sábado, 12 de julio de 2025

Novela Peruana "Brutalidad" de Daniel Gutiérrez Híjar - Cap 24: Eva la secuestradora

 


Marielita había intentado que me dejaran entrar en aquel Tambo, pero el mocoso a cargo del lugar se mostró igual de inflexible que la homofobia de Pincho de Piérola.

No le quedó otra alternativa a mi amorosa dueña que atar mi correa al poste de luz más cercano.

Ya vuelvo, Rocky; no te vayas a mover. Entro y salgo, ¿ya?

Le devolví uno de mis ladridos. Ella los entendía perfectamente. Este en particular quiso decir: Está bien. Te esperaré. No me moveré, pero no te tardes, por favor. Me da miedo la calle.

No te preocupes, Rocky; no me demoro nada, dijo ella muy amorosamente.

Luego de que ella diera uno, dos, tres pasos, empecé a llorar. Me aterraba la idea de quedarme solo, atado a ese poste, y, peor aún, en la calle, de noche.

Rocky, cariño, no llores, me consoló, volviendo sobre sus pasos. Si sigues llorando, te pondré tu bozalito, eh.  

Y yo, terco y mimado, en lugar de cerrar el hocico, volví a llorar cuando Marielita empezó a alejarse. Ciertamente, me merecía lo que me pasaría después.

Bueno, no quería hacerlo, pero tú me obligas, cariño, dijo Marielita, toda dulzura, mientras sacaba de su bolso mi pequeño bozal.

Con ese artilugio aprisionándome el hocico, el silencio me arrebató los lamentos.

No me demoro, dijo Marielita antes de irse.

Y así empezó mi calvario.

Marielita no salió pronto como prometió. Era viernes y la gente quería atiborrarse de chocolates, galletas, cervezas, gaseosas, huevadas. La fila de personas dentro del Tambo era desesperante.

Y aquí fue cuando apareció Eva.

Ay, ¡qué pastel!, exclamó ni bien me vio. Quién habrá sido el maldito que dejó abandonado a este angelito. Y está todo flaco y temblando de frío.

¿Todo flaco? Esa era mi contextura, cojuda. Marielita y yo salíamos a correr todas las mañanas por el malecón para mantenernos en el mejor estado físico posible. ¿Temblando de frío? Estaba muerto de miedo por haber quedado a merced de cualquier loca de la calle como tú.

Muy conchudamente, desanudó mi correa y me llevó en sus brazos. La loca esta, cuyas alas apestaban a cebolla, ni siquiera se tomó la molestia de aguardar a que apareciese alguien reclamándome. Simplemente, dio por sentado que me habían abandonado. Al toque concluí que el criterio era una clamorosa ausencia en esa mujer.

El lugar al que fui a parar no era para nada comparable con la mansión de Marielita. Había entrado a la casa de los gritos, como dirían los chicos de Libido. La mujer les gritaba a sus papás, y ellos le devolvían los gritos con el triple de furor. ¿Cuándo vas a ponerte a trabajar, carajo?, se quejaban. Cuando me sirvan mi desayuno a mi hora, les respondía la loca. Y encima traes a un perro pulgoso a la casa, volvían a la carga los viejos. Ustedes no se metan con Chin Chin, carajo. Se los prohíbo. Es el único que me entiende en esta pocilga, replicaba Eva, atronadora, quien ahora, además de haberme sustraído de mi cómoda vida con Marielita, empezaba a llamarme Chin Chin. ¡Qué mariconada de nombre! Me palteaba obedecer a sus llamados públicos en ese páramo de pichi y caca que ella llamaba parque. Los otros perros, esos carachosos de mierda, se burlaban dolorosamente de mi nuevo nombre. Y las perras, todas flacas y pedigüeñas, me tenían por bujarrón, maricón y loca.

Solamente en casa, le hacía caso; si no, me quedaba sin comer.

Con Marielita, comía tres veces al día; con Eva, tres veces a la semana -en una buena semana. Ya se imaginarán. De ser delgado por el cuidado de mi físico, pasé a estar demacrado por el rigor del hambre. No había dinero para comer en la casa de los gritos. Mucho menos para el perro de la casa. Porque en eso me había convertido, en el perro, el animal, la alimaña de la casa. Qué opuesta era la vida con Marielita, en cuya casa tenía mi propio lugar en la mesa familiar. Atrás habían quedado los días de chuletas y espectaculares piezas de pollo. Ahora, con Eva, había tenido que convertirme en cazador de palomas, ratones y, me avergüenza confesarlo, polillas y cucarachas, que eran, estos últimos, los animalitos más abundantes en la casa de los gritos.   

Ahora pones de excusa al mugroso perro ese para no salir a buscar trabajo. La pensión de tu papá ya no nos alcanza para nada, gritaba la mamá de Eva.

Ay, no friegues, mamá, y sírveme mi desayuno, ya son las dos de la tarde y tengo que trabajar en media hora, replicaba Eva, estirándose en la cama y bostezando.

¿Trabajar? ¿A estar sentada en la computadora le llamas trabajar? Vete a la mierda.

Algunas veces, Eva se sentaba durante una hora al día, en frente de la computadora, para dictar clases de inglés. Con esa pronunciación, pensaba yo, qué tal concha tienes para llamarte profesora de inglés. La mía era muchísimo mejor. Y ni qué decir de la pronunciación de mi añorada Marielita. Ella sí que hablaba inglés, y con un acento naturalísimo. Pero no tenía las ínfulas de considerarse profesora, tampoco la necesidad. En su casa, todos hablaban en inglés; sobre todo, los domingos de reuniones familiares. Con Eva, desaprendí el idioma. Lo más alucinante era que los pocos alumnos que tenía seguían confiando en ella. Con razón esta parte del Perú, que me había sido desconocida mientras viví con Marielita, seguía yéndose a la mierda.

Mi verdadera familia, mi familia de origen, la de mi Marielita, no me hubiera reconocido luego de los años transcurridos al lado de Eva. Ahora sí tenía la apariencia de un perro de la calle. Mis gustos ya no eran refinados. Ahora comía cualquier huevada con tal de no perecer por inanición. Las alocadas amistades de Eva me consideraban cariñoso por recibirlos a lamidas. Pero esos lengüeteos no eran gratuitos; los lamia para extraerles de la ropa y la piel las partículas de migajas y sabores de lo que habían desayunado, almorzado o comido, partículas que muchas veces pasan desapercibidas al ojo humano, pero no ante la lengua de un perro con hambre.

Entonces, llegó a la vida de Eva el Viejo Groover, un hombre mañoso y abusivo. Este la había contratado para que condujera un espacio de dos horas en su canal de YouTube “Cuchillos Largos”. Allí, por míseros treinta soles por programa, Groover la llenaba de insultos sin remordimiento alguno. Para que Evita se pusiera más bruta de lo acostumbrado, el malvado le pagaba hasta dos botellas de vino, baratas obviamente.     

Una vez Eva meó y cagó en plena transmisión. Vivíamos en un cuartito. Eva había decidido independizarse. Sí, tenía cuarenta años, pero nunca era demasiado tarde para dar el gran paso de cortar el cordón umbilical. Y me llevó a vivir a un cuartito en San Martin de Porras. ¡Puag! De solo decir el nombre de ese distrito, se me salen las tripas.

Ya Evita estaba borrachísima y no se daba cuenta de que estaba mostrando el culo y el churro que le salía por el aníbal a los seguidores de Groover. Se había puesto a cagar en un rincón del cuartucho, a vista y paciencia de la camarita que seguía prendida, registrando las miserias de mi querida dueña, sí, querida, porque ya la empezaba a querer. La pobreza te hermana. Intenté ladrar para regresarla al planeta Tierra, pero si lo hacía era probable que perdiera el conocimiento; andaba muy débilmente, y con las justas podía sostenerme en mis cuatro patas.

A las pocas semanas, Evita logró desquitarse del tal Viejo. Una vez le comentó que, si deseaba que sus intervenciones fuesen de mejor calidad, necesitaría una mejor computadora. Parece que esa solicitud cogió al Groover ese en su cuarto de hora porque aceptó, sin mucho palabreo, facilitarle a Evita los quinientos dólares que ella necesitaba para renovar la computadora. Obviamente, el mezquino ese no le estaba regalando el dinero, como yo había creído; Eva le pagaría esa cantidad con programas. Desde ese momento, Evita tendría que hacer cincuenta transmisiones impagas. Ella cumplió solamente con una. Antes de terminarla, en medio de la creciente audiencia del Viejo, lo mandó a la mierda al aire. Ya me cansé de tus tratos, viejo lesbiano. Vete a la concha de tu abuela.

Yo me carcajeé a más no poder, pero la burla me costó cara: se me cayeron dos dientes. No tanto por la edad como por la falta de comida, de vitaminas, había perdido casi todos mis colmillos.

***

Todos los años, Marielita me llevaba al veterinario para que se me hiciera un chequeo exhaustivo y se me pronostique, según los cuidados que me prodigaban, cuánto tiempo de vida tenía por delante.

Ojo, es muy importante diferenciar la semántica entre “cuánto tiempo tienes por delante” y “cuánto tiempo te queda”. Sí, las respuestas son las mismas: una cantidad de tiempo hasta el fin de tus días, pero coincidirán conmigo en que la primera expresión tiene una connotación positiva en tanto que la segunda es lapidaria. A un niño no le dices te quedan ochenta años de vida; se le dice tienes por delante ochenta años y quizá más. Pero a un enfermo terminal o a un anciano sí se les dice te quedan dos años, dos meses o dos días, dependiendo.

Bueno, el veterinario solía decirle a Marielita Rocky tiene por delante unos buenos catorce años más.

Ahora, con Eva, solo veía a un veterinario si me lo cruzaba en la calle. Entonces, ya no contaba con un profesional que examinara mis condiciones de vida, pero estoy seguro de que, si lo hubiera tenido, habría dicho a Chin Chin le quedan dos meses de vida. Ya no me movía, no podía saltar, apenas si veía la punta de mi nariz. Estaba cagado.

No voy a negar que Evita me amaba a su manera, incluso más que al seboso que se había conseguido por enamorado, gordo de mierda a quien no mencionaré en este mi recuento vital. Bueno, solamente diré que nunca lo pasé, porque jamás se portó como un macho proveedor con mi Evita. La pobre tuvo que organizar una pollada, con la siempre condicionada ayuda del malvado lesbiano de Groover, para que el seboso de su novio no tuviera que vender sus GI Joe de colección.

Entonces, sin la necesidad de ir donde un veterinario, sabía yo que mi tiempo en este mundo era muy corto. Y Eva también lo notaba. Yo la oía decir, en algunas transmisiones del viejo lesbiano, mi Chin Chin ya está ancianito; cualquier día de estos se me muere. Apuraba un poco de vino, y continuaba: Pero creo que es mejor que se muera, ha sufrido mucho, perdón, esteee, quiero decir, va a sufrir mucho así viejito como está.

A Eva se le escapaba la verdad muy a su pesar. Claro que iba a sufrir. Por eso, era mejor morir de una vez. Eva, sin embargo, le mentía a su público: si yo estaba moribundo, no era por la edad, sino por la vida que ella me ofrecía, tan alejada del paraíso en que moraba con Marielita.

Decidí, entonces, terminar mi recorrido en este mundo. Como los perros no podemos tomar una pistola y abrirnos los sesos, el único camino para desligarme de esta vida era dejando de comer. Eva notó mi falta de apetito y, como sea, me conseguía comida en abundancia. Era gracioso; ahora que me rehusaba a comer, ya débil y corroído, ella se esforzaba por picarle comida a sus amigos para dármela a mí. Hasta sustraía jamones y quesos en los supermercados. Era tentador tener esa variedad de comida luego de tantísimo tiempo de escasez, pero sabía que, si comía, volvería al mismo infierno. La preocupación de Eva era pasajera. Debía persistir en mi objetivo.

Mi Chin Chin ya está a punto de morir. Está muy viejito, por eso ya no quiere comer nada. No me acepta ni los filetes que, de vez en cuando, nos jalamos de Wong con mi chico, le decía a Groover en su programa. Sí, porque había vuelto con el viejo de mierda ese luego de que había renunciado con pundonor y gallardía. Quién podía entender a los humanos. Quién podía entender a Evita. Sin embargo, no había mucho qué comprender. Eva era descocada e impulsiva. Eso aumentaba los niveles de sintonía que Groover necesitaba. Y Eva necesitaba los treinta soles que Groover le pagaba. Caso cerrado. Donde mandaba el dinero, la dignidad era un traje desechable.

***

Morí un jueves. Eva ni se dio cuenta. Ya no se fijaba en mí. No tenía tiempo de fijarse en mí. Y eso que vivíamos en un cuartito muy pequeño. Yo me quedaba esperándola durante horas. Ella había conseguido un trabajo de panadera. La explotaban. Salía del cuarto a las cinco de la mañana y regresaba a las once de la noche.

Ni bien llegaba, se tiraba en la cama. Yo apenas levantaba la mirada ya nublada por la ceguera y, más que verla, la sentía quejarse unos instantes de la vida antes de quedar profundamente dormida. Ni siquiera se bañaba. Bueno, tampoco era que se bañara tan seguido antes de conseguirse ese trabajo. Decía que prefería juntar un poquito de mugre en el cuerpo para así ahorrar algo de dinero en la cuenta del agua.

En esas circunstancias, mi autoeliminación era mucho más asequible. Sin nadie cuidándome, me morí al poco tiempo de que Eva se hubo convertido, como diría Vallejo, en la tahona estuosa de una panadería en donde la gente se creía con el derecho de decirle dame un sol de pan, carajo, y cuidadito con no echarme la yapa porque mando a la mierda a tu panadería de porquería.

Tres días después de muerto, quizá porque mi olor ya no era el de un perro cochino, sino el de otra cosa mucho más desagradable, Eva se dio cuenta de que me había perdido.

Y lloró. Lloró tremendamente.

Yo lloraba a su lado. Mi alma lo hacía. Porque mi alma todavía estaba con ella en ese cuarto, y porque, a pesar de todo, llegué a querer a esa conchasumadre, perdonen el francés, pero luego de tanto tiempo de haber convivido con un personaje como Eva era inevitable que se me pegaran sus expresiones más comunes: carajo, puta, mierda, conchasumadre, la puta que te parió, entre otras lindezas.

La llegué a querer, y así como estaba, libre de las ataduras terrenales, podía haberme ido a ver a Marielita, pero no lo hice, me quedé con Evita, mientras ella me lloraba y yo la consolaba, aunque no me viera.

Perdóname, Chin Chin, le decía a mi cuerpo inerte, acariciándolo y besándolo a pesar del terrible olor que despedía; no te di una gran vida, pero te daré la despedida que un ser tan bello como tú merece.

***

Ese mismo día, a Eva le dijeron que ya no la necesitarían más en la panadería. Le dieron su sueldo incompleto, porque no llegó a fin de mes, y una bolsa de pan de hacía dos días. Esa fue su compensación por los dos meses que pasó desgastando su vida en ese lugar de gente indolente.

¿Qué haces?, le dijo la odiosa de la dueña al día siguiente, al darse cuenta de que Eva había ido a trabajar y todavía permanecía en sus predios pasadas las once de la noche. Ya te liquidé ayer. Vete. Fuchi, fuchi.

Usted me ha tratado tan bien, mintió Evita con su mejor cara de buena gente, que quiero quedarme, solamente hoy, a hornear el pan de mañana, si no le molesta.

Oye, pero tú has estado trabajando en el mostrador, recibiendo las puteadas de los cholos que se creen con derecho de tratar de indios a las personas que los atienden, ¿en qué momento has aprendido a usar el horno, dime tú?

A esa vieja se notaba que le faltaba cache, como decía Eva cuando despotricaba de la gente renegona.

Sí, pero cuando no había mucha clientela le decía a Cambrito, el maestro hornero, que me enseñara a hornear pan, y aprendí.

La vieja la miró con desconfianza. Ok, está bien, ponte a hornear, pero no creas que te voy a pagar un solo centavo. Esto está naciendo de tu propia voluntad. Pero cuando llegue mañana temprano no te quiero ver ni las pezuñas. ¿Estamos?

Estamos, dijo Eva.  

Luego de ver un tutorial en YouTube, Eva me puso en el horno de los pavos. Fue un momento que sacudió mis lacrimales. Sintonicé el Nocturno de Chopin -son cosas que las almas podemos hacer-, una de mis piezas favoritas. Me fui con honor de este mundo, solo que oliendo un poquito a pavo. Pero Eva había cumplido su palabra.

Ya conmigo en una latita de atún, procedió a cagarse y mearse en la trastienda de esa panadería. Era su desquite por los dos meses de penurias y malos tratos.

Vallejo, pensando en Evita, muy bien le pudo haber agregado estos versos a su clásico poema: el momento más grave de mi vida fue trabajar en una panadería del cono norte de Lima.

 


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