocupantes.

Tomó el adobe y chifló: Negro, espera, detente. Te voy a perdonar.

Gonzalo se detuvo. Acezaba. Sacaba la lengua. Tantas emociones juntas en un solo día lo tenían exhausto. Su lengua era grande, roja y venosa; salivaba como lengua de mastín cazador.

¿Me vas a perdonar, joven?, preguntó a la distancia, no muy confiado en la respuesta que obtendría.

Sí, conchatumadre, te voy a perdonar con una sola condición.

Cuál será, joven Coco.

Que te quedes quitecito donde estás.

Ya, dijo Gonzalo, tratando de entender en qué consistiría el perverso pedido del gago sin oreja.

Te voy a lanzar este adobe. Y desde esta distancia, ah. Si no te cae, te perdono y me olvido de que mi oreja se la está tragando en estos momentos el gato de mi padrino Bobby, dijo Coco, sopesando a sus espaldas el bloque de adobe que arrojaría, tratando de encontrarle la mediatriz para que el lanzamiento sea consistente y certero.

¿Y si me cae?, se aventuró Gonzalo.

Si te cae, te lo mereces, pues, huevón, se carcajeó el gago. Porque igual no vas a poder escaparte, cojudo. El pueblo se termina ahícito nomás y te van a chapar los mastines de la hacienda y te van a dejar sin huevos. Te conviene más el trato que te estoy ofreciendo.

El negro sopló por las narices, cual toro, resignado: Está bien. Lance su piedra.

Cuál piedra, huevonazo. Te voy a zampar este adobazo. Es lo menos que te mereces. Quédate quieto, negro. No te vayas a mover.

Un trecho de quince metros los separaba.

El negro no creía que el gago fuese a acertar el tiro. Claramente se le veía las trazas de pastelero, de fumón, de alguien que con las justas si sabía manipular un palo de escoba.

Malgrado, lo que desconocía el negro era que el gago era un experto paquetero y microcomercializador de drogas en los distritos apitucados de Lima, en donde los pacos, de tamaños similares a los del adobe que sostenía el gago, eran lanzados desde distancias de hasta veinte metros. Coco era especialista en ejecutar esos pases. La diferencia, claro estaba, radicaba en que esos lanzamientos tenían la característica de poseer un aterrizaje suave, de modo que el paco pudiera ser atrapado cómodamente por el consumidor. A contrapelo de ello, el lanzamiento del adobe debía tener un alunizaje duro, uno que procurase el mayor desastre posible en la humanidad de Gonzalo.

Ajusta el ojete, negro. Aquí te voy con todo, dijo Coco y lanzó el adobe apuntando a la cabeza de su objetivo, una cabeza que ofrecía una frente amplia y lozana, libre de imperfecciones; una maravilla de piel, la envidia de las negras del lugar por su tersura y delicadeza.

El adobe término fracturado y fracturando la frente de Gonzalo. , exclamó Coco, ferviente, extasiado. Te di, conchatumadre.

Al moreno, que cayó al suelo como lo hacían las casas de ese misérrimo lugar, se le apagaron todas las luces de la azotea.

***

Cuando el Profe Puty oyó que Samir Galiaga dijo que no le gustaban los negros guapos, mucho menos los feos como ese tal Profe Puty, se descontroló y gritó: ¡Conchatumaaaaaaa!

Los seguidores de su transmisión se asustaron. El Profe había llevado sus niveles de brutalidad hasta la pared de enfrente. Rompió el televisor de su cuarto a punta de cabezazos. Todo ese zafarrancho era captado obscenamente por su camarita.

La esposa del Profe, harta de esos brotes de bestialidad pura, se había separado hacía unos meses de él. Ahora Puty vivía en un cuartito ubicado en un miserable distrito de los extramuros de la capital en donde compartía baño con cinco venezolanos que no iban a tener la misma paciencia que tuvo su mujer para aguantarle por tanto tiempo sus majaderías.

Samir, Samir, conchatumaaa, tú tienes que ser mía para que te ponga en mi pata al hombro, conchatumaaaa, se desgañitaba Puty.

Oe, mamahuevo, cálmate, se oyó una gruesa voz.

El Profe Puty, a pesar de intuir el peligro que se le cernía, era incapaz de detener su brutalidad, una especie de instinto bestial que, lo sabía muy bien, tenía sus orígenes en el adobazo que le zampó cierto gago desorejado que conoció cuando era un adolescente algodonero y uvero en Chincha.

Mamahuevo, reconvino nuevamente el venezolano que vivía en el cuarto adjunto al de Puty, si no te callas el hocico, te meto bala, ¿oíste?

Cuando el bruto Puty era amenazado, más terco se ponía.

Ah, ¿sí? Ven a buscarme, pe, veneco de mierda. Acá te espero.

Ya te cagaste, mamahuevo. Ahí te voy con todo, sentenció el venezolano.

Ahora le van a meter huevo al Profe por bruto, escribió uno de los suscriptores de su canal en la cajita de los comentarios de la transmisión.

***

Pero ¿qué te pasó?, le dijo Charlie a Gonzalo en su siguiente visita al corralón. ¿Quién te partió así la frente? Te la han desgraciado.

Gonzalo solamente oía los maullidos de Charlie. Obviamente, por razones etológicas, el negro era incapaz de entender lo que el gato expresaba. Se limitaba a acariciarlo. Esta vez, no obstante, Charlie detectó que las caricias de Gonzalo ya no eran como las de antaño, como cuando pasaba su rugosa palma por sobre su lomo. Ahora, esas mismas manazas le palpaban las carnes. Le oía sopesar: Ña, ña, ña, estás gordo, gatito.

¿Y por qué pones los ojos en blanco?, continuaba maullando Charlie, esperando una respuesta.

Miau, miau, miau, dijo Gonzalo, como aprobando los buenos kilos de músculos que le sentía al gato. Miau, miau, seguía maullando el negro, y Charlie, a pesar de ser gato, sonrió, porque miau, miau, miau, en la forma en la que el negro pronunciaba esos vocablos propios de su idioma significaba soy cabro y me gusta la pinga con púas.

Charlie se permitió una carcajada: Si supieras lo que estás diciendo, negro.

Ña, ña, tranquilo, gatito, tranquilo, ven pacá, dijo Gonzalo y enroscó al animal en sus brazos.

Oye, negro, déjame en el suelo, protestó Charlie. Tengo que irme, mintió, porque recién acababa de llegar de visita con Bobby. Pero presentía que algo no andaba bien. La frente partida del negro y los ojos que se le ponían en blanco cual maleficio diabólico eran claras señales de que algo había cambiado en ese ser. Y definitivamente el cambio no era para bien.

Suéltame, negro, volvió a pugnar Charlie y trató de zafarse. Gonzalo dijo: Ña, ña, ña, tranquilo, michifuz.

Oye, qué me dices michifuz; ese es un nombre para maricones, arguyó bravíamente Charlie.

Tranquilo, michifuz, decía Gonzalo, los ojos en blanco, internándose en lo más desolado del poblado, alejándose de la vista de todos. Caminaba como un homínido de los primeros tiempos, medio encorvado y vistiendo un taparrabos. Se había pintado una U en el pecho. Soy hincha de la U, soy hincha de la U, no como ustedes, negros aliancistas mugrosos. Yo soy diferente, proclamaba; a mí la U me ha escogido, me ha marcado. Y es que la frente le había quedado quebrada y el adobazo le había impreso en ella una especie de letra U. Esto hizo que se identificará ferozmente con el equipo de futbol peruano Universitario de Deportes, el equipo de la gente blanca y decente como Bobby, por ejemplo, a contra pelo de sus familiares más cercanos y más alejados, todos hermanados por la piel morena que eran, como debía ser por naturaleza, hinchas del equipo rival, el Alianza Lima.

Claramente, esos no eran los parajes habituales a los que sus ojos de gato se habían acostumbrado a ver. Algo andaba mal, elucubró el gato, ahora sí muy alarmado. Sus bigotes no paraban de agitarse. Estaban a punto de explotar. Lanzaban su alarma más extrema. Entonces, le clavó las garras a Gonzalo. Las uñas llegaron a tocar el hueso, tan desesperado estaba Charlie por librarse de la situación. Gonzalo gritó desde lo más hondo de su gorilezco ser.

¡Ruuuaaaaaaarhhhhhhhh!

¡Conchatumaaaaaaaa!

Y le torció la cabeza a Charlie.

***

Se había curado el brazo con unas hierbas. Tenía a su lado un mazo. Daba la impresión de que Gonzalo había vuelto al mundo cavernario. El enojo que le produjo la herida propinada por el gato se había diluido. Ahora estaba tranquilo y descansando junto al fogón que construyó para convertir a Charlie en un riquísimo estofado.

Solo le faltó un poco de sal, dijo Gonzalo. Pero sí que estuvo bueno este gato, tenía buena carne, y un buen potable. Qué rico potable, se solazó, sacándose las hilachas de carne con los huesitos de la cola. Bobby iba a volar cuando se enterase del final de su hijo unigénito.