El negro del cajón ha subido a un microbús en la avenida Tacna. Obviamente, tiene su cajón consigo. La gente en el bus, con sólo verlo, ya sabe a qué ha subido el negro: a cantar para pedir limosna. Otra gente -la mayoría- no está muy segura de ello e intuye, más bien, otra cosa; como esa señora que ha visto el recio color del moreno y, como por un impulso natural, ha sujetado con más firmeza su bolso, “no vaya a ser que este negro de mierda sea un choro”.
El negro se ubica en un cuarto de la longitud del pasillo del bus. Coloca su cajón sobre el suelo y se sienta sobre él. El negro ha obstruido el angosto pasillo del bus para entregar su incomprendido arte musical a las acaloradas y achicharradas gentes del vehículo. El negro dice, con total conchudez: “Si quieren salir pasen por este costadito o bajen por la puerta de atrás. Yo aquí voy a tocar”. Es que este negro es un conchesumadre. Tiene calle, pe.
Le solicita aplausos adelantados a la gente. Anima a los podridos pasajeros a seguirle en lo que va a cantar. Un poquito de criollismo para reforzar nuestras raíces, señores. Comienza a darle unos estudiados golpeteos con las yemas de los dedos al cajón. Está cantando “peeroooo regresaaaa, paaara llenar el vacííío que dejaste al irte regresa…”.
Un cholo de mierda, que lleva desabrochados los tres primeros botones de su camisa bamba, dejando al descubierto un pecho sudoroso, comprueba que el negro es mucho más sabroso y más quimboso que él. Le ve el par de aros dorados que lleva colgando de su negruzca oreja derecha.
La señora gorda de mierda, que tiene el pelo pintado y cuyo marido está tirado en la cama de su casa porque no le da la gana de hacer nada, ve que el negro está quedándose pelado. Observa, también, que el negro tiene un cuerpo bonito para su edad, que puede ser la misma edad del bueno-para-nada de su marido. Debe tener una pichulaza este negro de mierda, piensa la gorda; pero, a pesar de ese juicio laudatorio hacia el negro, sostiene con más fuerza el bolso que apenas tiene cinco soles en su interior.
El cantante solicita palmas y nadie le hace caso. Muchos piensan –y ruegan-: “¿a qué hora se baja este negro chuchesumadre?” Tienen miedo de pasar cerca del negro. “No vaya a ser que, con astucia y rapidez, me quite la billetera”, piensa el profesor de academia pre universitaria de bigotes retorcidos. Este profesor que, en sus horas libres, es frecuente visitante de los puteríos del Centro de Lima.
El negro ha terminado. “Tienen suerte porque hoy les he regalado lo mejor de mi repertorio”, dice. Tiene unas Adidas originales el negro chuchesumadre, ¿a quién se las habrá robado, este mierda? “Voy a pasar por sus respectivos asientos para que me regalen un nuevo sol, señores. Mi arte no se vende por menos. Ni cagando”. Este negro es la cagada, pe. Pide un sol como bueno. Ya quisiera ser tan conchán como este moreno.
Mira, causa, la gente le está dando un sol. Puta, que los ha trabajado bien el negro. Va a salir billetón de este bus.
Sin sus vitaminas, el negro del cajón no hubiera podido despachar esas dosis histriónicas y poderosas de energía y picardía mientras le daba duro, y con clase, a su ¿nuevo? cajón: pucha, este negro se pasa, ¿a quién le habrá choreado ese cajón?
Antes de salir de su cuarto, el negro había aspirado un par de líneas de la coca (“vitaminas”) que el apitucado joven ingeniero le había separado con anticipación. Es que el negro necesita pilas para cantar todo el día, pe.
El negro del cajón cuenta las monedas que ha recibido: doce soles. Nada mal. El día recién ha comenzado. Cruza la avenida Tacna. Ve sobre parar un bus lleno que va en el sentido contrario del que había tomado. De nuevo, a tocar cajón, caracho.
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