Un grito la
despertó. Era el berrido de un bebé que, ella sabía, no era el suyo, porque hacía
tiempo que sus hijas se habían hecho señoritas. Entonces, ¿de quién era ese
mocoso infiltrado en su habitación? ¿A qué irresponsable madre le pertenecía
ese pequeño monstruo?
Con los
ojos resistiéndose a abrirse del todo, tanteó por el celular en la mesita de
noche, pero no había mesita de noche. Tampoco celular. El grito volvió a reverberar;
esta vez más fuerte que antes.
Saltó de la
cama y descubrió, con un estupor que ahora sí le abrió los ojos, que el lugar
donde estaba no era su habitación, que ese no era su piso, que esa no era la
suave oscuridad de su residencia en el distrito de San Borja, una de las zonas más
acomodadas de Lima.
El piso era
de tierra. Sintió a un ejército de bichos trepándosele por los dedos, recorriendo
sus tobillos desnudos y desparramándose, en bárbaro festín, por todo el resto
de su cuerpo tres veces presentado a la presidencia del Perú.
Con el andar
de los segundos, pudo reconocer, clavado en una viga de madera, la forma de un
interruptor de luz. De un salto, porque la habitación era estrecha, lo encendió.
La humilde luz
amarillenta la cegó un momento, pero luego reconoció, con horrendo pavor, que
se había convertido en una de las señoras a las que ella solía regalarles
tapers con papas fritas y polos baratos anaranjados a cambio de rabiosos
aplausos en los mítines y votos masivos en las elecciones.
A más
tapers, más votos y más posibilidades de ser presidente; aunque esa fórmula no le
funcionó en ninguna de las tres veces en que se postuló, pero sí que le fue
útil y rentable para que la mayoría congresal fuese solo suya, gobernando al
país sin la necesidad de que sea la cara visible y usualmente denostada.
Así, desde aquella
vez en que perdió en segunda vuelta contra el viejito lobista de apellido
polaco, derrocó a un presidente tras otro -aunque había que reconocer que cada
uno de esos especímenes había contribuido grandemente con sus tropelías,
desidias y sorderas a su propia destitución-, logrando que el Perú tuviese, en
promedio, un mandatario al año.
Con horror,
se vio a sí misma correr hacia la caja de leche reforzada con pedazos de madera
en cuyo interior un crío de no más de un año chillaba enloquecedoramente. Lo tomó
en sus brazos y, con asco, se vio a sí misma sacarse, por debajo de un ancho y
viejo polo de Fortaleza Popular, su partido político, una teta marrón de pezón
oscuro que fue succionado con desespero por la famélica boca infantil, enmudeciendo
inmediatamente.
Conteniendo
la avidez por echar a la basura a ese niño extractor, giró sobre su sitio con
lentitud para descubrir conscientemente en qué clase de agujero había
despertado. Se preguntó, mientras observaba las paredes de triplay, el techo de
calamina agujereado y los objetos prácticamente sacados de la basura, dónde había
quedado su lujosa y cómoda residencia de San Borja, mantenida y sustentada con
el dinero del partido político que le era provechoso no para servir al Perú
sino para vivir de él con unos ingresos que superaban al de cualquier
presidente de directorio de empresa minera. Porque hasta alguno de ellos
también le giraba, muy por debajo de la mesa, casi subterráneamente, como las
galerías que construían para extraer el mineral, generosas y abultadas bolsas
de oro.
Entonces
vio que un niño descalzo y semidesnudo se le acercó y le tironeó del polo. Le aproximó
una mano huesuda que descubrió entre sus dedos unas monedas y un par de
billetes fruncidos. Le explicó que era el resultado de las ventas de la noche
anterior. Se lo estaba entregando todo. Se vio a sí misma coger el dinero con
una mano mientras que con la otra continuó sosteniendo al infante que no paraba
de chuparle la teta aguada. Se oyó a sí misma decirle que durmiera un poco
porque dentro de poco tendría que volver a salir para vender esa otra bolsa de
caramelos.
Sin poder
ejercer el respectivo control sobre su cuerpo, se dejó arrastrar por el papel
que desempeñaba en la sociedad de los que no tenían ni voz ni rostro y preparó
unas cincuenta manzanas acarameladas con un almíbar hecho con el agua de lluvia
recogida en un balde, en donde se mezcló también mucho de su sudor de madre
luchona.
Desayunó
una de las manzanas, que compartió con el niño que ahora se despertaba tras un
par de horas de sueño para volver a la calle a vender otra bolsa de confites.
Tras él, salió ella. Recorrió todo el Centro de Lima vendiendo las manzanas con
su bebé a cuestas.
Entre las
ocho y las diez de la noche, entró al ruedo de los cómicos ambulantes del
anfiteatro Chabuca. Uno de ellos la ayudó a vender algunas manzanas a cambio de
unas burlas que giraron en torno de su gordura y su choledad.
Hacia la
una de la madrugada, vendió el resto de su melosa mercadería y emprendió el
regreso a casa.
Sí que había
sido un día intenso, agotador. Y todavía faltaba otro y otro y otro; entonces
despertó.
***
Cuando
terminó de grabar el TikTok en el que no apareció el ejército de empleadas que
le hacían de todo en la casa y en el que afirmaba que sus días eran intensos
porque debía atender a las reuniones en las que ella ideaba las nuevas formas
en las que su partido político debía extorsionar y coercer al país, se
repantigó en un sillón y se alivió al saber que el ser una menesterosa
vendedora de manzanas solo había sido una pesadilla.
Ese no fue
un día intenso, pensó, recordando su sueño; eso fue un infierno.