viernes, 17 de octubre de 2025

Novela Peruana "MENTIDERO" de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 01: ¿Me violaste, presidente?

 


Su día arrancó siendo uno de los tantos y tontos anodinos congresistas del parlamento peruano que se masturbaba muy temprano por la mañana, estimulado por los más recientes estrenos de las actrices porno que seguía cual acólito en Instagram. Poco más de dieciséis horas después, estaba a un minuto de convertirse en el nuevo presidente del Perú.

Los ojos tumefactos por el horror y la incredulidad, Mónica, arrebujada dentro de su cama, se asqueaba con la escena que su televisor de ochenta y cinco pulgadas le transmitía sin rubor alguno. El hombre que la había violado hacía unos meses nada más -estaba segura de ello. ¿O no? ¿O había sido el otro imbécil?- y contra el que luchó en los tétricos y demorosos ambientes del Poder Judicial controlaría su destino y el de los peruanos y venezolanos que sumados hacían ya casi treinta y cinco millones.

Ahora cualquier mierda puede ser presidente del Perú, bufó.

¿O siempre había sido así la cosa? Quizá la diferencia con antaño radicaba en que los políticos ya no se tomaban la molestia de ocultar el estercolero, de brindarles una mínima pátina de decencia.

Recordó cuando el tipo que veía en el televisor -muy erguido, muy camisa blanco-pureza, asumiendo una postura a lo veintiocho-de-julio, mientras el bigotón de Hernando Rospigliolo le ponía, el muy huevón, la banda rojiblanca al revés- bailó reggaetón con ella, hasta abajo y todo, en vísperas de ese mismo 2025 en que lo van a hacer presidente a este mañoso.

***

Ahora me toca a mí, celebró Mario, amiguísimo, yunta de Jorge Jara, congresista peruano fogoso y ardoroso no por lo inflamado de sus discursos -que eran inexistentes- sino por su afición desmedida al porno de revista y brazalete. Ahora voy yo.

Antes de reemplazarlo en la improvisada pista de baile, le lanzó una advertencia visual: tu short, compare.

Removido por los piscos, Jorge, la cara un lienzo dedicado al jolgorio y la parranda, tomó borrosa nota de la indicación de Mario: el short era incapaz de embozar la hinchazón provocada por el sinuoso baile.

Reconoció la hidalguía de su amigo. De no habérselo advertido, Mónica podría haberse asustado -nunca se sabía cuándo una mujer se hacía la estrecha- y la cancha hubiera quedado despejada para que Mario metiese la pelotita en ese arco seguramente recién afeitadito y liso para recibir una buena tunda. Entonces, se lanzó a la piscina. Las aguas tibias le aplacarían al monstruo ese que se perfilaba para convertirse en el goleador de la noche.

Mónica y Mario, ajenos al quejido de las aguas que recibieron el cuerpo alicorado de Jorge, encontraron la perfecta sincronía entre la pelvis de él y la nalgamenta de ella. Mario la tocaba con el grosor del animal que -él sí- no se molestaba en disimular, y ella le sonreía con lo mejor de su vasto imperio posterior.

Esta situación no le gustó nadita a Jorge quien, si bien había sido sosegado un algo por las aguas de la piscina, mantenía todavía el fulgor por hacerse de Mónica, la coqueta empresaria y amiga a quien hacía un par de meses nada más, fíjate tú, condecoró en el congreso.

Recordó cuando, con la ayuda de su pandilla de asesores, en un chifita de la avenida Abancay, inventó las categorías de las premiaciones, ya que no solo condecoraría los voluminosos talentos empresariales de Mónica, también los del huevón que estaba ya bailando muy rico y húmedamente ahí con ella, a unos metros de sus celosos ojos, el también empresario Mario Cardona.

“Empresaria joven de la cuarta semana de octubre 2024” y “Empresario de entre treinta y cuarenta años que ha perdido dos kilos en el mes de octubre del 2024”, estallaron en risas, chocando en alto sus vasos de Inka Kola contagiada de salsa de tamarindo y pedacitos de wantán. 

Era facultad de cualquier congresista peruano premiar a nombre del Estado a quienes ellos quisieran, bajo el amparo de que así se felicitaba y estimulaba los mejores comportamientos cívico-empresariales de los ciudadanos más destacados de la nación.

Cualquier clase de comportamiento cívico-empresarial podía caber en ese bolsón.

Mónica tenía un emprendimiento de venta de empanadas y se había abrochado con el despacho de Jorge Jara para la provisión de desayunos post reuniones de coordinación -las cuales raras veces ocurrían, aunque el desayuno se pagaba sí o sí-. Desde que la vio, Jorge supo que Mónica pasaría por sus armas más temprano que tarde.

Mario Cardona había heredado el negocio de reciclaje de su escurridizo padre y ahora facturaba miles de soles gracias a los contactos que Jorge le facilitó en el gobierno.

Ah, no se olviden de chequear si Marito ya depositó su agradecimiento del mes, apuntó Jorge, devorando el muslo de un generoso langostino desenterrado de una montaña de arroz graneadito. Los asesores, que conocían las leyes para sacarles el mejor provecho, asintieron pícaramente.

***

Con los brazos cruzados sobre el borde de la piscina, Jorge decidió que Mario y Mónica no podían continuar así, punteándose y dejándose puntear delante de él y bajo la mirada inocentona de ese cielo nocturno tachonado de estrellas que parecían luces de navidad.

Auxiliado por la fuerza de empuje arquimediana y la potencia de sus brazos entrenados, eso sí, con sana regularidad en el gimnasio que el Congreso de la República le pagaba -obra y gracia de una leguleyada de sus asesores- salió de la piscina, tomó una manguera cercana a los bailarines y los bañó. Hace mucho calor, chicos. Refrésquense.

No te juegues así, Jorgito, dijo Mario, la entrepierna pronunciada, entre carcajadas exageradas por el pisco.

Ay, Jorge, qué pesado eres, rio coquetamente la mujer.

El congresista, ajeno a los reproches amicales, ensañó el chorro de la manguera contra los pechos de su amiga. Volvió a erectarse ante la visión esplendorosa de esos pezones marrones que destacaban sin lugar a duda por debajo de esa blusita blanca ya transparentada por la astuta intervención del agua.

***

¿Jura, ciudadano Jorge Jara, por Dios y por la patria, ser un honesto presidente del Perú?, pronunció solemnemente el camaleónico congresista Rospigliolo.

Por frenar la mentira, la corrupción y, sobre todo, la delincuencia que está matando a mis compatriotas, sí juro.

La voz del recién juramentado resonó en medio del apandillado silencio que los tribunos habían hecho para dejar que las palabras del imberbe presidente pudieran engatusar debidamente a un Perú que ya se estaba volcando en las redes sociales con todo su descontento e impotencia.

Sus palabras fueron breves, y cuando culminaron, venales aplausos embargaron el recinto congresal. Al mismo tiempo, en esas mismas redes sociales, hinchadas de beligerancia y hastío ciudadano, empezó a conocerse que el presidente veía en una mujer el mejor destino para su falo treintañero. Varios mensajes hechos desde sus cuentas oficiales fueron exhumados en tiempo real. Uno de ellos decía: Las chicas doradas italianas qué tetotas tienen. Mejor me voy a Italia. Mamma mia. Otro, no menos agudo, rezaba: Lo que me gusta de toda fiesta infantil son las animadoras. ¿No les gustaría conocer a mi payaso?

***

Despertó desnuda hacia la una de la tarde del día siguiente. Se llevó una mano, casi mecánicamente, hacia la vagina. Iba tomando conciencia de que yacía sobre una cama en ropa interior, abrumada por un desalmado cataclismo de preguntas. El aterrizaje de la sola yema de sus dedos sobre sus labios menores fue como el dolor de un incauto meñique estrellado contra la arista de una perversa puerta.

¿Qué me han hecho? ¿Qué paso? ¿Por qué?

No había respuestas inmediatas; pero sí la culpa de saber que no debió tomar tanto, la culpa de que cualquier cosa que le haya pasado pudo haberse evitado. No era la primera vez que se extralimitaba con las copas, con el consiguiente y aparentemente reparador juramento de que jamás vuelvo a chupar.

Sin embargo, esta era la primera vez que le regresaba la conciencia acompañada de un fuego que le hostigaba la vagina. La cosa ardía. Era el fuego impío de la mala noche y las malas juntas.

¿Qué no había estado con Mario y Jorge anoche?

Los piscos puros, sin la intromisión apaciguadora del azúcar o del limón o del hielo, la habían nublado rápidamente. ¿Recordaba algo? Trató de exprimirse la memoria en tanto que luchaba tenazmente contra la desesperación de sentirse violada ¿Me violaron? ¿Me han violado? ¿Me está pasando esto a mí?

La suciedad la envolvió en sus visiones de náuseas, auto desprecio y lágrimas sin apaciguamiento maternal post parto. Desesperadamente, se aferró a las dos centésimas de ecuanimidad que aún se escondía, tímida, en medio de ese caos que era su alma.

Unos brazos. Sí. Me cargaron. ¿Fue Mario? ¿Fue Jorge?

Volvió a tocarse la vagina, esta vez por debajo del calzón que cubría con silente vergüenza ajena un crimen sin nombre. Alguien había estado ahí dentro sin su consentimiento.

Entonces vio el mismo bividí que llevaba Jorge cuando bailaron reggaetón muy cachondamente a orillas de la piscina. Tomó la prenda entre sus manos. Los poros de su piel eran esporas que buscaban una verdad que se deshacía como las gotas de agua que, ahora tibias, corrieron por sus brazos cuando estrujó furiosamente el bividí.

Me violó ese hijo de puta.

***

Ahora era el presidente del país, con tan solo treinta y ocho años. Treinta y cuatro votos congresales habían sido suficientes para consolidarlo en el sitio del cual acababa de ser defenestrada la mujer que le había recomendado al Perú no contestar las llamadas de los extorsionadores, desconociendo que estos recurrirían a los balazos a domicilio como definitivo y mortal recordatorio de que a nadie se le dejaba con el puñal en la boca.

Las preguntas que demolieron su cabeza hacía algunos meses volvieron a acosarla en sus puntos cardinales, jugueteando en lo ancho de la aorta de su vida.

¿Es presidente este miserable que me ha violado? ¿O la ultrajó el otro idiota que se mandó a largar burlándose del proceso que aún se aireaba en los mohosos pasillos judiciales?

Aturdida, sacó de las honduras del cajón de su mesita de noche una de las pastillitas que hacía algunos meses la ayudó a dormir como si nadie la hubiese violentado jamás.

Aunque, mejor, para asegurar la cosa, sacó tres píldoras más. Quería despertar cuando el imbécil que ahora se pavoneaba con la banda presidencial cruzándole el pecho con la concha distintiva de un buen político peruano dejase de ser el ciudadano más importante, privilegiado e inmune de este país. Quizá ese día llegase mañana, en una semana…

Ya no quiero volver a despertar.


viernes, 10 de octubre de 2025

Novela Peruana "BRUTALIDAD" de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 33: Lina Balearte soluciona la extorsión al Profe Puty

 


Los perros están cerca. Te van a morder mañana. Fuga al toque. Me mandas mi centro la próxima semana, escribió el Jefe del Estado Mayor General de la Policía del Perú, el señor Omar Urbiola. Con su grueso dedo de gorila blanco, presionó “enviar” y se guardó el teléfono en el bolsillo de su pantalón para continuar disfrutando tranquilamente de la dominguera cuchipanda familiar.

***

Primo, te invito un caldo de gallina, propuso Gonzalo tras haberle visto el culo desnudo a su primo Mas Reynoso Chivas mientras este tomó una ducha en su cuarto de soltero; más bien, de separado.

Hacía meses que Gonzalo no se deslechaba y las ganas eran una cuerda asfixiante que se iba cerrando con calculada maldad sobre su negro cuello.

Gracias a los alevosos oficios de su exproductor, el veinteañero Homero Lorna, quien le desmonetizó el canal de YouTube, dejó de percibir importantes ingresos económicos, dineros con los cuales se permitía el costeo de alguna que otra puta, de preferencia tiernas gemelitas.

Por otro lado, llevaba separado de su mansa mujer un poco más de la cantidad de meses que vivía en ese cuartito irrespirable de Lince, buhardilla que era parte de una especie de colmena de miseria y abandono, una casa de cuatro pisos cuyo dueño había subdividido, con peruana y muy capitalista tacañería, en minúsculas ratoneras.    

Entonces, ignorante de cómo diablos se había enterado de su astroso nuevo domicilio, recibió la visita de ese su pretérito primo de lejanos jugueteos en las calientes sabanas chinchanas al sur de Lima, Mas, Mas Reynoso Chivas.

No pudo invitarle un vasito de agua porque en ese cuarto apenas si cabía su cama y una pequeña mesita plástica sobre la que plantaba su laptop -que sería destruida por su esposa unos meses después, luego de haber reanudado la relación tras varias súplicas suyas- y transmitía sus comentarios deportivos a través de su canal de YouTube, a sabiendas de que no monetizaría y de que el público, su público, ya no lo seguía como antaño. Su popularidad había sufrido un doloroso declive.

No te preocupes, primo, yo también he roto palitos con mi familia por no aceptarme como soy, dijo Mas.

Gonzalo se preguntó para su coleto cómo estaba eso de que no lo aceptaban como era. Él lo veía perfectamente normal.

Tras poner su mochila sobre la cama de Gonzalo, Mas se quitó el polo, descubriendo unos pechos incipientes. Mas se los tocó, como masajeándolos, procurándoles un respiro liberador.

No sabes lo que sufrieron mis pechos aplastados tantas horas de viaje por los cosos esos de la mochila, primo. Además, había tanta gente, parecíamos pescados, todos aplastados. Estoy pegajoso de sudor.

A pesar de no ser un experto en fisicoculturismo, Gonzalo podía asegurar de que la hinchazón de esos pechos no era varonil ni se condecía con la hechura de cien planchas diarias. Esos pechos parecían senos de mujer, de mujer tierna, de mujer que empieza a perfilarse como tal.

Como si estuviera en la familiaridad de su casa, Mas se bajó y quitó el pantalón para alejarlo, de una coqueta patadita, unos centímetros de su corporalidad.

El trasero lo tenía redondito, paradito e hinchadito; detalles que Gonzalo percibió no necesariamente en ese mismo orden, pero sí con un peligroso despertar de la criatura entrepernera a la que estaba castigando con un ya largo e inasible ayuno sexual.     

¿Me llevas al baño, primito?, pidió Mas. Gonzalo creyó haber sentido el tono y sofisticación de una ardorosa mujer en la suave voz de su pariente.

***

Chimuelo, líder del temible Cartel de la Muela, era minuciosamente buscado, en teoría, por todas las autoridades peruanas. Sus fechorías, que iban desde la extracción con alicate de los dientes frontales de aquel que se negara a pagar los altos cupos que él exigía hasta la rotura a pingazos de toda la dentadura de aquellos que se atrasaran con los pagos de los prestamos gota a gota que ofrecía con intereses leoninos, le habían hecho merecedor del lógico temor ciudadano y de la denuncia de todos los medios de comunicación.

El Reinado del Terror del Chimuelo, a diferencia del encabezado por Robespierre a finales del siglo XVIII, no parecía tener fin. Las críticas, acerbas y urentes, en contra de la presidente del país, Lina Balearte, habían obligado al General Urbiola a declarar, en podcasts y canales de televisión, que cazarían indesmayablemente al Chimuelo. No voy a parar hasta dar con él y encerrarlo para que responda ante la justicia de mi amado país, que se desangra, por la culpa de todos sus crímenes, declaraba el General, siempre llevándose una mano al pecho, como si estuviese entonando el himno nacional.

***

¿Te vas a quedar ahí parado, primo?, dijo Mas, calatito, recibiendo agradecidamente las gélidas aguas que se desprendían de un basto tubo que protruía de la pared de la ducha. El interior del baño era miserable y que hubiera una cortina plástica que brindase cierta privacidad a quien tomaba un duchazo habría sido un completo e inimaginable lujo.

Apoyando la espalda contra la puerta, Gonzalo le miraba el culo a su primo, así como alguna vez le miró desvergonzada e inocultablemente los senos a la conductora deportiva Maju Caldas mientras esta lo entrevistaba en su podcast “Pelotas y Tetas Plásticas”. Días después, en su propio programa, Gonzalo, convertido en el inefable Profe Puty, se jactaría la boca de que solo él y nadie más que él tuvo la oportunidad de estar tan cerca de las codiciadas tetas de Maju y que sus seguidores debían conformarse con jalarse la tripa viéndolas desde sus pedorros celulares.  

Primo, te estoy hablando, repitió Mas, pasándose una mano por los pechos tiernos y gráciles, de tetillas y pezones gruesos y amarronados, y la otra por el falo empequeñecido, semejante a una oruga tímida y cobarde. 

¿Ah? ¿Qué? ¿Qué?, despertó Puty.

¿Te vas a quedar ahí parado?

Sí, es que tengo que cuidar la puerta para que no entre nadie. ¿No ves que esta puerta no tiene seguro? En esta casa, todos los inquilinos son unos enfermos. Te podrían hacer algo si te ven bañándote.

¿Pero no puedes cuidarla desde afuera? Como que me da un poquito de roche bañarme delante de ti. Las palabras de Mas no estaban exentas de cierta provocación.

No, no; tengo que cuidarla desde acá para apoyar mi peso contra la puerta, como si fuera una tranca. Tú sigue bañándote nomás. Yo me voy a quedar aquí sin hacerte nada.

Enseguida, adoptó un aire indignado, como cuando se ofuscó, haciéndose el inocente, luego de que una señora, que compartía fila con él en un bus de transporte interprovincial, le reclamara por contarles a sus seguidores de su canal de YouTube, en una transmisión en vivo, y con una voz que podía ser oída hasta por el conductor del vehículo, ubicado diez metros adelante, que había tenido sexo con una loquita, una charapita, en el baño de un colegio, pero que eso había sido hacía años.

El muy caradura de Puty, ante el reclamo de la señora, que viajaba al lado de su menor hija, se defendió argumentando que no estaba diciendo nada malo. El rostro falsamente indignado de Gonzalo, sobre todo la región maxilar, era semejante al de los australopitecos que también habían cachado con loquitas, pero en las copas de los árboles, hacía más de dos millones de años.

Carajo, primo, somos familia, ¿cómo se te ocurre que tendría pensamientos eróticos por ti? Además, a mí me gustan las mujeres, aclaró Puty, sin quitar la mirada del poto macizo, tierno, esféricamente curvo y provocador de Mas.

Consumido por el juego de las intenciones soterradas, no confesadas, Mas le dio la espalda a Puty para que pudiera apreciar mejor otro ángulo de sus protuberantes músculos posteriores.

La lengua de Puty humectó alocadamente sus gruesos labios afroamericanos, imaginándose que podría hundirla en medio de esas dos nalgas semejantes a los albos cráneos que Ed Gein, el Monstruo de Plainflied, había desenterrado a finales de 1940 en los cementerios de su natal Wisconsin, en los Estados Unidos, para hacerse vasijas en las cuales beber malteadas de fresa.

***

¡Qué rico, primo! No recuerdo haber probado un caldo de gallina tan delicioso como este, dijo Mas y volvió a hundir la cuchara en el tazón humeante y oloroso.

Gonzalo se echaba grandes paladas de caldo en el esófago, y, sí, como siempre, el caldo del Cholo Shagui no le fallaba. Estaba de la putamadre. Además, como ya era costumbre entre ellos, Shagui, por indicaciones de Puty, le había echado unas cuantas gotitas de yohimbina al caldo del primo.

Generalmente, los efectos erupcionaban al cabo de una hora. Apenas llevaban dos minutos degustando del caldo, así que todavía restaba muchísimo tiempo para terminar el potaje, regresar al paraje y darle con todo al culeaje.  

Pienso en tu sexo ante el hijar maduro del día, había escrito Vallejo. Gonzalo pudo haber escrito ahí, en una de las miserables servilletas del Cholo Shagui, pienso en el poto de mi primo con la pija dura esta tarde.

***

¿Qué? ¿Capturaron al Chimuelo?

El General Urbiola no podía creer lo que leía en el celular.

Como todas las madrugadas, a eso de las dos de la mañana, se había levantado de la cama para ir al baño y cagar. Desde que le hubieron extirpado la vesícula, hacía un par de años, cada madrugada, a las dos en punto, el ano lo despertaba por arrojar una cuantiosa dosis de mierda aguachenta, grumosa y naranja.

Pasaba media hora sentado, repasando las noticias más frescas soltadas en X. Después, se limpiaba y volvía a cama, al lado de su mujer, a continuar durmiendo cuatro horas más.

Ahora, debido a la noticia de que el criminal más buscado del Perú acababa de ser capturado en el Paraguay era muy posible que no volviera a conciliar el sueño.

Buscó otras noticias sobre la captura del Chimuelo, que provinieran de otras fuentes, para estar totalmente seguro de que lo que había leído era tan cierto como la puteada que estaba seguro recibiría de la presidente del país ni bien se impusiera de la mala nueva.

Tras unos minutos de gélida tembladera, comprobó angustiosamente que, sí, el huevón del Chimuelo ya estaba en manos de la policía; peor aún, de una policía que no estaba bajo su control.

En esos momentos de desesperada inquietud, lo importante era, antes de recibir la inevitable puteada presidencial, saber cómo chucha había caído el Chimuelo, si él mismo jamás había descuidado el avisarle oportunamente sobre cada redada que se le aproximaba.

Claro, no era que él le avisaba directamente al Chimuelo. No era tan cojudo para que, ante cualquier intromisión de la prensa no aceitada, se descubriese que había un vínculo directo e inequívoco entre él y el criminal sobre quien él declaraba, en podcasts y noticieros, que capturaría lo más pronto posible.

Para confundir cualquier tipo de conexión, empleó la ayuda de un muchachito, un cabrito, al que había conocido hacía un tiempo en Chincha, un flaquito con quien sostuvo una relación homosexual y hasta le hubo pagado un tratamiento hormonal para que se convirtiese por fin en la mujer que tanto deseaba ser.      

Se limpió el culo y, así, en ropa interior -ya que no solía vestir pijama alguna- salió al jardín de la casa. No quería que su mujer oyese la conversación que estaba a punto de sostener con Mas Reynoso Chivas.

***

Cuando despertó, encontró a Gonzalo gritando como loco delante de una laptop. Tomó su celular y se fijó en la hora. Eran las cuatro de la mañana.

Se preguntó desde qué hora estaría Gonzalo dando de alaridos ante la pantalla.

Tras observarlo unos momentos, se dio cuenta de que estaba transmitiendo sus gritos a un público en vivo. No le había conocido esa faceta de youtuber al primo. Gracias a las abundantes zanahorias que comió de niño, pudo leer las letras y números en la pantalla de Gonzalo que desde la cama se veían pequeñas: lo veían trescientas personas.

Se sorprendió de la popularidad del primo.

Minimizó el sonido de sus pulsos vitales para escuchar con atención el contenido del programa de Gonzalo.

Ahora entiendo por qué Lina Balearte es nuestra presidenta. ¿Saben por qué lo digo? ¿Quieren que les muestre la repetición de la entrevista que me dio la presidenta, putyanos? Yapeen, pues, yapeen. El vídeo lo tengo solo para miembros, pero si empiezan a yapear, haré la reacción en vivo.

Yape, yape, cantó su celular.

¡Eso! ¡Así!, celebró Puty, tomando su celular y revisando la cifra que le habían enviado. ¡Cincuenta soles! Yapeen más, yapeen más, para que tomen nota de la solución que la presidenta me dio en exclusiva para acabar con las extorsiones.

Mas, desde la cama, también se interesó en lo que Gonzalo tenía que contar. El primo no solo tenía un don entre las piernas, sino que también sabía cómo engancharte con una historia. Se colocó en una posición algo más cómoda y esperó a que Puty empezara a hablar.

***

Había medio escuchado lo que dijo el maestro, ya que el juguetear con el aro de su Rolex o los dijes dorados de su collar le resultaba mucho más entretenido y redituable. Además, la historia del profesor era la misma cantaleta que venía oyendo de la boca de miles de ciudadanos que la odiaban con calculada minuciosidad.

No es posible que por el solo hecho de trabajar honradamente, reciba este tipo de amenazas, dijo Puty, quien harto de los mensajes extorsivos que recibía del Cartel de la Muela, empleó sus influencias como youtuber afroperuano para conseguir una cita con la presidenta. Y no hablo solo por mí. Las extorsiones las sufrimos todos los peruanos, señora presidenta. Usted tiene que hacer algo. Yo tengo miedo de perder mis muelas, de que un buen día salga a trabajar y los esbirros del Chimuelo me secuestren y no la cuente.

Un asistente, que se movió con la misma velocidad y sigilo de un chorro de diarrea, le alcanzó un pedazo de papel a la mandataria.

Oiga, profesor, aquí dice que usted dijo que me pondría en cuatro uñas y me bancaría. ¿Así se expresa un maestro que tiene miedo de que le arranquen las muelas por no pagar una deuda que contrajo al ingresar voluntariamente en una página pornográfica?

Presidenta, por favor, esa es una falacia ad hominem. Usted no puede quitarle gravedad a mi denuncia enrostrándome esas declaraciones que hice en el calor de la brutalidad que me caracteriza en mi popularísimo canal de YouTube. Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Gonzalo, que no era un buen polemista, se sorprendió de lo que acababa de decir. Aparentemente, el seguir atentamente los programas políticos del Viejo Groover lo habían educado en el arte del debate y de hallar la respuesta justa a la pregunta desorientadora. Como diría Groover, se estaba convirtiendo en un astuto revesero.

Profesor…

Puty, presidenta, Puty, así se me conoce en el mundo del YouTube, así me hice famoso.

Bueno, profesor Puty, déjeme decirle primero que las extorsiones y las amenazas no nacieron con mi gobierno. Esas cosas malas vienen desde muy, muy atrás. Nadie podría decirle exactamente cuándo empezó toda esa tontería.

Pero yo no le estoy preguntando con quién empezó todo esto, presidenta; yo le estoy pidiendo, en nombre de todos los peruanos, que haga algo para detener esa ola de criminalidad. Yo ya no puedo ir a enseñarles a mis alumnos porque los enviados del Chimuelo me pueden estar esperando a la vuelta de cualquier esquina para desmuelarme. Gonzalo empezó a transpirar. La vena que cruzaba su frente comenzó a saltar y desfigurarse, pronunciando su primigenia fealdad.   

¿Su celular está transmitiendo esta conversación?, dijo Lina, señalando el teléfono de Puty con una mano sofocada por el cargamontón de pitucas joyas.

Claro, presidenta, estoy transmitiendo para mi canal de YouTube. Fue parte del trato que hice con su asistente. Él me dijo que usted aceptó, explicó Puty, limpiándose el sudor de la frente con la corbata.

Disimulando el gesto, Lina miró al aludido, empequeñecido, casi soterrado, a unos pasos de la conversación. Le dedicó una severa mirada. Voy a hacer que te agarren a correazos, le dijeron sus ojos de cuervo.

Mire, profesor. El rostro de Lina era ahora suave y hasta optimista; el mismo con el cual había entonado El Gato Que Toma Ron frente a un grupo de preescolares en una presentación donde, enfrentada a un grupo de alumnos del quinto de secundaria, intentó hablar en inglés sin conseguir decir al menos un “hello”.

Voy a aprovechar su cámara para hablarle a todo el Perú. Voy a darles un consejo a mis compatriotas para frenar las muertes por sicariato. Con esto, la extorsión se frena mañana mismo.

Gonzalo reacomodó el culo sobre su asiento. Esto me va a traer una tonelada de suscriptores a mi canal, pensó.

Lina Balearte continuó: Cuando las fuerzas policiales no pueden darse abasto para frenar las extorsiones y los sicariatos, somos nosotros, los peruanos de a pie, los que…

Pero usted no es un peruano de a pie, por favor, presidenta, usted es…

¡Cállese la boca, mierda, que no he terminado!, protestó la presidente, cuyo rostro, gracias al marcial estiramiento que un inescrupuloso doctor le acometió, no se ajó en lo más mínimo.

Recuperado el silencio, la presidente volvió a adoptar el aire idealista con el que solía decirle huevadas al pueblo con acojudante frecuencia.

Decía que somos los peruanos y peruanas de a pie los que debemos detener a los extorsionadores. Escúchenme bien la fórmula que les voy a dar y que ni al comandante general de la policía se le ha ocurrido.

El asistente, con un ojo que sobresalía del cuello de un traje demasiado grande para su ineptitud, aguardaba con vergüenza ajena la venida de una nueva bestialidad capaz de alborotar los cascos al más frío.  

Cuando los extorsionadores les envíen mensajes extorsionadores, no los abran. Así de simple, no los abran. Porque una vez que los abres, ya te fregaste. Ya te almuerzan con todo y zapatos, profe.

La alegría que sobrecogió la humanidad del Profe Puty no pudo ser captada en todo su esplendor por el lente de su cámara.

Presidenta, cómo no se nos ocurrió antes. Claro, usted tiene toda la razón. Si no contesto, entonces el delincuente no podrá extorsionarme. Pero ¿cómo sé que el que me envía el mensaje es un extorsionador?

Usted no parece profesor, ah, apuntó Lina, haciendo una mueca que pretendía ser una risita cachacienta. Le falta esto, esto le falta, dijo, hinconeándose el cerebro con el índice. ¿Cómo sabe usted que, en estos momentos, pongamos un ejemplo, lo está llamando su tía?

El docente, también enloquecido YouTuber, se rascó la coronilla con un par de dedos. Estaba ante una pregunta que retumbaba las murallas de su cultura y comprensión.

La presidente le concedió un acto de caridad: Porque lo tiene grabado como contacto, pues, profe.

Claro, claro, reaccionó Puty. Claro, presidenta, tiene razón. Usted es súper inteligente. Por eso yo me hice lapicito, seguidor del Profe Castilla, por eso, para que se me pegue un poco de su sapiencia.

Los halagos de muertos de hambre eran pan cuotidiano para Lina Balearte, así que no se dejó apapachar por las zalamerías de cincuenta centavos del Profe. Más bien, prosiguió con sus recomendaciones.

Entonces, usted va a ver un número en la pantalla. Eso quiere decir que no lo tiene grabado, sino diría “tía”, “papá”, “esposa”. Una vez que reciba la llamada del extorsionador, anote el número y vaya a la comisaría más cercana a poner su denuncia. La policía se encargará de dar con el criminal en tiempo récord.

A mí todavía no me ha llamado el Chimuelo, solo me ha dejado mensajes. Pero haré lo que usted brillantemente nos ha aconsejado, presidenta. No le voy a contestar a ese criminal cuando llame.

Luego de unos intercambios exaltados de naderías, Gonzalo y Lina se despidieron con un abrazo.  

***

Mas, alarmado, volvió a tomar su celular. Revisó sus mensajes. Había un mensaje de su amante, el Jefe del Estado Mayor General de la Policía del Perú, el señor Omar Urbiola. Se fijó en la hora del mensaje. El policía se lo había enviado hacia unas horas. Mientras lo hacía con el primo, recordó. Mientras el primo me atravesaba con su mazo.

Lo que Mas tenía que hacer era muy simple: servir de nexo entre su amante, el Jefe del Estado Mayor General de la Policía del Perú, el caballero Urbiola, y el más despiadado y buscado delincuente de los últimos tiempos, el fiero Chimuelo. La transmisión instantánea de las alertas de Urbiola era crucial para evitar que la policía paraguaya capturase al Chimuelo, fugitivo en ese país.

Ni bien te envíe el mensaje, ¡plaj!, al toque, tú se lo tienes que reenviar al Chimuelo, le había indicado muy seriamente Urbiola en el cuarto de un hotel iqueño. Así, la policía paraguaya fracasaba cada que se aprestaba a tenderle las garras al fugitivo criminal.

Rápidamente, reenvió el mensaje al Chimuelo.

Casi al instante, recibió una respuesta: Identifíquese por las buenas o ya estaremos detectando quién es usted por las malas.

El terror que sobrecogió a Mas le instigó la exclamación de un ahogado grito.

¿A quién se están cachando en su cuarto, Profe?, trolearon los comentarios.

Puty, mirando hacia la cama, la cara descompuesta, le lanzó un gesto severo a su primo: No hagas bulla.

A nadie, a nadie, idiotas. Yo les paso una excelente entrevista con la presidenta y ustedes empiezan a hablar huevadas. Es increíble, se hizo el estrecho Puty.

Cuando Mas revisó las noticias, se dio cuenta de que la había cagado en grande.

***

Calma, pidió la presidente.

El Jefe del Estado Mayor General de la Policía del Perú, el señor Omar Urbiola, despellejaba con dentelladas alumbradas de incertidumbre y miedo los dedos de su mano derecha.

A mí siempre se me ocurren grandes ideas, dijo la presidente.

¿Qué se le ha ocurrido, presidenta? Yo solo sé que mi carrera ha terminado. Las penas convertidas en agua salobre pretendían consumir las pretéritas esperanzas de Urbiola.

Justo ahí te equivocas, querido. Es tu carrera la que nos va a salvar.

¿Cómo así?, dijo débilmente Urbiola. No esperaba ninguna gran idea de la presidente. Aunque no podía negar que, para alguien con tan escasos reflejos intelectuales, el haberse sostenido en el poder tanto tiempo, a pesar de que el país tremolaba como edificio clavado en la cuesta polvorienta de un cerro cadavérico, era de admirar.

Mañana mismo voy a hacer que mi ministro te nombre Comandante General de la Policía Nacional del Perú por haber logrado la captura del Chimuelo, dijo muy resuelta la presidente.

¿Qué? Pero pronto se va a revelar que nosotros no ayudamos para nada en la captura, dijo Urbiola, los pies muy clavados en la tierra.

Es que eso solo lo sabes tú. Y lo sé yo. Los paraguayos tienen su verdad. Y nosotros también. ¿Por qué va a tener que ganar la de ellos? Nosotros vamos a decir que siempre hemos estado colaborando y que por eso ahora eres el nuevo jefe máximo de la Policía, porque gracias a tu cargosidad, a tu persistencia, el Chimuelo ahora esta tras las rejas.

Pero cuando a ese pata lo extraditen, va a cantar toda la verdad.

Pero, pero, pero, solo sabes decir eso, ¿no? Él puede decir lo que quiera. Además, aquí tiene muchos enemigos. Y estoy muy segura de que una vez que ponga un pie aquí, en el Perú, esos enemigos se encargarán de desmuelarlo y dormirlo para siempre, ¿no crees?

Urbiola había dejado de llorar. Sus ojos amanecieron ante un remozado panorama.

Presidenta, déjeme que bese sus manos. Es usted un genio.

Ya, ya, papito, vete nomás. Déjame sola, que tengo que darles solución a temas más urgentes. Cierra la puerta cuando salgas.

Lina se tiró en su cama y se dejó arrullar por aleatorios vídeos de TikTok cuando el algoritmo le interpuso uno en el que aparecía el moreno maestro con quien había conversado hacia un par de días. Protagonizaba una infausta noticia. No se mostraban las imágenes fuertes, pero se afirmaba que el maestro había volado por los aires cuando le lanzaron una granada en la puerta del colegio donde dictaba clases de Literatura. El video narraba que los extorsionadores, que lo tenían cogido de los huevos, hartos de que no le contestasen las llamadas, le lanzaron el artefacto de guerra a modo de mensaje final.

La presidente deslizó el pulgar sobre la pantalla de su celular para dejarse adormecer por vídeos menos lamentables. Se aseguró de que el algoritmo de TikTok no le volviera a recomendar nada ligado a ese maestrucho.

Él se lo buscó, pensó después la presidente. Para qué sale de su casa, pues. Hubiera dado sus clases por Zoom, zanjó muy seriamente.  


viernes, 3 de octubre de 2025

Novela Peruana "Brutalidad" de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 32: Los mariachis y el negro del fentanilo

 


Hoy por ser el día de tu santo te venimos a cantar, finalizaron los mariachis su estribillo. Para Groover Miura de parte de su sobrino Cambrito que lo quiere mucho. ¡Sí, señor!

Los folcloristas mexicanos miraban a todos lados. Cantaban, pifiaban, se arrechaban, pero siempre observando al vuelo hasta por detrás de sus cráneos, como si les hubieran salido de la nuca ojos ubicuos y avizores. Estaban apeligrados. A pesar de que era la segunda vez que regresaban a cantar a ese jodido lugar, el miedo los recorría cual escamas lancinantes. Se trataba de uno de los suburbios más infectos de Newark, en New Jersey.

Las casas estaban inmersas en la oscuridad, ya fuera porque sus habitantes eran extremos tacaños o porque se pasaban de pendejos al no pagar los servicios básicos.

Apenas si se columbraba uno que otro puntito rojo en medio de la espesura de lo oscuro. No se tenía que ser un experto para saber que esos puntitos correspondían a las brasas de los gruesos cigarrillos de fentanilo que encendían los vecinos del barrio, que preferían fumar fuera de sus covachas para evitar duras riñas con las verdaderas dueñas de esos cuchitriles, las ratas.

Japy verdey tu yu, japy verdey tu yu, japy verdey a Groover, japy verdey tu yu. Cumpleaños feliz te deseamos a ti. Que los sigas cumpliendo hasta el año diez mil, siguieron los mariachis pues, a pesar de que hubieran deseado largarse al término de la primera estrofa, debían continuar fatigando sus gargantas e instrumentos porque el dron de la organización que los había contratado los vigilaba y grababa escrupulosamente.

No se me mueven esos conchasumadres hasta que le canten bien cantadas sus mañanitas al sidoso, había dictaminado el Gago Marly, organizador principal de la serenata, personaje conocido por hablar y escupir al mismo tiempo. Sus amigos y asociados salían bañados en baba luego de sostener conversaciones con él. Por eso, ellos preferían mantener todo tipo de contacto con el susodicho de lejitos nomás; por llamada solamente, ya que por videollamada igual se podía ver cómo las gotitas de su saliva iban a estrellarse contra la pantalla, haciendo la comunicación algo muy desagradable de procesar.

Groover Miura, el Viejo para sus fanáticos en Kick y YouTube, dormía profundamente. Había bebido y consumido mucho fentanilo para olvidar todo el bullying y los vídeos celebratorios/vejatorios en donde se mostraba la fachada de su hogar y a un grupo de mariachis cantándole en su cumpleaños. Así que ni la explosión de un misil teledirigido a su casa podría despertarlo. Moriría sin saber que un torpedo le había partido el ano. Como no se despertaba ni para acudir al baño, generalmente amanecía con los pantalones escurridos en pichi. Al menos, es un líquido calentito y abrigador, se solía decir, como dándose ánimos, cuando se despertaba hacia la una o dos de la tarde del día siguiente.

Pero quien sí se alarmó por el vicioso ruido de los mariachis fue Giani, la rata gorda y provecta que vivía en la casa de Groover.

Oe, alcohólico, despierta. ¿No oyes que otra vez están jodiendo afuera?, le increpó Giani con vehemencia a un roncante, resollante y bramante Groover.

Giani era una rata de movimientos lentos, como toda rata líder, acostumbrada a que los de su manada lo mantuvieran a cuerpo de rey. Giani era el único roedor que vivía con Groover; el único que se había ganado ese derecho. El resto vivía en los dos amplios cubos de basura ubicados en el minúsculo porche exterior de la casa; cubos que, huelga notarlo, siempre estaban repletos de desperdicios.

Groover apenas pudo abrir un átimo los ojos. Vislumbró la figura borrosa de Giani increpándole cosas muy duras.

Otra vez te han mandado los mariachis de la semana pasada, cojudo. Están que hacen un escándalo de mierda afuera. ¿No escuchas, mierda? ¿Para eso fumas? ¿Para eso chupas, carajo?

La sangre hirviente e indignada que recorría las venas de Giani aceraban sus pelos grises, enflechándolos -como diría Vallejo-, cual lanzas listas para incrustarse en los cuerpos enemigos de los negros fentanileros, sus vecinos, que se disputaban con los de su manada los mendrugos que caían de la boca de Groover.

Párales el macho, cojudo. No me van a dejar dormir. Claro, como tú te quedas jatazo como si te hubieras corrido un pajazo. Yo no soy así, pes, huevón. Yo tengo el sueño delicado, se quejaba Giani, samaqueando del hombro a un inconsciente Groover, de cuya boca, convertida en inexpresivo tajo, se desprendían hilos apestosos de baba.

Carajo, parece que esto lo tendré que arreglar yo mismo, aprehendió Giani, asumiendo su papel de hombre de la casa.

Yara, yara, se dijo a sí mismo mientras se encaminaba hacia la puerta. Se quedó quieto, una postura que ejecutaba a la perfección, pues, gracias a ella, sus congéneres habían supervivido ya más de ciento veinticinco millones de años sobre la faz de la tierra. Parece que ya se fueron esos conchasumadres.

El ruido que provenía de la calle era el habitual: los gritos solitarios de negros que se arrastraban en busca de un colérico picotazo -como diría Ginsberg-, de perros aullándole a la opresora noche, alaridos puntuales de seres de hueso y pellejo que le habían arrendado de por vida sus almas al vicio endemoniado de aleves avemarías.

Por segunda vez, los mariachis le habían ido a cantar feliz cumpleaños a Groover; y, tal cual sucedió en la primera ocasión, nada había podido hacerse para detener aquellas violaciones sonoras.

 Igual, Giani, debía cerciorarse de que los mariachis se hubieran largado. Claramente, por su tamaño, no podía abrir la puerta de la calle; por eso, le había ordenado a Groover le construyera una pequeña compuerta en la parte inferior de aquella.

Yo ya no voy a entrar por el wáter de la casa, carajo. Yo ya soy parte de esta familia, huevón. Ya sabes que, si a mí me da la gana, mañana doy la orden y todas las ratas que están en el basurero se vienen a dormir contigo. Ya sabes, o te alineas o te alineas, lo había amenazado en aquella ocasión.

Entonces, cuando apenas hubo terminado de dar dos o tres pasos hacia la compuerta, y a un centímetro de ella, volvió a quedarse quieto: alguien se encontraba al otro lado de la madera, exactamente al otro lado. Y no era alguien que pasaba. Parecía ser alguien que quería entrar.

Conchasumadre, seguro ahora uno de los mariachis quiere meterse a la casa. Ta huevón. Ya se cagó.

Giani se determinó a poner en vereda al intruso.

Abrió lentamente la compuerta y se dio cara a cara con el rostro entintado del Profe Puty, a quien conocía de las varias trifulcas virtuales que había sostenido con Groover.

Profe Puty, farfulló Giani, los ojos en franca perplejidad.

El Profe Puty, o Gonzalo Reynoso según constaba en diversos atestados policiales levantados por grabar potos de féminas en las calles, jamás pensó que un animalejo de la catadura de Giani fuera capaz de reconocerlo. Chucha, me conocen hasta los habitantes de la mierda, rumió.

***

Yo me lo cacho a Groover, confesó el Cholo Berrocal.

El Profe Puty, o Gonzalo Reynoso para los conocedores de los rankings de los peores maestros peruanos, jamás pensó que oiría tan crudas palabras de la boca de su empleador.

A él le gusta que lo ponga en cuatro y, ¡plaj!, me lo detone, continuó Berrocal, no necesariamente orgulloso de su revelación.

Por eso quiero que me investigues quiénes están detrás de la huevada de los mariachis. Yo lo amo a Groover. Un culo como el de ese hombre, que siempre me refresca la pinga como una culebrita, es imposible de perderlo. Tengo que cuidarlo. Tú me comprenderás, cojudo, que eres tremendo putero.

Sí, pero yo me cacho mujeres, aclaró Puty.

Hueco es hueco, huevón. El amor convierte esas huevadas moralistas en sublimes experiencias amatorias, poetizó Berrocal.

Los dos conversaban en un chifa de la avenida Alfonso Ugarte, en el Centro de Lima. La carne del arroz chaufa de Puty estaba chiclosa, pero, aun así, la disfrutaba con el arrebato propio de un muerto de hambre.

Ya te deposité el dinero en tu cuenta, cojudo. Y mi secretaria te va a hacer llegar los pasajes a Newark en unos minutos. O sea, ya está todo prácticamente arreglado. Mañana viajas. Con esta vaina, quedamos parches, ah. Te estoy pagando un culo de plata por esta chambita, te estoy poniendo pasajes para los Estados Unidos y, además, te estoy dejando conservar tu chamba en mi colegio a pesar de que tu título de profesor solo sirve para recoger caca de perro, como la literatura de un tal Solitario de Zepita, un escritorzuelo que ha salido en el canal de Rigoberto El Viajero, a quien yo sigo desde siempre, porque es un cabrito culto y bueno, pero ya se maleó presentando a ese dizque escritor. Bah, habrase visto. Bueno, negro, con todo lo que te estoy ofreciendo, no te puedes quejar.

No, no me puedo quejar, señor Berrocal. Me parece justo el trato. A partir de ahora su secreto homosexual queda a muy buen resguardo conmigo, prometió el muy ladino de Puty, quien sí que ocultaba secretos homosexuales muy perturbadores con un su primo transexual, un tal Mas Reynoso Chivas, pero ese desagradable recuento seguramente se revelará en un futuro capítulo.

Gonzalo Reynoso sabía muy bien quién estaba detrás del envío de los mariachis al frontispicio de la jato de Groover. La confesión de Berrocal le había confirmado sus sospechas sobre el dueño de esa voz rasposa y alicorada que había escuchado de soslayo en la conversación telefónica: Groover.

Entonces, Puty conocía de primera mano que la mente siniestra detrás de la serenata era el Tío Marly, ya que mantenía con él cierta comunicación por WhatsApp. Muy frecuentemente, Marly le soltaba veinte dólares al Profe para asegurar que entrara en sus transmisiones cuando se le antojara, para que bailase a su ritmo. Solo así podía conquistarse la participación de Puty, quien luego de recibir sus propinas, sus centros, movía la cola jubilosamente mientras el hocico se lamía el propio ano en señal de satisfacción.

Como Puty recibía de Marly generosas propinas, no se ofuscaba cuando este le endilgaba sus más feroces ataques, ridiculizándolo en las redes sociales ante el mundo entero. Por otro lado, como el escritor Zepita no le pasaba ni un mango, Puty se enfurecía, se alocaba, vomitaba vitriolo cuando el escribidor se fabricaba historias -ficciones- ligeramente inspiradas en su venida a menos figura de docente.

Lo que escribe ese conchasumadre es caca. Te voy a encontrar Zepita, y cuando te vea te voy a moler a golpes esa cara de serrano que tienes, bufaba Puty en sus transmisiones tras leer los cuentos que el fracasado escritor emitía en el canal del Viejo Groover cada fin de semana, en el programa “Brutalidad”.

***

Gonzalo jamás le revelaría a su jefe el Cholo Berrocal que el cerebro de las maldades dirigidas contra su pareja Groover no era otro que el Gago Marly. Puty no era tan cojudo como para perderse un viaje gratuito a los Estados Unidos más un jugoso Bolognesi de Tacna, además de la conservación de su empleo estafando a las futuras generaciones de estudiantes peruanos.

Con la primera intromisión de los mariachis en el maltrecho vecindario de Groover, Gonzalo se había cagado de la risa. Marly, satisfecho con las cifras que había hecho en su canal -pues el evento fue transmitido en directo por YouTube- y conocedor de que Groover había quedado devastado, mortificado y deprimido con esa visita, decidió que los mariachis debían ofrecerle una segunda serenata. Prometió que contrataría a Robotín para que desarrollase su espectáculo en frente de la casa de Groover. Robotín era un cuernudo cómico peruano que había conseguido una visa de trabajo a los Estados Unidos sabía Dios con qué mañas. Robotín estaba dispuesto a forrarse de dólares -saltándose el pago de los impuestos- a costa de su ameno espectáculo callejero y daba la casualidad de que pronto estaría visitando la zona de Groover. Pero eso, si llegara a concretarse, sería tema de otro capítulo. Mientras tanto, Berrocal quería encontrar a los malditos que mortificaban a Groover, a su culo.

¿Cómo vas con el fentanilo?, dijo Berrocal. Le había exigido a Puty que debía, una vez en Newark, en el barrio de Groover, actuar como uno de los negros fentanileros que abundaban arrastrados como espectros en las mugres aceras de la calle Bergen. Debes ser uno de ellos, estar todo hasta las huevas como ellos para que pases piola, cojudo, le había ordenado.

Sí, ya he estado practicando. Ya me sale bien, dijo Puty.

Ah, ¿sí? A ver, ver para creer, dijo Berrocal, quien así nomás no se dejaba cojudear por nadie. Sacó del bolsillo de su blazer plomo una bolsita transparente cuyas flexibles paredes permitían ver que dentro de ella moraba pacíficamente un tronchito. Esto es lo que fuman los negros del barrio donde vivo con Groover. Y este pitillo que estás viendo tiene un fentanilo de la misma calidad que la que fuman esos mis vecinos. Con esa huevada se inmunizaron contra el Covid esos jijunas.  

Berrocal extrajo el cigarrillo de la bolsa y se lo entregó a Puty, quien se sintió supremamente incómodo al ser exhortado a drogarse ahí, públicamente, en el medio del comedor de ese chifa centrolimeño.

¿No hay problema si me prendo aquí?, dijo Puty, quien jamás se había metido droga alguna en su vida, a no ser por las múltiples cervezas que sí bebió en interminables juergas putañeras. Pero en cuanto a las drogas duras o blandas, ni siquiera se había prendido con un cacho de marihuana, definida por la Food and Drug Administration como una droga blanda, clasificación contra la cual Groover hubo expresado meridiano rechazo en una de sus transmisiones, alegando que todas las drogas debían ser categorizadas como duras porque a uno lo ponían duro.

¿Cómo sé yo que no me estás hueveando con el plan para el que te estoy pagando un gran billete?, malició Berrocal.

El Cholo sacó del bolsillo de su blazer plomo un encendedor con la forma del Inca Pachacútec. El soberano lucía una majestuosa túnica imperial horadada por un su falo erecto y andino. En el glande, en la punta, se hallaba el ojo por el cual el Inca brindaba su crepitante llama.

Empleando sus dedos de olluco, Berrocal hizo que la pinga del Inca resplandeciera. Acercó la llama tahuantinsuyana al extremo del pitillo que Puty ya tenía aprisionado entre sus colosales belfos.

Ya préndete, carajo. Te lo ordeno como tu patrón. Vamos, negro; fuma, carajo. Cuidadito con que me salgas tosiendo. Te agarro a correazos por haberme mentido.

Puty, la cabeza temblando como mano de cocainómano en abstinencia, miró con ojos brujos de becerro temeroso al fogoso empresario serrano Eleuterio Berrocal, ciudadano también de los Estados Unidos de Donald Trump por su mamacita.

***

Puty no iba a confirmarle su identidad a Giani. Sí, su rostro era uno de los más mendicantes del mundo de la Brutalidad, pero, por otro lado, todos los negros somos iguales, pensó; entonces, fiándose de ese recurso, pudo persuadir a Giani de que se trataba de otro negro más, parecido a Puty, sí, pero otro, al fin y al cabo.

Me dijeron que acá venden fentanilou, dijo Puty, imitando un decoroso acento americano. ¿A cuántou dejarme el falsou?

Giani cayó redondito en el embuste de Puty. Debe de ser un cubano o un haitiano, pensó. Esos conchasumadres abundan por acá.

No, no, compare. Acá no vendemos esa huevada. Acá la consumimos, pero no la vendemos. Fuera de acá, negrito. No hay pan duro. Regresa mañana, zanjó Giani, cerrándole la compuerta.

Esperar, esperar, pidió Puty. Yo tener mucha plata. Yo querer comprar unos gramitous de fentanilou.

Giani quiso mandarlo a la mierda, pero luego se figuró que podía serle de alguna utilidad en la localización de los mariachis o de los organizadores del malsano evento.

Negro, ¿quieres fentanilo?, dijo un segundo después.

Sí, yo querer, confirmó Puty. Yo tener dólares para comprar.

Ya, negro, pero yo no necesito dólares. Yo necesito que me des una información para detectar a unos cojudos a los que se les ha dado por joderme la casa, dijo Giani.

Puty se preguntaba si esa era la casa de Groover, la que había salido en las cámaras de la Brutalidad por el canal de Marly, la que había sido visitada por Simio Violencia, el periodista peruano que se creía alemán y que despreciaba a los peruanos alienados. Si Simio veía a algún compatriota con tatuajes, el pelo decolorado o un arito en la oreja, le gritaba “puneño” para devolverlo a su realidad, como una noble muestra de su cortesía nacionalista.

¿Será esta la casa de Groover? ¿Cómo una rata va a estar viviendo en una casa? La cagada, carajo, pensó Puty.

Oe, despierta, te estoy hablando, demandó Giani, la cola tensa, signo inequívoco de que una gran parte de sus hemisferios cerebrales se hallaba concentrada en formular ideas para sacarle información a ese negro fumeque. ¿Y si lo dejo pasar, le meto un combazo en la mitra, lo duermo, lo ato a una silla y le quemo las uñas para sacarle información?, elucubraba Giani.

Gonzalo se había desconectado al tratar de darse una decente respuesta a cómo era posible que estuviera hablando con una rata.

Sí, sí, decirme, se apresuró Puty, volviendo a asumir su papel de negro fentanílico.

Unos mariachis han estado jodiendo afuera de mi residencia, dijo Giani. Tú seguro los has visto.

Sí, yo ver, yo ver, dijo Puty.

¿Tú sabes quiénes son esos conchasumadres?, exigió Giani.

Sí, yo saber, yo saber, se entusiasmó Puty.

A ver, pasa para que me cuentes todo lo que sabes, negrito.

Ña, ña, asintió Gonzalo.

Giani le pasó la llave por la compuerta y al siguiente instante Puty ingresaba en la casa de Groover.

***

Ay, carajo, me duele, conchatumadre, chilló Puty.

Quién te mandó a husmear aquí, malparido, instó Giani. Tenía un soplete en las garras, y paseaba su burlona flama por las uñas de las patas del Profe Puty. ¡Habla!

La tortura ocurría en la diminuta sala del domicilio de Groover, quien dormía muy cerca de la silla donde Puty era flambeado. Al lado, en el sofá, Groover seguía roncando, inmune a los alaridos del maestro.

No te quejes tanto, negro, que al final te estoy haciendo un favor quemándote las patas, porque de pasada te estoy matando esos hongazos que tienes ahí. Mira esas uñas todas amarillas, conchatumadre. Ni yo que soy una rata tengo las garras así, negro. Gracias a Dios a mí me educaron muy bien en la limpieza en mi querida Apurímac. Ay, suspiró Giani, cómo extraño mi pepián de cuy, mi kapchi de habas, mi chairo apurimeño, o, mejor aún, comerme un pejerrey recién pescadito en la laguna de Pacucha. Qué delicia, carajo.

Recurrente y ferviente odiador de la raza andina como era, Puty explotó ante la sola mención de aquella región peruana y sus indigestos platillos.

¡Chanca basura de mierda, serrano reconchatumadre, sácame de aquí! A mí me enviaron para descubrir quién puta le ha mandado mariachis al vago ese que está roncando ahí.

Tranquilo, profe. Yo sé quién está detrás de los mariachis -un saludo a Australia, tierra linda-. Pero no le voy a dar el dato tan fácil al Cholo Berrocal, que sé que es el cojudo que te ha mandado para acá. Ese cholo de mierda se come a mi Groover, a mi pata con quien chupo y fumo todos los días. Yo no voy a permitir que ese serrano platudo siga poniendo en perro a mi causa Groover. Yo soy su primer defensor. Y no te metas con mi etnia apurimeña, mendigo digital; que puede que sea un inmigrante peruano y serrano en los Estados Unidos, pero tengo los huevos bien puestos, bujarrón. A ver, dime si te gusta que te queme los huevitos.

La punta volcánica del soplete merodeó coquetamente sobre los huevos ennegrecidos de Puty. Los pendejos, que los tenía profusos, enrulados y largos, muy probablemente también apestando, se calcinaron rápidamente, y la bolsa escrotal, oscura como el porvenir de los peruanos, empezó a tomar luctuosos ribetes.

Chanca basura de mierda, serrano reconchadetumadre, hijo de la escoria, déjate de huevadas, serrano de mierda. A mí la gente de Apurímac me llega a la punta del huevo, carajo, profirió Gonzalo fútilmente.  

***

Ñaja, ñaja, dijo Groover, te encanta enviarme pizzas con gusanos, mutilar a los caballitos que escudan mi vivienda, y mandarme a unos mariachis maricones, ¿no?

En la mano del provecto YouTuber, se agitaba con paciente ánimo bélico un filudo cuchillo. Sobre una tabla de picar, yacía sojuzgada, por la gruesa mano izquierda de Groover, la cabeza del Tío Marly, una testa similar al glande esmegmoso de un perro tabernero. Los ojos del prisionero parecían acólitos irresolutos del Señor de los Milagros por lo morados que estaban. Previamente, habían merecido la furia de los puños de Groover. Marly apenas si podía hablar.

Ahora te voy a cortar la lengua, conchatumadre, a ver si así hablas sin escupirle a la gente, maldito. A ver si así empiezas a respetarme un poco, carajo.

Le estiró la lengua y, para mantenerla extendida, le clavó un alfiler en la punta. Los bordes laterales de ese órgano lucían muy blancos; signo inequívoco de una tremenda invasión de sarro. Groover se acercó a olerla. Quiso vomitar.

Y encima te apesta la boca, malnacido. Con razón pagas putas para cachar. Porque qué mujer en su sano juicio se atrevería a besar ese hocico que huele a culo.

El cautivo, huérfano de fuerzas, apenas si oía las afrentas de Groover; se hallaba más de cerca de allá que de acá.

Ahora te voy a cortar esa lengua de mierda con la que tanto daño me has hecho. Tu lengua será mi trofeo, la chuleta para mi próximo programa de “Cuchillos Largos”.

Groover aproximó el cuchillo a la blanquecina y hedionda lengua de su rival, calculando en qué parte aterrizar el refulgente filo, dónde empezar a cercenar ese apéndice que había popularizado a la comunidad de la Brutalidad con su misoginia, su racismo y su pretendida pituquería.

***

El corte fue preciso, como de cocinero con tres estrellas Michelin.

Tras separarse de su lengua, el cuerpo de Marly cayó como cualquier huevada sobre el piso ensangrentado, rojo como la envidia de Cambrito a los burgueses miraflorinos.

Groover tomó la lengua de Marly y la arrojó al asador.

Pssssshhhhh, fue el delicioso chisporroteo con el que fue recibida la lengua en esa parrilla al carbón.

¡Qué rico, carajo! Ya puedo oler cómo se cocina tan rico esa chuleta, esa lengua viperina. ¡Cómo me lo sabroseo!

***

Quiero mi chuleta, quiero mi chuleta, se despertó Groover. ¡Qué rico huele, conchasumadre!

Únicamente las fragancias culinarias más exquisitas podían despertar a Groover, sibarita callejero, de sus más plúmbeos sueños. Había paseado su paladar por todos los agachaditos y mercados de Lima y Newark. Si alguien reconocía el ahumado olor de un noble solomillo o de un generoso chuletón de modo impajaritable, ese era Groover.

Quiero mi chuleta, repitió, antes de darse cuenta de que no le había cortado la lengua a Marly ni la había echado a la parrilla; más bien, un cuerpo humano chisporroteaba ahí, a su lado. Muy cerca, la cola desesperada y la panza saltarina, Giani, su rata amiga, trataba de sofocar el incendio.

Ya era hora de que te despertaras, cojudo. Ayúdame aquí. Putamadre, se me pasó la mano con este infeliz. Se me quemó este huevón.

¿Quién es?, dijo Groover, alarmado, no tanto por que se acababa de segar una vida humana -eso le llegaba al pincho-, sino porque se le podía quemar la casa, el nidito de amor que sostenía con el Cholo Berrocal.

Un cojudo que nadie va a extrañar. Ayúdame a apagarlo. Al toque, demandó Giani.

Groover tenía la solución. Siempre que despertaba de sus hondos sueños inducidos por el alcohol y las drogas, se le venía una gran corriente de pichi a la punta de la pinga.

Se sacó el pájaro y empezó a mear al calcinado, sin saber que estaba rociando con sus orines el cuerpo del Profe Puty, quien en vida había sido un docente capaz de lactársela a cualquiera que tuviera una prodiga billetera dispuesta a dejar caer de ella monedas como cántaros de lluvia en el arenal de Villa El Salvador. 

Tras unos pocos minutos de torrencial meadera, el fuego desapareció.

Bien hecho, Groover, mi amor, dijo Giani. Ese cojudo fue uno de los huevones que te mandó los mariachis. Muerto el perro, muerta la rabia. Ahora sí podremos fumar en paz.