Tomamos una Fanta en mi
cumpleaños.
Hubo alitas broster.
Hubo canchita.
Hubo una torta asquerosa (sin
embargo, se agradece el gesto cuando se sabe que existe un contrato de por
medio mediante el cual la misma proveedora ofrece la misma torta para todos los
cumpleaños. Esto le sale muy a cuenta a la mina).
Sobró una Fanta.
Me la llevé a la oficina.
Llevo días mirando la Fanta.
No me provoca tomarla.
Los días se suceden, uno más
jodido que el otro. Ya van diecisiete (se supone que solo serían catorce).
En la mina, nunca sabes qué
podrá pasar al minuto siguiente: alguien irrumpe en el cuarto que llaman tu
oficina y te dice algo que te desordena los esquemas.
Falta poco para volver a ver
a mi hija.
¿Dos días son poco?
Miro la Fanta.
Tengo la garganta llena de
flemas. Me los trago. Tienen buen sabor.
Hace dos días que no me baño
porque el huevón encargado de los campamentos no halla la solución al problema
del agua. El agua desaparece entre diez de la noche y seis de la mañana.
Cuando no me baño, me
enfermo y el pelo se me pone tieso.
Miro la Fanta.
Me paro, camino hasta ella,
la cargo (está en el piso), la destapo y vierto su contenido en este vaso de
plástico.
La Fanta resbala por la
garganta y endulza mis flemas.
Apenas llegue a Lima, me
tatuo a Bolaño.
Apenas llegue a Lima, paseo con
Morgana.
Así es la mina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario