viernes, 4 de abril de 2025

NOVELA PERUANA "BRUTALIDAD" de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 11: Soldando caderas; defecando en vivo

 


Ya me enteré que encerraste a tu señora madre en un asilo, chico. ¿Qué procede?

¿Que procede de qué?, se defendió Groover. Lo que yo haga con mi madre no es asunto tuyo. Tu asunto es pagarme mes a mes el alquiler. Es más, continuó, echándole una mirada a su reloj, ya estamos a dos días de fin de mes. Ve preparando mi plata.

Justo de eso te venía a hablar, chico, dijo Eleodoro, el cubano, inquilino de uno de los dos cuartos que Groover arrendaba y con los que se proveía unos cuantos centavos muy necesarios. No te voy a poder pagar la renta este mes, chico.

Groover zanjó el tema rápidamente: Bueno, ya tú habrás leído el documento que yo mismo les entrego a todos los inquilinos que he tenido. En ese documento claramente está escrito que, si no se puede pagar una renta, se paga al siguiente mes la renta actual más la atrasada con el treinta por ciento de interés. Así que el próximo mes me cancelas lo de ese mes más este mes que no vas a poder pagarme y el treinta por ciento adicional. Así de simple, dijo Groover y se dispuso a cerrar la puerta de su departamento.

No, chico, replicó el cubano metiendo la mano en el menguante resquicio de la puerta para evitar que se cerrara. No me has entendido, chico. Tan fácil no es la cosa.

Yo la veo muy fácil, dijo Groover, tajante, volviendo a extender la puerta para plantarse firmemente ante el cubano.

No, pues, chico, es que no me entiendes. No te voy a poder pagar ni este mes ni el otro ni el próximo. Al menos, me tendrás que esperar unos cinco meses, calculo yo. Lo que pasa es que luego de ese tiempo puede que me salga un negocito, y entonces ahí te pago tus intereses y todos esos costos tramposos de tu contrato.

Groover no podía creer la desfachatez del tipo.

Oe, compare, dijo Groover, ya furioso, yo no te voy a estar esperando tu gana o tus negocios. Si no me pagas en dos meses y con los intereses estipulados en el contrato que firmaste, te voy a echar a la migra y ahí te quiero ver. Tú haz lo que quieras. Si no me pagas, ni te molestes en tocarme la puerta. Ya las autoridades se encargarán de hacer su chamba. Groover retomó la acción de cerrar la puerta, pero el pie del cubano, clavado en el umbral, se lo impidió.

No, hermano, eso no va a ser así. Si no te acomodas a mis tiempos, entonces ahora mismo te denuncio por haberte adueñado de las propiedades de tu madre y por haberla mandado a un asilo en contra de su voluntad, amenazó tranquilamente el inquilino.

Groover si rio en su cara. Anda nomás, hijito. Aquí voy a estar esperándote, a ti y a la policía.

El tipo aprovechó un descuido de Groover, quien había creído que con su sola impertérrita actuación había hecho recular al demandante, para ingresar a la fuerza en el departamento. Con su manazo de negro balsero, amortajó la boca de Groover y de un certero rodillazo en el estómago lo dobló. Tras ver a su arrendatario disminuido e indefenso, el cubano se bajó los pantalones. Ahora vas a saber lo que es bueno, acotó.

Si no juegas según mis reglas, añadió mientras le despojaba los calzoncillos a un apenas consciente Groover, te voy a hacer esto muy seguido, chico. Así, sin ningún prólogo amoroso o tierno, Eleodoro hizo que Groover empezase a gemir, tal cual lo hacía en las trasnochadas de su programa “Cuchillos Largos”.  

Al cabo de una media hora de gemidos y palmadas en las nalgas, la tortura que, en ciertos momentos, Groover no podía mentirse a sí mismo, fue más bien placer culminó. Groover quedó tendido en el suelo de la salita de su departamento. Apenas podía oír el rumor de los bocinazos en las afueras.

Ya lo sabes, chico. Si me he enterado que me has denunciado por no pagarte la renta o por haberte dado un poquito de mi amor, te lo voy advirtiendo desde ahora, volveré a partirte el culo.

Tras decir eso, se marchó.

Varias horas después, con las fuerzas algo recuperadas, Groover intentó moverse, pero el dolor que partió su alma y provino de sus caderas lo detuvo. ¡Carajo!, pensó, angustiado: me quebraron las caderas. Tras acopiar varios kilos de energía, se arrastró hasta alcanzar su celular que, en los forcejeos perpetrados por el cubano, había salido disparado hacia otro punto de la sala. Llamó al 911. Pidió ayuda. Me rompieron las caderas. Ayúdenme, por favor, dijo y exhaló el último hálito de consciencia.  

***

Marly es un tipo que necesita atención, dijo Cambrito.

¿Sí?, dijo Román, su tío peluquero, quien, situado detrás de él, se la embocaba.

O sea, no es un tema que tenga que ver con el dinero, porque su hermana se lo provee a manos llenas. Él mismo lo ha dicho en todas sus intervenciones, dijo Cambrito. Es un tema, me atrevería a barruntar, de identidad. Es decir, el tipo no sabe qué hacer con su vida.

¿Pero no era cocinero? ¿No se dedicaba a la cocina? ¿No era un gran chef?, preguntó Román, que enfocaba la mayor parte de su atención en empujarle los intestinos a su sobrino.

Sí, pero es inconstante. Está un rato cocinando, luego se aburre y dice que quiere recorrer Australia. Se compra o le regalan o no sé una combi y nunca la usa, y ahora se le ha dado por aprender a soldar. Pero siempre está pregonando todo lo que hace en sus intervenciones en el canal de Montes o en el que se ha abierto recientemente. O sea, hace las cosas para que los otros nos hagamos una idea de él, la idea de un tipo exitoso. Pero, en realidad, es un pobre huevón. Da pena. Da asco, a veces. Es tan pobre que lo único que tiene es dinero, sentenció Cambrito.  

Dices unas cosas muy elevadas, sobrino. Por eso te tengo aquí, aquí, dijo Román y procuró que su sobrino sintiese la cabeza de gato. ¿Y cómo es eso de que ahora está aprendiendo a soldar? Porque yo he sido soldador, sobrino. Me gané la vida soldando varios años antes de descubrir que mis manos tenían el prodigio de arreglar cabezas, de cambiar vidas.

Sí, se ha metido a soldar. Como te digo, estimado tío, ese Pelao Cabeza de Gampi no sabe qué hacer con su vida. Se siente inferior y por eso necesita mostrar las cosas que hace o logra con dinero ajeno para llenar el vacío de su discurrir vital. Si no muestra, no existe. Y ese es su calvario. Busca atención porque, en realidad, no es nada ni nadie en la vida, a diferencia tuya o mía.

El tío le imprimió más saliva al miembro para que este siguiese resbalando con suavidad en las profundidades de su dilecto sobrino.

¿Y tú que eres sobrino? No te subas al coche de las que hemos logrado ser alguienes en esta vida. Porque yo sí soy una coiffure que se respeta y muy decente. ¿Y tú?

Yo, yo,…, tartamudeó Cambrito. Bueno, yo no soy nada al igual que el Pelao. Solo que no tengo plata para hacer las huevadas que él hace. Si tuviera a alguien que me diese plata, créeme que la invertiría muy bien. No haría huevadas y desaparecería del mundo de la Brutalidad. Pero debo reconocer que también me gusta llamar la atención. Me gusta que la gente hable de mí y que se me nombre. Por eso siempre le pido link al Viejo para parlamentar con él en su canal, en su programa “Cuchillos Largos”. A pesar de que me ridiculiza y me minimiza, es el único modo que tengo de ser visto y escuchado, de que la gente sepa que al menos leo y expongo mis ideas con un vocabulario excelso.

Eres una cagada, sobrino. Tu vida es una basura. Si no fuera porque me procuras ciertos placeres, no te clavaria ni el perro. Pero te concedo que tienes madera de sociólogo. Estoy muy orgulloso de ti.

Mira, ya va a empezar el programa del Viejo. ¿Con qué locura nos saldrá ahora el Viejito Lindo? De repente, me deja entrar. Le voy a pedir link a ese enfermo psicopático, dijo Cambrito.

Oye, ¿pero tú no dices que ese viejo está loco y que es un caso clínico grave? Ahorita mismo lo acabas de confirmar. ¿Por qué entonces te gusta verlo y por qué entras en su programa y por qué cuando te bota como perro quieres volver a entrar? No te entiendo, sobrino, dijo Román, empujándosela esta vez con furia. Cambrito, sin embargo, no gemía. Era estoico como el Profe Puty.

Porque, ya te lo expliqué, querido tío. Ya te hice una exégesis. Porque necesito que la gente vea que soy un tipo culto. Si no hay camarita encendida, entonces ¿cómo se entera la gente de mi verbo florido? ¿Y cómo lleno este vacío existencial mío?

Yo te lo voy llenando con mi morcillón; no te preocupes, dijo Román y, ¡plaj!, le hizo sentir su humanidad entera como nunca antes.

***

Viejo, dijo Eva. Voy al baño un rato. Me estoy cagando. Llevaba más de dos botellas de vino encima. Ese era el limite de su cabeza para el trago. Por ello, su vocabulario, de común sosegado, estaba ahora salpicado de lisuras aquí y allá.  

Groover era pragmático: le pagaba a Eva para que se emborrachase en vivo.  

Ya, pero no te demores. Sin ti, se me caen las vistas, dijo Groover, quien, en el decurso de su show televisivo, solía conversar con Eva sin guardarle un mínimo respeto. Era común que la llamase bruta, puta, desgraciada, maldita entre otros oprobios de similar jaez. Eva, a cambio del dinero que recibía de él por participar en el programa, aceptaba con resignación su rol. Ella vivía en un cuartito muy humilde y muy estrecho. Sus ideas comunistas la habían llevado a la catástrofe económica.

La cámara de la computadora enfocaba directamente al bañito donde hacia sus necesidades. Los televidentes podían ver cómo Eva se despojaba de sus prendas y se sentaba a cagar.

Groover, excitado, hizo zoom y empezó a tocarse. Sí, Evita, sí, gemía, así, bótalo todo, eso, eso. Y cuando se oyó el sonido del tronco cayendo al agua del wáter, Groover pegó un brinco en su asiento y eyaculó. Así, así, bótame más caca, Eva, vamos, tú puedes, hazlo por tu Groover, por tu Viejito Lindo.

Los comentarios de sus seguidores se mostraban horrorizados. Le indicaron a Groover con urgencia que expectorase a Eva de la transmisión. Viejo cojudo, sácala del vivo. La idiota no se ha dado cuenta de que su cámara da al baño. Algo de indulgencia y buenas costumbres quedaba, a modo de fino sedimento, en las almas de los consumidores de la Brutalidad.

Sin embargo, Groover, inmerso en la contemplación de Eva, de su culito de araña, de sus piernas delgaduchas, ignoró las demandas. Continuó zamaqueándose el pene para lograr otra eyaculación: Así, así, dame más caca, Evita, me como tu caca, Evita, yo siempre te ame.

Cuando Eva procedió a limpiarse el trasero, Groover lamentó que el zoom de la cámara estuviese al máximo y no pudiera captar más detalles del proceso. Eva tomaba un cuadradito de papel y limpiaba su suciedad.

Groover no tenía cómo saber que, dos días después, el destino castigaría su blasfemia voyeurística enviándole a su inquilino cubano para que le rompiese las caderas.

***

Soy yo, Viejo, dijo el Tío Marly, ahora sí me voy con todo.

Groover había sido llevado de emergencia al hospital más cercano para ser tratado con urgencia. No podía caminar. El cubano, con su tremenda chala, le había quebrado las caderas. Ahora, medio consciente, veía ante sí al mismísimo Marly, su feroz enemigo en las redes sociales.

Mira, Viejo, me dieron mi título de soldador.

Se le veía muy feliz. Había logrado terminar algo en la vida: ya era soldador. Sí, aún carecía de experiencia, pero por algo se empezaba. A pesar de la falta de trabajos aplicados en su curriculum vitae, el primer ministro de Australia decidió enviarlo a Estados Unidos como líder del personal médico del programa de intercambio sostenido con dicho país. El Primer Ministro había dicho: Ese Trump está bien huevón si cree que nos vamos a quedar de brazos cruzados ante el aumento del 50% en las tarifas de exportación de nuestras mejores carnes australianas. Yo les voy a mandar la ayuda médica que necesitan, carajo. Marly había sido enviado en calidad de experto en soldadura de uniones óseas.

Te voy a soldar las caderas, Viejo, dijo Marly e hizo chispear su máquina soldadora.

Groover estaba calatito, las caderas rotas expuestas.

Marly miró al doctor: Usted dígame a qué hora procedo, doctor. Estoy listo. Me voy con todo.

Ya, cuando gustes, dijo el doctor. El paciente está listo.

Marly se caló la careta protectora y se acercó temerariamente a los huesos expuestos de Groover. Trató de recordar lo que el maestro le había enseñado cuando él, en lugar de prestar atención, hacía programa en su canal de YouTube. Ni siquiera fui capaz de entender las huevadas más básicas que decía el profe, se lamentó.

Vamos, operario, proceda, alentó el doctor. Demuéstrenos que el personal australiano es el mejor del mundo.

Groover, con mucho esfuerzo, protestó: Que no me toque, doctor, que no me toque ese huevón.

Calla, Viejo, cojudo, dijo Marly. Y alentado por el desprecio de Groover, le colocó las pinzas calientes en la boca. A ver si así se te quita lo soplete.

El doctor empezó a transmitir tan magna operación en su canal de YouTube cuando, de pronto, se atolondró: el Pato había empezado a llenarlo de bots.

Marly, extasiado, prorrumpió: Fue él, fue él, doctor. Groover le está mandando bots, dijo, señalando al paciente. Groover les manda bots a todos los canales de Youtube porque es aprista y es envidioso.

El doctor se quedó en una pieza. ¿Era esto un sueño o era realidad? Estos australianos sí que saben hacer su chamba, concluyó.  


viernes, 28 de marzo de 2025

CUENTO PERUANO "ANARKO PALMA" de Daniel Gutiérrez Híjar - Tú la tienes que pagar (Cuento inspirado en Palabra suelta no tiene vuelta)

 

Ojo por ojo; la esencia de todas las venganzas.

John Katzenbach

 

¿El mismo día de su boda?

El mismo día, confirmó.

¡Increíble! ¿Y qué hizo su viejo?

El huevón del viejo no hizo mucho. Solo se limitó a pedir disculpas por la fuga de su hija poniendo cara de cojudo.

Yo, en su lugar, le hubiera sacado la mierda al novio. ¡Imagínate! Que alguien le diga puta a mi hija en su propia boda. Y que ese alguien encima sea su futuro esposo. ¡Ta huevón! Yo lo hubiera destrabado a puñetazos ahí mismo.

Yo también, cojudo.

Los dialogantes empinaron los codos. Las gargantas bañaron su sed y quedaron listas para continuar con el cotillón.  

¿Y dice que la chibola no ha salido de su cuarto desde ese día?

Así es, dijo el otro tras contener un eructo. Con las justas deja que la vea su vieja y una sirvienta que tiene.

Se vaciaron una botella más de vino. Las voces ya no eran discretas; tronaban en el ambiente, jalonando las orejas de los borrachines vecinos.

Puede ser el engreído de quien chucha quieras, pero por algo el virrey no fue a su boda. Al virrey le llega al pincho todos los galardones de ese huevón, porque sabe que, en el fondo, es un buen pedazo de mierda. Y eso quedó confirmado, compare, porque solo un gran pedazo de mierda llama puta de mierda de su mujer en plena boda. El eructo que colofonó lo dicho fue remecedor. Continuó: Como dice el dicho, la mona, aunque se vista de seda, mona se queda. Y ese compare siempre será un bruto por muy importante que sea o llegue a ser en la corte del virrey.

¿Qué has dicho, imbécil?, dijo Sebastián, brigadier español a quien, sin duda alguna, iban dirigidas esas acres palabras. Repíteme lo que acabas de decir, malparido, volvió a ladrar el militar, que también acababa de ser nombrado gobernador con la anuencia de Fernando VII, rey de España.

¿Qué parte quieres que te repita? ¿Cuando digo que eres un bruto?, dijo el interpelado, sin dar trazas de sumisión.

Sebastián desenvainó su espada.

Esta espada, miserable de mierda, me ha llevado a puestos y rangos que cualquier militar soñaría con conquistar a los treinta años. Y con esta misma espada voy a hacer que tu cabeza termine en este suelo mugre, oe, reconchatumare, si no te me retractas ahorita mismo, dijo Sebastián.

A eso me refiero, dijo el amenazado sin perder la compostura u orinarse en los pantalones, a pesar de que la punta de la espada de Sebastián oscilaba a pocos centímetros de su cuello. Perdiste a tu mujer por llamarla puta en plena ceremonia. ¿A quién se le ocurre? No eres capaz de ser un noble caballero como lo aseguran tus títulos. Eres un huevón cachaco más, como cualquiera de nosotros aquí. Nada más. Solo eres eso. O, si no, demuéstranos que eres un caballero. Trata de hablar sin decir lisuras, sin ladrar groserías. Que tu lengua tenga la nobleza de tus muchos títulos, huevonazo.

Cada palabra fue un sablazo en el ego de Sebastián. Cada admonición fue mucho más filuda y efectiva que esa espada que lenta e impotentemente se volvía a envainar.  

Tras sostenerle la mirada a su fulminante crítico, Sebastián abandonó el lugar.

***

Oye, le dijo el hombre a su mujer, la próxima semana se cumple ya un año de la boda frustrada de la bebe, ¿no?

La mujer, que bordaba tranquilamente acomodada en uno de los sillones del amplio salón de su palacete ubicado a pocas cuadras del palacio del virrey, dijo, con puntillosa precisión: Han pasado cincuenta y una semanas, un día y diecisiete horas. Cómo olvidarme de esa fecha si desde ese día nuestra bebe se refugió en su alcoba sin salir para nada. Es como si se me hubiera apagado el alma. ¿Te imaginas lo que ha sido para mí todo este tiempo sin gozar de su bondadosa sonrisa, sin regocijarme con sus gráciles movimientos o sin respirar de la dulce música que le sacaba al piano?

El hombre puso cara de circunstancia. Su esposa, aunque exagerando como siempre, tenía razón. El ambiente de la casa no era el de antaño. La razón radicaba en el encierro autoimpuesto de la niña de la casa. Y todo por la culpa del militarote aquel que no supo guardar las formas.

La mujer completó: Pero ¿cómo se le va a pedir guardar las formas a un militarote bruto? Esas bestias nacieron para rumiar y balar entre sus iguales. Por muy generales que sean, siempre serán unas bestias.

El hombre vio pasar, allá por el corredor que daba a la cocina, al negro Tomás, llevando un plato humeante de frejoles.

Oye, ven para acá, negro cojudo.

Tomas pegó un respingo, poniendo en riesgo la integridad del plato. Se acercó diligentemente a su patrón.

Mi señor, ¿en qué le puedo servir?

Oye, ayer te dije que no te quería ver dentro de la casa en un mes, ¿qué mierda estás haciendo aquí entonces? ¿O yo hablo por las huevas?

El negro sonrió inocentemente.

Pensé que lo decía en broma, mi señor.

¡Cuál broma, oye, cojudo! Bien clarito te dije que no quería ver tus patas hollando mi piso por un mes. ¿Ya pasó un mes? No, ¿verdad? No ha pasado ni un día y tú ya me estás desobedeciendo. ¿Dónde está la india?

La india era la india María, que trabajaba como supervisora del personal del hombre.

Dígame, patrón, apareció María, que había estado espiando la situación desde la cocina.

Ahorita mismo dile al indio de tu marido que me ponga a este negro en el cepo y que le metan cien latigazos. ¡Pero ya mismo, india! O si no, tu marido y tú se le van a unir en el cepo a este negro sabido.

¡Alto!, se escuchó de pronto una voz que no podía ser otra que la de Manuelita. No voy a permitir que algún día te terminen cruzando la espalda a punta de latigazos, papá, continuó ella mientras bajaba al salón, lugar donde ocurría la trifulca despertada por la causa de Tomás.

Al ver a su hija por fin abandonando la habitación en la que se había auto recluido durante casi un año, saltó de alegría y olvidó por un momento el castigo que le estaba dictaminando al negro Tomás.

¡Hija mía, hija bella, por fin te recuperaste, mi amor! El hombre, con los brazos abiertos, corrió hacia la jovencita.

Ella tenía el semblante serio, los brazos caídos, uno de ellos apoyándose ligeramente en el barandal.

No, pues, mamita bella, dijo el hombre al sentir el ánimo de su hija. No te vas a poner así porque le llamo la atención a ese negro miserable, ¿no?

No quiero ver cuando todos ellos, argumentó la joven, señalando a la servidumbre que se apretujaba detrás de las paredes de la cocina porfiando por no perderse el chisme y el destino del negro Tomás, nos hundan un puñal en el pecho en venganza por todas las atrocidades que les hacemos, que les haces tú.

¿Cómo crees que estos miserables se van a atrever a clavarme un puñal? Primero los mato yo. No hables tonterías, mamacita, se deshizo en mieles el hombre.

No vuelvas a humillar a alguien, padre. Te lo suplico. Si vas a castigar, castiga, sé justo; pero no humilles. La venganza quizá no recaiga en ti ni en nosotros; pero seguro lo hará sobre tus nietos o bisnietos.

Luego, la muchacha se acercó hacia donde estaba su madre, quien era toda lágrimas por ver a su princesa liberándose de su auto impuesta reclusión.

Madre, calma, pidió serenamente la joven. Envía a nuestro heraldo a la casa de mi todavía esposo con el mensaje de que dentro de tres días retomaremos la ceremonia que yo interrumpí al oír de su boca uno de los peores insultos que jamás hube recibido en mi vida. Que le diga también que en esa ceremonia arreglaremos el asunto de la ofensa.  

Los ojos de la vieja mujer saltaron henchidos de esperanza.

***

Sebastián fue a contarle la buena noticia a su mejor amigo: Oye, cojudazo, mi esposa me acaba de perdonar. Me levantó el castigo. Estoy feliz, huevonazo. Hoy yo pongo los vinos. Vamos a celebrar esta victoria.

¿Qué?, dijo el amigo, perplejo. La acción de la esposa de su camarada había sido definitiva y contundente. Entonces, ¿cómo así reculaba? Y ¿por qué después de casi un año? Necesitaba escuchar cada detalle de esa nueva. Claro, vamos. Tienes que contármelo todo.

Claro, cojudo, te voy a contar todo misma vieja chismosa.

Los hombres echaron a andar.

Pero para empezar te diré, dijo Sebastián, que ninguna mujer puede dejar pasar la oportunidad de que este pecho sea su esposo, uno de los más leales y reconocidos caballeros del virrey y del rey, carajo. Debía de estar loca mi mujer para echarme al cesto de la basura, así como así.

***

La decoración era idéntica a la de aquel infausto baile. Se diría que, prácticamente, el evento nunca se hubo interrumpido por casi un año, que continuaba como si ningún ultraje verbal hubiera ocurrido.

Los invitados conversaban básicamente los mismos temas que el año anterior, aunque la mayor interrogante se cernía sobre la actitud que demostraría la novia-esposa al aparecer en el salón. El esposo, postergado un año de sus funciones maritales por la intempestiva huida de su esposa, se mostraba ahora circunspecto, ajeno a las risas, el talante tieso, como si hubiese recibido un entrenamiento acelerado pero efectivo de etiqueta y normas de conducta. La risa, cuando la mostraba, era regia y breve; su andar ya no el del militar de corralón sino el de un caballero medieval.

La corte de músicos tocaba melodías apaciguadas que invitaban al sereno acompasamiento.

Los bocaditos destinados a robustecer el ánimo de los circunstantes eran apenas algo más deliciosos que los servidos el año anterior. El vino circulaba comedidamente entre las parejas y entre los señores que hacían lobbies para que el virrey les concediera privilegiadas atenciones en sus negocios.

Solamente la corte musical continuó liberando melodías cuando se vio la grácil figura de Manuelita descendiendo armoniosamente por el escalonado de mármol. Se sujetaba levemente de la baranda, con garbo, la cabeza en alto cubierta por un velo de liviano color que disimulaba sus facciones. Los invitados y familiares enmudecieron.

El postergado esposo, el militar, luciendo el mismo uniforme de gala con el cual se hubo pavoneado el año pasado, regio y comedido, se acercó a la desembocadura de la escalera para recibir a su mujer. Para su sorpresa, ella, a tres escalones ya de encontrarse con él, desplegó los brazos cual cóndor que se aprestaba a alzar vuelo tras haber detectado a alguna despreocupada presa solazándose en alguna lejana pastura.

Carajo, pensó Sebastián, luego de un año de ausencia, de no vernos absolutamente nada, de pronto me recibe con esa sonrisa angelical y los brazos extendidos. ¡Increíble!

A pocos centímetros de él, Manuelita replegó el brazo derecho y se lo llevó al escote. ¿Será que le está picando una teta?

Un segundo después, ambos amantes fundieron sus cuerpos en un abrazo al pie del primer peldaño de aquella señorial escalera.

De pronto, la mirada del militar fue una mezcla de confusión y de angustia. Miró a los ojos de su esposa. Trató de buscar en ellos la respuesta a la quemazón que sentía en pleno pecho. Y la encontró: venganza. Los labios de la mujer comenzaron a modular lo que sus ojos ya le habían revelado: Me cagaste en público y en público te cago a ti.

Esas palabras marcaron el chorreado descenso del cuerpo del hombre hacia el suelo.

La exhalación de macabra sorpresa fue unísona en el gran salón. Todas las miradas recayeron sobre el mango del puñal que sobresalía por encima del corazón del postergado esposo. La sangre manaba ferozmente con cada uno de los apagados latidos del agonizante, aunque ya inconsciente hombre.

Como si nada hubiese pasado, la mujer, con la misma flema con la que descendió por los escalones, volvió a subirlos, ignorando los crecientes murmullos que empezaban a colmar el lugar, sabiendo que por fin había lavado, del modo más satisfactorio posible, una herida que no había dejado de sangrar durante todo un año.

Una sonrisa de complacencia iluminó su regreso a la habitación en donde había maquinado serenamente y durante doce meses su deliciosa venganza.


CUENTO PERUANO "ANARKO PALMA" de Daniel Gutiérrez Híjar - Con el amor de una mujer no se juega (Cuento inspirado en La gatita de Mari-Ramos que halaga con la cola y araña con las manos)

 


En la venganza, como en el amor,

la mujer es más bárbara que el hombre.

Friedrich Nietzsche

 

No cabía duda; él mismo acababa de ver, por el agujero de la puerta que lo mantenía ¿a salvo? de lo que ocurría en la otra habitación, cómo la mujer a la que tantos chicoleos le había dedicado clavó tremendo puñal en el corazón de aquel infortunado.

Y encima tuerce el puñal, mira, ve, se angustiaba Fortunato, el ojo, aún curioso y aterrado, prendido de la abertura de la cerradura de la puerta, obediente, a pesar del baño de sangre del que era testigo, a la indicación de la asesina: Quédate aquí. No vayas a salir por nada del mundo.

Y hacía un ratito nomás había estado tirando con él. ¿Era su marido? Entonces, ¿por qué lo está matando? ¿No se supone que el muerto debería ser yo? Las preguntas sin respuesta, que nacían precipitadamente en la cabeza de Fortunato, amanuense de la escribanía mayor del gobierno del virrey de Croix, ganaban volumen en posibilidades y suspicacias para luego chocar entre sí y tender aún más oscuridad en el asunto.

Veía sin ver, por eso, no se dio cabal cuenta de que Benedicta le acababa de abrir la puerta y, extendiéndole una mano, lo invitaba a salir de su reclusión. Ya todo ha terminado, le dijo. Él vio el vestido macabramente salpicado de sangre ajena y el rostro angelical de la mujer que tanto codició tiznado con el aura de la muerte. Si me quieres a tu lado por el resto de la eternidad, debes hacerme un tremendo favor. Fortunato tomó su mano, se levantó de la posición a la que el miedo lo hubo reducido y se aprestó a regresar nuevamente al mundo real.

¿Qué favor?, dijo, con una voz que intentaba sostenerse por sí misma.

***

Yo no me voy a casar con ese viejo apestoso, afirmó Benedicta, bella limeña de muy humilde condición. Sus padres habían fallecido trágica e inexplicablemente sin haberle dejado herencia alguna. Solo porque es su amigo y tiene plata no voy a aceptar que usted me case con ese viejo, tía. ¿Nunca le ha sentido usted que la ropa le apesta a pichi? Es asqueroso.

A mí no me engañas, pendeja, respondía la tía, persiguiendo a la sobrina con el palo de la escoba. Te haces la mosca muerta cuando bien que ya conoces cómo sacarles la leche a los hombres.

Dada la pequeñez de la casa, la insolente e indomable sobrina terminaba recibiendo los duros golpes que la vida les reservaba a sus más descollantes engendros.

***

La vieja no sospecha nada, le dijo Benedicta.

Pero yo soy un tipo con muchas ambiciones, mi amor. No creas que voy a ser pobre toda mi vida. Pronto voy a despegar, soñó Aquilino, sosteniendo y besando la mano de su amada. Para que me acepte, dile a tu tía que soy un hombre de grandes ambiciones, mi amor.

La bruja de mi tía no quiere ambiciones, Aquilino. Ella quiere plata; monedas contantes y sonantes ahora mismo. Y eso solo me lo puede dar el viejo decrépito con el que me quiere casar, dijo Benedicta, odiando a su tía, detestando al mundo por pincharle la burbuja de su acrisolado amor con sus dardos de plata y conveniencias.

Entonces, vámonos, huyamos. Con gente como tu tía no se puede conversar. Nunca va a entender la naturaleza de nuestro gran amor. Aquilino era veloz. Mientras le hablaba de amores en fuga y pasiones guiadas por la ternura y la fe, la había despojado de todititas sus ropas. Tenía la pinga dura y lista a hundirla en donde tanto deseaba.

***

Me encontré por Acho a la puta de mi sobrina, dijo doña Bernardina, la voz bronca e intimidante.

¡Caramba, comadre! No se exprese así de la muchacha, dijo Pancracio. No llegué a casarme con ella, pero siento como si hubiera sido mi mujer. Le tengo cariño a su sobrina, comadre. Respete mis sentimientos.

¡Qué sentimientos, compadre!, retrucó la viejecilla, quien, a pesar de su frágil apariencia, era una megera de cuidado. Esa puta debió haber pensado en su futuro. Lo ha dejado a usted, la seguridad que le podía usted dar, por ir detrás de un pezuñento muerto de hambre, bufó.

Las muchachas de estos tiempos ya no piensan con la cabeza, comadre. Ahora se las pasan en las nubes soñando con muertos de hambre de cara bonita que luego terminan dándoles una vida de perros. Así es, comadre. Más no se puede hacer. Yo, sí, estoy solo, pero muy bien económicamente hablando. Plata no me falta, para qué. Mi negocio cada día está más fuerte, dijo Pancracio.

¡Qué suerte, compadre!

Cuál suerte, comadre. La suerte no existe. Es trabajo puro y duro. Fíjese que el mayordomo del virrey es ahora mi casero, comadre. Todos los días va a comprarme los huevos para el desayuno de su jefe.

¿Y por qué le compra a usted y no a los tenderos que tienen sus negocios más cerca de palacio?

Por el trabajo, comadre, por el trabajo que yo sí me doy de aguantarle sus tonterías. El mayordomo quiere que los huevos tengan ciertas medidas y cierto peso. Y ninguno de los otros tenderos, por flojos, se da el trabajo de complacerlo. Yo sí me doy ese trabajo. Y le tengo la paciencia para que escoja los huevos que le llevará al virrey. Y eso me ha generado que él disponga que gran parte de la verdulería y carnicería que se come en palacio provenga también de mi tienda. El relato que ensalzaba sus cualidades fenicias lo llenaron de orgullo y los ojos le brillaron. Así que aquí no hay suerte, comadre; hay trabajo, trabajo y más trabajo.

La cojuda de mi sobrina se perdió a un gran hombre, dijo la mujer con pena y rabia por no poder disfrutar parejamente de las ingentes monedas que su compadre generaba gracias al virrey de Croix.  

***

Luego de unos minutos, Fortunato se armó de valor para dejar de coser el cuerpo del muerto al costal que Benedicta le había alcanzado.

No solo hay que meterlo en el costal, también tienes que coserlo al costal, le había indicado ella mientras él aún trataba de procesar lo que aquella mujer de apariencia angelical había hecho hacía unos momentos.

Mira; a este costal le he cosido este cinturón de rocas para que el cuerpo se vaya derechito al fondo del río, que es donde pertenece este infeliz. Por eso debes asegurarte de que el cuerpo quede bien cosido a esto, le había dicho Benedicta. Todavía en shock, el cuerpo temblando, sin saber cómo estaba siendo capaz de perforar con esa tremenda aguja la piel de un ser humano y pasarle una gruesa cuerda por entre las venas, dejó su labor y le preguntó por qué, por qué había apuñalado así a ese hombre.

Porque me convirtió en esto, dijo ella, ocupada en limpiar el desastre sangriento que decoraba macabramente la escena.

No entiendo, dijo Fortunato.

Porque jugó con mi honra. Me prometió amor, una familia, un nombre y lo primero que hizo luego de usarme como su puta fue irse detrás de lo que verdaderamente adoraba: la plata. Se largó a Cerro de Pasco en donde se hizo minero y casó con una cojuda de buena familia. Y yo, yo me quedé aquí, deshonrada en esta ciudad de mierda que te juzga con la mirada y te cierra las puertas de la honra y de la moral ni bien creen que no pasas por la horma de sus calzados. Y me volví costurera. Por eso, apenas me veías salir de este cuartucho. Solo salía de aquí los jueves y los domingos; los jueves para recoger y dejar los trabajos que me encargaban, y los domingos para ir a misa. Este cuartito miserable ha sido mi hogar gracias a que este hijo de puta jugo conmigo y con mi honra. La vieja de mi tía me botó de su casa cuando me escapé con él. Mi tía era otra loca de mierda que quería casarme con un viejo millonario, pero gordo, feo y apestoso.

Con el correr de la historia, Fortunato halló confort y alivio; logró ponerse en los zapatos de su amada. Claro, Benedicta estaba en todo el derecho de vengar esa injuria. Si él hubiera sabido toda esa historia, él mismo le habría hundido el puñal al desgraciado este que he vuelto a coser al costal, ahora sí convencido de que se merece este final.

 ***

¿No hay nadie?, dijo Benedicta.

Nadie, confirmó Fortunato, la cabeza zambullida en la más absoluta oscuridad de las once de esa noche limeña. ¿Crees que podremos llevar el cuerpo de este imbécil hasta el río? ¿No será muy peligroso?

A esta hora, hasta el diablo tiene miedo de salir, dijo fríamente Benedicta. Nadie nos va a ver.

¿Pero y si nos ven?

Eres terco, ¿no?

¿Terco? No. Lo que pasa es que me estoy cagando de miedo, se franqueó Fortunato.

Oye, por si acaso, a mí me gustan los machos; no los maricones. Si te vas a poner en ese plan, lárgate ahorita mismo de mi casa y no vuelvas a buscarme más. Y si dices algo de lo que has visto aquí, ya sabes cómo soy tan capaz de usar un cuchillo para vengarme cuando me lo propongo, expuso Benedicta. Por la mirada, ahora algo más resuelta de Fortunato, el punto había quedado claro.

***

No te puedo creer, dijo Carla. ¿Cómo no se pudo haber dado cuenta el huevón?

Yo creo que con el barajo de ayudarlo a acomodarle el muerto a la espalda, ni cuenta se dio de que ella le estaba cosiendo el costal al abrigo. Además, por el pánico que debía de estar sintiendo, no la sintió para nada, dijo Enrique. Se quitó la camisa y quedó en bividí. Tenía toda la confianza de que con unos cuantos minutos más, Carla caería redondita.

Qué fea muerte. Imagínate: soltar el costal y luego sentir que algo te arrastra a ti también, con costal y todo, hasta el fondo del río. Y el río Rímac encima. Qué fea muerte, se sorprendió Carla. La falda era corta. Los muslos invitaban a un mundo de fantasías sin par.

Entonces, ¿te quedo claro el cuento de Palma?, dijo Enrique. Carla le había pedido que la ayudara con la tarea de Literatura y él había aceptado en una. Había que ser bien cojudo para ser incapaz de explicar un cuento.

Sí, súper claro, dijo Carla, cuando sintió que una lengua empezaba a devorarle el cuello.


CUENTO PERUANO "ANARKO PALMA" de Daniel Gutiérrez Híjar - Cuernos (Cuento inspirado en "El encapuchado")

 


Esta niña es el mismo pie de Judas. Es más mala que la señora de***.

Antigua reconvención limeña

 

Amigo, tu hermano te está haciendo cachudo con tu propia esposa. Tienes que regresar cuanto antes a poner orden. Esa parte de la carta era la que le costaba procesar. Dejó de lado todo lo que estaba haciendo y fue a refugiarse en el bar de Lucas, su confesor y dilecto camarada.

Críspulo no me puede estar mintiendo, se decía el buen y justo don Gutierre de Ursán mientras fijaba la vista en cierta nube esponjosa que tenía toda la intención de embozar el protagonismo del sol matritense. Gutierre llevaba ya dos años en Madrid luchando por desenredar unos pleitos legales que, de estar diáfanos, le procurarían una apreciable cantidad de dinero. Le había encomendado a su hermano, Íñigo de Ursán, mozo apuesto y atrevido, no solo la gestión de la casa comercial que había fundado y hecho florecer sino también el cuidado de su joven y caliente esposa, la bella Consuelo.

Planificó sus futuros movimientos al abrigo de una gran y cálida taza de café. Estableció sus prioridades, desechó los falsos sentimientos y trazó un rumbo. Lo puso por escrito. Fueron cinco largas carillas entintadas. Ahí quedaron impresas las intenciones que decidirían el curso de su vida. La noche había caído con todo el frío que le permitía el invierno. Cerró el cartapacio donde escribió su resolución y salió a caminar, cargado con dos abrigos de muelle lana de camélido peruano.

***

Tengo un plan bellamente maquinado. Vas a ver cómo, dentro de poco tiempo, todo esto será nuestro y no tendremos que verle más la cara al imbécil de mi hermano, dijo el joven.

¿Estás seguro?, dijo la mujer, todavía cinco años menor que el joven que le recorría el cuerpo desnudo con las manos.

Totalmente seguro, mi amor, dijo él, acezando, babeando inconteniblemente, sintiéndose un dios todopoderoso haciéndole el amor a la bellísima esposa de su hermano en el propio lecho conyugal, una cama hecha para la cópula de reyes o de gentes principales. Ese plan lo concebí desde esa primera vez en que te hice mía, dijo el hombre. Y ahora, por fin, lo haré realidad. Ya está todo coordinado, continuó, feliz, satisfecho por haber previsto su futuro con la frialdad de un analista financiero.

Ella se levantó y, adoptando una postura que le rompería los sesos al cura más santo de la ciudad, dijo: Cómeme toda. Solo te quiero a ti. Él, sin vacilación alguna, saltó sobre el cuerpo de la mujer de su hermano, haciéndole el amor contra la pared.

***

Esta copa, hermano mío, que contiene el vino de la mejor producción que estas tierras me han dado desde que empecé con esta empresa, es para celebrar que, por fin, la bella Consuelo Loyola ha aceptado ser mi esposa, mi mujer. ¡Salud por eso, carajo!, celebró don Gutierre de Ursán, pujante empresario asturiano que había hecho en el reino del Perú una vasta fortuna.

¿Cayó por fin tu tan preciada obsesión, hermanito?, dijo Íñigo, hermano veinte años menor de don Gutierre, que, sin que lo sepa este último, ya se había tirado, en un par de ocasiones, a la flamante novia de su hermano.

Mis versos y mis atenciones terminaron por rendir ante mí a esa hermosa mujer. Me encargaré de que la boda sea pronto y por todo lo alto, tal como lo merece una reina de su talla, dijo, feliz, iluminado, don Gutierre.

Al mismo tiempo en que las copas de oro de los hermanos chocaban en el aire, uno de ellos, el menor y ladino, el que fingía responsabilidad y respeto ante el mayor, el pícaro Íñigo, planeaba visitar a la reciente conquista de su hermano para arrimarle el piano una vez más. Siempre era más rico tirarse a la mujer de otro, y ahora que Consuelo era eso, la mujer de su hermano, ya merecía una nueva visita sexual.

Te felicito, hermano, dijo Íñigo. Estoy muy feliz por ti. 

***

Ni cagando lo haces, dijo uno de los hombres.

Fuera, conchatumadre. Esta misma noche me enfrento al fantasma de mierda ese, dijo Miguel Amado, baladrón llegado hacía poco de las minas huancavelicanas con los bolsillos vacíos de dinero por haberlo derrochado todo en prostitutas y lujos que se fumaron entre más de un gandul.

Te vas a morir, cojudo, dijeron aquellos que alguna estima le tenían. No lo hagas, le aconsejaban. El dinero nunca vale tanto la pena como para jugarse la vida.

Vamos, que corran las apuestas, se entusiasmó Miguel. Al amanecer, volveré a ser rico, carajo, reflexionó gozoso al ver cómo, sobre su mesa, se apilaban bolsas y bolsas de oro de aquellos que apostaban a que no se atrevía a enfrentarse al fantasma de San Francisco.

***

¿Cómo lo encontraron al muchacho bocón ese?, preguntó una viejecilla que había salido a lavar sus calzones en la pileta de la Plaza Mayor.

Al pie del nicho de la Virgen Dolorosa, comadre, dijo otra, de la misma edad que la primera, pero con el rostro más ajado. Temblaba, tenía los ojos blancos y botaba espuma por la boca. ¡Qué horror!

Se lo tiene bien merecido por desafiar a las ánimas; sobre todo a esa que se sabe que vive en ese callejón, dijo la otra vieja, exprimiendo los calzones de su marido en el agua sucia de la pileta.

Ya tienen que cambiar esa agua, dijo la comadre. Este gobierno ya no se preocupa de nada. ¡Qué horror, comadre!

Un par de chiquillos jugaba muy cerca de las señoras parlanchinas. Aunque más que interesarse en los bastoncitos de madera que personificaban a los héroes y villanos de alguna trama que habían imaginado, parecían más atraídos por la conversación de sus mayores. Luego de haber escuchado lo suficiente, los muchachos se retiraron unos pasos hacia una de las esquinas de la plaza, la parte más polvorienta del lugar.

Viejas cojudas, dijo el más avispado. Creyendo en fantasmas cuando quienes andan en el callejón son gente peligrosa que te mata si no te dejas robar.

¿Quién te contó eso?, dijo el otro.

¿No sabes? Mi papá es uno de ellos. Tu papá es otro. Tu viejo también mata para darte de comer.

El otro no entendió muy bien todo ello, así que puso a un lado el asunto y continuó envuelto en su juego.  

***

Pruebe la carapulcra, vecina. Está para chuparse los dedos, dijo Íñigo, feliz porque sabía que, si las cuentas no le fallaban, a estas alturas, los sicarios que contrató allá en España ya debían de haberle dado vuelta a su hermano. La noticia de la confirmación de la muerte llegaría, estaba seguro, en el próximo barco.

Claro, don Íñigo, mi marido ya está por su segundo plato y yo voy por el tercero, dijo la vecina, una señora tremendamente gorda. Íñigo pensaba que el marido no la engañaba no por falta de ganas sino porque ya no se le paraba la pinga a raíz de los kilos y kilos de mórbida obesidad que llevaba a cuestas. Eran muy raros los gordos en la ciudad. Para gordos, solamente los curas, que pasaban el tiempo comiendo y durmiendo.

El palacio del ausente señor don Gutierre, quien llevaba ya varios años en España sufriendo la longevidad de un litigio que le impedía cobrar una cuantiosa herencia que iría a incrementar su ya pingüe fortuna, era ahora la muelle y jubilosa morada de su hermano, el joven Íñigo, y de su aún señora, la bellísima Consuelo; aunque todos los presentes sabían que, en la práctica, Consuelo era ya mujer de Íñigo, y don Gutierre, si es que aún vivía el viejo de mierda ese, un tremendo cachudo.

El bardo Ño Manuel, un negro zalamero que por tres centavos mataba a su madre, ponía la sazón a la juerga. Lo acompañaba un su sobrino, manco de una mano, que tocaba la guitarra ayudándose de una cuerda colgada al cuello. La música, entonces, estaba asegurada. Ño Manuel desplegaba un amplio repertorio que constaba de dos partes; una familiar, y otra que se prestaba para el punteo y manoseo.

Justo antes de que empezase el baile que paraba pingas a diestra y siniestra, el joven guapo, y ahora millonario, Íñigo, pidió silencio para ofrecer unas palabras dedicadas a la cumpleañera: su cuñada Consuelo (su mujer en la práctica).

Señores, estamos hoy reunidos en esta casa bendecida por Dios, Nuestro Señor… cuando las llamas de los candelabros se apagaron como sopladas por un demonio. Nadie vio nada y solo se oyeron gritos de dolor, masculinos y femeninos. Los concurrentes, en medio de la confusión, se tropezaron unos contra otros en busca de una salida o algún rincón seguro. Pasada la conmoción, un digno y valiente caballero, nadie sabe cómo, encendió un lamparín. El círculo luminoso que fue extendiéndose descubrió dos cuerpos ensangrentados claveteados con hartas puñaladas: Íñigo y Consuelo yacían boca arriba, la mirada perdida en el techo abovedado de la casa, la sangre burbujeando y agrandando el pozo de sangre que aureolaba a cada cuerpo.

Los ignorantes, que eran los más de los ciudadanos limeños, no dudaron en achacarle los muertos al fantasma encapuchado que había trastornado al idiota de Miguel Amado. Durante mucho tiempo, la gente se guardaba mucho de salir a las diez de la noche. Trancaba las puertas para evitar que el encapuchado se colase en sus viviendas y destripase a padres, hijos y abuelas.

***

Vengo a confesar ante el excelentísimo señor alcalde que yo maté a la señora Consuelo y al señor Íñigo de Ursán. Vengo a confesar el crimen y a justificarlo, ya que me amparan y defienden los códigos del buen caballero prevalecientes en estos reinos del Perú.

El alcalde y el juez, vistiendo las togas oscuras y las pelucas acostumbradas del caso, continuaron oyendo el alegato del señor Gutierre de Ursán quien había saldado una cuenta vituperiosa con su esposa y su propio hermano.

Las autoridades no encontraron ninguna mácula en los alegatos del acaudalado y noble señor de Ursán. Había actuado en toda la regla. Había procedido con justicia.

Pero, estimado señor de Ursán, tendrá que pagar el monto de diez mil soles en calidad de pena por haber usado el digno y santo hábito de los padres seráficos y haber difundido así el terror entre todos los vecinos de la ciudad.  

Tome usted, dijo el señor Gutierre. El alcalde envió a un chulillo a que recibiese el dinero contante y sonante del rico empresario. Queda pagada la única culpa que cometí por lavar el albo ropaje de mi honor, concluyó Gutierre y bajó del podio del acusado. Una semana después, regresó a España en donde deseaba morir, lejos de la tierra en donde le habían puesto tremendos cuernos.