lunes, 20 de julio de 2015

La Fanta

Tomamos una Fanta en mi cumpleaños.

Hubo alitas broster.

Hubo canchita.

Hubo una torta asquerosa (sin embargo, se agradece el gesto cuando se sabe que existe un contrato de por medio mediante el cual la misma proveedora ofrece la misma torta para todos los cumpleaños. Esto le sale muy a cuenta a la mina).

Sobró una Fanta.

Me la llevé a la oficina.

Llevo días mirando la Fanta.

No me provoca tomarla.

Los días se suceden, uno más jodido que el otro. Ya van diecisiete (se supone que solo serían catorce).

En la mina, nunca sabes qué podrá pasar al minuto siguiente: alguien irrumpe en el cuarto que llaman tu oficina y te dice algo que te desordena los esquemas.

Falta poco para volver a ver a mi hija.

¿Dos días son poco?

Miro la Fanta.

Tengo la garganta llena de flemas. Me los trago. Tienen buen sabor.

Hace dos días que no me baño porque el huevón encargado de los campamentos no halla la solución al problema del agua. El agua desaparece entre diez de la noche y seis de la mañana.

Cuando no me baño, me enfermo y el pelo se me pone tieso.

Miro la Fanta.

Me paro, camino hasta ella, la cargo (está en el piso), la destapo y vierto su contenido en este vaso de plástico.

La Fanta resbala por la garganta y endulza mis flemas.

Apenas llegue a Lima, me tatuo a Bolaño.

Apenas llegue a Lima, paseo con Morgana.


Así es la mina.

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